JACK VA DE COMPRAS
Pasó el verano. Los días se iban acortando. Los niños advirtieron que hacía ya demasiado frío para cenar al aire libre y por las noches se reunían en su casita y jugaban a las cartas a la luz del farol.
Tuvieron que tapar de nuevo los resquicios, pues el viento se había llevado el musgo. Las estacas con que habían construido las paredes habían echado hojas y éstas se agitaban suavemente en el interior de la casa. A los niños les encantaba ver que su casa crecía.
Un día Mike recibió una desagradable sorpresa. Fue a buscar una bujía para el farol y vio que sólo quedaba una. También las cerillas se estaban terminando, a pesar de que los niños sólo gastaban las indispensables.
—Sólo nos queda una vela, Jack —dijo Mike.
—Pues hemos de procurarnos más —decidió Jack.
—¿Cómo? —preguntó Mike—. Las velas no crecen en los árboles.
—Jack discurrirá el modo de obtenerlas —dijo Peggy, que estaba remendando una camisa de Jack.
Se felicitaba de haberse acordado de traer la bolsa de labor. Si no hubiera repasado de vez en cuando las ropas de los cuatro, todos irían ya andrajosos como mendigos.
—¿De dónde sacaremos las velas? —preguntó Mike—. ¡Porque no vamos a ir a una tienda!
—Ya he pensado en eso —respondió Jack—. He pensado mucho. Estamos ya casi en otoño y por las noches necesitamos tener más luz que ahora. También nos hace falta una sábana nueva y otras muchas cosas.
—Yo necesito hilos —dijo Peggy—. Ayer tuve que remendar tus pantalones grises con hilo azul.
—Pues yo pronto me quedaré sin maíz para las gallinas —anunció Nora.
—¡Qué bien si pudierais traer harina! —exclamó Peggy—. Si tuviese harina podría hacer pan. ¡Tengo unas ganas tremendas de comer pan!
—Desde luego —dijo Jack—. Comer pan sería estupendo… Bien, escuchad. ¿Creéis que debo tomar la barca, ir a ese pueblo que está a orillas del lago y allí comprar todo lo que nos hace falta?
Mike y las niñas se quedaron boquiabiertos. Luego fueron exclamando:
—¡Te atraparían!
—¡No tienes dinero para comprar todo eso!
—¡No vayas, Jack!
—No me pasará nada —dijo Jack—. Llevaré mucho cuidado. En ese pueblo nadie me conoce… En fin, si tenéis miedo, iré al pueblo siguiente, ése que está siete kilómetros más allá. Pero pensad en lo fatigoso que será para mí recorrer esta distancia cargado con todo lo que necesitamos.
—¿Y qué me dices del dinero, Jack?
—Ya he pensado en eso —respondió Jack—. Si Mike me ayuda a llenar un saco de champiñones mañana a primera hora, los traeremos aquí, los pondremos en cestas y me los llevaré al pueblo para venderlos. Y con el dinero que me den compraré todo lo que nos hace falta.
—¡Qué idea tan magnífica! —exclamó Peggy—. ¡Con tal que no te atrapen!
—Por esa parte puedes estar tranquila —dijo Jack—. Bueno, vamos a hacer una lista de las cosas que necesitamos.
—Me gustaría que me trajeses algún libro —dijo Peggy.
—Y a mí un lápiz —le pidió Nora—. Me muero de ganas de dibujar.
—También necesitamos una sartén nueva —dijo Peggy.
—Y clavos —añadió Mike.
—Sobre todo, la harina y el hilo —le recordó Peggy.
Los niños siguieron nombrando las mil cosas que necesitaban. Jack las repitió una y otra vez y las contó para no olvidarse de nada.
—Mañana por la mañana, Mike y yo iremos a recoger los champiñones —dijo Jack.
—Oye, Jack, ¿podrías vender también fresas? —preguntó Nora—. Sé de un sitio donde hay muchas. Lo descubrí ayer. Son unas fresas enormes y muy dulces.
—Es una gran idea —dijo Jack—. Escuchad: hoy nos dedicaremos a hacer pequeñas cestas. Mañana pondremos en ellas bien colocados los champiñones y las fresas. Luego las llevaremos a la barca y, ¡hala!, a venderlas. Ya veréis qué montón de dinero sacamos.
Los niños se sentían felices. Mike se fue y volvió con una buena provisión de juncos. Pronto los cuatro niños estuvieron sentados en la hierba, al sol, tejiendo cestas. Jack y Mike lo hacían tan bien como las niñas. Cuando el sol se puso, ya tenían una buena cantidad de cestas. Peggy las contó. Eran veintisiete.
—Si conseguimos venderlas todas, tendremos dinero más que suficiente para comprar todo lo que necesitamos —dijo Mike.
Se fueron a la cama muy pronto: así al día siguiente podrían madrugar. No tenían despertador, ni reloj de ninguna clase. Por eso el único modo de levantarse temprano era acostarse temprano. Como la noche era calurosa, durmieron al aire libre, bajo los árboles. Los ruidos de la noche ya no les molestaban. Se habían acostumbrado de tal modo, que ni un puerco espín que se paseara sobre ellos ni un murciélago que batiera las alas en sus mismas narices los despertarían.
Una noche, una diminuta araña tejió una tela desde la nariz hasta el hombro de Peggy, y cuando Nora se despertó y la vio se lo dijo a los chicos. A éstos les hizo mucha gracia y cuando despertaron a Peggy para explicárselo todo, ella no dio la menor importancia a la cosa.
—Las arañas dan suerte —dijo—. Veréis cómo hoy me pasa algo bueno.
Y así fue: minutos después encontró las tijeras que había perdido la semana anterior.
Todos se levantaron temprano, exactamente cuando salía el sol. Un pájaro que cantaba cerca de ellos no se asustó al verlos levantarse. A los cuatro les encantaban los pájaros. Después de cada comida, dejaban restos para ellos. Había uno tan atrevido, que se posaba en el hombro de Peggy, mientras la niña hacía la comida, cosa que consentía con gusto la cocinera.
Cuando los cuatro niños se estaban bañando en el lago, Peggy se acordó de otra cosa que necesitaban: una pastilla de jabón. La primera ya se había terminado, y era difícil lavar las cosas con arena. Jack se lo apuntó en la memoria. Con el jabón, eran ya veintiuna las cosas que tenía que comprar.
—Mike y yo recogeremos rápidamente los champiñones —dijo Jack, mientras empujaba la barca—. Vosotras, Nora y Peggy, id por las fresas. A ver si tenéis preparado el desayuno cuando volvamos.
Poco después, los cuatro estaban atareadísimos. Mike y Jack iban recogiendo champiñones y echándolos en un saco. Entre tanto, en la isla, Nora y Peggy hacían lo mismo con las fresas. El fresal descubierto por Nora estaba rebosante de fresas rojas, jugosas y tan grandes como las de huerta.
—Puestas en las cestitas da gusto verlas —comentó Peggy.
Las niñas se habían llevado la mitad de las cestas, después de tapizar su interior con hojas de morera, sobre las que iban colocando las fresas cuidadosa y ordenadamente.
—Jack las podrá vender a diez pesetas la cesta —dijo Peggy—. A todo el que las vea se le hará la boca agua, y los compradores se las disputarán.
Las niñas llenaron doce cestas y luego fueron a encender el fuego. Después, Nora llevó la comida a las gallinas.
—Iré a ordeñar a Margarita —dijo Peggy—. Es ya la hora, y Jack y Mike no han regresado. Vigila lo que está en el fuego, Nora, y cuando hierva retira la cazuela.
Los chicos no tardaron en llegar, y mostraron orgullosos a las niñas los champiñones que habían recogido. Peggy había ordeñado ya a Margarita y les tenía preparado un delicioso té con leche. El bote del té estaba ya casi vacío, por lo que se decidió añadirlo a las cosas que Jack tenía que comprar.
Mientras Jack y Mike tomaban su desayuno de huevos revueltos con champiñones y fresas con nata, las niñas fueron colocando decorativamente los champiñones en las cestas vacías. Hubo champiñones para llenarlas todas, y aún sobraron.
Nora y Peggy llevaron las cestas a la barca; las colocaron y afirmaron en la popa y las cubrieron con hojas para que las moscas no se posaran en la mercancía.
Jack y Mike subieron a la barca. Habían acordado ir los dos juntos a la orilla del lago y separarse allí para que Jack fuera solo a vender las fresas y los champiñones y luego a comprar todo lo que les hacía falta. Un niño solo no llamaría la atención. Mike esperaría en la barca —bien escondida en alguna parte— a que Jack volviese. Nora y Peggy les prepararon para el viaje un almuerzo de pescado frito y leche pensando que Jack podía tardar varias horas en hacer todo su trabajo.
—Allí hay un buen sitio para dejar la barca —dijo Jack, mientras se iban acercando a la orilla, tanto, que ya veían el pueblo.
Un sauce cuya copa colgante llegaba hasta la misma superficie del lago formaba una especie de cueva vegetal. Mike condujo la barca hacia allí y atravesó la cortina de ramas. Jack saltó a la tierra.
—Desde aquí encontraré fácilmente el camino del pueblo —dijo a Mike—. Iré lo más aprisa que pueda.
Jack llevaba dos largos palos, en los que ensartó las cestas de fresas y champiñones. Así podía llevarlas fácilmente, sin peligro de que se le cayese ninguna. Pronto desapareció entre los árboles, y Mike se quedó en la barca, esperando impacientemente su vuelta.
En seguida encontró Jack el camino que conducía al pueblo. Recibió una gran alegría al ver que era día de mercado. En aquel pueblo había mercado todos los viernes, y éste era el día en que estaban.
«¡Estupendo! —pensó Jack—. Entre tanta gente, nadie se fijará en mí, y podré vender tranquilamente».
El niño entró en el mercado y se puso a pregonar a todo pulmón:
—¡Champiñones! ¡Fresas silvestres, dulces y jugosas!
Los que veían aquellos champiñones y aquellas fresas tan apetitosos y bien presentados, no podían menos de acercarse a comprar alguna cesta. Jack iba despachando la mercancía mientras entraban en sus bolsillos duros y pesetas. Estaba loco de contento: podría comprar infinidad de cosas.
Un rato después ya no le quedaba una sola cesta. La gente le felicitaba por la excelente calidad de su mercancía y muchos le pidieron que volviese. Jack se dijo que volvería. Era un buen modo de ganar dinero, que era lo que necesitaban para comprar todo lo que les hiciera falta.
Luego se fue de compras. Su primera adquisición fue un gran paquete de harina; la segunda, hilos de todos los colores para Peggy. Después compró velas, una buena cantidad de cajas de cerillas, una sartén y dos platos de plástico, al acordarse de que Peggy siempre se estaba quejando de que le faltaban platos. Compró también dos libros, dos lápices, una goma de borrar y un cuaderno de dibujo; y jabón, mantequilla, chocolate, té, arroz y un montón de cosas más, tantas que se preguntó si necesitaría un carro para poder llevarlo todo.
Cuando ya no pudo comprar nada más porque se le acabó el dinero, volvió al sitio donde le esperaba Mike, pensando en lo bien que lo iban a pasar la tarde deshaciendo los paquetes.
Mike le esperaba impaciente. Se alegró mucho al verlo llegar y lo ayudó a colocar las cosas en la barca. Acto seguido los dos empezaron a remar, rumbo a la isla.