LA VIDA EN LAS CUEVAS
Durante toda la semana, los niños estuvieron planeando su vida de «hombres de las cavernas». Sus provisiones estaban ya almacenadas en la cueva interior, y sólo les faltaba acondicionar la cueva de entrada de modo que la vida en ella fuese lo más cómoda posible. Peggy era la principal organizadora.
—Vosotros, Jack y Mike, haréis una estantería para colocar todas nuestras cosas: los libros, los cacharros y todo lo demás. Luego colgaréis del techo el farol. En ese rincón pondremos las camas. También os encargaréis vosotros de traer la hierba y el musgo. Si están húmedos, los secaremos al calor del fuego.
Peggy barrió el suelo de la cueva con una escoba fabricada por ella misma con delgadas puntas de junco y Nora esparció después la arena que habían traído de la playa. Quedó un suelo magnífico. Los dos chicos trajeron la hierba y el musgo, y las niñas hicieron las camas. Sólo tenían tres sábanas, o sea que uno de ellos tenía que dormir sin sábana. Pero Peggy dijo que había una para cada cama.
—¿Ah, sí? ¿Dónde está la cuarta? —preguntó Jack, extrañado.
Y entonces Peggy les reveló algo que había mantenido secreto: había confeccionado una manta con las pieles de los conejos cazados por Jack. Después de limpiar y secar las pieles, las había unido cosiéndolas.
—¡Qué maravilla de manta, Peggy! —exclamó Jack—. ¡Y cómo debe de abrigar! La usaremos por turno: uno cada noche.
—Eso mismo tenía yo pensado —dijo Peggy, feliz de que a todos les hubiera gustado tanto la manta—. Ha sido muy difícil acoplar y coser las pieles, pero a fuerza de paciencia y a ratos perdidos, he conseguido hacerla. Quería daros una agradable sorpresa cuando llegase el invierno.
La cueva se fue transformando rápidamente en una casa acogedora. Jack y Mike habían colocado ya la estantería, que pronto estuvo repleta de libros, juegos, revistas, utensilios de cocina y otras muchas cosas. También habían colgado la lámpara del techo. Al principio sus cabezas tropezaban con ella, pero al fin se acostumbraron a esquivarla. En el fondo estaban las camas perfectamente hechas y cubiertas con sábanas y la manta de piel de conejo.
Pronto les dio Jack una nueva sorpresa: una mesa construida por él con un viejo tablón que había encontrado casualmente y con herramientas que había comprado en uno de sus viajes al mercado.
La mesa cojeaba un poco. Las patas eran tres gruesas estacas, las más resistentes que Jack había encontrado. Pero era muy difícil equilibrarlas. El muchacho cortó el tablón por la mitad, unió los dos trozos y así formó el tablero. Peggy estaba encantada.
—¡Ahora podremos comer en una mesa! —exclamó—. ¡Qué maravilla! También la usaré para remendar la ropa. Estaré mucho más cómoda que en el suelo.
—¿No has pensado en las sillas, Jack? —preguntó Nora—. Sin sillas no nos podremos sentar a la mesa.
—Estoy construyendo unos taburetes —respondió Jack.
Y era cierto. Al otro lado de la isla, Jack había encontrado un árbol partido en dos por el viento y, con su sierra, había cortado el tronco en cuatro partes. Cada una de ellas era un taburete cilíndrico, sólido y cómodo en extremo.
Los días pasaron alegremente para los niños mientras duró el arreglo de la nueva casa. Les encantaba sentarse en los taburetes y comer en la mesa viendo el fuego que ardía en la entrada de la cueva y que al anochecer aparecía cada vez más rojo y brillante. También les parecía delicioso dormir en las blandas camas de musgo y hierba, cubiertos por una blanca sábana o por la manta de pieles de conejo.
En la cueva se gozaba de un calorcito agradable cuando el viento soplaba con fuerza en la isla. El farol les daba luz suficiente, y, cuando se ponían a leer, Peggy encendía además una vela. Los chicos se entretenían tallando estatuillas de madera con sus navajas. A veces jugaban a las cartas los cuatro, y a veces leían en voz alta al calor del fuego.
Siempre tenían trabajo. Había que ordeñar a Margarita dos veces al día. La hierba estaba muy verde a causa de la lluvia, y la vaca se sentía feliz. Los niños le habían construido un pequeño establo donde pasaba la noche, y durante el día andaba suelta, paciendo por los prados del lado este de la isla. También a las gallinas había que darles de comer. Las habían instalado muy cerca de la cueva. No ponían muchos huevos, pero los niños tenían provisiones en abundancia, y no se preocupaban por ello.
Además, diariamente tenían que hacer la comida, fregar los platos, limpiar la casa, ir al arroyo por agua y hacer provisión de leña para el fuego. A Peggy le gustaba que le trajesen piñas, pues decía que, además de arder fácilmente, perfumaban la cueva.
Pasó noviembre. Cuando hacía sol, los niños lo tomaban en la colina, sentados en la hierba. Pero, generalmente, soplaban fuertes vientos, el cielo se ennegrecía y las aguas del lago se agitaban con furia.
Mike y Jack ya habían puesto la barca a flote y la habían reparado. Además la habían subido a la playa para ponerla fuera del alcance de las olas.
Cuando llegó diciembre, los cuatro niños pensaron en la Navidad. Qué extraña les parecería esta gran fiesta en la isla.
—Tendremos que decorar la cueva con ramas de abeto —dijo Jack—. Hay dos en la isla. Lo que no hay aquí es acebo.
—Será algo nuevo pasar la Navidad solos —dijo Peggy—, pero no sé si me gustará. Me encanta oír cantar villancicos por la calle, ver las tiendas llenas de cosas bonitas, comprar dulces, caramelos, turrón, barquillos…
—Antes de que mamá y papá se fuesen en su avión y se perdieran, siempre pasábamos la Navidad con ellos —dijo Nora a Jack—. Era magnífico. Me acuerdo de todo muy bien.
—¡Cómo me gustaría que mamá y papá no se hubiesen marchado! —dijo Mike—. ¡Los quería tanto! ¡Eran tan alegres y tan buenos!
Jack escuchó con atención a sus tres amigos, que le contaron cómo habían pasado las últimas Navidades con sus padres. Él siempre había vivido con su abuelo y no sabía lo que era pasar la Navidad en familia. Le pareció maravilloso todo lo que le explicaron Mike, Nora y Peggy. ¡Cómo debían de echar de menos cuanto hacían con sus padres en aquellos días inolvidables!
Mientras escuchaba a los tres hermanos, Jack tuvo una estupenda idea. Cuando faltara poco para la Navidad tomaría la barca y se dirigiría a la orilla del lago. Le quedaba algún dinero. Con él compraría caramelos, una muñeca para Nora, una cesta de labor para Peggy y algo para Mike. Y, además, una botella de champán y barquillos.
No dijo nada a nadie. Estaba seguro de que, si lo decía, no le dejarían ir, por temor a que lo detuvieran. Sin embargo, Jack no pensaba dirigirse al pueblo que había visitado otras veces, sino a aquél que estaba más lejos. Allí nadie le conocía, y podría comprar tranquilamente todo lo que quisiera. ¡Ya se cuidaría él de que no lo descubriesen!
Diciembre iba transcurriendo. Los días eran tristes y lluviosos. Jack se dijo que lo mejor sería salir a media mañana. Diría a sus compañeros que iba a dar un paseo en barca para hacer un poco de ejercicio. Había que evitar que supieran nada de los regalos: así la sorpresa sería mayor.
Una mañana cesó el viento y el sol se asomó tímidamente entre las nubes. Peggy estaba muy ocupada fregando los platos del desayuno; Mike decidió reparar el establo de Margarita, pues el viento le había arrancado parte del tejado, y Nora se disponía a ir en busca de piñas para el fuego.
—Me parece que voy a salir con la barca. Remaré un poco por el lago para entrar en calor. Hace un siglo que no remo.
—Iré contigo —dijo Nora.
Pero Jack, como es lógico, no quería que nadie le acompañase.
—No, Nora —dijo—. Ve a buscar piñas. Yo tardaré bastante… Peggy, ¿podrías prepararme un poco de comida?
—¿Comida? —exclamó Peggy, extrañada—. ¿Tanto tiempo vas a estar remando, Jack?
—Varias horas —respondió el chico—. El ejercicio me irá bien. Me llevaré los aparejos de pesca.
—Bueno, pero llévate también el abrigo —le aconsejó Peggy—. Si vas a cuerpo, te quedarás helado.
La niña le puso en el cesto un par de huevos duros, unas empanadillas y una botella de leche. Jack dijo adiós a todos y se fue colina abajo, camino de la playa. Nora le acompañó, un poco enfadada por la negativa de Jack a que fuese con él.
—Déjame ir contigo, Jack —insistió.
—No, Nora; hoy no puedo llevarte —repuso Jack—. Cuando vuelva, sabrás por qué.
Empujó el bote, y éste se fue deslizando hasta llegar a las tranquilas aguas del lago. Remó con todas sus fuerzas y pronto se alejó. Nora permaneció unos minutos en la playa y, al fin, decidió ir a buscar las piñas que le habían encargado. Al cabo de un rato subió a la colina con el propósito de ver a Jack pescando; pero, por mucho que miró en todas direcciones, no vio la barca. Después de decirse que esto era muy extraño, bajó a la cueva.
Pasaron las horas y Jack no volvía. Los tres hermanos estaban impacientes. Se preguntaban qué le habría ocurrido y por qué se habría marchado solo.
—¿No será que ha ido al pueblo a buscar algo? —preguntó Peggy a Mike—. Nora dice que ha subido a la colina y no ha visto la barca. Si estuviese pescando lo habría visto en seguida.
—No estoy tranquilo —dijo Mike—. Si ha ido al pueblo, lo habrán detenido.
Pero no, a Jack no lo habían detenido. Había sucedido algo extraordinario…, algo en verdad sorprendente.