CAPÍTULO XVII

REGISTRO EN LA ISLA SECRETA

Cuando se convencieron de que aquella gente se acercaba a la isla dispuesta a registrarla, los niños se alegraron de tener que llevar a la práctica sus proyectos, pues durante los largos días de espera se habían aburrido mucho. Lo tenían todo tan bien estudiado, que el plan funcionó como un mecanismo de relojería. A Margarita, la vaca, no le sorprendió lo más mínimo que Jack la condujese en dirección a la cueva y se dejó llevar como un cordero, sin mugir ni una sola vez.

Jack consiguió hacerla pasar una vez más por el estrecho pasadizo y la dejó comiéndose tranquilamente una sabrosa col. Luego decidió ir a ver si podía ayudar a sus compañeros. Antes de salir de la cueva borró cuidadosamente las huellas de Margarita, y, ya fuera, colocó unas hierbas ante la entrada, para que pareciese que por allí no había pasado nadie.

En este momento llegó Mike con las gallinas. Jack se quedó con el saco. Mike entró arrastrándose por la boca de la cueva estrecha, pues ya se había convenido que los únicos que entrarían por la cueva grande fueran Jack y la vaca.

Jack le dio el saco de las gallinas y Mike se internó, andando a gatas. Así llegó a la cueva interior, en la que le esperaba Margarita. A las gallinas no les hizo ninguna gracia que las llevaran a la cueva, pues no les gustaba la oscuridad, y armaron un gran escándalo. Pero Mike las sacó del saco, les dio un poco de maíz, y esto fue suficiente para que se tranquilizaran y callasen. Jack iluminaba ya la cueva con el farol. Mike pensó que debía quedarse allí para que las gallinas no se escaparan; así que se sentó en el suelo, mientras el corazón latía sin freno, para esperar a que llegaran los demás. Éstos fueron apareciendo uno tras otro, cargados con todo lo que tenían que esconder. Todos habían hecho su trabajo a la perfección y estaban cansados. Tenían las mejillas coloradas y sus corazones latían con violencia.

—Aún no han llegado a la isla —dijo Jack—. Acabo de echar un vistazo y están a unos cien metros de nuestra playa. ¿Os habéis olvidado de algo?

Los niños repasaron mentalmente y en silencio cuanto habían hecho. La barca estaba hundida; la vaca y las gallinas, en la cueva; el fuego, apagado y cubierto de tierra. Habían llevado la cerca del gallinero a la casita y tapado con hierbas las lechugas y los guisantes. El cubo para ordeñar a Margarita estaba ya en la cueva.

—Lo hemos hecho todo —dijo Peggy.

Pero, de pronto, Mike se levantó de un salto, visiblemente inquieto.

—¡Mi gorra! —exclamó—. ¿Dónde estará? ¡Si la llevaba puesta! ¡Me la debo de haber dejado en algún sitio!

Jack y las niñas palidecieron. La gorra no estaba en la cabeza de Mike ni en la cueva.

—Esta mañana la llevabas puesta —dijo Peggy—. Recuerdo que me fijé en ella y pensé que estaba vieja y sucia ¡Oh, Mike! ¿Dónde te la habrás dejado? Procura recordarlo: es muy importante.

—Eso puede dar a nuestros perseguidores una pista segura para descubrirnos —dijo Jack.

—Tengo tiempo, aunque muy justo, para buscarla —dijo Mike—, y voy a hacerlo.

Rápidamente y andando a gatas, atravesó la estrecha boca de la cueva y salió a la luz del día. Desde donde estaba podía ver la barca, aún lejos de la orilla. Bajó corriendo de la colina a la playa y empezó a buscar. Miró alrededor del gallinero, en la orilla del riachuelo y por todas partes. Pero la gorra no aparecía.

De pronto se acordó de que también había estado en la casita vegetal para guardar la cerca del gallinero. A través de la barrera de arbustos, se dirigió a la casa. Allí, junto a la puerta, estaba la gorra. Se la guardó en el bolsillo y echó a correr hacia la cueva. Exactamente cuándo penetraba por la estrecha boca de la cueva, oyó desembarcar a sus perseguidores. ¡Ya habían llegado!

Se internó en la cueva. Jack y las niñas estaban ya impacientes.

—¿La has encontrado, Mike? —le preguntaron todos.

—Sí, por suerte —repuso Mike, sacando la gorra del bolsillo—. Pero no la habrían encontrado: estaba en nuestra casita, adonde nadie puede llegar. De todos modos, me alegro de haberla encontrado; de lo contrario, habría estado todo el día preocupado por su desaparición. La barca ya está en la playa. He oído desembarcar a los tripulantes: son cuatro hombres.

—Me preocupa el pasadizo que va desde la cueva interior a ésta —dijo Jack—. Si lo encuentran, seguro que nos descubrirán. Yo creo que debemos obstruirlo con piedras. Así, si alguien lo ve e intenta recorrerlo, habrá de detenerse al llegar al montón de piedras, y no se imaginará que ese pasadizo desemboca en otra cueva.

—Buena idea, Jack —dijo Mike—. La estrecha boca por la que hemos entrado no nos debe preocupar, pues ninguna persona mayor puede pasar por ella. ¡Hala! ¡Todos a buscar piedras y tierra para bloquear el pasadizo! Los cuatro trabajaron con afán, y, media hora después, el pasadizo estaba obstruido de tal modo, que nadie podía suponer que continuaba tras el montón de piedras y tierra, materiales que sería fácil quitar cuando hubiera pasado el peligro.

—Voy a asomar la cabeza. A lo mejor oigo o veo algo —dijo Jack, y se dirigió a gatas a la boca de la cueva.

Los perseguidores estaban registrando la isla. Jack oyó sus voces.

—¡Alguien ha estado aquí! —exclamó uno de ellos—. Mira, aquí ha habido fuego.

—Seguramente, eso es obra de los excursionistas —dijo otro—. Aquí hay latas de conservas vacías y un vaso de cartón: precisamente las cosas que dejan los excursionistas por donde pasan.

—¡Eh, mirad este arroyo! —gritó un tercero—. Yo creo que aquí ha habido gente.

Jack hizo una mueca de disgusto. ¿Habrían dejado alguna huella?

—Pues si esos niños están aquí, los encontraremos —dijo una cuarta voz—. No me explico cómo han podido vivir aquí, solos, sin más comida que la que compraba ese chiquillo en el pueblo.

—Voy a explorar el otro lado de la isla —dijo el primero que había hablado—. Ven, Tom. Tú darás la vuelta a la colina por esa parte y yo iré por el lado contrario. Por mucho que se escondan, daremos con ellos.

Jack se alegró de estar en aquella cueva donde se sentía a salvo. Permaneció asomado hasta que lo llamaron desde dentro.

—¡Jack! Se les oye, ¿verdad? —preguntó Mike, y añadió—: ¿Todo va bien?

—Hasta ahora, sí; no os preocupéis —respondió Jack—. Están buscando por todas partes, pero sólo han encontrado algunas huellas junto al arroyo. Estaré aquí un poco más por si oigo algo interesante.

La busca proseguía, pero los buscadores no encontraban ninguna pista. Los niños lo habían ocultado todo perfectamente. Sin embargo, cuando Jack iba a entrar en la cueva, oyó gritar a uno de los hombres:

—¡Oye! ¡Mira! ¿Qué te parece esto?

Jack se preguntó qué habría encontrado aquel hombre. Y era que había apartado las hierbas que ocultaban el suelo del gallinero y había quedado al descubierto la arena recién extendida.

—Parece ser que aquí ha habido algo —dijo—. Pero vaya usted a saber qué. Hay que procurar encontrarlos. Sin duda son muy listos: han borrado todas sus huellas.

—Daremos una buena batida entre la maleza —dijo el otro—. Quizás estén escondidos en algún matorral. Esto es lo más probable.

Jack no tardó en oír los golpes que los buscadores daban a matas y arbustos, registrándolo todo palmo a palmo, con la esperanza de encontrar a los niños. Pero, naturalmente, no dieron con ellos.

Jack volvió al interior de la cueva y explicó a los tres hermanos lo que había oído. Mike y las niñas se asustaron al saber que habían descubierto el gallinero, a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo.

—Ya es hora de que tomemos un bocado —dijo Peggy—. Claro que aquí no podemos encender fuego, porque el humo nos ahogaría, pero tenemos un poco de pan que hice ayer, fresas, pastelillos y toda la leche que queramos.

Se sentaron a comer, pero ninguno de ellos dio muestras de tener apetito. Margarita estaba echada con toda tranquilidad, y las gallinas iban y venían nerviosas, extrañadas de verse en un sitio tan oscuro, pero también contentas de estar con los niños.

Cuando acabaron de comer, Jack volvió a su puesto de observación, donde se sentó, aguzando el oído. Los hombres que los buscaban no salían de su asombro. Se habían sentado en el suelo, cubierto de hierba, de la colina, y comían bocadillos y bebían cerveza.

—Quizás hayan estado en la isla esas malditas criaturas —dijo uno de ellos—, pero estoy seguro de que ya se han ido.

—Lo hemos registrado todo palmo a palmo y no hemos encontrado a ninguno de ellos —dijo otro—. Por eso soy de tu opinión: los niños han estado aquí… ¿Quién, si no, ha plantado esos guisantes?… Pero ya no están. Sin duda ese chico al que vio el policía dio la voz de alarma y se fueron todos en su barca.

—¡Su barca! —exclamó otro—. Detalle importante. Si los niños estuviesen aquí, habríamos encontrado su barca. Y como no la hemos encontrado, es prueba de que no están.

—Exacto —dijo el cuarto hombre—. No se me había ocurrido pensar en eso. Si no hay barca, tampoco hay niños. ¿No os parece que debemos volver a tierra firme? Es inútil seguir buscando.

—Nos falta mirar en un sitio —dijo uno—. En la colina hay varias cuevas. Quizá se hayan escondido en una de ellas.

—¡Cuevas! —exclamó otro—. ¡El sitio ideal para esconderse! Vamos a registrarlas. ¿Dónde están?

—Ahora os enseñaré el camino. ¿Habéis traído alguna vela?

—No, pero sí varias cajas de cerillas. De todos modos, si no está la barca, tampoco están ellos ni en las cuevas ni en ningún otro sitio.

—Piensa que una barca se puede hundir fácilmente; una vez hundida, ¿quién la encuentra?

—A un niño no se le puede ocurrir eso —replicó otro.

—Es verdad —admitió el primero.

Jack, que lo estaba oyendo todo, dio mentalmente las gracias a Mike por haber tenido la idea de hundir la barca. De lo contrario, era seguro que los habrían descubierto, pues la busca había sido mucho más minuciosa de lo que él, Jack, había supuesto. Hasta los guisantes habían encontrado.

—Vamos —dijo uno de los desconocidos—. Registremos las cuevas, aunque me parece que perderemos el tiempo. Esos chicos deben de estar ya a muchos kilómetros de aquí, en algún sitio de la orilla del lago.

Andando a gatas y sintiendo los desenfrenados latidos de su corazón, Jack volvió al lado de sus compañeros.

—Como no han encontrado la barca, creen que no estamos en la isla —les dijo—. Pero, de todos modos, vienen a registrar las cuevas. Apaga el farol, Mike. Ahora tenemos que estarnos quietos como estatuas. ¿Está echada Margarita? Estupendo. Veo que las gallinas están también tranquilas. Deben de creer que ya es de noche. Que nadie tosa ni estornude. Nuestra suerte depende de lo que ocurra en las dos horas próximas.

Un segundo después, en el interior de la cueva no se oía ni el ruido más leve. Margarita estaba echada e inmóvil como una piedra, las gallinas dormitaban y los niños permanecían sentados en silencio.

No tardaron en oír a sus perseguidores en la cueva interior. Luego oyeron el ruido de una cerilla al encenderse, y pronto comprendieron que aquellos hombres habían encontrado el pasadizo que conducía al lugar en que ellos estaban.

—Mira, Tom —dijo uno de los hombres—. Esto parece un pasadizo. ¿Quieres que veamos hasta dónde llega?

—Sí, vamos a verlo —repuso Tom.

¡Y los niños oyeron inmediatamente ruido de pasos en el corredor subterráneo que acababan de obstruir!