TERMINA LA BUSCA
Los cuatro niños estaban tan quietos, que parecían petrificados. Ni siquiera parpadeaban, y contenían la respiración. Pero sus corazones palpitaban con tal violencia, que Jack pensó que los latidos debían de oírse desde muy lejos.
Pronto oyeron el ruido de un cuerpo que se deslizaba, arrastrándose, por el estrecho pasadizo. Avanzar así debía de serle muy difícil, pues los niños oían perfectamente sus resoplidos y sus jadeos. Al fin llegó hasta el punto donde los niños habían bloqueado el pasadizo con piedras.
—¡Oíd! —dijo entonces el hombre que exploraba el pasadizo a los que le esperaban fuera—. El pasadizo termina aquí. Hay trozos de roca amontonados. Por lo visto, ha habido algún desprendimiento. ¿Queréis que quite las piedras para ver si hay algo detrás?
—¿Para qué perder el tiempo? —respondió una voz—. Si tú no puedes pasar, tampoco habrán podido ellos. Sal. En estas cuevas no hay nadie. ¡Hala! ¡Vámonos!
El hombre dio media vuelta, no sin grandes dificultades, y se dirigió a la salida. Pero en este momento sucedió algo espantoso.
¡Margarita, la vaca, mugió con todas sus fuerzas!
Este mugido inesperado dio un susto tremendo a los cuatro niños, que se asieron unos a otros, diciéndose que no tardarían en estar en manos de sus perseguidores. Tras un largo silencio, uno de los hombres preguntó:
—¿Habéis oído?
—¡Claro! —exclamó otro—. ¿Qué habrá sido eso?
—Desde luego no lo ha hecho un niño —dijo el primero, lanzando una carcajada—. Por lo menos, yo nunca he oído a ningún niño bramar de ese modo.
—A mí me ha parecido una vaca —dijo el llamado Tom.
—¿Una vaca? —exclamó el primero—. ¡Qué ocurrencia! ¡No pretenderás hacerme creer que ahí dentro hay una vaca!
—Desde luego, es imposible —reconoció Tom, echándose a reír—. Pero ¿qué le vamos a hacer si me ha parecido una vaca? Escuchemos. A lo mejor oímos esa voz extraña otra vez.
Hubo un largo silencio. Los cuatro hombres escuchaban. De pronto, Margarita, como si no quisiera defraudarlos, lanzó un tremendo mugido que el eco transformó y repitió varias veces.
—Esto no me gusta nada —dijo uno de los hombres—. ¡Es un ruido tan raro! ¡Salgamos de aquí! Después de haber oído ese bramido aterrador, estoy seguro de que esos niños no están en las cuevas. Si estaban, se habrán marchado ya muertos de miedo.
Jack, alborozado, le dio un golpecito con el codo a Nora. Margarita había asustado a aquellos hombres. ¡Graciosísimo! Los niños seguían sin hacer el menor movimiento, pero se regocijaban al pensar que un mugido de Margarita había asustado a sus perseguidores.
Se oyó un rumor de pasos, y luego las voces de los hombres en el exterior.
—Inspeccionaremos las otras cuevas —dijo uno de ellos—. Mirad, ahí hay una.
—Es la cueva en que pusimos las gallinas —susurró Jack—. No tiene ningún pasadizo que la comunique directamente con ésta. ¡Que la exploren todo lo que quieran!
Los cuatro hombres la registraron de un extremo a otro y, al no ver ningún pasadizo, pronto volvieron a salir. Después vieron la cueva de boca estrecha, aquélla en que estaban los niños. Pero en ella no podía entrar ninguna persona mayor. Así que, después de intentarlo en vano dos o tres veces, los hombres se dieron por vencidos.
—Por ahí sólo pueden entrar los conejos —dijo uno.
—Un niño sí que podría —replicó otro.
—Mira, Tom, ya estoy harto de esta maldita isla. Si aquí hay un solo niño, me como el sombrero, y sin sal. No hemos visto ninguna barca; no tenemos pruebas de que estén aquí. Los guisantes puede haberlos traído algún pájaro, y el fuego, algún excursionista. No creo que esos niños hayan tenido la astucia necesaria para vivir aquí una serie de días y luego desaparecer sin dejar rastro. No, los niños no son tan inteligentes.
—Es verdad —dijo Tom—. Bueno, vámonos. Ya estoy harto de esta isla y no quiero volver a oír esos extraños alaridos. Cuanto antes volvamos a casa, mejor. ¿Dónde se habrán metido esos chiquillos? ¡Lástima que no los hayamos encontrado! No saben la gran sorpresa que les espera.
Las voces se iban apagando a medida que los hombres iban bajando de la colina en dirección a la playa, donde habían dejado su barca. Con gran precaución, Jack asomó la cabeza y aguzó el oído. Hasta él llegaba débilmente el rumor de las voces. Pronto oyó el ruido de unos remos que golpeaban el agua.
—¡Ya se van! —exclamó—. ¡Ya se van!
Los tres hermanos se agruparon a su alrededor. Luego, cuando calcularon que la embarcación estaba ya lejos, salieron de la cueva y se agazaparon tras unas matas. Desde allí vieron cómo la barca, con los cuatro hombres a bordo, se alejaba de la isla, y oyeron las voces de los desconocidos entremezcladas con el ruido de los remos al golpear el agua.
De pronto. Nora se echó a llorar. Había pasado unos momentos horribles, de gran tensión nerviosa, y se había portado como una valiente, pero al fin no pudo contener el llanto. También los ojos de Jack, Peggy y Mike se humedecieron. Fue para ellos tan maravilloso saber que no los habían descubierto y que volvían a estar solos en la isla, que su misma alegría les hizo llorar.
De pronto, oyeron un triste mugido. Era que Margarita, la vaca, se lamentaba de estar sola en la cueva. Los niños se echaron a reír de buena gana.
—¡Qué susto ha dado Margarita a esos hombres! —dijo Jack, sin dejar de reír.
—También yo me he asustado, y mucho —dijo Peggy—. ¡Muuuuuuu!
Nuevo coro de risas, y los cuatro niños, alegremente, y con los ojos empañados en lágrimas, bajaron de la colina en dirección a la playa.
—Cuando ese hombre ha llegado a las piedras que hemos amontonado en el pasadizo, he creído que nos habían descubierto —dijo Jack.
—Menos mal que se nos ha ocurrido colocar esas piedras —dijo Peggy—. De lo contrario, nos habrían atrapado.
—La mejor ocurrencia ha sido la de hundir la barca —opinó Nora—. Si la llegan a encontrar, no hubiesen cesado de buscarnos hasta dar con nosotros.
—¿Qué habrán querido decir con eso de que nos esperaba una gran sorpresa? —preguntó Mike—. No creo que sea nada bueno, ¿verdad?
—Desde luego —repuso Peggy.
—Ya casi no se ven —dijo Nora—. Oye, Jack: ¿podemos ya cantar, bailar y gritar? Después de estar tanto tiempo encerrada en la cueva, tengo unas ganas locas de expansionarme.
—Puedes hacerlo —respondió Jack—. Ya no hay peligro. No volverán. Pasaremos el invierno tranquilos, bien instalados en las cuevas.
—Podríamos encender un buen fuego y hacernos un banquetazo de esas comidas que son para chuparse los dedos —propuso Peggy—. ¿No os parece? Ya veréis qué banquetazo os preparo.
Pronto estuvieron todos sentados alrededor del fuego, saboreando la mejor comida que habían hecho en su vida. En esto, un fuerte mugido procedente de la colina les recordó que la pobre Margarita estaba aún encerrada en la cueva. Jack y Mike echaron a correr colina arriba para sacar a la vaca y a las gallinas de su encierro. Entre tanto, Peggy y Nora fregaron los platos.
—¡Eres un ángel, Margarita! —dijo Jack a su vaca, acariciándole el morro—. Pedíamos a Dios que no hicieras ruido mientras estuviesen esos hombres en la isla, pero tú has sido más lista que nosotros y has lanzado dos tremendos mugidos para asustarlos.
Como los días eran ya mucho más cortos, se hacía de noche mucho antes. A los niños les parecía que sólo pasaban unas horas, muy pocas, desde que salía al sol hasta que aparecía la luna. Con el farol que se habían traído de la cueva y sin olvidarse del Robinsón Crusoe, los cuatro se dirigieron a la casita. Le tocaba leer a Nora. Los demás se echaron sobre la hierba para escuchar la lectura. ¡Qué bien se estaba sobre la fresca hierba, a la suave luz del farol, pensando que la busca ya había terminado y podían estar tranquilos!
—Tengo sueño —dijo al fin Jack—. Yo comería un poco de chocolate y me iría a la cama… Pronto tendremos que pensar en serio en instalarnos en las cuevas. El buen tiempo toca a su fin.
—Ya hablaremos de eso mañana —dijo Mike, mordiendo un buen trozo de chocolate.
Los acontecimientos del día los habían fatigado. Pronto se quedaron todos dormidos. ¡Qué maravilloso fue para ellos despertar a la mañana siguiente sabiendo que ya no tenían nada que temer! Felices, cantando a pleno pulmón, los cuatro niños se encaminaron al lago para bañarse.
—¡Huy, qué fría está el agua! —dijo Nora—. Hace ya demasiado frío para bañarse a gusto. Supongo que no tendremos que bañarnos cuando llegue el invierno, ¿verdad, Jack?
—¡No, claro que no! —respondió Jack—. Pronto tendremos que privarnos del baño. Pero, mientras el cuerpo aguante, yo por lo menos me bañaré todos los días.
A la semana siguiente, el tiempo fue pésimo. Las tormentas se sucedieron y las aguas del lago se encresparon como las de un mar. Se formaban olas enormes que rompían en la playa con gran estruendo.
Los niños estaban empapados y, para que se les secaran las ropas, tenían que sentarse alrededor del fuego, que habían encendido a la entrada de una de las cuevas para que estuviera protegido del agua y del viento.
—Creo que tendremos que dejar definitivamente la casita vegetal para instalarnos en las cuevas —dijo Jack una mañana, después de una espantosa noche de continuas tormentas.
La persistente lluvia había abierto varias grietas en el techo, y los niños vieron que la hierba que les servía de lecho ya no podía desempeñar este papel, pues estaba chorreando. Las niñas tenían que levantarse a medianoche y trasladarse al departamento de los chicos, pues el suyo estaba inundado.
Pronto empezaron a caer las hojas de los árboles, y el color del paisaje pasó del verde a un hermoso dorado rojizo, que en algunos puntos alcanzaba la intensidad del escarlata. La isla era un paraíso cuando había sol. Entonces las hojas de los árboles brillaban como joyas. Pero pronto desapareció hasta la última hoja.
Incluso en el interior de la casita había hojarasca: formaba una alfombra que cubría el suelo. Los niños se reían al echarse en la cama y notar en sus espaldas el cosquilleo de las hojas secas. La casita había cambiado de color por completo: ya no era verde, sino dorada, y pronto, al caer todas las hojas de las paredes y el techo, su desnudez cobró un tono castaño.
Nora se constipó y empezó a estornudar. Entonces Jack dijo que debían trasladarse inmediatamente a las cuevas si no querían acabar todos pescando una pulmonía. ¿Qué pasaría si se ponían enfermos? Allí no había ningún médico que pudiera curarlos.
Nora recibió los cuidados de todos. La arroparon lo mejor posible con sábanas que Jack había comprado en uno de los viajes que hizo al mercado antes de que lo descubriesen, y no le escatimaron los vasos de leche caliente. La instalaron en la cueva y tuvieron siempre una vela encendida a su lado, pues la oscuridad era mucha.
Nora se puso bien muy pronto y pudo ayudar a los demás a trasladarse a la cueva para instalarse en ella definitivamente.
—En la cueva que da al exterior tendremos la sala de estar y el dormitorio, y la cueva interior será nuestra despensa —dijo Jack—. En la entrada habrá un fuego que arderá continuamente. Así no tendremos frío… ¡Ah! ¡Cómo nos vamos a divertir! Este invierno viviremos como vivían los hombres de las cavernas.