LA FUGA
Durante toda la semana, los niños continuaron los preparativos de su proyectada huida. Tía Josefa y tío Enrique no comprendían por qué estaban tan contentos. No les importaban los gritos ni los bofetones. Nora llegó al extremo de recibir una bofetada sin llorar. Se sentía tan feliz pensando en la isla secreta, que no le era posible derramar ni una sola lágrima.
Poco a poco fueron llevando sus cosas al árbol de tronco hueco. Mike transportó al escondite vasos y platos de plástico, y Nora una vieja sartén que tía Josefa tenía arrinconada en la despensa. No se atrevió a llevarse otra mejor. Peggy se apoderó de dos cacerolas y las escondió en el tronco vacío, provocando la indignación de tía Josefa, que armó un gran escándalo cuando las necesitó y no las encontró por ninguna parte.
Jack llevó al árbol un bote, un hacha y un enorme cuchillo de monte, además de algunos tenedores y cuchillos. Los niños no se atrevían a apoderarse de los cubiertos, pues en la casa había los justos para ellos y para sus tíos. Por eso se pusieron contentísimos al ver que Jack los había tomado de su casa.
—¿Podéis traer unas cuantas latas vacías para guardar las provisiones? —preguntó Jack—. Yo me encargaré de otras cosas necesarias: sal, azúcar, aceite… Mi abuelo me dio el otro día dinero, aunque poco, y compraré lo que pueda.
—Estoy seguro de que encontraré latas vacías —dijo Mike—. Tío Enrique tiene varias en el granero. Están bastante sucias, pero ya las lavaré. ¿Puedes traer tú las cerillas, Jack? Mi tía sólo tiene una caja y no podemos quitársela sin que lo note.
—Bien. De todos modos, yo tengo una lupa estupenda —dijo Jack, sacándola del bolsillo—. Mirad. Dirijo a ese papel los rayos de sol que pasan por la lupa. Esperad y veréis lo que ocurre. ¿Veis? El papel arde: ya tenemos fuego.
—¡Oh, estupendo! —exclamó Mike—. La usaremos los días de sol, y así ahorraremos cerillas.
—Yo he traído mi bolsa de labores por si hay que coser algo —dijo Peggy.
—Y yo unos cuantos clavos y un martillo —dijo Mike—. Los he encontrado en el granero.
—La cosa no puede ir mejor —dijo Jack, sonriendo—. ¡Lo vamos a pasar la mar de bien!
—¡Me gustaría que ya fuese domingo! —exclamó Nora.
—Yo traeré mi baraja y mi dominó —dijo Peggy—. De vez en cuando nos vendrá bien una partidita. ¿No os parece que debemos llevarnos algún libro?
—¡Buena idea! —aprobó Mike—. Nos llevaremos varios libros y algunas revistas. Leyendo se pasan buenos ratos.
Pronto el tronco hueco estuvo abarrotado de las cosas más diversas. No pasaba día sin que se escondiera algo en el árbol. Un día era medio saco de patatas, otro una manta vieja, otro unas tablas…
Al fin, llegó el domingo. Los niños se levantaron mucho antes que sus tíos, salieron al jardín y llenaron una cesta de melocotones. Luego arrancaron seis lechugas y recogieron guisantes, tomates y un buen montón de zanahorias. Entraron en el gallinero y recogieron seis huevos recién puestos.
Nora entró en la cocina. ¿Qué podría llevarse sin que su tía se diese cuenta hasta que ya estuviesen en la isla? ¿Quizás un poco de té? Sí, esto no lo notaría. Tomó también jamón, un paquete de galletas, un cartucho de arroz y magdalenas. Puso todo esto en una cesta y corrió a reunirse con Peggy y Mike. Mucho antes de que tía Josefa se levantara, ya estaba todo escondido en el árbol.
A Peggy no le parecía bien apoderarse de cosas que no les pertenecían, pero Mike le dijo que como sus tíos ya no tendrían que cuidarlos, bien podían llevarse algunas cosas.
—Además —añadió—, si nos hubiesen pagado el trabajo que hemos hecho, tendríamos para comprar el doble de lo que nos llevamos.
Volvieron a la casa para tomar el desayuno. Peggy se encargó de hacerlo para que tía Josefa no advirtiese la desaparición de su mejor espumadera. Y pidió al cielo que no se le ocurriese a su tía buscar una vela, pues Mike se las había llevado todas, a la vez que el viejo farol de su tío.
Estaban desayunándose en silencio, cuando apareció tía Josefa.
—Supongo que habréis pensado iros de excursión —dijo—. ¡Pues no iréis! Vosotras, Nora y Peggy, tendréis que limpiar el jardín. Tío Enrique le buscará algún trabajo a Mike. Así aprenderéis a no comeros los pastelillos de la despensa. He visto que faltan bastantes. No saldréis en todo el día de casa.
A los niños se les cayó el alma a los pies. ¡Precisamente aquel día!… No tenían más remedio que obedecer. Las niñas empezaron a hacer la limpieza de la cocina, y no llevaban mucho tiempo trabajando, cuando Mike se asomó a la ventana.
—¡Oídme! —dijo en voz baja—. En cuanto podáis, huid. Esperadme en el lago. No tardaré mucho.
Nora y Peggy se animaron. ¡Huirían! Fregaron un par de cacharros más y en seguida vieron a tía Josefa pasar y desaparecer escaleras arriba.
—Habrá ido a prepararle a tío Enrique el traje de los domingos —susurró Nora—. ¡Vamos! ¡Ésta es la ocasión! Podemos salir por la puerta trasera.
Peggy corrió hacia la despensa, entró y volvió a salir con un paquete.
—Nos olvidábamos del jabón —exclamó—. Es muy necesario. Menos mal que me he acordado a tiempo.
Nora miró en todas direcciones, en busca de algo que llevarse. Se apropió de una pastilla de margarina y salió con ella.
—Nos servirá para freír —dijo—. ¡Corre, Peggy! ¡No hay tiempo que perder!
Corrieron por la parte trasera del jardín. Pronto estuvieron en campo abierto, y cinco minutos después habían llegado al árbol. Jack no estaba aún allí. Ignoraban lo que tardaría en aparecer Mike. No le sería fácil escapar.
Pero Mike tenía un plan. Esperó a que su tía descubriese que las niñas habían desaparecido, y se dirigió a la cocina.
—¿Qué ocurre, tía? —preguntó, fingiéndose sorprendido de verla tan indignada.
—¿Adónde han ido esas mocosas? —vociferó tía Josefa.
—Supongo que habrán salido a dar un paseo o algo así —contestó Mike—. ¿Quieres que vaya a buscarlas?
—Sí, y diles que van a recibir una buena paliza por marcharse antes de terminar su trabajo —dijo la enfurecida tía Josefa.
Mike salió al jardín y dijo a su tío que tenía que ir a hacer un recado para tía Josefa. Tío Enrique le dejó salir y pronto estuvo Mike camino del árbol. Allí se reunió con sus hermanas.
—¿Dónde se habrá metido Jack? —preguntó Mike, al ver que su amigo no estaba—. Dijo que vendría tan pronto como pudiese.
—¡Mirad, ahí viene! —exclamó Nora.
Sí, allí estaba Jack. Se dirigía a ellos agitando la mano en el aire a modo de saludo. Llevaba un pesado paquete de cosas que había reunido a última hora, entre ellas un impermeable, un rollo de cuerdas, dos libros, periódicos, Estaba contentísimo.
—¡Me alegro de que estéis ya aquí! —exclamó.
—Sí, pero por poco nos tenemos que quedar en casa —dijo Nora, y contó a Jack lo que les había pasado.
—¡Malo! —exclamó—. A ver si vuestros tíos empiezan a buscaros antes de lo que esperábamos.
—No lo creo —dijo Mike—. Sólo pensarán en darnos una buena zurra cuando volvamos. ¡Si supiesen que no volveremos nunca! Seguramente creerán que nos hemos ido a comer al campo, como todos los domingos.
—Bueno, basta ya de hablar —dijo Jack—. Tenemos mucho trabajo. Esta aventura es muy divertida, pero hay que trabajar. Primero saquemos todo lo que hay en el árbol y llevémoslo a la barca. Mike, dales algo a las chicas; tú y yo llevaremos las cosas más pesadas. En dos o tres viajes lo tendremos todo en el bote.
Rebosantes de alegría, los cuatro pusieron manos a la obra. Hacía calor, y al transportar aquella carga sudaban y resoplaban. ¡Pero qué importaba! Al fin iban a trasladarse a su isla secreta.
El camino hasta la barca era largo y tuvieron que hacer cuatro viajes para transportarlo todo. Pronto no quedó nada en el árbol.
—Menos mal —exclamó Mike—. Cada vez que iba hacia el árbol, temía ver salir a nuestros tíos de un escondite donde estuvieran esperando la ocasión de atraparnos.
—¡Qué tontería! —dijo Nora—. Ni saben ni volverán a saber de nosotros.
Poco a poco fueron colocándolo todo en el bote. Afortunadamente era bastante grande y tenía cabida para la abundante carga. Primero habían tenido que achicarlo. En la quilla había algunas grietas por las que entraba mucha agua, pero si se iba sacando con un bote no había peligro.
—Bueno —dijo finalmente Jack, mirando a la orilla para comprobar que no se dejaban nada—. ¿Estamos preparados?
—Sí, capitán —contestaron sus tres compañeros—. ¡Adelante!
Mike y Jack empujaron la barca y empuñaron los remos. Llevaban tanto peso, que un solo remero no habría sido suficiente.
Pronto estuvo el bote lejos de la orilla.
—Al fin nos vamos —dijo Nora alegremente, pero tan emocionada, que estaba a punto de echarse a llorar.
Nadie dijo nada más. Mike y Jack remaban vigorosamente mientras Peggy achicaba el agua que iba entrando. Al mismo tiempo, la niña se decía que sería maravilloso dormir sobre la hierba y despertarse bajo el azul del cielo, sabiendo que nadie le diría a cada momento «haz esto» y «haz aquello». ¡Qué feliz era!
Tardaron un buen rato en llegar a la isla. El sol estaba cada vez más alto y a los pequeños aventureros les molestaba cada vez más el calor. Al fin, Nora, emocionada, señaló el horizonte.
—¡La isla secreta! —exclamó—. ¡La isla secreta!
Mike y Jack dejaron de remar y la barca se deslizó suave y silenciosamente, mientras los cuatro contemplaban su isla secreta, aquel trozo de tierra que nadie había visto ni divisado. Ni siquiera tenía nombre. Era simplemente la isla secreta.
Mike y Jack siguieron remando hasta llegar a la pequeña playa que ya conocían y que quedaba casi invisible bajo los árboles. Jack saltó a la orilla y tiró de la barca hasta vararla en la arena.
Luego desembarcaron Mike y las niñas.
—¡Hemos llegado! ¡Hemos llegado! ¡Hemos llegado! —exclamó Nora, saltando, loca de alegría—. ¡Hemos conseguido huir! ¡Ya estamos en nuestra maravillosa isla secreta!
—Ven aquí, Nora, y haz algo —le dijo Jack—. Tenemos mucho trabajo y hay que hacerlo antes de que anochezca.
Nora corrió a ayudar a Jack y a sus hermanos. No fue tarea fácil descargar la barca, y menos bajo aquel sol. Cuando terminaron estaban todos ardiendo y jadeantes.
—¡Tengo sed! —exclamó Mike.
—Peggy, ¿te acuerdas del camino del manantial? —preguntó Jack—. ¿Sí? Pues ve a llenar de agua esta cazuela. Primero beberemos y después comeremos algo.
Peggy corrió hacia el manantial. Llenó la cazuela y volvió al lado de los otros tres niños, que la esperaban con los vasos preparados. Mike buscó entre las provisiones y pronto estuvieron todos sentados en el suelo, comiendo pan y queso y luego unos pasteles.
¡Qué merienda tan magnífica! ¡Y qué modo de gritar, de divertirse! Luego se tendieron al sol con los ojos cerrados. Estaban rendidos por el duro trabajo y pronto se quedaron dormidos.
Jack fue el primero en despertar.
—¡Eh! ¡Arriba todo el mundo! —exclamó—. No podemos perder más tiempo. Aún tenemos que buscar un buen sitio para pasar la noche y que preparar las camas. Hay un montón de cosas que hacer. ¡Hala! ¡Al trabajo!
A nadie le importaba trabajar en un sitio tan maravilloso. Nora y Peggy fregaron inmediatamente los platos y los pusieron al sol para que se secaran. Los niños fueron colocándolo todo debajo de un árbol y echaron encima el viejo impermeable por si llovía.
—Y ahora, a buscar un buen sitio para dormir —dijo Jack—. Vamos a pasar nuestra primera noche en la isla secreta. ¡Qué emocionante!