CAPÍTULO XVI

EMPIEZA LA BUSCA

Jack subió rápidamente a la barca.

—¡Rema, Mike, rema! —le apremió—. Por poco me detienen. Si alguien nos ve, pronto darán con nuestra isla y con todos nosotros.

Mike se alarmó y empezó a remar con todas sus fuerzas. Le horrorizaba la idea de que los capturasen y los devolvieran a la granja de sus tíos. Esperó a que Jack recobrase el aliento y empezó a hacerle preguntas sobre lo sucedido. Jack se lo contó y Mike no pudo contener una sonrisa al pensar en Jack escondido en un gallinero. Pero se estremeció al imaginarse lo que habría sucedido si llegan a detenerlo.

—Se acabó nuestro próspero comercio —dijo Jack, tristemente—. Nunca volveré a ese pueblo donde todos me buscan y me buscarán. ¿Por qué no podrá irse uno donde se le antoje? No hacemos daño a nadie viviendo felices en nuestra isla.

Al cabo de un rato, Jack ayudó a Mike a remar, y al fin llegaron a la isla. En este preciso momento, empezaba a salir la luna. Las niñas estaban en la playa, sentadas junto al fuego, esperándoles con impaciencia.

—¡Jack! ¡Mike! —gritó Nora. Y corrió a abrazarlos, casi llorando de alegría—. Creíamos que no volveríais nunca. Hemos pensado las cosas más horribles. Estábamos convencidas de que os habían atrapado.

—Ha faltado muy poco —dijo Jack.

—¿Dónde está lo que has comprado? —preguntó Peggy.

—No he comprado nada —respondió Jack—. Sólo había vendido unas cuantas cestas cuando me sorprendió un policía. Tengo el dinero de las cestas vendidas, pero ¿para qué sirve el dinero en esta isla donde no podemos comprar nada?

Jack refirió a las niñas su aventura con todo detalle sentado junto al fuego y tomando un vaso de leche caliente. Estaba hambriento, pues no había comido en todo el día, y las niñas le hicieron un plato de arroz, dos truchas y un huevo duro.

Todos estaban preocupados. Pensaban en el peligro que los amenazaba. Nora era la que más miedo tenía. Consiguió no echarse a llorar, pero no pudo impedir que se le humedecieran los ojos. Jack lo notó y le puso la mano en el hombro.

—No seas tonta —le dijo—. La cosa no es tan grave. Ya tenemos un plan y, si llevamos cuidado, será muy difícil que nos encuentren… Pero ahora estamos fatigados y lo vemos todo negro. Vámonos a la cama. Mañana hablaremos de la situación.

Todos obedecieron y se fueron a dormir. Jack se desnudó y se envolvió en su manta, diciendo que estaba impregnado de olor a gallina. Peggy le prometió lavarle la ropa a la mañana siguiente. Tardaron en dormirse, pues cada vez que uno u otro preguntaba o decía algo, todos empezaban a hablar de nuevo.

—Oíd: desde este momento queda terminantemente prohibido decir una sola palabra —ordenó enérgicamente Jack.

—A sus órdenes, capitán —dijeron los tres hermanos.

Y nadie volvió a abrir la boca.

A la mañana siguiente, madrugaron. Todos recordaban lo sucedido el día anterior. No tenían ganas de cantar, de gritar ni de gastarse bromas unos a otros. Peggy preparó el desayuno, Jack se puso el abrigo y fue a ordeñar a Margarita, Mike se encaminó al riachuelo para hacer provisiones de agua y Nora les llevó la comida a las gallinas. Luego se desayunaron todos en silencio.

Cuando las niñas terminaron de fregar los platos y Peggy de lavar y tender la ropa de Jack, los niños se reunieron en conferencia.

—Lo primero que debemos hacer es establecer turnos de vigilancia para que siempre haya alguien en la colina inspeccionando el lago —dijo Jack—. Desde allí, el que vigile podrá ver a cualquiera que se acerque a la isla con tiempo suficiente para dar la voz de alarma y arreglarlo todo.

—¿Haremos también guardia durante la noche? —preguntó Nora.

—No —respondió Jack—. No creo que venga nadie de noche. Podemos dormir tranquilos. Además, si vienen, no lo harán hasta que hayan registrado bien toda la orilla del lago, en lo que tardarán varios días.

—Como no vamos a ir a tierra durante algún tiempo —dijo Mike—, yo creo que debemos hacer un buen boquete a la barca para que se hunda. Aunque está bien escondida, podrían encontrarla. Si la hundimos, no la encontrarán por mucho que busquen.

—Buena idea, Mike —dijo Jack—. De ahora en adelante todas las precauciones serán pocas. La hundiremos esta misma mañana. Cuando la necesitemos podremos ponerla a flote y repararla fácilmente. Peggy, tú te cuidarás de hacer desaparecer todo aquello que pueda revelar que hay habitantes en esta isla. Mira, ahí hay una hebra de hilo. Eso sería una pista para los que puedan venir aquí en nuestra busca.

—Ahora mismo me ocuparé en eso, Jack —dijo Peggy.

—Tenemos que llevarlo todo a la cueva —dijo Jack—. Dejaremos fuera sólo lo que necesitemos para cocinar: una cazuela, una sartén y los platos. Eso se puede esconder en el último momento. Tendremos un par de velas en la casa y dormiremos en ella hasta que nos traslademos a la cueva.

—¿Qué hacemos del gallinero? —dijo Nora—. Las gallinas llevan ya muchos días en él y está tan sucio como suelen estar todos los gallineros.

—Es verdad —dijo Jack—. Bueno, tan pronto como tengamos que escondernos, Mike arrancará la cerca y la guardará en la casita. Luego esparcirá tierra y hierbas por el suelo para cubrir todos los residuos que hayan dejado las gallinas. Menos mal que has pensado en esto, Nora.

—Por suerte —dijo Peggy—, aunque hayamos de estar escondidos varios días, tenemos comida de sobra.

—¿Pero qué haremos con Margarita? —preguntó Mike—. En la cueva no hay comida para ella y las vacas comen mucho.

—Tendremos que llevarla a pacer cuando se haga de noche —dijo Jack—. Otra cosa, Peggy: no enciendas el fuego hasta el momento de hacer la comida, y apágalo tan pronto como termines de hacerla. Al ver el humo sabrían que hay gente aquí.

—¿No os parece que debemos llegarnos a la colina? —propuso Mike—. El sol está ya bastante alto y conviene que empecemos en seguida a vigilar.

—Tienes razón —dijo Jack—. Tú harás la primera guardia, Mike. Te avisaré cuando tengas que bajar. Nos turnaremos durante todo el día. Mira en todas direcciones, pues no sabemos por dónde pueden llegar, aunque lo más probable es que vengan del pueblo en que me vieron ayer.

Mike subió a la colina y se sentó en la cumbre. El lago estaba en calma y sus aguas eran de un azul purísimo. Ni un cisne, ni siquiera un somormujo, turbaban esta quietud infinita. A pesar de que no se distinguía ninguna embarcación, Mike siguió vigilando atentamente.

Jack y las niñas trabajaban sin descanso. Lo iban trasladando todo a la cueva de la colina y lo almacenaban cuidadosamente. Nora puso junto al gallinero el saco en que habría de transportar las gallinas cuando llegase el momento, y formó un buen montón de arena. Así Mike la tendría a mano para esparcirla cuando quitase la cerca. Nora trabajó de lo lindo. Ya no era la niña perezosa que fastidiaba a los demás. El incidente de las gallinas había sido para ella una buena lección y hacía ya las cosas tan bien como cualquier otro.

Al cabo de un rato, Jack fue a relevar a Mike, el cual se encargó de hundir la barca. Le hizo un buen boquete y el viejo bote desapareció rápidamente: el agua se lo había tragado. Así nadie lo podría encontrar.

Peggy seguía buscando todo aquello que pudiera delatarles. No encontró muchas cosas, pues los niños se habían acostumbrado a limpiarlo todo después de las comidas y cada vez que terminaban de jugar. Enterraban las cáscaras de huevo, y la comida que sobraba se la daban a las gallinas. Lo único que podía quedar en el suelo era alguna hebra de hilo que el viento se había llevado.

La guardia siguiente correspondió a Peggy, y a ésta la relevó Nora. Empezaba a oscurecer, y como no había nada que vigilar, ya que la soledad era absoluta en el lago, Nora tomó el lápiz, abrió el cuaderno y se dedicó a dibujar el paisaje. Así, el tiempo pasó para ella más de prisa. Peggy se había entretenido cosiendo. Nunca le faltaba trabajo de aguja, pues era frecuente que se les enganchara la ropa entre los zarzales. De vez en cuando dirigía una mirada al lago, pero no vio nada de particular.

La última guardia le tocó a Mike, y cuando ya iba a bajar de la colina, pues era la hora de la cena, vio a lo lejos algo que avanzaba hacia la isla. Forzó la vista cuanto pudo. ¿Sería una barca? Empezó a dar voces.

—¡Jack! ¡Ven en seguida! Veo algo. ¡A lo mejor es una barca!

Todos subieron corriendo a la colina. Jack observó atentamente aquel punto que se movía sobre la superficie del lago.

—No creo que sea una barca. Es una cosa más pequeña.

—Y negra —dijo Nora—. ¿Qué será? Lo que importa es que no vengan por nosotros.

Los niños siguieron observando hasta sentir cansancio en los ojos. Y al fin vieron que no se trataba de una barca.

—¡Es aquel cisne negro que vimos el otro día! —exclamó Jack, lanzando una estrepitosa carcajada—. ¡Vaya susto nos ha dado! Miradlo. ¿Verdad que es precioso?

Los niños contemplaron el maravilloso cisne que se deslizaba majestuosamente por el lago, produciendo un ruido singular con sus grandes alas. Nora se puso colorada al recordar el susto que se había llevado al oír la reciente pelea de varios cisnes, pero nadie le gastó broma alguna sobre ello. Estaban tan contentos al ver que no era una barca lo que se acercaba, que nadie pensó en divertirse burlándose de Nora.

—Se acabaron las guardias hasta mañana —dijo Jack.

Bajaron a la playa, donde se sentaron a cenar junto al fuego, mucho más contentos que la noche anterior. A lo mejor, nadie iría a la isla a buscarlos, y en caso de que alguien fuera, ya estaban preparados para que no los encontrasen.

Al día siguiente y al otro continuó la vigilancia por turno. El tercer día, Nora, durante su guardia, vio gente a la orilla del lago, entre los árboles, y avisó a Jack, que llegó en seguida.

—Tienes razón, Nora —dijo Jack después de observar la lejana orilla—. Allí hay gente, y, al parecer, buscan algo o a alguien.

Después de estar un rato observando, llamaron a los demás. Peggy ya había apagado el fuego, de modo que no era posible que desde la orilla del lago viesen humo en la isla. Los cuatro se escondieron en un espeso matorral, y desde allí observaron la orilla atentamente.

—Como veis —dijo Jack—, ya han empezado a buscarnos. Antes de dos días los tendremos aquí. Así que mucho cuidado.

—Ya estamos preparados —dijo Peggy—. ¡Ojalá viniesen ahora mismo, si tienen que venir! No me gusta nada esta angustiosa espera. Hasta me duele el estómago.

—También a mí —dijo Mike—. Quisiera tener una botella de agua caliente para aplicármela al estómago.

Todos se echaron a reír. Siguieron vigilando durante un buen rato, y luego los tres hermanos bajaron de la colina, dejando a Jack en el puesto de guardia.

Pasaron dos días sin que sucediera nada de particular, aunque los niños vieron más de una vez que grupos de personas recorrían la orilla del lago batiendo los matorrales con largas varas. Era evidente que los estaban buscando.

Al día siguiente, Mike hizo la primera guardia mientras Nora daba de comer a las gallinas y Jack ordeñaba a Margarita.

¡De pronto, Mike vio algo! Sí, algo se movía en el agua cerca de la orilla del lago, exactamente donde Jack y él habían dejado la barca para que Jack fuera a vender las fresas y los champiñones. ¡Era una barca! Sí, esta vez no había duda: era una barca, y no pequeña.

Mike llamó a Jack y a sus hermanas. Todos acudieron a gran velocidad.

—Sí —dijo Jack inmediatamente—. Esta vez es seguro: se trata de una barca y en ella van cuatro personas. ¡Vamos! ¡No hay tiempo que perder! Esa barca sólo puede dirigirse a un sitio, y ese sitio es esta isla. ¡Valor, y cada cual a su trabajo!

Los cuatro empezaron a trabajar con ardor. Jack fue en busca de Margarita y Mike a recoger las gallinas. Peggy enterró las cenizas del fuego y se llevó la cazuela, la sartén y los platos. Nora se apresuró a tapar las lechugas y los guisantes con manojos de hierbas. ¿Se habrían acordado de todo? ¿Estaría todo bien escondido cuando los tripulantes de la barca llegaran a la isla secreta?