10

El reloj que estaba al lado de Phury cambió de manera que en la pantalla digital se reflejaron cuatro palitos: once y once de la mañana.

Phury revisó su provisión de humo rojo. Estaba bajando rápidamente y, a pesar de lo drogado que estaba, tuvo un ataque de taquicardia. Mientras hacía cálculos, trató de fumar más despacio. Llevaba cerca de siete horas abusando de la bolsita… así que, si seguía así, se quedaría sin nada alrededor de las cuatro de la tarde.

El sol se ocultaba a las siete y media y él no podía estar en el Zero Sum antes de las ocho.

Cuatro horas de abstinencia. O, más exactamente, cuatro horas en las que podría estar tal vez demasiado lúcido.

«Si quieres», dijo el hechicero, «puedo leerte un cuento para que te duermas. Éste es estupendo. Se trata de un vampiro que se comporta como su padre alcohólico. Y termina muerto en un callejón. Sin que nadie lo llore. Es un clásico, prácticamente shakespeariano. A menos que ya lo conozcas, socio».

Phury subió el volumen de Donna non vidi mai y respiró profundamente.

Mientras la voz del tenor subía de acuerdo con las disposiciones de Puccini, Phury pensó en la voz de Z. Qué voz, la que tenía ese hermano. Como un órgano de iglesia, pasaba de los tonos más agudos a unos bajos tan profundos que tu médula se convertía en caja de resonancia, y si oía algo una sola vez era capaz de reproducirlo perfectamente. Luego le imprimía su propio estilo a la melodía o podía crear algo totalmente nuevo. Su talento podía con todo: ópera, blues, jazz, rock and roll antiguo. Él era su propia radio.

Y siempre dominaba las voces del coro en el templo de la Hermandad.

Era difícil creer que ya nunca más oiría esa voz en la cueva sagrada.

O alrededor de la casa, si lo pensaba bien. Habían pasado varios meses desde la última vez que Z cantó algo, probablemente debido a que su preocupación por Bella no le mantenía precisamente muy contento, y no había manera de saber si alguna vez volvería a hacer sus conciertos improvisados.

El destino de Bella sería el que decidiera eso.

Phury le dio otra calada al porro. Dios, ardía en deseos de ir a verla. Quería asegurarse de que estaba bien. Prefería la confirmación visual a esa respuesta tan frecuente de que la falta de noticias son buenas noticias.

Pero él no estaba en condiciones de ir de visita y no sólo por estar drogado. Levantó las manos y se las llevó al cuello, donde examinó la marca que le había dejado la cadena. Aunque sanaba rápido, no lo hacía tan rápido y los ojos de Bella no tenían ningún problema. No había razón para preocuparla.

Además, Z debía estar con ella; y ver a su gemelo cara a cara sería demasiado peligroso, considerando cómo habían quedado las cosas entre ellos en ese callejón.

Un golpeteo que llegó desde la cómoda le hizo levantar la cabeza.

Al otro lado de la habitación, el medallón del Gran Padre estaba vibrando, el antiguo talismán de oro funcionaba como una especie de buscapersonas. Phury lo vio moverse sobre la madera, formando un pequeño círculo, como si estuviera buscando una pareja de baile entre el juego de cepillos de plata junto al cual lo había dejado.

Pero él no tenía ninguna intención de ir al Otro Lado. De ninguna manera. Ser expulsado de la Hermandad ya era suficiente, no necesitaba más emociones en un solo día.

Dio una última calada al porro, se levantó y salió de su habitación. Al salir al pasillo, miró hacia la puerta de Cormia, como siempre solía hacer. Estaba un poco abierta, lo cual era inusual, y entonces oyó una especie de golpe.

Se acercó y llamó suavemente a la puerta.

—¿Cormia? ¿Estás bien?

—¡Ah! Sí… sí, estoy bien. —Su voz se oía como amortiguada.

Al ver que ella no decía nada más, se inclinó.

—Tu puerta está abierta. —Bueno, no había que ser un genio para notarlo—. ¿Quieres que la cierre?

—Lo siento, me habré olvidado de cerrarla.

Como tenía curiosidad de saber cómo le había ido a Cormia con John Matthew, dijo:

—¿Te molesta si entro?

—Por favor.

Phury abrió la puerta totalmente.

Cormia estaba sentada en la cama con las piernas cruzadas, trenzándose el cabello húmedo. Había una toalla a su lado, lo cual explicaba el ruido que había oído y su túnica… su túnica estaba abierta formando una V y la suave redondez de sus senos estaba a punto de quedar totalmente expuesta.

¿De qué color tendría los pezones?

Phury desvió rápidamente la mirada y se encontró con una rosa color lavanda que reposaba en un florero de cristal sobre la mesita de noche.

Al sentir que el pecho se le cerraba sin ninguna razón en particular, frunció el ceño.

—Entonces, ¿qué tal lo has pasado con John?

—Muy bien. Es un chico encantador.

—¿De veras?

Cormia asintió con la cabeza, al tiempo que envolvía la punta de la trenza con una cinta de satén blanco. Bajo la tenue luz de la lámpara, la gruesa trenza brillaba como si fuera de oro y él pensó que era una lástima que se envolviera la trenza en la cabeza hasta formar un moño en la base de la nuca. Quería mirar su pelo un poco más, pero tuvo que conformarse con los mechones que ya empezaban a aparecer alrededor del rostro.

Era toda una aparición, pensó, y deseó tener a mano una hoja de papel y su pluma.

Curioso… ella… tenía un aspecto diferente, pensó Phury. Pero, claro, tal vez se debía a que tenía un poco de color en las mejillas.

—¿Qué habéis hecho?

—Corrí al aire libre.

Phury frunció el ceño.

—¿Porque algo te asustó?

—No, porque podía hacerlo.

De repente, Phury se la imaginó corriendo sobre el césped del jardín, con el pelo flotando tras ella.

—¿Y qué hizo John?

—Observar.

Conque sí.

Antes de que Phury pudiera decir algo más, ella agregó:

—Usted tiene razón, él es muy amable. Esta noche me va a poner una película.

—¿Ah, sí?

—Me enseñó a usar la televisión. Y mire lo que me dio. —Cormia extendió la muñeca. Sobre ella había una pulsera hecha con cuentas color lavanda y eslabones de plata—. Nunca había tenido algo así. Lo único que he tenido es mi perla de Elegida.

Al ver que ella se tocaba la perla iridiscente en forma de lágrima que llevaba colgada al cuello, Phury entornó los ojos. La mirada de Cormia era tan cándida, tan pura y adorable como el capullo de rosa que había sobre la mesilla de noche.

Las atenciones que John había tenido con ella hicieron que Phury viera su negligencia con más claridad.

—Lo siento —dijo Cormia con voz queda—. Me quitaré la pulsera…

—No. Te queda muy bien. Es preciosa.

—Dijo que era un regalo —murmuró Cormia—. Me gustaría guardarla.

—Y eso es lo que debes hacer. —Phury respiró profundamente y miró alrededor de la habitación. Cuando vio la compleja estructura hecha de palillos de dientes y… guisantes, preguntó—: ¿Qué es eso?

—Ah… sí. —Cormia se acercó con rapidez, como si quisiera ocultar lo que era.

—¿Qué es?

—Es algo que está en mi cabeza —dijo y se volvió hacia él, pero luego le dio la espalda—. Sólo es algo que empecé a hacer.

Phury atravesó la habitación y se arrodilló junto a ella. Con cuidado, pasó el dedo por un par de uniones.

—Es fantástico. Parece la estructura de una casa.

—¿Le gusta? —Cormia también se arrodilló—. La verdad es que me lo inventé yo.

—A mí me encantan la arquitectura y el arte. Y esto… el diseño es genial.

Cormia ladeó la cabeza mientras examinaba la estructura y él sonrió, al tiempo que pensaba en que él hacía lo mismo con sus dibujos.

Movido por un impulso, dijo:

—¿Te gustaría ir al pasillo de las estatuas? Estaba a punto de ir a dar un paseo. Es subiendo la escalera.

Cuando Cormia levantó los ojos hacia los suyos, había una determinación en ellos que le cogió por sorpresa.

Luego se dio cuenta de que ella no había cambiado, como había pensado hacía un momento. Era la misma, pero lo miraba de diferente manera.

Vaya, se dijo. Tal vez a ella realmente le gustaba John. Se sentía atraída hacia él. Ése sí que sería un giro sorprendente de la situación.

—Me encantaría ir con usted —dijo Cormia—. Me gustaría ver el arte.

—Bien. Esto está… bien. Vamos. —Phury se levantó y extendió su brazo sin ninguna razón aparente.

Después de un momento, Cormia deslizó su palma sobre la de él. Al tomarse de la mano, Phury se dio cuenta de que la última vez que habían tenido contacto físico fue aquella borrascosa mañana en su cama… cuando él tuvo ese sueño erótico y despertó con su cuerpo excitado sobre ella.

—Vamos —murmuró y la condujo hacia la puerta.

‡ ‡ ‡

Cuando salieron al pasillo, Cormia no podía creer que fuera de la mano del Gran Padre. Después de pasar tanto tiempo deseando tener algo de intimidad con él, era increíble que finalmente tuviera no sólo eso, sino un contacto físico de verdad.

Mientras se dirigían adonde ella ya había estado, Phury le soltó la mano, pero siguió caminando junto a ella. Casi no se notaba que cojeaba, apenas se veía una ligera sombra en sus elegantes movimientos y, como siempre, él le parecía más adorable que cualquier obra de arte que pudiera contemplarse.

Sin embargo, Cormia estaba preocupada por él, y no sólo por lo que había oído.

La ropa que llevaba puesta no era la que normalmente usaba para bajar a comer. Llevaba los pantalones de cuero y la camisa negra de botones, la ropa con la que peleaba. Y estaba manchada.

De sangre, pensó. De su sangre y la de sus enemigos.

Pero eso no era lo peor. Había una marca en su cuello, como si la piel de esa zona hubiese sufrido alguna lesión, y también tenía moretones, en el dorso de la mano y a los lados de la cara.

Cormia pensó en lo que el rey había dicho sobre el Gran Padre. «Un peligro para él y para los demás».

—Mi hermano Darius era coleccionista de arte —dijo el Gran Padre, al pasar frente al estudio de Wrath—. Al igual que el resto de las cosas de esta casa, todas estas esculturas eran suyas. Ahora son de Beth y John.

—¿John es el hijo de Darius, hijo de Marklon?

—Sí.

—He leído algo acerca de Darius. —Y acerca de Beth, la reina, que era su hija. Pero no había nada sobre John Matthew. Curioso… como hijo del guerrero debería haber aparecido en la lista que había en la página titular, junto con los demás hijos de Darius.

—¿Leíste la biografía de Darius?

—Sí. —Había ido a buscar información sobre Vishous, el hermano con el que originalmente estaba comprometida. Sin embargo, de haber sabido quién terminaría siendo el Gran Padre, habría revisado las estanterías llenas de volúmenes forrados de cuero rojo para buscar algo sobre Phury, hijo de Ahgony.

El Gran Padre se detuvo a la entrada del corredor de las estatuas.

—¿Qué hacéis cuando muere un hermano? —preguntó Phury—. ¿Qué hacéis con sus libros?

—Una de las escribanas marca todas las páginas en blanco con un símbolo chrih negro y se anota la fecha en la primera página del primer volumen. También hay ceremonias. Las celebramos por Darius y estamos esperando… Bueno, aún no sabemos lo que ha sido de Tohrment, hijo de Hharm.

Phury asintió con la cabeza y siguió avanzando, como si acabaran de discutir un asunto menor.

—¿Por qué lo pregunta? —preguntó ella.

Hubo una pausa.

—Todas estas estatuas provienen del periodo greco-romano.

Cormia se cerró más las solapas de la túnica.

—¿De veras?

El Gran Padre pasó frente a las cuatro primeras estatuas, incluida la que estaba totalmente desnuda, gracias a la Virgen Escribana, pero se detuvo frente a la que le faltaban partes.

—Están un poco estropeadas, pero si consideramos que tienen más de dos mil años, es un milagro que sobrevivan aunque sea una parte de ellas. Eh… Espero que los desnudos no te ofendan.

—No —dijo Cormia, pero se alegró de que él no supiera de qué manera había tocado la que estaba desnuda—. Creo que son hermosas, independientemente de que estén cubiertas o no. Y no me importa que sean imperfectas.

—Estas estatuas me recuerdan al lugar donde crecí.

Cormia se quedó esperando, muy consciente de lo mucho que deseaba que él terminara la frase.

—¿Por qué?

—Teníamos un jardín de estatuas. —Phury frunció el ceño—. Pero estaban cubiertas de hiedra. Todos los jardines lo estaban. Había hiedra por todas partes.

El Gran Padre retomó el paseo.

—¿Dónde creció usted? —preguntó Cormia.

—En el Viejo Continente.

—¿Y sus padres…?

—Estas estatuas fueron traídas en los años cuarenta y cincuenta. Darius pasó por una etapa de interés por la escultura y, como siempre había odiado el arte moderno, esto fue lo que compró.

Al llegar al final del corredor, Phury se detuvo frente a la puerta que llevaba a una de las habitaciones y se quedó mirándola fijamente.

—Estoy cansado.

Bella debía de estar en esa habitación, pensó Cormia. Era evidente, a juzgar por la expresión del Gran Padre.

—¿Ha comido algo? —preguntó ella, pensando que sería maravilloso poder llevarlo en la dirección contraria.

—No lo recuerdo. —Phury bajó la vista hacia sus pies, que estaban enfundados en pesadas botas de combate—. Por… Dios. No me he cambiado de ropa. —Su voz sonaba extrañamente vacía, como si darse cuenta de eso lo hubiese dejado en blanco—. Debería haberme cambiado. Antes de hacer esto.

«Extiende la mano», se dijo Cormia. «Extiende la mano y toma la suya. Del mismo modo en que él tomó la tuya».

—Debería cambiarme —dijo el Gran Padre en voz baja—. Tengo que cambiarme.

Cormia respiró profundamente y, al tiempo que extendía el brazo, le tomó de la mano. Estaba fría. Alarmantemente fría.

—Regresemos a su habitación —le dijo—. Regresemos allí.

Phury asintió con la cabeza, pero no se movió, y antes de que ella se diera cuenta de lo que hacía, lo estaba llevando como a un niño. Al menos estaba llevando su cuerpo, pues Cormia sentía que su mente estaba en alguna otra parte.

Llevó a Phury a su habitación, hacia los confines de mármol de su baño y, cuando lo detuvo, él se quedó donde ella lo dejó, frente a los dos lavabos y el espejo inmenso. Mientras ella abría la cámara que rociaba agua, que ellos llamaban ducha, él esperó con más inconsciencia que paciencia.

Cuando sintió que el agua estaba lo bastante caliente, se volvió hacia él.

—Su Excelencia, todo está listo. Puede lavarse.

Los ojos amarillos de Phury miraban fijamente hacia uno de los espejos, pero no parecía reconocerse en el reflejo de su apuesto rostro. Era como si un desconocido se enfrentara a él desde el espejo, un desconocido en el que él no confiaba y al que no aprobaba.

—¿Su Excelencia? —dijo Cormia. Phury estaba alarmantemente inmóvil y de no haber estado de pie, Cormia habría comprobado si el corazón le seguía latiendo—. Su Excelencia, la ducha.

«Tú puedes hacerlo», se dijo a sí misma.

—¿Puedo desvestirlo, Su Excelencia?

Después de que él asintiera con un sutil movimiento de cabeza, Cormia se puso frente a él y levantó las manos hacia los botones de la camisa. Fue desabotonando uno por uno y la tela negra fue abriéndose gradualmente hasta dejar expuesto el inmenso pecho del Gran Padre. Cuando Cormia llegó al botón que estaba a la altura del vientre, dio un tirón a los faldones para sacarlos de los pantalones de cuero y siguió. Durante todo este tiempo, el Gran Padre se mantuvo inmóvil y sin oponer resistencia, con los ojos fijos en el espejo, incluso cuando ella abrió totalmente los dos lados de la camisa y se la bajó por los hombros.

Estaba magnífico bajo la tenue luz del baño; a su lado, las estatuas parecían obras mediocres. Tenía un pecho enorme y el ancho de sus hombros era casi tres veces el de ella. La cicatriz en forma de estrella que tenía en el pectoral izquierdo parecía tallada en la piel suave y sin vello. Cormia sintió deseos de tocarla, de seguir con el dedo los rayos que salían del centro de la marca.

Quería poner sus labios allí, pensó, sobre su corazón. Sobre la insignia de la Hermandad.

Dejó la camisa en el borde de la bañera y esperó a que el Gran Padre continuara desvistiéndose. Pero él no hizo ningún ademán de seguir haciéndolo.

—¿Quiere que… le quite los pantalones?

Phury asintió con la cabeza.

A Cormia le temblaron los dedos mientras desabrochaba la hebilla del cinturón y abría el botón de los pantalones. El cuerpo del Gran Padre se mecía hacia delante y hacia atrás debido a los movimientos de ella, pero no mucho, y Cormia se asombró de ver lo sólido que era.

Querida Virgen Escribana, el Gran Padre olía deliciosamente.

La cremallera de cobre bajó lentamente y Cormia tuvo que sostener las dos mitades de la pretina juntas, debido al ángulo en que estaba trabajando. Cuando las soltó, la parte delantera del pantalón se abrió totalmente. Debajo de los pantalones, Phury llevaba unos calzoncillos negros ajustados, lo cual fue un alivio.

En cierto modo.

La protuberancia del sexo del Gran Padre la hizo tragar saliva.

Estaba a punto de preguntarle si debía continuar, cuando levantó la vista y se dio cuenta de que él no estaba realmente ahí. Así que si no seguía con lo que estaba haciendo, él terminaría metiéndose a la ducha medio vestido.

Mientras le bajaba el pantalón por los muslos hasta las rodillas, sus ojos se fijaron en el bulto que escondía el suave algodón y recordó lo que había sentido cuando él se había tumbado sobre ella durante el sueño. Lo que estaba viendo ahora le había parecido entonces mucho más largo y en ese momento estaba duro y hacía presión contra su cadera.

Eso era lo que provocaba la erección. Las lecciones sobre el ritual del apareamiento que le había dado la anterior Directrix eran muy detalladas, y su maestra le había explicado con precisión lo que sucedía cuando los machos se aprestaban a tener sexo.

También sabía, gracias a las lecciones de la Directrix, que las hembras sentían dolor cuando el miembro se endurecía.

Mientras se obligaba a dejar de pensar en esas cosas, Cormia se arrodilló para deshacerse de los pantalones y se dio cuenta de que debería haberle quitado las botas antes. Entonces tuvo que abrirse camino a través de los pliegues de cuero que se arremolinaban en los tobillos hasta lograr quitarle una bota, apoyándose en las piernas de Phury para obligarlo a pasar el peso de una pierna a la otra. Luego comenzó el proceso en el otro lado… y se encontró con el pie que no era de verdad.

Cormia siguió, sin detenerse ni siquiera un momento. La tara del Gran Padre era indiferente para ella, aunque desearía saber cómo se había herido de manera tan grave. Debía haber sido durante un combate. Sacrificar tanto por la raza…

Los pantalones de cuero salieron de la misma manera que las botas: gracias a una serie de tirones que el Gran Padre no pareció notar. Sencillamente se apoyaba sobre el pie que ella le dejaba sobre el mármol, tan firme como un roble. Cuando por fin volvió a mirar hacia arriba, sólo quedaban dos prendas sobre su cuerpo: los calzoncillos, que tenían las palabras Calvin Klein en la etiqueta, y la pierna ortopédica.

Cormia fue hasta la ducha y abrió la puerta.

—Su Excelencia, el baño en forma de cascada está listo.

Phury la miró.

—Gracias.

Con un movimiento rápido, se quitó los calzoncillos y se acercó a ella, desnudo.

Cormia dejó de respirar. El miembro inmenso de Phury colgaba flácido y largo desde su base, y la cabeza redondeada se mecía ligeramente.

—¿Te quedarás mientras me ducho? —preguntó él.

—Ah… Ah, ¿es eso lo que desea?

—Sí.

—Entonces yo… Sí, me quedaré.