CAPÍTULO XI

NORA PASA UN MAL RATO

El trabajo diario en la isla era mucho. Había que ordeñar a Margarita dos veces, que vigilar a las gallinas, que ir a echar un vistazo a los anzuelos. Uno tenía que encargarse de mantener el fuego continuamente encendido; otro, de preparar la comida, y otro, de fregar los platos y limpiar la casa. Por eso los cuatro niños decidieron organizar la distribución de las tareas.

—Yo ordeñaré a Margarita todas las mañanas y Mike lo puede hacer por las tardes —dijo Jack mientras tomaban el desayuno—. Tú, Nora, encárgate de las gallinas. Tu trabajo consistirá en darles comida y agua, recoger los huevos que pongan y vigilarlas para que no quiten la hierba con que tapamos el agujero por donde se escapaban.

—¿Y qué hará Peggy? —preguntó Nora.

—El trabajo más desagradable. Habrá de mantener el fuego siempre encendido, hará la comida y se encargará de la limpieza. Yo me cuidaré de la pesca. De vez en cuando, cualquiera de nosotros subirá a la colina para ver si se acerca alguien. La vez pasada todo fue muy bien porque tuvimos la suerte de ver que se acercaba una barca. De lo contrario, nos habrían descubierto.

—Voy a sacar la barca del sitio donde la escondimos —dijo Mike—. Así la tendremos preparada.

—No —replicó Jack—. Tengámosla escondida hasta que la hayamos de usar. Bueno, voy a ordeñar a Margarita.

Jack se fue y poco después los niños oyeron el ruido de la cremosa leche al caer en una cacerola, pues aún no tenían el cubo. Mike y Jack habían decidido ir a buscarlo aquella misma noche. Era un engorro ordeñar a Margarita no disponiendo más que de pequeños recipientes.

Peggy empezó a fregar los platos. Después haría una limpieza general. Nora le propuso ayudarla, pero Peggy le dijo que su misión era cuidarse de las gallinas. Nora se dirigió al gallinero, emitiendo el sonido especial que las gallinas conocían ya muy bien, y éstas se acercaron a la niña.

Nora les puso la comida y les llenó un plato de agua. Luego echó un vistazo a la cerca del gallinero. Todo parecía estar bien. Pero la inspección no fue demasiado atenta, pues quería ir a buscar moras. Si se hubiese fijado, habría visto que las gallinas, picoteando las hierbas de una de las paredes del gallinero, habían abierto en ella un boquete bastante grande. Pero Nora no se dio cuenta. Tomó una cesta que Peggy había hecho con juncos arrancados de la orilla del lago, y se fue en busca de moras.

—¿Vas a buscar moras? —le preguntó Peggy.

—¡Sí!

—¡Trae todas las que puedas y nos las comeremos esta noche con nata! ¡No te las comas por el camino!

—¡Ven a ayudarme! —dijo Nora, a la que no le hacía gracia la idea de recoger moras para todos.

—Yo tengo que ir a buscar agua —repuso Peggy—, y después he de coser unas cosas.

Y Nora tuvo que ir sola en busca de un zarzal. En seguida encontró uno repleto del morado fruto. Empezó a comer moras y estuvo comiendo hasta que se hartó. Luego se dedicó a llenar la cesta. Poco después oyó pasar a Jack, que llevaba a Margarita al otro lado de la isla, y también oyó a Mike, que silbaba mientras cortaba juncos. Todos estaban ocupados y contentos.

Cuando hubo terminado, Nora se sentó al sol y se apoyó en una ardiente roca que sobresalía entre la hierba. Se sentía profundamente feliz. El lago estaba intensamente azul y la tarde era deliciosa.

Nora estuvo descansando así hasta que oyó la voz de Mike que la llamaba.

—¡Nora! ¡Nora! ¿Dónde estás? ¡Hace un siglo que no te vemos!

Se levantó, tomó la cesta y bajó por la suave pendiente de la colina. Así llegó primero a la arboleda, luego al prado y finalmente a la playa, donde estaban sus hermanos y Jack. Peggy había mantenido el fuego encendido y estaba asando un conejo que Jack había cazado.

—¿Dónde están las moras? —preguntó Jack—. ¡Oh, una cesta llena! ¡Qué bien! Ya puedes ir preparando la nata, Nora. Nos vamos a chupar los dedos.

Pronto se sentaron a cenar. Peggy era una buena cocinera, y el conejo estaba estupendo. Pero aún les gustó más la nata con moras. Era el postre favorito de los cuatro.

—¡Qué tranquilidad hay en el gallinero! —dijo Jack, apenas se llevó a la boca la última cucharada de nata—. No he oído a las gallinas ni una sola vez desde que hemos empezado a cenar.

—Eso prueba que están bien —dijo Peggy.

—Voy a echarles un vistazo —dijo Mike.

Dejó su plato en el suelo y se dirigió al gallinero. Miró a derecha e izquierda, levantó el saco y no vio a las gallinas por ninguna parte.

—¿Están bien? —le preguntó la voz lejana de Jack.

—Pues… no sé —contestó Mike, desconcertado—. ¡No están aquí! ¡Se han escapado!

—¿Escapado? —exclamó Jack, sorprendido—. ¡No puede ser! ¡Tienen que estar ahí!

—¡Pues no están! —repuso Mike—. ¡Han desaparecido sin dejar rastro! ¡Ni siquiera han dejado un mal huevo!

Jack y las niñas corrieron hacia el gallinero y vieron con sus propios ojos que no había ni rastro de las gallinas.

—¿Se las habrá llevado alguien? —preguntó Peggy.

—No lo creo —repuso Jack, malhumorado—. ¡Mirad! Eso explica su desaparición.

Jack señalaba el boquete abierto en la cerca.

—Por ahí se han escapado. ¡Y ahora cualquiera sabe dónde estarán!

—Pues yo no las he oído —dijo Peggy—: Y eso que no me he movido de aquí en casi toda la tarde. Deben de haberse escapado cuando he ido por agua al arroyo.

—Eso significa que el boquete ya estaba cuando Nora les ha dado la comida —dijo Jack—. ¿Así es como haces tu trabajo, Nora? ¿No te he dicho esta mañana que cada vez que pusieras la comida a las gallinas repasaras bien toda la cerca por si había algún agujero? ¡Pero tú, como si hubieras oído llover! ¡No tienes perdón!

—¡Con la falta que nos hacen las gallinas! —se lamentó Peggy.

—¡Qué falta de cuidado! —dijo Mike—. ¡No sirves para nada!

Nora se echó a llorar, pero nadie le hizo caso. Perder las gallinas era para el grupo una verdadera tragedia. Todos empezaron a buscar a las fugitivas por las cercanías del gallinero, con la esperanza de que no se hubieran alejado de su casa.

Nora lloraba cada vez más. Al fin, Jack se enfadó con ella.

—¡Basta ya de lloriqueos! —le gritó—. ¡Más vale que busques a las gallinas como hacemos todos!

—¡A mí no me hables así! —protestó Nora.

—¡Te hablaré como me dé la gana! —dijo Jack—. ¡Soy yo el que manda y tú tienes que obedecerme! ¡Si uno de nosotros no hace las cosas bien, los demás sufren las consecuencias, y no quiero que esto vuelva a suceder! ¡Así que deja de llorar de una vez y ayúdanos a buscar a las gallinas!

Nora empezó a buscar a las gallinas, pero sin cesar de llorar. Se sentía profundamente desgraciada y avergonzada. No podía soportar que todos estuviesen enojados con ella, sin dirigirle la palabra. Apenas podía ver por dónde iba: las lágrimas la cegaban.

—Por aquí no están —dijo Jack al cabo de un rato—. Lo mejor será que nos separemos y que cada cual busque por un lado. A lo mejor, así las encontramos. Quizá se hayan alejado más de lo que suponíamos. Tú, Peggy, ve por ahí. Yo iré hacia donde está Margarita.

Los cuatro niños se separaron y cada uno tomó una dirección distinta. Iban llamando a las gallinas en voz alta. Nora fue hacia donde Jack le había ordenado. Las llamaba también, pero las gallinas no le respondieron. ¿Dónde estarían?

Estuvieron toda la tarde buscándolas inútilmente. Era extraño que no apareciera ni siquiera una. Jack no se lo explicaba. No estaban ni en la colina, ni en la cueva en que las habían encerrado cuando llegaron los excursionistas, ni entre los zarzales. Tampoco estaban con Margarita, ni en la arboleda. O sea que, al parecer, no estaban en ninguna parte.

A medida que iba transcurriendo el día, Nora se iba sintiendo más desgraciada. Si no aparecían las gallinas, no se atrevería a volver a mirar a la cara a Jack ni a sus hermanos. Así, cuando éstos regresaron al campamento para cenar, decidió esconderse. No habían merendado y tenían mucho apetito. Nora estaba también hambrienta, pero por nada del mundo se habría reunido con los demás. Prefirió estar sola, pasando miedo, que sentarse junto a Mike, Jack y Peggy, sabiendo que estaban enojados con ella.

—Total, que nos hemos quedado sin gallinas —dijo Mike, al encontrarse con Jack camino de la playa.

—Es incomprensible —dijo Jack—. Sería un disparate creer que se han marchado de la isla volando.

—¡Qué desgracia! —exclamó Peggy—. Con lo bien que nos venían los huevos.

Nora seguía sentada en su escondite. Se dijo que lo mejor sería pasar allí la noche. Nunca volvería a ser feliz. Jack y Mike estaban sentados junto al fuego, mientras Peggy hacía un estupendo pastel de arroz. Uno de los chicos preguntó por Nora.

—Supongo que no tardará en volver —respondió Peggy.

Empezaron a cenar en silencio. Y de pronto, un sonido maravilloso llegó hasta ellos. «¡Clo, clo, clooc!». Paseando tranquilamente por la playa, aparecieron las seis gallinas. Peggy, Jack y Mike saltaban de alegría.

—¿Dónde habéis estado, granujas? —les preguntó Jack—. ¡Os hemos buscado por todas partes!

—¡Clo, clo, cloooc! —contestaron las gallinas.

—No tenéis nada de tontas. Como sabéis que es la hora de que os den la cena, habéis venido a buscarla —dijo Jack—. Yo creo que podríamos soltarlas todos los días… Pero no; ahora caigo en que no las podemos soltar: pondrían los huevos en cualquier rincón y no los encontraríamos.

—Les daré la cena —dijo Peggy.

La niña les echó un puñado de maíz que las gallinas picotearon alegremente. Luego Jack y Mike las llevaron al gallinero, donde las encerraron después de tapar el boquete para que no se volvieran a escapar.

—Debemos decírselo a Nora —opinó Jack.

Y los dos niños empezaron a subir la pendiente de la colina, llamando a Nora.

—¡Nora! ¡Nora! ¿Dónde estás?

Pero Nora no contestó. Se escondió más aún entre las matas y permaneció en silencio, con el deseo de que no la encontrasen. Pero Jack dio de pronto con ella.

—¡Menos mal que te hemos encontrado! —le dijo—. Las gallinas ya han vuelto, Nora. Han notado que era la hora de la cena y se han presentado tranquilamente a pedirla. Anda, ven a cenar. Te hemos guardado tu parte.

Nora volvió con ellos a la playa. Peggy corrió hacia ella y le dio un beso.

—Ya no tienes por qué preocuparte —le dijo—. Todo se ha arreglado. Las gallinas han vuelto.

—¿No te parece, Jack, que será preferible que me encargue yo de cuidar a las gallinas, en vez de hacerlo Nora? —preguntó Mike.

Jack movió negativamente la cabeza.

—No —dijo—. Ese trabajo corresponde a tu hermana, y verás cómo a partir de hoy lo hace estupendamente. ¿Verdad, Nora?

—Sí, Jack —respondió Nora, mientras se comía su ración de pastel de arroz—. Te prometo que lo haré la mar de bien. Siento haberlo hecho hoy tan mal.

Mike y Peggy estuvieron de acuerdo con Jack. Sabían que Nora, escarmentada, cumpliría su misión con el mayor cuidado. Además, tenían muchas ganas de perdonarla.

—Me gustaría saber —dijo Peggy— dónde se habrán escondido esas dichosas gallinas para que no hayamos podido encontrarlas.

Pronto lo supieron. Poco después, Mike tuvo que ir a la casa, y encontró en ella tres magníficos huevos. Los recogió y corrió hacia el campamento.

—¡Las gallinas estaban escondidas en la casa! —gritó, mostrando los tres huevos.

—¡Hay que ver! —exclamó Jack—. ¡Y pensar que hemos estado buscando por toda la isla a esas bribonas, teniéndolas tan cerca!…