PASA EL VERANO
Nadie fue a molestar a los niños. Éstos vivían en la isla, jugando, trabajando, comiendo, bebiendo, bañándose y haciendo todo lo que les apetecía, aunque también cumpliendo la misión que cada cual tenía encomendada, con objeto de que todo fuese bien.
Varias veces, Jack y Mike fueron en la barca a la orilla del lago para tomar cosas que necesitaban en las granjas de tía Josefa o del abuelo de Jack. Un día Mike se las ingenió para entrar en casa de su tía y apoderarse de dos o tres vestidos para las niñas y de un abrigo y unos pantalones para él. La ropa era uno de los mayores problemas que tenían, pues se ensuciaba fácilmente y se hacía vieja con gran rapidez, y como no tenían más que lo puesto, era muy difícil llevarla limpia y sin desgarrones.
Jack sacó una buena cantidad de fruta y patatas de la granja de su abuelo, que aún no se había vendido. Así, entre los conejos y los peces que capturaban, los huevos de las gallinas y la leche de Margarita, nunca les faltaba comida.
Las semillas germinaron rápidamente. Todos se sintieron orgullosos el día en que Peggy les dio para comer una ensalada hecha con sus propias lechugas, rábanos, patatas y huevos. El suelo de la isla era excelente para toda clase de plantas.
Los guisantes eran ya tan altos como los juncos y Jack los recortó para que la flor saliese más abajo.
—Si no los hubiera podado, pronto habríamos necesitado una escalera para arrancar los guisantes —dijo Jack—. Vamos a tener muchos. Mirad cuántas flores rojas.
—¡Y qué bien huelen! —dijo Nora, olfateándolas.
—Pues aún sabrán mucho mejor —dijo Jack.
Hacía buen tiempo y la temperatura era agradable. Los niños dormían aún en su dormitorio verde, como ellos lo llamaban, al aire libre. Todas las semanas renovaban sus lechos de musgo y hierba, que se aplastaban y resultaban incómodos. Pero este trabajo no era pesado y los niños lo hacían a gusto.
—¡Qué morenos estamos! —dijo un día Mike, mientras, sentados junto al fuego, saboreaban una suculenta cena.
—Estamos morenos como fresas —añadió Nora.
—¿Cómo fresas? —exclamó Mike—. Es la primera vez que oigo decir que hay fresas morenas. Las que yo conozco son encarnadas.
Todos se echaron a reír, imaginándose lo que parecerían si tuvieran el color de las fresas.
—Bueno, pues morenos como bellotas —dijo Nora.
Desde luego, estaban muy morenos. Piernas, brazos, caras, cuellos, rodillas, todos ellos tenían un fuerte color tostado. Parecían gitanos. También habían engordado bastante, pues aunque sus comidas no eran variadas, bebían mucha leche.
La vida en la isla se deslizaba apaciblemente, pero también tenía sus momentos de emoción. Todas las semanas, Jack llevaba a la pobre Margarita a la cueva y la hacía pasar por el estrecho pasadizo hasta que llegaba a la caverna interior. La primera vez la vaca armó un alboroto tremendo. Mugió, se quedó clavada en el suelo, negándose a dar un paso más, e incluso soltó alguna coz. Pero Jack tiraba de ella con fuerza y consiguió su propósito. Luego, ya en el interior de la gran caverna, Jack la obsequió con una sabrosa col traída el día anterior de la granja de su abuelo. Margarita, encantada, se comió hasta la última hoja. A partir de entonces, ya no le causó tanto horror entrar en la cueva.
La segunda vez que Jack la llevó, aún escandalizó bastante, pero ni se resistió ni dio coces. La tercera vez mostró cierta alegría, pues sabía que en la cueva le esperaba una estupenda col, y a la cuarta entró sola, sin necesidad de que Jack tirase de la cuerda.
—Pasa rozando las paredes —dijo Mike—. Si engorda un poco más, ya no podrá pasar.
—No creo que engorde tanto —respondió Jack, sonriendo—. Lo importante es que ahora ya estamos seguros de que la próxima vez que la traigamos no protestará.
Pasó julio y llegó agosto. El calor aumentó y hubo tormentas. Aunque sólo se desencadenaron dos o tres, los niños tuvieron que dormir algunas noches en su casita vegetal. Jack propuso que durmiesen en las cuevas, pero todos votaron en contra diciendo que allí haría mucho calor. No se arrepintieron; la casita estaba más acogedora que nunca y los niños durmieron cómodamente en sus blandas camas de hierba.
En los rincones de la isla donde había más sombra empezaron a crecer fresas silvestres. Los niños ya habían visto fresas como éstas en los alrededores de las granjas, pero las de la isla eran mayores y mucho más jugosas. Con nata estaban riquísimas. Las moras llenaban los zarzales, pero iban desapareciendo en las bocas de los niños, que las saboreaban con deleite.
Jack las arrancaba cuando iba a ordeñar a Margarita; Peggy, cada vez que se dirigía al riachuelo en busca de agua, y Nora, cuando les llevaba la comida a las gallinas. O sea, que todos hacían gran consumo de moras.
Había también algunas nueces, pero estaban muy verdes aún. Jack fue a echar una mirada a los guisantes y vio que ya se podían comer.
—Hoy cenaremos guisantes —dijo Jack.
Y provisto de una de las cestas que Peggy había hecho con los juncos que crecían en la orilla, se fue a cosechar guisantes.
Un día Jack se acordó de los champiñones que crecían en uno de los campos de la propiedad de su abuelo, y una mañana, muy temprano, tomó su barca en compañía de Mike, y los dos partieron en busca de champiñones.
La mañana era espléndida. A Jack le habría gustado que los acompañaran las niñas, pero no se las llevó, al pensar que si iban juntos tantos sería más, fácil que los vieran.
El sol estaba saliendo y un mirlo empezó a cantar alegremente en un árbol próximo. Los gorriones lanzaban también sus primeros cantos matinales y el rocío humedecía la hierba, que así era como una caricia para los pies de los chicos. El sol vertía sus cálidos rayos y todo era azul, dorado y verde.
—¡Champiñones! —exclamó Jack con la boca hecha agua y señalando un pequeño grupo de ellos—. Mira, ésos acaban de salir. Ven. Empezaremos a llenar la bolsa.
El campo estaba lleno de champiñones. Jack arrancaba los más pequeños, pues sabía que los grandes, además de no ser tan gustosos, era más fácil que tuviesen gusanos. En media hora los niños llenaron la bolsa, y, acto seguido, echaron a correr alegremente por el prado, hacia el lugar donde habían dejado la barca.
—¡Qué desayuno tan estupendo vamos a tener hoy! —exclamó Jack.
Desde luego, no pudo ser mejor: un revuelto de huevos con champiñones y fresas con nata. Las fresas las habían cosechado las niñas mientras Jack y Mike recogían los champiñones.
Nora aprendió al fin a nadar. Peggy y ella se ejercitaban todos los días, y con tal provecho, que Jack acabó por decirles que lo hacían tan bien como Mike y él mismo. Los cuatro eran como peces cuando estaban en el agua. Nadaban, jugaban, se rociaban unos a otros. Jack era un gran buceador. De pronto desaparecía de la superficie y poco después alguno de sus compañeros sentía un pellizco en una pierna y veía reaparecer al buceador a su lado. ¡Qué bien lo pasaban!
Luego hubo unos días de mal tiempo, muy pocos. La isla, sin sol parecía otra. Una lluvia fina lo empapaba todo y el agua del lago estaba fría como el hielo.
A Nora no le hizo ninguna gracia este tiempo. No le gustaba ir a dar de comer a las gallinas bajo la lluvia, y le pidió a Peggy que lo hiciese en su lugar. Jack la oyó y le dijo, indignado:
—¡No seas cobarde! Estar de buen humor y hacer a gusto el trabajo cuando el sol brilla y hace buen tiempo no tiene ningún mérito. Hay que poner también buena cara cuando el tiempo es malo.
—A sus órdenes, capitán —contestó Nora, que ya empezaba a sentirse niña mayor y a querer portarse como todos los demás.
Sin decir palabra, fue a llenar los comederos de las gallinas, pese a que la lluvia seguía cayendo con fuerza.
El mal tiempo los fastidiaba a todos, al obligarlos a estar encerrados en su casita. Ya se sabían de memoria los libros y las revistas que tenían y, aunque de vez en cuando les parecía una diversión jugar a las cartas, tras varias horas de juego el aburrimiento volvía a apoderarse de ellos. Peggy era la que menos se aburría, pues siempre tenía algo que remendar.
Durante aquellos días de lluvia, Peggy enseñó a Nora y a los chicos a hacer cestas con los juncos. Las cestas les eran muy útiles, pues siempre había moras y fresas que recoger. A Mike, a Jack y a Nora les pareció muy divertido este trabajo, y cuando volvió el buen tiempo, el grupo tenía una buena colección de cestas.
Cuando de nuevo brilló el sol, los cuatro niños reanudaron alegremente sus tareas al aire libre. Las gallinas, no menos alborozadas, paseaban bajo el sol para que se les secaran las plumas y Margarita se apartó del árbol que le servía de refugio, lanzando gozosos mugidos. El mundo estaba de nuevo lleno de color y los niños saltaban de alegría.
Los guisantes, los rábanos, las lechugas y todas las plantas habían dado un gran estirón por obra de la lluvia. Jack y Mike recogieron unas cuantas lechugas y Peggy preparó una estupenda ensalada. Nunca habían comido lechugas tan tiernas y jugosas.
Ocurrieron muchas cosas, pero que no tenían importancia. El boquete de la barca se ensanchó de tal modo, que un día Mike fue a buscarla y no la encontró: se había hundido. Jack y Mike tuvieron que hacer grandes esfuerzos para ponerla a flote y repararla.
El maíz de las gallinas se acabó y Jack tuvo que ir por más. En la granja de su abuelo no había; así que tuvo que ir a la de los tíos de Mike. En esta granja encontró un poco, pero estuvo a punto de que le mordiera el nuevo perro que habían comprado los dueños de la finca. El perro le desgarró los pantalones de tal modo, que Peggy tuvo que estar trabajando toda una mañana para zurcirlos.
En otra ocasión cundió la alarma al decir Nora que había oído ruido de remos. Jack corrió en busca de Margarita y Mike puso las gallinas en un saco. Afortunadamente a Peggy se le ocurrió ir a echar un vistazo desde la cima de la colina.
En el lago no había ninguna barca. Sólo se veían cuatro magníficos cisnes enzarzados en una riña y que batían la superficie con sus alas y sus patas.
—¡No hay peligro! —gritó Peggy—. ¡Sólo se ven cisnes! ¡No hay ninguna barca a la vista!
Y hubo que volver a llevar a Margarita a su prado y a las gallinas a su gallinero. Nora, avergonzada, se aseguraría bien antes de dar la voz de alarma.
Otro día Jack resbaló cuando estaba recogiendo moras y se torció un tobillo. Mike le ayudó a bajar a la playa. Jack estaba pálido de dolor.
Peggy corrió a buscar trapos limpios, los humedeció en el agua fresca del arroyo y vendó fuertemente el maltrecho tobillo de Jack.
—Tendrás que hacer reposo un par de días —dijo Peggy—. Pero no te preocupes: nos repartiremos tu trabajo.
Jack tuvo que estar descansando dos días, lo que fue para él bastante aburrido. Pero se conformó, pues era un muchacho inteligente y sabía que el único modo de curarse era estar unos días sin hacer uso del pie. Mike le construyó un buen bastón y, después de andar apoyándose en él durante una semana, Jack se curó por completo de la torcedura.
Días después, Peggy tuvo la desgracia de caer sobre un zarzal, con lo que se puso perdida de arañazos. Pero no derramó ni una lágrima. Se lavó las heridas y preparó la cena como todas las tardes. Jack estaba orgulloso de ella.
—Otra habría empezado a gritar y llorar desesperadamente —dijo, examinando sus heridas.
—No ha sido nada —respondió Peggy, mientras ponía a hervir la leche—. Peor habría sido que me hubiera roto una pierna.
Así, entre pequeñas aventuras, alegrías y tristezas, pasó el verano. Nadie se acercó a la isla. Poco a poco los niños fueron perdiendo el miedo a que los encontrasen, y llegó un momento en que dejaron de pensar en ello.