CAPÍTULO V

LOS NIÑOS CONSTRUYEN LA CASA

¡Qué felices se sintieron al despertar por primera vez en la isla! Jack fue el primero en abrir los ojos. Un mirlo cantaba en un árbol próximo, y lo hacía con tal fuerza, que Jack se levantó de un salto. Después de desperezarse llamó a su amigo.

—¡Hola, Mike! ¡Arriba! ¡El sol está ya muy alto!

Mike se despertó. Al principio no recordó dónde estaba, pero pronto una sonrisa iluminó su semblante. ¡Ah, sí! Estaban en la isla secreta. ¡Qué fantástico!

—¡Nora! ¡Peggy! ¡Es hora de levantarse! —dijo a grandes voces.

Las niñas se despertaron sobresaltadas. ¿Dónde estaban? ¿Qué significaba aquella cama verde?… ¡Ah, claro! Era el colchón de hierba que se habían hecho en la isla secreta.

Pronto estuvieron en pie los cuatro niños. Lo primero que hicieron fue tomar un baño en el lago. Fue delicioso, aunque al principio encontraron el agua un poco fría. Una vez secos, los cuatro sintieron un apetito voraz. Mientras los tres hermanos se bañaban, Jack había echado al agua el hilo de su caña de pescar, y los bañistas, desde el agua, habían visto cómo se hundía y volvía a la superficie el pequeño corcho flotante. Poco después, Jack ya tenía en su poder cuatro magníficas truchas y todos se dedicaron con afán a hacer una hoguera para freírlas.

Mike fue a buscar agua para hacer té, mientras Peggy ponía al fuego unas patatas. Jack, entre tanto, puso un poco de margarina en la sartén y se dispuso a freír las truchas, después de limpiarlas, cosa que sabía hacer perfectamente.

—¡No sé qué haríamos sin ti! —dijo Mike, que lo observaba—. ¡Menudo almuerzo nos vamos a zampar!

Todos comieron con excelente apetito. Pero el té no les gustó: le faltaba la leche.

—Y no hay medio de conseguirla —dijo Jack—. ¡Cómo la voy a echar de menos! Ahora vosotras, Peggy y Nora, a fregar los platos. Luego empezaremos a construir la casa.

En un abrir y cerrar de ojos, las niñas fregaron los platos. Luego, Jack condujo al grupo a través de la maleza hasta un claro del bosque.

—Bien —dijo una vez estuvieron en el solar de la construcción—. Os voy a explicar cómo vamos a hacer la casa. ¿Veis esos pequeños árboles, uno aquí, dos a la izquierda y otros dos a la derecha? Pues bien, nos subiremos a esos árboles y haremos que las ramas de arriba se inclinen de modo que se unan en el centro. Entonces la ataremos, y ya estará hecho el tejado. Luego, con mi hacha, talaré otros árboles, y con las ramas más gruesas y los troncos formaremos las paredes. En los huecos pondremos otras ramas más pequeñas y luego taparemos las rendijas con musgo. La casa tendrá un techo que desafiará al viento y a la lluvia.

Sus tres compañeros escuchaban atentamente. Aquello parecía demasiado hermoso para ser verdad. No podían creer que la cosa fuera tan fácil.

—Jack, ¿de veras crees que podremos hacer todo eso? —preguntó Mike—. Desde luego, tu plan es estupendo. Los árboles están separados entre sí por la distancia justa para encontrarse en el centro. Podría ser una casa perfecta, eso seguro.

—¡Empecemos, empecemos en seguida! —gritó la impaciente Nora, bailando de alegría.

—Voy a subir a ese árbol —dijo Jack—. Cuando las ramas se inclinen bajo mi peso, sujetadlas. Yo bajaré del árbol, subiré a otro y cuando sus ramas se inclinen, las ataréis con las del primero. Lo mismo haremos con los demás árboles. Cuando tengamos las ramas de todos bien trabadas y atadas, cortaremos las que sobren y afirmaremos las otras.

Jack se encaramó a uno de los árboles. Era pequeño, pero sus ramas, largas y finas, se doblaban fácilmente. Bajo el peso de Jack, las ramas se inclinaron. Mike y las niñas las sujetaron y Jack bajó del primer árbol y subió al segundo, cuyas ramas se juntaron con las que sostenían Mike y las niñas.

—¡Átalas, Mike! —gritó Jack—. ¡Peggy, ve por la cuerda que traje!

Peggy salió corriendo y volvió en seguida con la cuerda. Con ella, Mike ató firmemente las ramas de los dos árboles.

—Esto ya empieza a parecer un techo —exclamó Nora, alborozada—. ¡Qué ganas tengo de echarme debajo!

Y a continuación hizo lo que decía: se echó sobre la hierba.

—¡Levántate, Nora! —le gritó Jack—. Tienes que ayudar. Sujeta esas ramas. ¡Pronto!

Nora y Peggy sujetaron las ramas del tercer árbol, que ya tocaban las de los otros dos. Mike las ató fuertemente a las que ya estaban atadas.

Los cuatro niños pasaron la mañana entera construyendo la casa. A la hora de comer, todos los árboles estaban ya doblados y sus ramas atadas. Jack explicó a sus amigos cómo debían entrelazar el ramaje para que formara un techo compacto.

—¿Veis? Si colocáis las ramas así, las hojas seguirán creciendo y no dejarán pasar ni una gota de agua. La casa no tiene aún paredes, pero ya nos serviría para resguardarnos de la lluvia.

—¿Por qué no comemos algo? —dijo Nora—. Tengo tanto apetito, que me comería las uñas.

—Bien. Saca cuatro huevos y los haremos con patatas —dijo Jack—. Coceremos los huevos y las patatas y luego lo mezclaremos todo. Trae también zanahorias y cerezas.

—¡Qué comidas tan raras! —dijo Peggy, mientras iba en busca de la olla—. Sin embargo, me gustan. Ven, Nora. Ayúdame a pelar las patatas mientras se cuecen los huevos. Mike, haz el favor de ir por agua. No tenemos bastante.

Pronto ardía el fuego alegremente y los huevos se cocían en la olla. Las niñas pelaron las patatas, Jack lavó las zanahorias y Mike fue por agua, pues todos estaban sedientos después de trabajar tanto.

—Debes pescar algunas truchas para esta noche —dijo Peggy a Jack—. Hay que alargar nuestras provisiones cuanto sea posible. Comemos demasiado.

—Ya he pensado en eso —dijo Jack, mientras miraba cómo hervían las patatas—. Creo que de vez en cuando tendremos que ir a tierra firme en busca de comida. En la granja de mi abuelo hay muchas patatas. Además podré sacar huevos del gallinero. Algunas gallinas son mías. Y también tengo una vaca. Mi abuelo me la regaló cuando era muy pequeña.

—¡Qué bien si tuviéramos gallinas y una vaca! —dijo Peggy—. Así tendríamos leche y huevos para dar y vender.

—¿Pero cómo podríamos traer una yaca? —preguntó Mike—. Creo que Jack ha tenido una buena idea al decir que debemos ir de vez en cuando a tierra firme. Como conoce bien el camino, podría ir de noche, y cuando se hiciera de día, ya estaría de vuelta.

—Pues yo creo que es peligroso —dijo Peggy—. Pensad que si atraparan a Jack nos quedaríamos solos y no podríamos hacer nada.

Los cuatro comieron con excelente apetito. Nunca les habían parecido tan sabrosos los huevos y las patatas. El sol era espléndido y el tiempo magnífico. Después de la comida, Nora se echó sobre la hierba y cerró los ojos. La dominaba una pereza irresistible.

—No creas que te vamos a dejar dormir, Nora —le dijo Jack, dándole un ligero golpe con el pie—. Tenemos que seguir construyendo la casa. Fregad los platos mientras Mike y yo empezamos a levantar las paredes.

—¡Déjame! Tengo mucho sueño —protestó Nora, que siempre se había distinguido por su holgazanería y que pensaba en lo deliciosa que sería una buena siesta mientras los demás trabajaban.

Pero Jack no podía consentir que nadie permaneciera mano sobre mano y dio a Nora un nuevo puntapié, esta vez un poco más fuerte.

—¡Arriba, perezosa! —dijo—. Soy el capitán y tienes que hacer lo que te mande.

—No me acordaba de que eres el capitán —se excusó Nora.

—Pues no vuelvas a olvidarlo —dijo Jack—. ¿Vosotros, qué decís?

—Que eres nuestro capitán —respondieron Mike y Peggy a la vez—. ¡A sus órdenes, capitán!

Nora y Peggy empezaron inmediatamente a fregar los cacharros. Después echaron unos troncos en el fuego para que no se apagara. Así, como Jack había dicho, no tendrían que gastar cerillas para volverlo a encender. Finalmente, echaron a correr para ir a reunirse con los chicos, que continuaban ocupados con la cabaña.

Jack había trabajado de firme. Con su hacha había cortado grandes ramas, cuyos troncos emplearía para empezar a levantar las paredes.

—¿Dónde está la vieja pala que trajiste, Mike? —preguntó—. Porque la trajiste, ¿verdad?

—Sí, aquí está —respondió Mike—. ¿Quieres que empiece a hacer los hoyos para clavar las estacas?

—Sí —respondió Jack—. Hazlos lo más profundos que puedas.

Mike se puso a cavar, y abrió una serie de hoyos en los que Jack fue colocando las estacas. Cada una con un cuchillo, las dos niñas fueron quitando las hojas y las ramitas que quedaban.

Todos trabajaron con ardor hasta que el sol se puso. La casa no quedó terminada, ni mucho menos, pues para ello necesitarían varios días, pero ya tenían un sólido techo y parte de una de las paredes. Los niños ya podían ver lo bien que quedaría y estaban orgullosos de su obra.

—Basta por hoy —dijo Jack—. Estamos cansados. Voy a ver si hay algún pez prendido al anzuelo.

Pero no: aquella noche no comerían pescado.

—Queda un poco de pan y un paquete de galletas —dijo Peggy—. Y también tenemos margarina y lechuga. ¿Qué pasará si nos lo comemos todo?

—Lo de la comida va a ser un grave problema —dijo Jack, pensativo—. Tenemos agua abundante y pronto tendremos una casa, pero si nos falta la comida, nos moriremos de hambre. Hay que obtenerla. Tendré que cazar algún conejo.

—¡No, Jack; eso no! —exclamó Nora—. Me encantan esos animalitos.

—A mí también, Nora —dijo Jack—. Pero si nadie los cazara, pronto estaría toda la tierra cubierta de conejos. Habría millones de millones de ellos. Estoy seguro de que has comido muchas veces conejo asado, y también de que te ha gustado, ¿no?

—Sí, es verdad —reconoció Nora—. Bueno, si me aseguras que los cazarás sin hacerles daño, me resignaré a comerlos.

—No te preocupes —dijo Jack—. A mí tampoco me gusta hacer sufrir a esos animalitos indefensos. La caza es un trabajo de hombres; por eso lo haremos Mike y yo. Tú sólo tendrás que cocinarlos… He pensado en lo que dijo Peggy sobre lo estupendo que sería tener aquí varias gallinas y una vaca. Pues bien; me parece que podré traerlas.

Mike, Nora y Peggy miraron a Jack, boquiabiertos. ¿Cómo se las arreglaría para traer las gallinas y la vaca?

—Corred a preparar la cena —dijo Jack a las chicas, sonriendo—. Mañana hablaremos de esto. Ahora, a cenar. Después leeremos un poco, ¡y a dormir se ha dicho! Hay que acostarse temprano, pues mañana tenemos que seguir construyendo la casa.

Poco después ya estaban cenando: pan, margarina y unas hojas de lechuga. Luego se echaron sobre la hierba y estuvieron un rato leyendo libros y revistas. Después se bañaron en el lago y finalmente se dirigieron hacia sus verdes dormitorios.

—Buenas noches a todos —dijo Mike.

Pero nadie le contestó: todos estaban ya durmiendo a pierna suelta.