UN DÍA QUE ACABA MUY MAL
Los cuatro niños estuvieron durmiendo hasta muy tarde. Aún no se había levantado ninguno de ellos, y ya estaba el sol muy alto en el cielo. Y todavía habrían tardado más en despertarse si Margarita no hubiera empezado a mugir, por considerar que era ya hora de que la ordeñasen.
Jack se incorporó sobresaltado. ¿Quién hacía aquel ruido ensordecedor? ¡Ah, sí: Margarita! Quería que la ordeñasen.
—¡Todos arriba! —ordenó Jack—. ¡Deben de ser casi las nueve! ¡Mirad el sol! ¡Está ya muy alto! ¡Y Margarita quiere que la ordeñen!
Mike gruñó y abrió los ojos. Aún le duraba el cansancio de la agitada noche anterior. Las niñas se incorporaron frotándose los ojos perezosamente. Margarita no cesaba de mugir y las gallinas cacareaban, atemorizadas.
—Nuestros animales reclaman su desayuno —dijo Jack—. ¡Arriba, holgazanes! ¡Me tenéis que ayudar! Estaremos en ayunas hasta que hayamos dado de comer a la vaca y a las gallinas.
Todos se dirigieron al gallinero. Allí estaba Margarita, luciendo su hermoso abrigo de color castaño con manchas blancas. ¡Qué ojos tan grandes tenía! ¡Y aquella vaca era suya! ¡Qué suerte!
—¡Qué vozarrón tiene! —exclamó Jack, al oír un nuevo mugido de Margarita—. Voy a ordeñarla.
—¡Pero si no tenemos ningún cubo! —dijo Mike.
Los niños se miraron desalentados. Era verdad; no habían pensado en poner un cubo en el equipaje.
—Tendremos que recurrir a los cacharros de cocina —dijo Jack—. Hoy nos desayunaremos con un par de vasos de leche cada uno. Primero llenaré la olla grande; después, las cacerolas pequeñas y los vasos. Es una pena que anoche no se me ocurriese traer un cubo de la granja. Nos lo tendremos que procurar sea como sea.
Margarita dio leche más que suficiente para llenar todos los cacharros que tenían, y cada uno tomó tantos vasos como quiso. Era una delicia beber aquella leche cremosa después de tantos días sin tomar más bebida que té y agua.
—¡Qué lástima! —exclamó Nora con la vista en el suelo—. Margarita ha pisado un huevo. Miradlo. Lo ha hecho papilla.
—No te preocupes —dijo Jack—. Eso no volverá a ocurrir, pues tenemos que sacar a Margarita del gallinero y llevarla al otro lado de la isla. Allí tendrá todo el pasto que quiera. Nora, dales la comida a las gallinas. Deben de estar hambrientas, pues no paran de cacarear.
Nora hizo lo que Jack le decía y luego se sentaron todos a desayunarse con huevos duros y leche. Margarita los miraba. De pronto, emitió un suave mugido. También ella estaba hambrienta.
Después del desayuno, Jack y Mike la llevaron al otro lado de la isla. Margarita se puso la mar de contenta al ver aquella hierba tan verde, y empezó a pacer sin pérdida de tiempo.
—Como no puede salir de la isla, no hace falta que la encerremos —dijo Jack—. Hay que ordeñarla dos veces al día, Mike, así que tendremos que sacar un cubo de donde sea.
—En el granero de tía Josefa hay uno —dijo Peggy—. Lo he visto muchas veces colgado detrás de la puerta.
—¿No estará agujereado? —preguntó Jack—. Si tiene algún agujero no nos servirá. La leche ha de estar en él todo el día, y se iría escapando, lo que sería una lástima.
—No tiene ningún agujero —dijo Peggy—. Lo sé porque una vez lo llené de agua para llevársela a las gallinas. Lo que ocurre es que está muy viejo y por eso lo tienen arrinconado.
—Yo iré por él esta noche —anunció Mike.
—No, iré yo —dijo Jack—. A ti te podrían atrapar.
—Y a ti también. Lo mejor será que vayamos los dos.
—¿Podemos acompañaros nosotras? —preguntaron las niñas.
—No, no; de ningún modo —respondió Jack en seguida—. No debemos exponernos todos.
—¿Qué haremos para conservar fría la leche? —preguntó Peggy—. En esta isla hace mucho calor.
—Haré un hoyo en la orilla del riachuelo, del ancho justo para que quepa el cubo —respondió Jack—. Al estar cerca de la corriente de agua, la leche se mantendrá fresca todo el día.
—¡Qué listo eres, Jack! —exclamó Nora.
—¡Bah! —replicó Jack—. Eso se le ocurre a cualquiera que tenga un poco de sentido común.
—Estoy rendido —dijo Mike tendiéndose en el suelo—. Estar toda la noche tirando de Margarita fue muy duro.
—Lo mejor será que nos tomemos un día de descanso —dijo Jack, que también estaba fatigado—. Hoy no haremos nada: sólo estar echados, leer y charlar.
Los cuatro niños pasaron un día incomparable. Se bañaron tres veces, pues hacía mucho calor, y Nora tuvo tiempo para lavar las toallas, que el fuerte sol secó rápidamente. Los niños se quedaron con una y las niñas con otra.
¡Qué delicia secarse con una toalla en vez de hacerlo con un saco viejo!
—Hay pescado para comer anunció Jack, mirando su caña.
—Y ensaladilla —dijo Nora, que ya la había preparado.
—Tengo más apetito que si hubiese estado toda la mañana trabajando en la construcción de la casa —dijo Mike.
Durante la tarde continuó la buena vida. Jack y Mike se echaron a dormir, Nora empezó a leer un libro y Peggy sacó su bolsa de labores y se dedicó a remendar la ropa que Jack se había traído la noche anterior. Pensó que aquellas prendas serían muy útiles a Jack cuando empezara a hacer frío, y lamentó que ni a ella ni a sus hermanos se les hubiese ocurrido traerse las suyas.
Las gallinas empezaron a cacarear en el gallinero. Margarita mugió un par de veces, pero daba la impresión de estar pasándolo muy bien.
—Quiera Dios que no repita esos mugidos —dijo Peggy, sin dejar de coser—. Su potente vozarrón nos podría delatar. Desde una barca que navegue por el lago se la debe de oír perfectamente. Menos mal que todavía no le ha dado a nadie por acercarse.
Todos se sentían rebosantes de energías y optimismo tras la jornada de descanso, y decidieron dar un paseo por la isla. Nora les dio de comer a las gallinas y luego empezaron la excursión.
Era una isla maravillosa. Los árboles crecían por todas partes, llegando hasta la misma orilla, y en la colina, llena de madrigueras de conejos, se disfrutaba de un fresco agradable. La hierba estaba salpicada de flores y los pájaros cantaban en el frondoso ramaje. Los niños se asomaron a las cuevas que se abrían en la base del cerro, pero no tenían velas y no se atrevían a explorarlas.
—Os llevaré a ese sitio donde hay tantas moras —dijo Jack.
Paseando lentamente llegaron al lado oeste de la isla, donde había espesos zarzales repletos de moras.
—¡Mirad ésas! —exclamó Nora.
Los niños se dirigieron al lugar que Nora señalaba y empezaron a arrancar grandes moras. ¡Qué jugosas eran y qué bien sabían!
—¡Con nata son un postre superior! —exclamó Peggy—. Haré nata con la leche de Margarita, añadiré las moras, y ya tenemos postre para después de la cena.
—¡Ooooh! —exclamaron todos encantados, pero sin dejar de comer moras.
—Esta isla es un paraíso —dijo Peggy, entusiasmada—. Tenemos una bonita casa, gallinas, una vaca, frutas silvestres, agua fresca…
—No siempre —dijo Jack—. Ahora que hace buen tiempo se está la mar de bien; pero cuando empiecen a soplar vientos fríos, no estaremos tan a gusto. Menos mal que el invierno está muy lejos todavía.
Subieron a la colina por el lado oeste, que era el más escarpado, llegaron a la gran roca que la coronaba y se sentaron en ella. De tal modo la había calentado el sol, que casi quemaba. Vieron allá abajo el humo que salía de su hoguera.
—Podríamos jugar… —empezó a decir Jack.
Pero los niños nunca supieron a qué quería jugar Jack, pues enmudeció de pronto y se levantó con la vista fija en un punto del lago. Sus tres compañeros miraron hacia donde él miraba y recibieron una fuerte impresión.
—¡Se acerca una barca! —exclamó Jack—. ¿La veis? ¡Allí!
—Sí —afirmó Mike—. ¿Será que nos buscan?
—No —repuso Jack—. Oigo música, y comprenderéis que si hubieran salido a buscarnos no llevarían un tocadiscos. Debe de ser gente de alguna aldea del otro extremo del lago, que va de excursión.
—¿Crees que vendrán a la isla? —preguntó Peggy.
—¡Cualquiera sabe! —respondió Jack—. Pero, si vienen, sólo estarán aquí un rato. Escondamos todas nuestras cosas y no se enterarán de que estamos aquí.
—¡Eso es! —exclamó Mike, echando a correr colina abajo—. Debemos darnos prisa. No tardarán en llegar.
Los cuatro corrieron hacia la playa. Jack y Mike apagaron el fuego y escondieron en un matorral la leña chamuscada. Luego removieron la arena para tapar las huellas del fuego y ocultaron todas sus cosas.
—No creo que descubran nuestra casita —dijo Jack—. La barrera de arbustos es demasiado espesa para que se les ocurra atravesarla.
—¿Y qué hacemos con las gallinas?
—Las meteremos en un saco y no las sacaremos hasta que pase el peligro —dijo Jack—. No hace falta destruir el gallinero: también está escondido entre la maleza, y no creo que lo encuentren.
—¿Y Margarita? —preguntó Peggy en un tono de preocupación.
—Esperemos hasta ver en qué lado de la isla desembarcan —dijo Jack—. Yo creo que el único sitio en que pueden desembarcar es la pequeña playa en que nos bañamos. Como Margarita está en la parte opuesta, no la verán, a menos que decidan explorar toda la isla. Confiemos que no lo harán.
—¿Y dónde nos esconderemos nosotros? —preguntó Nora.
—Subiremos a la colina —repuso Jack— y acecharemos agazapados entre las matas. Si vemos que esa gente empieza a explorar la isla, nos esconderemos lo mejor que podamos para que no nos vean. Si son verdaderamente excursionistas, no tienen por qué buscarnos, y ni siquiera se habrán detenido a pensar si hay o no hay gente en la isla.
—A lo mejor descubren nuestra despensa —dijo Nora, mientras corría detrás de una gallina para atraparla.
—Peggy —le dijo Jack—, recoge toda la hierba que puedas y tapa bien la entrada de la despensa.
Peggy corrió a hacer lo que el capitán le había ordenado. Éste, entre tanto, metió las gallinas en el saco, una por una, y se dirigió a la colina. Cuando llegó a las cuevas, dijo a Nora, que le iba pisando los talones:
—Tú siéntate aquí y no dejes salir a las gallinas. Las voy a soltar dentro de esta cueva.
Las gallinas salieron cacareando y armando una algarabía considerable. Todas se internaron en la cueva, y Nora se sentó junto a la entrada, tan bien escondida detrás de unas hierbas, que nadie podía sospechar que estaba allí.
«El bote está dando la vuelta a la isla —se dijo Jack, que observaba desde lo alto de la colina—. Van buscando un sitio para desembarcar. Ahora se acercan a nuestra playa. No es fácil que descubran a Margarita. ¡Claro que si deciden explorar toda la isla…! Otro peligro es que a Margarita se le ocurra empezar a mugir. ¡Ojalá no lo haga!».