CAPÍTULO XXI

FIN DE LA AVENTURA

Mike fue el primero en despertar. Apenas levantó la cabeza, recordó todo lo sucedido el día anterior. Allí estaban sus padres, profundamente dormidos en sus camas de hierba. Sí, era verdad: no lo había soñado. Estaban vivos y eran tan alegres y simpáticos como siempre. Además, se sentían felices al haber encontrado a sus hijos.

Al notar que no podía dormir más, Mike se levantó y encendió el fuego. El sol estaba saliendo en un cielo intensamente azul y sus rayos llegaban a la tierra a través de una ligera neblina. Se anunciaba un día espléndido.

Cuando la leña empezó a crepitar, se despertaron todos. Nora corrió hacia su madre y la rodeó con sus brazos. No podía creer que era realmente su madre la que estaba allí y la apretaba contra su pecho para convencerse. Pronto la cueva se llenó de voces y risas.

Peggy y Nora hicieron el desayuno. Mike enseñó a su padre la cueva interior, donde estaba la despensa. Jack fue a ordeñar a Margarita, y Nora a echar la comida a las gallinas…, y a recoger los cuatro hermosos huevos que encontró en el gallinero.

Un par de truchas pescadas por Jack, huevos, unas lonjas de carne en conserva y melocotón en almíbar constituyeron el excelente desayuno de aquella mañana. El fuego se fue apagando y los rayos del sol entraron en la cueva. Todos salieron para ver el hermoso día.

El lago era intensamente azul y los árboles se mecían suavemente al soplo de la brisa.

Nora explicó a su madre dónde recogía las moras y las fresas, y Peggy le habló de las semillas que habían plantado y de las cestas que habían hecho para vender sus frutos.

De pronto, el capitán Arnold dijo:

—Bueno, me parece que ya es hora de que nos vayamos.

Los niños lo miraron sorprendidos.

—¿Irnos? ¿Dejar la isla?

—No pretenderéis vivir siempre aquí —dijo el capitán—. Además, ya no es necesario, ya no sois fugitivos. Sois nuestros hijos y tenéis que vivir con nosotros.

—¡Claro! —dijo la señora de Arnold—. Hemos de volver a casa, y vosotros tenéis que volver a la escuela. Habéis demostrado que sois valientes y listos, y habéis sido felices, pero tenéis una magnífica casa y ahora seremos todos felices viviendo juntos en ella.

—¿Y Jack? —preguntó Nora en el acto.

—Jack será para nosotros, desde este momento, como un hijo más —dijo la señora de Arnold—. Estoy segura de que a su abuelo le parecerá bien que se venga a vivir con nosotros para siempre. Yo seré para él una madre y tu padre lo tratará también como a un hijo. Seremos una familia feliz.

Jack quería decir muchas cosas, pero se le hizo un nudo en la garganta y no pudo articular una sola palabra. Sentía algo raro. Enrojeció de alegría y apretó la mano de Nora con tanta fuerza, que le hizo daño sin querer. Se sentía el niño más feliz de la tierra.

—Mamá, me da pena dejar nuestra maravillosa isla —dijo Nora—. Es triste tener que abandonar nuestra casita, la cueva, el arroyo y todo lo demás.

—Bueno, quizá podamos comprarla —dijo el capitán—. Así, podríais venir durante las vacaciones y vivir aquí solos, del modo que os plazca. Será vuestra isla.

—¡Oh, papá! —exclamó uno de los niños, expresando el pensamiento de todos—. Sabiendo que tenemos esta hermosa isla para pasar el verano no nos importará ir al colegio ni vivir en una casa como todas.

—Pero ahora hay que dejar la isla. Hemos de pasar la Navidad en casa —dijo la señora de Arnold—. Tenemos que volver a nuestro hogar. ¿Os acordáis de él? ¿No os gustaría pasar allí los días de Navidad, comer canelones y pavo, turrón y barquillos y, además, tener muchos regalos?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —gritaron los cuatro niños.

—Era precisamente lo que deseábamos —añadió Nora.

—Ayer —dijo Jack—, cuando me fui, estuve a punto de comprarte una muñeca estupenda. Pero cuando ya estaba dentro de la tienda, me enteré de la maravillosa noticia.

—Tendréis todas las muñecas y todos los juguetes que queráis —dijo el capitán Arnold alegremente—. ¡Y ahora, todo el mundo a la barca!

—Espera un poco. Queremos despedirnos de nuestras cosas —dijo Peggy—. Mamá, ven a ver nuestra casita vegetal. La construimos nosotros mismos. En verano se pone preciosa, pues echa brotes y hojas. ¡Es una casa viva!

Una hora después empezaron los preparativos para marcharse de la isla. Pusieron las gallinas en un saco, cosa que a ellas no les hizo ninguna gracia. A Margarita la dejaron en la isla. El capitán Arnold dijo que enviaría al pescador a recogerla. El agua estaba demasiado fría para que el pobre animal fuese nadando detrás de la barca. Buena parte de las cosas de los niños se quedaron en la cueva, preparadas para usarlas cuando los cuatro volviesen a la isla.

Peggy se llevó la manta de conejo que había confeccionado. Consideró que tenía demasiado valor para dejarla. Se llevaron también los libros, pues se habían encariñado con ellos. Todo lo demás lo dejaron en la despensa, bien cubierto con sacos. Su alegría era mucha, pero también sentían un poco de tristeza al tener que marcharse de su maravillosa isla.

Al fin, todos estuvieron instalados en la barca. El capitán Arnold empezó a remar con tal fuerza, que el ruido de los remos al golpear el agua llegó a los oídos de Margarita. La vaca, que estaba paciendo, levantó la cabeza y vio cómo se alejaba la barca.

—¡Adiós, isla secreta! —exclamó Nora.

—¡Adiós, adiós! —dijeron los otros tres niños—. Pronto volveremos. Adiós, Margarita; adiós, isla entera.

—Bueno, ahora hablemos de lo que haremos los días de Navidad —dijo la señora de Arnold alegremente al ver que los niños se iban poniendo tristes a medida que se alejaban de la isla.

Horas después los cuatro niños y sus padres —Jack era ya un hijo más— estaban de nuevo en su verdadera casa. ¡Qué días tan divertidos, tan llenos de ilusión, siguieron para nuestros pequeños héroes! Necesitaban ropas nuevas, chaquetas, pantalones, zapatos, ropa interior, corbatas. La señora de Arnold dijo que Peggy había hecho verdaderos milagros para conservar la ropa de los niños, que ya se caía de vieja.

Se fueron de compras todos juntos y volvieron contentísimos con sus ropas nuevas. Peggy estaba preciosa con su flamante vestido azul, pero no más que Nora con su vestido encarnado.

Jack era el más feliz de todos. Por primera vez en su vida llevaba puesto algo nuevo, pues hasta entonces sólo se había vestido con ropa que se les quedaba pequeña a otros.

Los niños se miraban y se reían.

—¡Parecemos otros! —exclamó Mike—. ¡Cada vez que pienso en cómo íbamos vestidos en la isla! ¡Es estupendo llevar otra vez ropa limpia! ¡Y mira lo monas que están las chicas, Jack!

La primera noche extrañaron la cama, pues ya habían perdido la costumbre de dormir en camas de verdad. Las de las niñas eran blancas y estaban en una bonita habitación; las de los niños eran de color nogal y estaban en el dormitorio de al lado.

A la mañana siguiente, cuando despertaron, no sabían dónde estaban. Pero pronto se acostumbraron a este cambio de vida.

La Navidad se acercaba. Un día salieron todos a comprar los regalos que querían hacerse unos a otros. ¡Cómo se divirtieron! Sus padres los llevaron a la capital, donde quedaron extasiados ante las grandes tiendas de juguetes. Vieron barcos que navegaban en pequeños estanques, trenes eléctricos que corrían por largas vías, a través de hermosos parajes, que pasaban por túneles y se detenían en las estaciones como los trenes de verdad. Después de estar tantos días en su solitaria isla secreta, todo les entusiasmaba.

Los días de Navidad fueron emocionantes. ¡Cuánto se divirtieron abriendo paquetes y viendo los regalos! Muñecas para las niñas y dulces, muchos dulces, para todos. Para los niños fue una verdadera fiesta abrir sus paquetes y ver sus regalos.

—No habríamos pasado una Navidad tan feliz en la isla —dijo Nora, desenvolviendo una gran muñeca de cabello rubio—. ¡Oh, Jack, muchas gracias! ¡Es preciosa!

Pronto estuvieron las camas llenas de muñecas, trenes, libros, aviones, coches… Era la más maravillosa mañana de Navidad que los niños habían conocido en su vida. Jack estaba trastornado. Le parecía que todo aquello era un sueño.

—Te lo mereces todo, Jack —dijo Nora—. Fuiste un gran amigo para nosotros en nuestros días de tristeza. Ahora tienes que compartir nuestras alegrías.

Por la tarde tuvieron una magnífica merienda. El capitán les trajo más regalos: confeti y gorros de papel. De uno de los gorros sacó un avión en miniatura.

—En ése no puedes volar, papá —dijo Peggy.

—Ya no volarás más, ¿verdad, papá? —preguntó Nora, temiendo que sus padres volvieran a marcharse y se perdieran de nuevo, dejándolos otra vez solos.

—No, nunca volveré a volar —repuso—. Desde hoy estaremos siempre con vosotros; nunca, nunca os volveremos a dejar solos.

Cuando llegó la noche, los cuatro felices niños se fueron a la cama. Dejaron abierta la puerta que comunicaba las dos habitaciones y estuvieron hablando todos hasta que se quedaron dormidos. En la isla se habían acostumbrado a charlar los cuatro antes de dormirse, y no podían privarse de esta costumbre.

—¡Ha sido un día maravilloso! —dijo Peggy, soñolienta—. Pero me ha faltado algo.

—¿Qué es? —preguntó Mike.

—Volver a nuestra cueva de la isla, aunque sólo hubiera estado allí cinco minutos —respondió Peggy.

Todos confesaron que lo mismo les ocurría a ellos. Después se callaron y recordaron los maravillosos días y las noches incomparables de su isla.

—¡Nunca, nunca olvidaré nuestra isla! —dijo Nora—. Es el lugar más hermoso del mundo. Estoy segura de que se sentirá muy sola sin nosotros. ¡Buenas noches, isla secreta! Espéranos; volveremos…

—¡Buenas noches, isla secreta! —dijeron también Peggy, Jack y Mike.

Y pronto se quedaron todos dormidos, soñando con su isla, con los días de verano que volverían a pasar en ella, solos, felices, viviendo al aire libre, cocinando en una hoguera y durmiendo en sus mullidas camas de hierba y musgo.

Querida isla secreta: espera, que pronto volverás a ver a tus cuatro niños.

FIN