CAPÍTULO XX

JACK RECIBE UNA GRAN SORPRESA

Pero volvamos al lado de Jack y así podremos ver lo que le sucedió. Llevaba mucho tiempo fuera de la isla, demasiado, mucho más del necesario para ir a hacer unas compras. ¿Qué le habría retenido?

Jack llegó tranquilamente a la orilla del lago y ató la barca a un árbol. Luego cruzó el bosque y salió a la carretera que conducía al pueblo, no al del mercado, sino al que estaba a unos siete kilómetros. Esto suponía una caminata de hora y media, pero valía la pena hacerla, ya que así podría comprar regalos para todos.

Jack echó a andar por la carretera. Hacía frío y el camino estaba lleno de barro, pero, después de estar tanto tiempo remando, casi sentía calor. Revolvió el dinero en su bolsillo y se preguntó si podría comprar todo lo que había pensado. Estaba deseando comprar la muñeca a Nora. ¡Qué contenta se pondría!

En las cercanías del pueblo se sentó a comer lo que Peggy le había preparado. Luego siguió caminando. No temía que le reconocieran, pues hacía mucho tiempo que le habían visto, y no en aquel pueblo, sino en otro. La gente ni siquiera se acordaría ya de los niños desaparecidos.

¡Había pasado ya medio año desde la desaparición! Pero se prometió a sí mismo estar muy atento y huir apenas viese que alguien le miraba demasiado fijamente.

Llegó al fin al pueblo, que era bastante grande y tenía una calle principal que lo cruzaba de un extremo a otro. En esta calle había seis tiendas, y Jack empezó por mirar los escaparates. Admiró las diminutas bombillas y las bolas de colores con que se adornan los árboles de Navidad. Todo estaba vistosamente decorado. Para Jack fue una delicia poder ir de compras otra vez.

Pronto llegó a una tienda de juguetes. ¡Era una maravilla! El escaparate estaba lleno de muñecas de todos los tamaños, que tenían las manos tendidas hacia adelante, como pidiendo a la gente que pasaba por la calle que las comprara. Vio también un tren eléctrico y un muñeco que representaba a Papá Noel con su gran saco a la espalda. Había caramelos, turrón y botellas llenas de anises.

Jack estuvo un buen rato contemplando el escaparate. Se preguntaba cuál de aquellas muñecas le gustaría más a Nora. Para Peggy ya había visto una preciosa cesta de labor, y a Mike le llevaría un libro de barcos. También decidió comprar confeti y unos gorros de papel. Así celebrarían la Navidad como merecía tan gran fiesta.

Jack entró en la tienda. Había en ella varias mujeres. El establecimiento era también estafeta de correos, y una dependienta estaba pesando lo que le habían entregado las parroquianas. Jack esperó pacientemente, echando una nueva ojeada a los juguetes.

Esto fue lo que oyó:

—Sí, es muy triste que no hayan encontrado a esos niños —dijo una mujer a la dependienta—. Sus padres están desesperadísimos.

—¡Pobres! —exclamó la dependienta—. Aterrizan en una isla desierta, pasan allí dos años, y cuando al fin los encuentran y vuelven para reunirse con sus hijos, se enteran de que han desaparecido. ¡Una verdadera desgracia!

Jack se estremeció. ¿Qué decían? ¡No, no era posible! No podía creer que los padres de Mike hubiesen vuelto. Olvidándose de su propósito de ser prudente, Jack se acercó a la dependienta y le tiró de la manga del abrigo.

—Perdone, señora —dijo—. Permítame hacerle una pregunta. ¿Se refiere usted a unos niños llamados Mike, Peggy y Nora? ¿Son los padres de estos niños los que han vuelto?

La dependienta lo miró fijamente, sorprendida.

—Sí —respondió al fin—. Así se llaman esos niños. Desaparecieron en junio, con otro niño cuyo nombre es Jack, y ya no se ha vuelto a saber de ellos. En agosto, un buque encontró a sus padres en una isla desierta del Pacífico y los trajo a su país. Su avión estaba destrozado y ellos tuvieron que vivir en la isla hasta que el buque los recogió.

—Pero, al llegar, se han encontrado con que sus hijos han desaparecido —continuó otra de las mujeres que había en la tienda—. Los pobres están desesperados. Llevaban meses y meses pensando en ellos, preocupados por ellos, deseando volver a verlos, y no los encuentran al llegar.

—¿Qué sabes tú de todo esto? —preguntó de pronto otra mujer—. ¿No serás uno de los niños desaparecidos?

—Eso no tiene importancia, señora —dijo Jack—. Lo que importa es que me diga dónde están ahora los padres de esos niños.

—No están muy lejos —dijo la dependienta—. Se hospedan en un hotel de la ciudad que está a dos pasos de aquí. Allí viven con la esperanza de que alguien encuentre algún día a sus hijos.

—¿Qué hotel es ése? —preguntó Jack.

—El «Hotel del Cisne» —respondió la dependienta.

Ante las sorprendidas mujeres, Jack salió como un rayo de la tienda, con los ojos brillantes de alegría, y se encaminó a la parada del autobús.

Sabía que una línea de autobús enlazaba el pueblo con la ciudad, y sólo tenía una idea en la cabeza: llegar al «Hotel del Cisne» y decirles a los padres de Mike que sus hijos estaban sanos y salvos. Nunca se había sentido tan feliz. Todo se había arreglado del modo más inesperado y maravilloso, y era él quien iba a dar la gran noticia a los padres de sus amigos.

Subió al autobús. Pero no se sentó: estaba demasiado nervioso. Apenas llegaron a la ciudad, bajó casi en marcha y corrió hacia el «Hotel del Cisne». Sin dejar de correr, cruzó la puerta y se dirigió al portero.

—¿Dónde están en capitán Arnold y su esposa? —gritó.

Mike le había contado muchas veces que su padre era capitán, y Jack sabía que el apellido de los niños era Arnold. Por lo tanto, era natural que supiera por quién debía preguntar.

—Calma, amiguito, calma —le dijo el portero, al que no le gustaba el aspecto de Jack, con su abrigo remendado y sus zapatos llenos de barro—. ¿Para qué quieres ver al capitán Arnold?

En este momento se oyó una voz varonil.

—¿Quién pregunta por mí? ¿Qué quieres, muchacho?

Jack se volvió y vio a un señor alto, moreno, de cara simpática, que le miraba fijamente. Se parecía mucho a Mike. A Jack le gustó el aspecto de aquel hombre.

—¡Capitán Arnold! —dijo con vehemencia—. ¡Sé dónde están Mike, Peggy y Nora!

El capitán se quedó mirándole boquiabierto, como si no diera crédito a sus oídos. Luego asió a Jack por el brazo y se lo llevó escaleras arriba. Entraron en una habitación donde había una mujer escribiendo una carta. Jack dedujo inmediatamente que era la madre de sus tres amigos, pues tenía la misma cara que Nora y Peggy.

—¡Este chico dice que sabe dónde están nuestros hijos! —dijo el capitán Arnold.

La alegría de la señora de Arnold fue indescriptible. Jack refirió a los padres de Mike, Nora y Peggy toda la aventura de los cuatro y ellos le escucharon en silencio.

Cuando terminó, el capitán le estrechó la mano y la señora de Arnold le dio un fuerte beso en la mejilla.

—Veo que eres un gran amigo de nuestros hijos —dijo el capitán alegremente—. ¿De modo que habéis estado hasta hoy en esa pequeña isla, sin que nadie os haya encontrado?

—Sí —respondió Jack—. Y ustedes, según me han dicho, también han estado en una isla secreta hasta que ha ido un barco a recogerlos.

—Es cierto —dijo el capitán Arnold, echándose a reír—. Nuestro avión sufrió una avería y tuvimos que hacer un aterrizaje forzoso. Los desperfectos que entonces sufrió el aparato fueron tan importantes, que tuvimos que quedarnos allí, en aquella isla perdida en medio del Pacífico. No nos podíamos imaginar que nuestros hijos estaban también en una isla. Esto debe de ser algo de familia.

—¡Juan, vamos en seguida a buscarlos! —dijo la señora de Arnold, llorando de alegría—. ¡Vamos! ¡Date prisa! No puedo esperar ni un minuto más.

—Debemos procurarnos una buena barca —dijo Jack—. La nuestra está ya muy vieja y hace agua.

Poco después, un coche se detenía a la puerta del hotel. Jack y los padres de Mike lo tomaron y se dirigieron al lago. Allí alquilaron una barca a un pescador, y en ella, a fuerza de remo, pusieron rumbo a la isla. Jack no cesaba de pensar en la cara que pondrían sus tres compañeros cuando le vieran llegar con sus padres.

Entre tanto, la inquietud de los tres hermanos iba en aumento. Había pasado la hora de la merienda y Jack aún no había vuelto. ¿Dónde estaría?

—¡Se oye un chapoteo de remos! —exclamó de pronto Nora.

Todos corrieron hacia la playa, y en seguida vieron a lo lejos la barca que se iba acercando. En esto, Mike vio que aquella barca no era la suya y que en ella iban tres personas, no una. «Eso quiere decir —pensó— que han atrapado a Jack y que esa gente viene por nosotros». Y en este momento oyó la voz de Jack, que les gritaba desde la barca:

—¡Mike! ¡Nora! ¡Peggy! ¡Ya estoy de vuelta! ¡Os traigo un magnífico regalo de Navidad!

Los tres niños se quedaron perplejos. ¿Qué querría decir Jack? Pero todo lo comprendieron cuando la barca llegó a la playa y de ella salieron sus padres.

—¡Mamá! ¡Papá! —gritaron los niños mientras corrían hacia los brazos abiertos de sus padres.

Imposible saber quiénes eran los padres y quiénes los hijos. Los cinco estaban tan estrechamente abrazados, que formaban un compacto montón de piernas, brazos y cabezas. Únicamente Jack estaba solo. Se quedó a un lado, contemplando la escena. Pero esto duró poco. Nora sacó un brazo, se apoderó de la mano de Jack y lo atrajo al montón.

—Tú también eres de la familia, Jack —le dijo.

Todos lloraban y reían al mismo tiempo. A todo esto, había oscurecido de tal modo que ya apenas se veía. Jack encendió el farol que Mike había llevado a la playa y los condujo a todos a la cueva. Estaba deseando enseñársela al capitán Arnold y a su mujer.

Entraron todos. El fuego estaba encendido y en la cueva había un ambiente cálido y acogedor. Jack colgó el farol en su sitio y acercó dos taburetes a los padres de sus amigos. Peggy calentó leche, hizo unas empanadillas y abrió un bote de carne en conserva que tenía guardado para la comida de Navidad. Quería que su madre viese lo bien que cocinaba, incluso viviendo en una cueva.

—¡Qué casa tan ordenada! —dijo la señora de Arnold, mirando la estantería, la mesa, los taburetes, las camas, todo, en fin, lo que había en ella.

Además, la cueva estaba muy limpia y la suave luz del farol la hacía aún más acogedora. Estuvieron charlando un buen rato. Los esposos Arnold escucharon con vivo interés el relato que les hicieron sus hijos de sus aventuras. Sólo hubo un detalle en la narración que desagradó al capitán Arnold y a su esposa: el de lo mal que se habían portado con los niños tío Enrique y tía Josefa.

A Margarita se le ocurrió mugir de pronto, y el capitán Arnold se rió hasta saltársele las lágrimas cuando los niños le explicaron que habían traído a la vaca, nadando desde la orilla del lago a la isla. Y aún se rió más a gusto cuando le contaron el susto que dio a los hombres que registraron la isla.

De pronto, Jack desapareció, y volvió al cabo de un rato con una gran brazada de hierba que extendió cuidadosamente en un rincón.

—Se quedarán con nosotros esta noche, ¿verdad, capitán? —dijo—. ¡Por favor, quédense!

—¡Claro que nos quedamos! —respondió el capitán, y su esposa asintió con un movimiento de cabeza—. Dormiremos todos en la cueva, compartiremos por un día vuestra vida en la isla secreta y así sabremos cómo se está aquí.

Así que aquella noche los niños tuvieron invitados en la cueva. Tras una larga sobremesa, se fueron todos a la cama. Se sentían felices. Estaban nerviosos, pero también fatigados, y en seguida se quedaron profundamente dormidos. ¡Qué alegría la de Mike y sus hermanas al despertar al día siguiente y verse junto a sus padres!