LAS CUEVAS DE LA COLINA
Los días pasaron rápidamente, y los cuatro niños se acostumbraron a su vida salvaje y feliz en la isla. Jack y Mike fueron una noche a la granja de tía Josefa y volvieron con el cubo que necesitaban para ordeñar a Margarita. De paso se trajeron una buena cantidad de verduras y ciruelas, que estaban ya maduras, por lo que llenaron de ellas el cubo. La alegría de Nora y Peggy al ver todo esto fue indescriptible.
Ahora, gracias al cubo, era mucho más fácil ordeñar a Margarita. Peggy hubo de lavarlo varias veces, pues estaba muy oxidado, y Jack y Mike, todos los días, una vez ordeñada la vaca, dejaban el cubo en el riachuelo que manaba de la colina y desembocaba en el lago. Esta corriente helada mantenía la leche fresca por mucho calor que hiciese.
Una mañana, Jack sacó los paquetes de semillas que había traído de la granja de su abuelo y lo mostró a sus amigos.
—Mirad. Tengo semillas de lechuga, de rábanos, de guisantes y de nabos. Es un poco tarde para sembrar los guisantes, pero estoy seguro de que en esta tierra tan buena crecerán rápidamente y a fines de año las plantas estarán bien desarrolladas.
—Los rábanos y los nabos brotarán en seguida —dijo Peggy—. Y con este tiempo tan caluroso, las lechugas, si las regamos lo suficiente, tampoco tardarán mucho en salir.
—¿Dónde sembraremos todas estas semillas? —preguntó Mike.
—Creo que lo mejor será sembrarlas en pequeñas cantidades y en varios sitios de la isla —dijo Jack—. Si las sembráramos todas juntas, al crecer formarían una huerta, y el primero que llegara aquí y la viese comprendería inmediatamente que la isla está habitada. En cambio, si tenemos unas pocas plantas aquí y otras allá, podremos taparlas con hierbas en caso necesario y nadie las verá.
—Jack siempre tiene grandes ideas —dijo Nora—. Te ayudaré en la siembra, Jack.
—Ese trabajo lo haremos todos —dijo Jack.
Acto seguido, el grupo se dedicó a buscar los sitios adecuados, a preparar la tierra y a distribuir las semillas. Peggy se encargaría del riego diario y de arrancar las malas hierbas.
—Lo tenemos todo la mar de bien organizado —dijo Nora, alegremente—. Tenemos leche, nata y huevos todos los días; moras con sólo ir a buscarlas, y pronto tendremos guisantes, lechugas, rábanos y nabos.
Jack plantó los guisantes entre juncos. Así, según dijo, las plantas, cuando salieran, tendrían dónde enroscarse y no habría necesidad de ponerles cañas. Además, los juncos las ocultarían a la vista de cualquier visitante inoportuno.
A veces les era difícil acordarse del día en que estaban. Jack era el único que llevaba la cuenta de los días que iban pasando. Además, los domingos, cuando el viento era favorable, los niños oían la campana de una iglesia próxima al lago.
—Yo creo —dijo Mike— que el domingo debe ser para nosotros un día de paz y descanso. Ya que, por desgracia, no podemos ir a la iglesia, debemos celebrarlo de algún modo, hacer que el domingo sea un día distinto de los demás.
Los cuatro decidieron celebrar la fiesta dominical descansando, no haciendo ninguna clase de trabajo. Los demás días de la semana casi nunca sabían si era martes, jueves, viernes o cualquier otro día laborable; pero sí que sabían cuándo era domingo, pues Jack los avisaba. Nora decía que el domingo se notaba en el aire, y que la isla parecía distinta, más tranquila y silenciosa.
Un día Jack propuso que explorasen las cuevas de la colina.
—Si algún día viene alguien a buscarnos, cosa muy probable —dijo—, conviene que tengamos ya decidido lo que debemos hacer y que sepamos exactamente dónde tenemos que escondernos. Porque si vienen a buscarnos, no se quedarán en la playa sentados, como los excursionistas, sino que recorrerán toda la isla.
—Entonces, vayamos a explorar las cuevas hoy mismo —dijo Mike—. Voy por el farol.
Con el farol en la mano y una caja de cerillas en el bolsillo, Jack condujo a sus tres amigos a las cuevas. Habían descubierto tres cuevas: aquélla en que habían escondido las gallinas, otra mayor y otra tan estrecha que sólo podían entrar arrastrándose.
—Entraremos primero en la mayor —dijo Jack.
Dicho esto, encendió el farol y entró por la negra boca. Experimentó una sensación extraña al pasar de la luz del soleado día de junio a la oscuridad húmeda de la cueva. Nora empezó a temblar. No dijo nada, pero se mantuvo pegada a Mike.
Jack alzaba el farol para alumbrar todos los rincones. La cueva era muy grande, pero no servía para esconderse, pues desde la entrada se veía todo el interior. Por todas partes había telarañas, y olía a murciélago.
Mike avanzaba junto a una de las paredes, mirando todos los rincones, y de pronto, cuando ya estaban en el fondo de la cueva, descubrió algo extraordinario. El techo estaba a unos dos metros de altura, y en la pared, casi tocando el suelo, había una grieta. Al parecer, tras ella, no había más que las rocas que la cerraban; pero no era así. La grieta era el principio de un estrecho pasadizo, oculto tras un saliente rocoso.
—¡Mirad! —dijo Mike, con voz alterada—. Esta grieta es el principio de un pasadizo. Acerca el farol, Jack, y veremos hasta dónde llega.
Jack levantó el farol y todos pudieron ver aquel pasadizo medio oculto detrás de la grieta. Jack se introdujo por la estrecha abertura y avanzó unos pasos.
—Venid —dijo—. Aquí el aire es fresco y este pasadizo, al parecer, va a alguna parte.
Los niños se apiñaron, ansiosos de entrar en la grieta. ¡Qué aventura tan emocionante!
El pasadizo daba vueltas y más vueltas. En algunos puntos, los niños tuvieron que pasar sobre montones de rocas y tierra desprendidas. En los sitios en que el pasadizo se estrechaba, sus cabezas tropezaban de vez en cuando con alguna raíz. Al fin, el estrecho túnel terminó y Jack se encontró en una segunda cueva mayor aún que la primera. Levantó el farol y miró a su alrededor. El aire era puro y fresco. ¿Cómo era posible?
—¡Mirad! —dijo de pronto Nora, señalando hacia el techo—. Allí se ve la luz del día.
Así era. En el techo, a unos metros de distancia, se veía la brillante luz del sol. Jack estaba visiblemente extrañado.
—Sin duda —dijo—, algún conejo ha excavado en la colina y, de pronto, se ha encontrado con la cueva. Nosotros vemos la luz del sol por su madriguera. Es una ventaja. Así entra aire fresco.
Desde la segunda cueva, otro pasadizo conducía a una tercera. Este pasadizo era tan estrecho, que los niños tuvieron que echarse en el suelo para poder pasar por él. Con gran sorpresa advirtieron que esta tercera cueva desembocaba en el exterior y que era aquélla de entrada tan estrecha, que incluso a gatas era difícil pasar por ella.
—Vamos progresando —dijo Jack—. Hemos descubierto que la gran cueva que ya conocíamos se comunica por medio de un pasadizo con otra todavía mayor y que de ésta se pasa a la más estrecha de las tres, que desemboca en el exterior. Lo más interesante para nosotros es que esta última, o sea la cueva en que estamos, es tan estrecha, que no permite el paso a las personas mayores.
—¿Y qué me dices de la cueva donde escondimos las gallinas? —preguntó Nora.
—Debe de ser independiente de las otras —dijo Jack—. Lo mejor será que vayamos a verlo.
Los cuatro niños salieron, arrastrándose, de la estrecha cueva, y se dirigieron a la que habían utilizado para esconder las gallinas. Pero ésta no tenía nada de particular: era una simple caverna de escasa profundidad en la que se percibía un fuerte olor a murciélagos.
Salieron de nuevo a la colina. El día era espléndido. Resultaba agradable estar al sol después de haber permanecido en la fría oscuridad de las cuevas.
—Ahora escuchadme —dijo Jack—. Estas cuevas nos serán muy útiles este verano si alguien viene en nuestra busca. Una de las cosas que podríamos hacer en este caso es encerrar a Margarita en la cueva mayor.
—Eso no es posible, Jack —dijo Peggy—. No cabrá en ese pasadizo tan estrecho.
—Verás cómo sí que cabe —replicó Jack—. Pasará detrás de mí. Te lo demostraré, porque vamos a entrenarla. Todos los días la haremos entrar y salir. Así se acostumbrará, y cuando tengamos que hacerla entrar para que esté encerrada unas horas, no le extrañará. No sería nada agradable que, al verse de pronto en la cueva, empezara a mugir como una desesperada.
Todos se echaron a reír. Mike asintió con la cabeza y dijo:
—De acuerdo. Margarita ha de entrenarse. Supongo que con las gallinas no habrá problemas, ¿verdad?
—También debemos entrenarlas —dijo Jack—. ¡Hasta nosotros vamos a hacer prácticas!
—Pero la barca y la casa no las podremos esconder en las cuevas.
—La barca no la encontrarán: está bien escondida —afirmó Jack—. En cuanto a la casa, dudo de que nadie dé con ella. Los árboles la ocultan, y para llegar a ella hay que atravesar una verdadera muralla de arbustos. Nosotros podemos cruzar esta barrera, pero no una persona mayor.
—Casi me gustaría que viniesen a buscarnos —dijo Peggy—. ¡Sería tan emocionante tener que esconderse!
—Demasiado emocionante —replicó Jack—. ¿Tú sabes las cosas que habrá que hacer cuando veamos que viene alguien?
—Yo soy partidario de planearlo todo ahora mismo —dijo Mike—. Así cada cual sabrá lo que tiene que hacer cuando llegue el momento.
—Sí —aprobó Jack—. Yo me encargaré de Margarita: iré inmediatamente por ella. Mike, tú pondrás las gallinas en un saco y las llevarás lo más rápidamente posible a la cueva. Peggy, tú te encargarás de apagar el fuego, de enterrar las cenizas y de poner en la playa el paquete de cigarrillos vacío, el vaso de cartón y las latas, de modo que parezca que ha estado aquí un grupo de excursionistas. Así, nadie se extrañará si ve restos de un fuego o algo parecido.
—¿Y yo qué haré? —preguntó Nora.
—Tú irás al riachuelo, recogerás el cubo de la leche y lo llevarás a la cueva. Pero antes habrás de esconder lo mejor posible las verduras. Y tú, Peggy, además de lo que ya te he dicho, tendrás que cuidarte de que la boca de la cueva pequeña quede bien tapada con hierbas, musgo o lo que encuentres.
—¡A sus órdenes, capitán! —exclamó Peggy—. Ya sabemos todos lo que tenemos que hacer cuando veamos que alguien se acerca. Pero oye: tú te has quedado con el trabajo más duro. A mí no me haría ninguna gracia tener que llevar a Margarita por ese pasadizo tan estrecho. ¿Qué harás si se queda encallada?
—No se encallará —dijo Jack, convencido—. No está tan gorda como todo eso. A propósito: sería conveniente que tuviéramos en la cueva un par de montones de hierbas y dos o tres vasos, por si hubiéramos de estar varias horas escondidos. Así podríamos tomar leche y formar un buen colchón.
—Tampoco estarían de más un par de velas —dijo Peggy—. No me gustaría estar a oscuras en una cueva.
—Os voy a explicar lo que haremos —dijo Jack, pensativo—. En vez de entrar por la cueva grande, entraremos por la pequeña, que, como hemos visto, se comunica con la otra. Si entrásemos por la grande, podríamos dejar algún rastro que nos delatara. Yo, como he de llevar a Margarita, no tendré más remedio que entrar por la grande, pero ¿qué le vamos a hacer?
—Esas cuevas serán una casa excelente para el invierno —dijo Peggy—. Podríamos vivir cerca de la entrada y tener nuestras cosas en la gran cueva donde termina el pasadizo. Así no tendríamos que temer al mal tiempo.
—¡Qué suerte la nuestra! —exclamó Nora—. Tenemos una preciosa casa de árboles para el verano y otra de roca para el invierno.
—Aún falta mucho para que llegue el invierno —dijo Jack—. Oye, Peggy, tengo un apetito atroz. ¿Y si frieses unos cuantos huevos mientras Mike va a buscar moras?
—¡Buena idea! —gritó Peggy, y, seguida por Jack y sus hermanos, corrió colina abajo, dejando a sus espaldas las húmedas cuevas.