LOS EXCURSIONISTAS DESEMBARCAN
Nora, agazapada detrás de las matas que impedían verla, oía el débil cacareo de las gallinas, mientras Jack, un poco más arriba, observaba, a través de las hierbas que lo rodeaban, los movimientos del bote.
—Mike ha escondido la barca debajo de aquellos árboles de largas ramas que llegan hasta la superficie del lago —dijo Jack—. Pero a Mike no lo veo.
—¿Dónde está Peggy? —preguntó Nora.
—Aquí —respondió una voz, y la cabeza de Peggy apareció por detrás de unos hierbajos próximos a Nora—. ¡Qué gente tan inoportuna! Lo menos que podían hacer es marcharse en seguida.
Pronto llegó a ellos un rumor de voces.
—¡Aquí hay un buen sitio para desembarcar! —exclamó uno de los visitantes.
—Han encontrado nuestra playa —anunció Jack, procurando no levantar la voz demasiado.
—Dejad el bote en la playa —dijo una mujer—. Comeremos aquí. Es un sitio estupendo.
En seguida se oyó el roce de una quilla con la arena, y luego las voces de los que desembarcaban.
—Yo llevaré el tocadiscos —dijo una voz—. Tú, Juana, encárgate de la comida.
—¿Crees que habrá venido alguien alguna vez a esta isla? —preguntó una voz de hombre.
—No —respondió otra voz—. Esto es poco menos que un desierto. No creo que esta isla haya tenido ni tenga nunca visitantes.
Los tres niños se encogieron entre la maleza. Los excursionistas estaban ya instalados para cenar. Una de las gallinas encerradas en la cueva empezó a cacarear y Nora se dijo que debía de haber puesto un huevo.
—¿Has oído? —preguntó uno de los excursionistas—. Me ha parecido una gallina.
—No seas tonto, Juan —dijo una voz de mujer en son de burla—. ¿Cómo va a haber una gallina en una isla como ésta? Debe de haber sido un pájaro.
Jack apenas pudo contener la risa. Le hacía gracia la sola idea de que hubiese alguien lo bastante tonto para confundir el cacareo de una gallina con el canto de un pájaro.
—Dame la sal, por favor —dijo uno de los comensales—. Gracias. ¿No os parece interesante esta isla? Es como una tierra desconocida y misteriosa. ¿Queréis que la exploremos después de cenar?
—Buena idea —dijo la voz de Juan—. La exploraremos.
Los niños se miraron alarmados. Aquello era lo que menos deseaban que hiciesen los excursionistas.
—¿Dónde estará Mike? —preguntó Peggy a Jack—. ¿Se habrá escondido en la barca?
—Eso creo —contestó Jack—. Pero no te preocupes. Mike sabe componérselas solo.
—¡Dios mío! Ya está mugiendo Margarita —exclamó Peggy al oír un débil mugido—. Es hora de que la ordeñen y ella lo sabe.
—¡Cómo me gustaría beberme un vaso de leche! —dijo Jack, que estaba sediento.
—¿No habéis oído el mugido de una vaca cerca de aquí? —preguntó en un tono de sorpresa uno de los excursionistas.
—Ese mugido debe de haber llegado de la orilla del lago —dijo otro—. No pretenderás que ande una vaca suelta por esta isla.
—Pues a mí no me parece tan imposible —dijo Juan—. Mira eso. Es la huella de un pie, ¿no?
Los niños contuvieron la respiración. Sin duda, habían dejado la marca de sus zapatos en la arena.
—Y mira esto —dijo otra voz—. Es un trozo de cuerda, y las cuerdas no crecen como las patatas.
—Queréis ver un gran misterio en una cosa vulgar y corriente —dijo una de las mujeres, malhumorada—. Todo eso lo habrán dejado otros excursionistas como nosotros.
—Quizá tengas razón —dijo Juan—. Sin embargo, después de cenar iremos a explorar la isla.
—Pon el tocadiscos, Juan —dijo otra voz—. Ya estoy harto de oíros discutir.
Pronto sonó la música. Los niños respiraron. Sabían muy bien que mientras funcionara el tocadiscos, la música ahogaría los mugidos de la vaca y el cacareo de las gallinas. Luego se sentaron en la hierba, contrariados. No les gustaba que hubiera gente extraña en su isla secreta. ¿Qué pasaría si los excursionistas realizaban su anunciada exploración y los encontraban?
Nora empezó a llorar en silencio. Unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas y cayeron sobre su mano. Jack la miró y le rodeó los hombros con el brazo.
—No llores, Nora —le dijo—. Quizá no tengan tiempo para explorar la isla. Ya está oscureciendo. ¿Ves aquellos negros nubarrones? Se hará de noche antes de la hora. A lo mejor los excursionistas creen que va a haber tormenta y se van.
Nora se secó las lágrimas y miró hacia arriba. Sí, negras nubes iban invadiendo el cielo.
—Me parece que vamos a tener tormenta —dijo Peggy, acercándose a su hermana y a Jack.
—¡Ooooh! —exclamó de pronto Nora—. ¡Mirad! ¡Alguien sube hacia aquí! Aquellas hierbas se mueven. ¿Vendrán en nuestra busca?
Los tres estaban pálidos. Peggy y Jack miraron hacia donde señalaba Nora y vieron cómo se iban moviendo los arbustos, uno tras otro. Sí, alguien subía por la ladera de la colina. Nora se asió fuertemente a Jack.
—No hagas ruido —susurró el muchacho—. Nadie sabe que estamos aquí. No te muevas, Nora. Si se sigue acercando el peligro nos esconderemos en la cueva.
Los tres niños permanecieron sentados en silencio, sin apartar la vista de aquellos arbustos que no cesaban de moverse. Fueron unos momentos angustiosos. ¿Iría por agua al manantial el misterioso excursionista?
—Vosotras —dijo Jack—, entrad en la cueva. Ahí estaréis seguras. Yo voy a dar un rodeo para sorprender por la espalda al que está subiendo.
Las niñas se quedaron en la boca de la cueva, siguiendo a Jack con la mirada a través de las grandes matas. Ya iba Jack a desaparecer tras una roca, cuando la persona que subía por la ladera se detuvo, cosa que dedujeron las niñas al observar que los arbustos dejaban de moverse.
De pronto, una cabeza apareció sobre las hierbas, y Nora gritó:
—¡Mike! ¡Mike!
—¡Silencio! —le dijo Jack—. ¡Te van a oír los excursionistas!
Afortunadamente el tocadiscos seguía funcionando con toda su potencia y nadie oyó el grito de Nora. Jack y las niñas respiraron al ver a Mike y le sonrieron. Mike sonrió también y su cabeza volvió a desaparecer entre los arbustos, que de nuevo empezaron a moverse, indicando el avance del niño hacia la cueva.
—¡Oh, Mike! —dijo Nora—. ¡Qué susto nos has dado! Creíamos que eras uno de esos desconocidos.
—Los he visto desde muy cerca —explicó Mike—. Son tres hombres y dos mujeres. Se están dando un verdadero banquete.
—¿Crees que explorarán la isla, como han dicho? —preguntó Nora, inquieta.
—Quizá los aleje la tormenta —respondió Mike, mientras los cuatro niños se sentaban en el suelo—. ¡Mirad! Como el cielo se ha oscurecido, empiezan a salir los murciélagos.
Así era. Pronto cientos de murciélagos poblaron el aire, dándose un festín de moscas, mariquitas y otros insectos que volaban enloquecidos por la amenaza de tormenta.
Precisamente a los murciélagos se debió que los excursionistas se marchasen. Una de las mujeres vio a tres de ellos volar entre los árboles y lanzó un alarido.
—¡Murciélagos! ¡Qué horror! ¡Vámonos en seguida!
—¡A mí tampoco me gustan! —dijo la otra mujer—. ¡Son unos bichos horribles!
—¡No seáis tontas! —dijo uno de los hombres—. ¿Creéis que os van a comer?
—No me importa que os riáis de mí —repuso la mujer—. Me dan miedo y me voy.
—Yo quiero explorar la isla —dijo Juan.
—Ya la explorarás otro día. Además, mira el cielo: va a haber tormenta.
—Bien, de acuerdo —dijo Juan, malhumorado—. Nos iremos. Pero es ridículo temer a un animal tan inofensivo como el murciélago.
Los niños se miraron alborozados. Los excursionistas se iban a marchar y no los habían descubierto.
—¡Benditos sean los murciélagos! —susurró Jack—. No sé cómo puede haber personas que teman a esos simpáticos ratones voladores, ¿verdad, Nora?
—A tía Josefa también le dan miedo —dijo la niña—, aunque no sé por qué. A mí me parecen muy simpáticos esos animalitos de alas negras. Y desde ahora aún los miraré con más simpatía, ya que gracias a ellos no nos han descubierto.
Margarita lanzó un potente mugido. Jack se sobresaltó.
—¿Por qué no se nos ocurriría ordeñarla antes de que viniesen esos excursionistas? —exclamó.
—¿Habéis oído? —preguntó uno de los enojosos visitantes—. Ha sido como un trueno lejano.
A los niños les dio un ataque de risa. Nora tuvo que taparse la boca para que no la oyesen.
—¡Esta Margarita es un genio! —dijo Mike—. Imita a los truenos para alejar a esa gente.
Nora volvió a reír de tan buena gana, que Jack tuvo que darle un fuerte codazo.
—¡Silencio! —le dijo—. ¿Quieres que nos descubran después de habernos salido todo tan bien?
Los excursionistas estaban ya subiendo a su barca. Los niños oyeron muy pronto el ruido de los remos al golpear el agua. Asomaron la cabeza por encima de las matas y vieron cómo se alejaba el bote por el lago, cuyas aguas empezaban a encresparse.
—¡De prisa! —dijo una de las mujeres—. ¡La tormenta se nos viene encima! ¡Oh, otro murciélago! No volveré a este horrible lugar en mi vida.
—Es lo mejor que puedes hacer —dijo Jack en voz baja y con un cómico ademán de despedida.
La barca siguió alejándose. Las voces de sus ocupantes eran cada vez más débiles. De pronto se oyó el tocadiscos, y minutos después ya no se veía ni se oía nada. De los excursionistas no quedaba ni rastro.
—Bueno, ya nos podemos levantar —dijo Jack, poniéndose en pie y estirando las piernas—. Nos hemos salvado de milagro. Menos mal que no nos han visto, ni a nosotros ni a nuestros animales.
—Sólo han visto la huella y la cuerda —dijo Mike—. Pidamos a Dios que ese Juan no lea en algún periódico que nos hemos escapado. Entonces podría relacionar nuestra desaparición con lo que aquí ha visto y oído. Debemos idear algo para evitar que nos encuentren si vienen a buscarnos.
Un trueno lejano le cortó la palabra. Tras una pausa, Jack dijo a sus amigos, sonriendo:
—Eso no ha sido un mugido de Margarita. Vámonos. La tormenta estará sobre nosotros dentro de unos instantes, y tenemos muchas cosas que hacer. Yo ordeñaré a Margarita. Tú, Nora, y tú, Mike, llevad las gallinas al gallinero. Hacedles una covacha o algo parecido con hierbas y sacos, para que puedan refugiarse si se asustan. Y tú, Peggy, a ver si enciendes un buen fuego antes de que empiece a llover.
—¡A sus órdenes, capitán! —dijeron Mike y sus hermanas, felices al pensar que de nuevo estaban solos en la isla.