LA PRIMERA NOCHE EN LA ISLA
—¿Qué sitio será el mejor para dormir? —preguntó Peggy, mirando en todas direcciones.
—A mí me parece —respondió Jack— que debemos dormir debajo de algún árbol de copa muy espesa. Así, si llueve no nos mojaremos demasiado. De todos modos, no creo que llueva: el cielo está despejado.
—Hay dos robles enormes exactamente al lado de la cueva que vimos —dijo Mike—. No es mal sitio, ¿verdad?
—Por mí, aceptado —dijo Jack—. Seguramente, allí habrá también algún matorral que nos proteja del viento. Vamos a verlo.
Se dirigieron a los dos gigantescos robles. Las ramas de algunas partes de sus copas casi llegaban al suelo. A su sombra crecía una hierba verde y blanda, tan acogedora como el mejor de los colchones. Un tupido matorral resguardaba del viento.
—Es un sitio estupendo para dormir —dijo Jack—. ¿Veis ese pequeño llano cubierto de hierba y rodeado de arbustos? Las niñas podrían dormir ahí, y nosotros al otro lado.
—¡Oh, sí! ¡Buena idea! —exclamó Nora, corriendo hasta allí y echándose en la hierba—. ¡Qué suelo tan blando! ¡Y qué olor tan delicioso! ¿De dónde viene?
—Del tomillo —respondió Jack—. Está entre las hierbas que te rodean. Esta noche lo estarás oliendo hasta que te duermas.
—Pero hay que tener en cuenta —dijo Mike— que la hierba no estará tan blanda cuando llevemos varias horas acostados sobre ella. Debemos ir a buscar musgo. ¿No os parece?
—Es verdad —aprobó Jack—. Por aquí hay mucho. Lo pondremos a secar al sol. Debemos recoger una buena cantidad. Cuanto más musgo pongamos sobre la hierba, más cómodos estaremos.
Los cuatro niños recogieron todo el musgo que encontraron, lo pusieron a secar al sol y después lo extendieron en el sitio elegido para dormir. ¡Qué camas tan mullidas! El matorral los protegía del viento, y sobre él las ramas de los árboles se mecían suavemente.
—Los dormitorios ya están preparados —dijo Jack—. Ahora tenemos que buscar un buen sitio para guardar las provisiones. Tiene que estar cerca del agua, pues así será fácil fregar los platos después de las comidas.
—A propósito: ¿cuándo vamos a cenar? —preguntó Mike, que estaba hambriento.
—Podemos comernos un trozo de mi pastel y unas galletas —dijo Jack—. En esto tenemos que llevar mucho cuidado, pues cuando nos comamos todo lo que hemos traído, sólo podremos alimentarnos de lo que encontremos. Mañana iré a ver si pesco algo.
—¿Empezaremos mañana a construir la casa? —preguntó Mike, que estaba deseando ver cómo se las componía Jack para hacer este trabajo.
—Sí —dijo Jack—. Vosotras dos arreglad un poco esto; Mike y yo vamos a buscar un buen sitio para las provisiones.
Las dos niñas fregaron los platos y los chicos se fueron a pasear por las cercanías de la playa en busca del lugar apropiado para almacenar los víveres. Pronto lo encontraron. Estaba a dos pasos de la playa, debajo de unos árboles, y consistía en una cueva seca y fresca formada por la acción erosiva de las lluvias.
—¡Mira! —exclamó Jack, entusiasmado—. Eso es lo que necesitamos. ¡Nora, Peggy! ¡Venid a ver esto!
Las niñas llegaron corriendo.
—¡Oh, es estupendo! —exclamó Peggy—. Podremos usar las raíces como estantes para las copas y los platos. ¡Es una despensa fantástica!
—Entonces, niñas, traedlo todo aquí —dijo Jack—. Mike y yo iremos a buscar un poco de agua al arroyo, y de paso veremos si hay otro más cerca. Tener que ir al otro lado de la colina por el agua es muy pesado.
—¿Podemos ir con vosotros? —preguntó Peggy.
—No; tenéis que arreglar esto —respondió Jack—. Debéis hacerlo lo más de prisa posible; pronto habrá más humedad y hay que evitar que se nos echen a perder las provisiones.
Dejando a Nora y Peggy ocupadas en ordenar los útiles de cocina y las provisiones, Mike y Jack se dirigieron a la colina. Ya en ella, se separaron para ir en busca, cada uno por un lado, de otro arroyo. Poco después Mike lo encontraba. Era muy pequeño, nacía entre unas rocas y se deslizaba por la falda de la colina, perdiéndose a trechos entre la hierba.
—Supongo que desembocará en el lago —dijo Mike—. Lleva muy poca agua, pero bastará para llenar nuestros cacharros. Así no tendremos que ir al otro lado de la colina. Y si pasamos el invierno en las cuevas, tendremos al lado el otro riachuelo.
Llenaron de agua la jarra que llevaban consigo. La tarde era espléndida. Se oía el zumbido de las abejas; las mariposas volaban por todas partes; los pájaros cantaban en las ramas de los árboles.
—Subamos a la cumbre de la colina. Desde allí podremos ver si hay alguien en el lago —propuso Jack.
Subieron y no vieron el menor rastro de vida humana. Las azules aguas del lago estaban en calma. Ni una barca a la vista. Los dos niños tuvieron la sensación de estar solos en el mundo.
Dejaron la colina y se dirigieron al lugar donde estaban Nora y Peggy. Éstas les mostraron con un gesto de orgullo la improvisada despensa, donde las provisiones y los útiles de cocina estaban perfectamente ordenados.
—Es un sitio ideal para despensa, por ser tan seco —dijo Peggy—. Jack, ¿dónde construiremos la casa?
Jack condujo a las niñas y a Mike al extremo de la playa, donde había un grupo de arbustos tan espeso que casi impedía el paso. Pero Jack se abrió camino entre ellos y mostró a sus compañeros un pequeño prado rodeado de árboles.
—Aquí construiremos la casa —dijo—. ¿Quién podrá suponer que aquí vive alguien? Los arbustos forman una masa tan espesa, que nadie, aparte nosotros, se atreverá a atravesarla.
Hablaron de la casa hasta que el cansancio los rindió. Entonces volvieron a la playa y Jack dijo que lo mejor sería que comieran un poco de pastel, se bebieran un vaso de limonada y se fuesen a dormir.
Entre él y Mike encendieron una hoguera. Había troncos secos por todas partes. Era confortador ver danzar las llamas.
Jack no había podido utilizar su lupa para encender el fuego, porque el sol estaba ya muy bajo, a punto de ponerse.
—Me gusta mirar el fuego —dijo Nora—. ¡Pero Jack! ¿Por qué lo apagas?
—Dentro de un rato empezarán a buscarnos por todas partes —repuso Jack—, y si ven una columna de humo que sale de la isla, en seguida sospecharán que estamos aquí. ¡Hala! Todos a la cama. Mañana hay que trabajar de firme.
Peggy sacó las mantas y los cuatro niños se dirigieron a los dos grandes árboles. Empezaba a caer la noche sobre la isla.
—¡Nuestra primera noche en este paraíso! —exclamó Mike, mirando las tranquilas aguas del lago—. ¡Los cuatro solos! Ningún techo nos protege, pero soy feliz…
—¡Y yo! —dijeron Jack y las niñas.
Las niñas se dirigieron a sus lechos de hierba y musgo. Se acostaron vestidas. Para dormir al aire libre no hace falta quitarse ropa. Mike les llevó una manta.
—Tomad —les dijo—. Os debéis tapar porque, a lo mejor, sentís frío. Es la primera vez que dormís al aire libre. No tendréis miedo, ¿verdad?
—¡Claro que no! —respondió Peggy—. Vosotros estáis muy cerca. Además, ¿qué hay aquí que pueda asustarnos?
Se echaron sobre la hierba y se cubrieron con la manta. La hierba era más blanda que la vieja cama que tenían en casa de sus tíos. Peggy y Nora se abrazaron y cerraron los ojos. Muy pronto se quedaron profundamente dormidas.
Mike y Jack tardaron más en dormirse. Después de echarse sobre la hierba, se pusieron a escuchar los sonidos nocturnos. Pronto oyeron el gruñido de un puerco espín. Luego observaron el vacilante aleteo de los murciélagos, y, entre tanto, percibían el delicioso olor del tomillo. Un mochuelo cantó a lo lejos y pronto le respondió otro.
—¿Qué pájaro es ése, Jack? —preguntó Mike.
—El mochuelo —respondió Jack—. Escucha. Su canto es tan bonito como el de los pájaros que trinan y gorjean de día. Debe de estar cazando ratones. Mira las estrellas, Mike.
—¡Qué lejos parecen estar! —dijo Mike, mirando el firmamento salpicado de miles de brillantes puntitos blancos—. Jack, te has portado muy bien con nosotros, al acompañarnos y permitirnos venir a tu isla secreta.
—Tenía muchas ganas de venir —respondió Jack—. Al fin y al cabo, estoy haciendo una cosa que me gusta mucho. Ojalá no nos encuentren y se nos lleven a casa. Ya procuraremos que esto no suceda. Estoy ideando el modo de…
Pero Mike ya no lo oía. Sus ojos se habían cerrado. Ya no veía las estrellas ni oía a los mochuelos: se había dormido. Y soñó que entre Jack y él construían una casa, una casa maravillosa.
También Jack se quedó muy pronto dormido. Inmediatamente, los conejos que habitaban entre los arbustos salieron cautelosos de sus madrigueras y miraron con gran curiosidad a los niños. ¿Qué seres eran aquéllos?
Como los niños no se movían, los conejos fueron saliendo de sus escondites y empezaron a jugar como de costumbre. Uno incluso pasó sobre el cuerpo de Mike. Pero este dormía tan profundamente, que no se dio cuenta.