CAPÍTULO VII

LA VACA LLEGA A LA ISLA

Pasaron dos días. Los niños no descansaban un momento, pues siempre había cosas que hacer. La puerta de la casa se desprendió de las bisagras de cuerda y tuvieron que colocarla de nuevo. Una de las gallinas se escapó y los cuatro perdieron una mañana entera buscándola. Al fin, Jack la encontró debajo de un arbusto, donde había puesto un huevo.

Hicieron la cerca un poco más alta, creyendo que la gallina la había saltado, pero Mike descubrió un boquete en las rústicas paredes del gallinero, comprendieron que por él se había escapado la fugitiva y tuvieron que taparlo con ramas. Las gallinas cacareaban continuamente. Ya se habían acostumbrado a su gallinero y corrían hacia Nora cuando la niña se acercaba para darles la comida.

Mike se dijo que sería mejor tener dos habitaciones que tener una sola, en el interior de la casa. Delante podría estar la sala, con la despensa en un rincón, y detrás el dormitorio, con el suelo bien cubierto de hierba, paja y musgo para que las camas fueran blandas y cómodas. Así, pues, todos empezaron a trabajar para construir la pared de separación. Dejaron una abertura para pasar, pero no le pusieron puerta. ¡Era estupendo tener una casa con dos habitaciones!

Una noche, Jack se presentó con un manjar exquisito. Mike miró asombrado lo que tenía en las manos su amigo.

—¡Conejos! —exclamó—. ¡Y hasta les has quitado la piel! ¡Están listos para ponerlos al fuego!

—¡Oh, Jack! —exclamó Nora—. ¿Por qué has cazado a esos animalitos tan simpáticos? Me encanta verlos jugar por las noches alrededor de nosotros.

—Ya lo sé —dijo Jack—. Pero necesitamos comer carne de vez en cuando. Tranquilízate, Nora: no han sufrido nada. Además, estoy seguro de que más de una vez has comido conejo.

Los niños cenaron con cierto pesar, aunque no pudieron evitar sentirse complacidos ante el cambio de comida. Ya estaban hartos de pescado. Nora afirmó que aquella noche no se atrevería a mirar a los pobres conejos.

—En Australia —dijo Jack, que parecía saberlo todo—, los conejos son una plaga, más aún que aquí las ratas. Si estuviésemos en Australia, nos alegraríamos de habernos librado de unos cuantos de estos animales.

—Pero no estamos en Australia —replicó Peggy.

Nadie dijo ni una palabra más: la cena terminó en silencio. Las niñas fregaron los platos como siempre, y Mike y Jack fueron por agua. Luego se bañaron todos en el lago.

—Esta noche iré a la granja para traer mi vaca —dijo Jack.

—No vayas, Jack —le aconsejó Nora—. No podrás traerla.

—Yo iré contigo, Jack —dijo Mike—. Necesitarás ayuda.

—De acuerdo —aceptó Jack—. Saldremos al oscurecer.

—¡Oh, Jack! —exclamaron las niñas, entusiasmadas, a pesar de todo, ante la idea de tener una vaca—. ¿Dónde la meteremos?

—Al otro lado de la isla —respondió Jack—. Allí hay pasto abundante y estará mejor que aquí.

—¿Cómo te las arreglarás para traerla? —preguntó Mike—. Será difícil transportarla en la barca, ¿no crees?

—¿Llevar una vaca en un bote? ¡Nunca se me ha ocurrido esa tontería! —exclamó Jack, echándose a reír—. La vaca vendrá nadando detrás de nosotros.

Todos se quedaron mirando a Jack sorprendidos. Luego se echaron a reír. ¡Sería divertido ver a la vaca de Jack nadando detrás de la barca rumbo a la isla secreta!

Cuando oscureció, los dos niños emprendieron la marcha. Las niñas les dijeron adiós desde la playa y volvieron a la casita, pues la noche era un poco más fría que las anteriores. Ya en la casa, encendieron una vela y se pusieron a charlar. Era emocionante estar solas en la isla.

Los niños remaron a través del lago hasta llegar al sitio en que Jack dejaba siempre su barca, escondida entre las ramas de los árboles. Luego cruzaron el bosque y llegaron a los campos que rodeaban la granja del abuelo de Jack. No vieron ninguna luz. No había nadie. El abuelo de Jack se había marchado, y los caballos y las vacas iban sueltos por el campo.

—¿Ves aquel granero, Mike? —preguntó Jack—. Pues dentro hay cuerda. Ve a traerla mientras yo busco a mi vaca. La cuerda está en el rincón que hay al lado de la puerta.

Mike se dirigió al granero y Jack empezó a ir y venir entre las vacas, emitiendo extraños sonidos con la garganta. Una gran vaca de color castaño con manchas blancas se separó de las demás y se acercó al niño.

Jack encendió una cerilla y la miró. Sí, era Margarita, la vaca que él había cuidado desde que apenas podía andar, la acarició y gritó a Mike:

—¡Trae en seguida la cuerda! ¡Ya tengo la vaca!

Mike había encontrado, aunque a ciegas, la larga cuerda y volvió corriendo al lado de su amigo.

—¡Estupendo! —exclamó Jack, acariciando al animal—. Antes de irnos me gustaría entrar en la casa para ver si encontramos algo que nos pueda ser útil.

—¿Habrá alguna toalla? —preguntó Mike—. No me gusta secarme con sacos viejos.

—Lo miraré. No sé si mi abuelo se habrá dejado alguna —respondió Jack.

Los dos niños se dirigieron en silencio a la casa. La puerta estaba cerrada, pero Jack entró por una ventana. Encendió una cerilla y miró en todas direcciones. La casa sólo tenía dos piezas: una sala y un dormitorio. Se habían llevado todos los muebles. Jack miró detrás de la puerta de la cocina y allí vio, colgada, lo que esperaba ver: una gran toalla. Estaba muy sucia, pero ya la lavarían. Luego se dirigió a la puerta del dormitorio y allí encontró otra toalla. ¡Estupendo! A su abuelo no se le había ocurrido mirar detrás de las puertas antes de marcharse. Por eso estaban las toallas allí. Durante unos momentos estuvo mirando la vieja alfombra del dormitorio. No sabía si llevársela o no. Al fin se dijo que la verde hierba de la isla era la mejor alfombra, y despreció aquélla.

Jack se dirigió después al granero, que estaba en la parte de atrás, y allí hizo un gran descubrimiento. En un viejo arcón estaba toda su ropa. Su abuelo debió de decirse que no valía la pena llevársela. Aunque muy arrugadas, había tres camisas, dos chaquetas, un par de zapatos, un abrigo, unos pantalones viejos y una sábana.

Jack sonrió. Se lo llevaría todo. Le vendría muy bien cuando empezara a hacer frío. Luego pensó que el modo más cómodo de llevarse aquella ropa a la isla sería ponérsela sobre la que llevaba puesta, y así lo hizo, añadiendo a su indumentaria las tres camisas, el abrigo, los pantalones y todo lo demás. Con tanta ropa, su aspecto no podía ser más gracioso.

Luego salió al jardín y se llenó los bolsillos de judías, guisantes y patatas. Al fin, pensó que ya era hora de volver al lado de Mike. ¡Pobre chico! Debía de estar cansado de esperarle, sujetando a la vaca.

Con las dos toallas y la sábana colgadas del brazo, volvió Jack al sitio donde le esperaba Mike con la vaca.

—Creía que no pensabas volver —dijo Mike a Jack al verle—. ¿Qué te ha pasado? La vaca se ha cansado ya de estar parada.

—Es que he encontrado toda mi ropa, dos toallas y una sábana —explicó Jack—. En cuanto a la vaca, si está cansada de estar quieta, pronto va a hartarse de hacer ejercicio. Toma las toallas y la sábana; yo llevaré a Margarita.

Se fueron por donde habían venido camino del lugar en que estaba la barca. A Margarita no le hizo ninguna gracia internarse en el bosque; no le gustaba ir a oscuras entre aquellos frondosos árboles. Por eso empezó a mugir.

—¡Silencio, Margarita! —dijo Jack, asustado—. ¡Nos vas a adelantar!

—Muuuuuuú —respondió Margarita, a la vez que se oponía con todas sus fuerzas a seguir adelante.

Jack y Mike tiraban de ella desesperadamente. Les costó Dios y ayuda —dos horas tardaron en conseguirlo— llevarla a la orilla del lago. Margarita mugió unas doce veces y cada vez más fuerte, por lo que Jack empezó a pensar que su idea de llevarla a la isla no era tan buena como le había parecido al principio. ¿Qué ocurriría si alguien la oía y se acercaba para ver qué pasaba? ¿Y si cuando estuviera en la isla empezaba a lanzar aquellos tremendos mugidos? Quizás la oyeran desde la orilla del lago, y entonces estarían perdidos sin remedio.

Al fin llegaron al bote. Jack consiguió que la atemorizada vaca entrase en el agua, aunque el animal profirió un mugido tan ensordecedor que les dio un gran susto. Ya en la barca, y una vez atada la vaca a ella, Jack y Mike empezaron a remar vigorosamente y la pobre Margarita se vio arrastrada a aguas más profundas, donde sus patas no alcanzaban el fondo.

Fue una espantosa aventura para una vaca que no había salido del prado más que para ir de vez en cuando al granero, a fin de que la ordeñasen. Movió las patas desesperadamente y empezó a nadar de un modo nunca visto, manteniendo la cabeza a la mayor altura posible para no tragar agua y tan asustada que ni siquiera se atrevía a mugir.

Jack encendió el farol y lo ató a la proa de la barca. La oscuridad era completa y Jack quería saber por dónde iba. Los niños remaron sin descanso hacia la isla secreta, llevando a Margarita detrás, atada con una cuerda.

—Bueno, me parece que la cosa va bien —dijo Jack al cabo de un rato.

—Sí —convino Mike—. Menos mal que llevamos sólo una vaca, y no un rebaño entero.

Ya no dijeron palabra hasta llegar a la isla, que aparecía envuelta en una profunda oscuridad. Las niñas habían oído el chapotear de los remos y los esperaban en la playa.

—¿Traéis la vaca? —preguntaron.

—Sí —gritó Jack—. Viene detrás, nadando, aunque la verdad es que no le hace ninguna gracia al pobre bicho.

Vararon la barca en la arena y luego sacaron del agua a la desventurada, empapada y aterrada vaca. Jack le habló con dulzura y el pobre animal se acercó a él, muerta de miedo: era el único al que conocía y en él buscaba amparo. Jack dijo a Mike que trajese un saco y lo ayudase a secarla.

—¿Dónde pasará la noche? —preguntó Mike.

—En el gallinero —respondió Jack—. Está acostumbrada a convivir con las gallinas y también las gallinas a estar con ella. Pondremos un poco más de hierba en el suelo para que se eche a gusto. Pronto entrará en calor y le gustará oír el cloqueo de las gallinas.

Así que llevaron a Margarita al gallinero, donde se echó sobre la hierba tibia y se sintió confortada por el cacareo, para ella familiar, de las bulliciosas gallinas.

Las niñas, entusiasmadas por la llegada de la vaca en su isla, no cesaban de pedir a Jack y a Mike detalles sobre su aventura, y los niños se lo contaron todo tantas veces, que al fin se cansaron de hablar de ello.

—¡Oh, Jack! —exclamó de pronto Nora, enfocándolo con su linterna—. ¡Cómo has engordado esta noche!

Peggy y Mike lo miraron sorprendidos. En efecto, había engordado mucho.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Nora, preocupada.

—No estoy más grueso —repuso Jack, echándose a reír—. Es que he encontrado en un arcón toda mi ropa y me la he puesto. Por eso parezco un gordinflón.

Tardó un buen rato en despojarse de todo lo que llevaba encima, operación que los tres hermanos presenciaron muertos de risa. Peggy vio la gran cantidad de agujeros que tenía la ropa de Jack y se alegró de haber traído la bolsa de labores. ¡Ya se encargaría ella de zurcirlo y remendarlo todo! La sábana les vendría muy bien cuando las noches fuesen más frías.

—¿Qué será aquel resplandor que se ve allá lejos, en el cielo? —preguntó de pronto Nora, señalando al este.

—¡Qué tonta eres! —exclamó Jack—. Es la luz del amanecer. Se está haciendo de día. ¡Hala! ¡Todo el mundo a dormir! ¡Vaya noche que hemos pasado!

—Muuuuuuú —dijo Margarita desde el gallinero.

—También quiere dormir Margarita —dijo Peggy entre risas.