UN DÍA DE EMOCIONES
Al día siguiente, los tres niños sólo pensaron en la isla secreta de Jack. ¿Podrían huir y esconderse en ella? ¿Podrían vivir en aquel lugar? ¿Cómo se procurarían el alimento? ¿Qué pasaría si empezaban a buscarlos? ¿Los encontrarían? No dejaban de pensar en todo esto ni un instante. ¡Qué maravillosa les parecía aquella isla secreta! En ella no habría bofetones ni gritos. Cuando a media mañana pudieron estar un rato juntos, no hablaron de otra cosa.
—Mike, tenemos que ir a la isla —dijo Nora.
—Sí, dile a Jack que iremos —suplicó Peggy.
Mike se rascó la cabeza, preocupado. Tenía muchas ganas de ir, pero se preguntaba si podrían las dos niñas soportar una vida tan dura. Allí no habría camas, y quizás ni comida. ¿Y si Peggy o Nora se ponían enfermas? En fin, podían probarlo. Si las cosas se ponían mal, regresarían y asunto concluido.
—Bien, iremos —dijo al fin—. Lo planearemos todo con la ayuda de Jack. Él sabe de estas cosas más que nosotros.
Así, pues, cuando se hizo de noche fueron a ver a Jack. Sus ojos brillaban de alegría y emoción. ¡Qué aventura!
Una aventura como la de Robinson Crusoe: solos en una isla secreta…
—Tenemos que planearlo todo con gran cuidado —dijo Jack—. No debemos dejarnos nada olvidado, porque no podríamos volver a recogerlo: nos atraparían en seguida.
—¿Y si fuéramos a la isla para ver cómo es, antes de ir a vivir en ella? —preguntó Nora—. Me gustaría verla.
—Bien —dijo Jack—. Iremos el domingo.
—¿Pero cómo? —preguntó Mike—. ¿Nadando?
—No —respondió Jack—. Tengo un bote. Lo abandonaron porque era muy viejo, y yo lo he ido reparando poco a poco. Sigue haciendo un poco de agua, pero se puede sacar con una lata.
Los niños esperaron con impaciencia la llegada del domingo. Siempre los hacían trabajar algo, pero luego les permitían llevarse la comida al campo y hacer excursiones.
Corría el mes de junio y los días eran largos y soleados. En la granja abundaban los melocotones, las cerezas y toda clase de fruta. Los tres niños hicieron una buena provisión de ella y arrancaron dos lechugas. Tía Josefa les daba tan poca comida, que siempre tenían que apoderarse de algo sin que los vieran. Mike decía que aquello no era robar, porque si tía Josefa les hubiese dado todo lo que ganaban trabajando, ellos podrían comprar el doble de lo que les daban. No hacían más que tomar lo que habían ganado con su esfuerzo. Tenían un poco de pan y mantequilla y unas cuantas lonjas de jamón. Mike arrancó también unas zanahorias y dijo que con el jamón estarían estupendas.
A todo correr, fueron a reunirse con Jack. Éste los esperaba a la orilla del lago, con una mochila a la espalda. En ella llevaba su comida. Enseñó a sus amigos unas cerezas y un pastel.
—Me los ha dado la señora Lane por limpiarle el jardín —dijo—. Nos haremos una merienda colosal.
—¿Dónde está la barca? —preguntó Nora.
—Calma; ya la veréis —respondió Jack—. No voy a dejar mis secretos donde la gente los pueda descubrir. Nadie sabe que tengo una barca.
Jack emprendió la marcha y los tres hermanos lo siguieron. Iban por la orilla. Mike y las niñas buscaban con la mirada la barca de Jack. Pero no la vieron hasta que él la señaló.
—¿Veis aquel sauce de allá abajo, aquél que tiene unas ramas que llegan al agua? —preguntó—. Pues mi bote está debajo del árbol. Es un buen escondite, ¿verdad?
Mike tenía los ojos brillantes de entusiasmo. Le encantaba ir en barca, y pensó que tal vez Jack le permitiera remar. Los niños empujaron la ligera embarcación hasta la orilla. Era bastante grande, pero estaba muy vieja y tenía mucha agua dentro. La achicaron con botes y Jack colocó los remos en su sitio.
—Y ahora, al agua —exclamó Jack—. Hay que remar un buen rato. ¿Quieres encargarte de un remo, Mike?
¡Claro que quería! Los dos niños empezaron a remar con fuerza. El sol les enviaba el calor de sus rayos, y una ligera brisa refrescaba la atmósfera. Pronto divisaron la isla a lo lejos. La reconocieron inmediatamente por su pequeña colina.
Cuando la vieron por primera vez era de noche y les pareció una tierra misteriosa, pero ahora, a la luz del sol, les impresionó por su belleza. Cuando estuvieron cerca vieron claramente los árboles que se inclinaban hacia el agua y pronto oyeron el canto de los mirlos entre el ramaje. Los niños se miraban entusiasmados. Allí sólo había pájaros y otros seres del mundo animal. ¡Qué isla tan maravillosa para vivir y jugar solos los cuatro!
—Allí desembarcaremos —dijo Jack.
Lentamente, condujo el bote hacia una pequeña playa. La quilla rozó el fondo y la barca se detuvo. Los cuatro niños saltaron a tierra. Era un lugar maravilloso para una excursión, pero ningún excursionista había pisado aquella isla, jamás habían ensuciado su hierba las pieles de plátano y las latas oxidadas.
—Dejemos las cosas aquí y echemos un vistazo —dijo Mike, ansioso de saber cómo era la isla.
—De acuerdo —aceptó Jack, dejando su mochila en el suelo.
—Vamos —dijo Mike a las niñas—. Ahora empieza nuestra gran aventura.
Dejaron la playa y se internaron en la isla. Había árboles y matas de todas clases, y zarzas repletas de moras. Los niños se dirigieron a la colina. Era lo bastante alta para que desde ella se viera casi todo el lago.
—Si venimos a vivir aquí, esta colina será una estupenda torre de observación —dijo Mike—. Desde esta altura se domina todo el lago y podremos ver si se acerca algún enemigo.
—Sí —afirmó Jack—. Si vigilamos desde aquí, nadie podrá sorprendernos.
—¡Vengamos a vivir en esta isla! —exclamó Nora—. Mira esos conejos, Peggy. Se acercan a nosotros sin temor. ¡Son unos valientes! ¿Por qué no nos tendrán miedo, Mike?
—Tal vez no hayan visto nunca a una persona —respondió Mike—. ¿Qué hay al otro lado de la colina, Jack? Vayamos a verlo.
—Aquella parte está llena de cuevas —respondió Jack—. Aún no las he explorado, pero estoy seguro de que serán un escondite estupendo para nosotros si alguien viniese a la isla en busca nuestra.
Los cuatro niños fueron a explorar el otro lado de la colina. El terreno estaba cubierto de hierbajos y arbustos silvestres. Jack señaló una gran cueva, oscura y profunda al parecer.
—Ahora no tenemos tiempo de explorarla —dijo Jack—, pero se ve que sería un sitio estupendo para guardar nuestras provisiones. Aquí se mantendrían frescas y a salvo de la lluvia.
Un poco más abajo oyeron un agradable murmullo.
—¿Qué será eso? —preguntó Peggy, deteniéndose.
—¡Mirad, es un manantial! —exclamó Mike—. De aquí tomaremos el agua, Jack. Es fresca y transparente como el cristal.
—Es un agua muy buena —dijo Jack—. La última vez que estuve aquí, la probé. Más abajo, el riachuelo que forma este manantial se junta con otro.
Al pie de la colina se extendía un espeso bosque que tenía algunos claros repletos de zarzales y de grandes arbustos. Jack señaló uno de ellos.
—Allí debe de haber gran cantidad de moras —dijo—. Y ya veréis qué nueces tan estupendas dan unos nogales que hay cerca de aquí. También encontraremos fresas silvestres. ¡Y qué fresas!
—¡Oh, vamos a verlas! —dijo Mike.
—No, ahora no tenemos tiempo —replicó Jack—. La isla es demasiado grande para explorarla en una tarde. Ya la habéis visto casi toda: la colina, las cuevas, el arroyo, el bosque… Detrás del bosque hay hermosos prados verdes. A continuación aparecen de nuevo las aguas del lago. ¡Es una isla maravillosa!
—Oye, Jack, ¿dónde viviremos? —preguntó Peggy, que siempre iba a lo práctico.
—Nos construiremos una casita de madera —respondió Jack—. Yo sé hacerlas. El verano lo pasaremos la mar de bien en nuestra casita y cuando llegue el frío nos instalaremos en una cueva.
Los niños cambiaban miradas de alegría. ¡Una casa de madera construida con sus propias manos! ¡Una cueva! ¡Qué emocionante! ¡Y qué suerte tener un amigo como Jack, que era dueño de una barca y había descubierto una isla secreta!
Volvieron al lugar donde habían dejado la barca, hambrientos pero felices. Se sentaron en la playa y se comieron el pan, el jamón, el pastel, las zanahorias y la fruta. Se acercó un puerco espín, extrañado de ver tanta gente en sus dominios, y empezó a mordisquear las hojas sobrantes de la lechuga.
—Si pudiera pasar en esta isla el resto de mi vida, sin crecer ni un centímetro más, sería la persona más feliz del mundo —dijo Nora.
—El resto de tu vida no sé —dijo Jack—; pero estaremos bastante tiempo. Bueno, ¿qué día será la fuga?
—¿Y qué nos traemos? —preguntó Mike.
—No necesitaremos demasiadas cosas —respondió Jack—. Las camas las podemos hacer con hierbas. Vosotros traed unas mantas, platos, cubiertos y algunos cacharros de cocina. Yo traeré un hacha y un cuchillo de caza, para construir la casita. ¡Ah, también necesitaremos muchas cajas de cerillas para encender fuego y poder cocinar nuestra comida! Tampoco debo olvidarme de mi caña de pescar.
Los niños hablaron y hablaron de sus planes y, al fin, se pusieron de acuerdo sobre las cosas que necesitaban. Las irían escondiendo día tras día en el tronco hueco de un árbol que había a la orilla del lago y, cuando llegara el momento de huir, las trasladarían a la barca y las llevarían a la isla.
—Una sartén nos será muy útil —advirtió Nora.
—Y un par de cacerolas —dijo Peggy—. ¡Cómo nos divertiremos! Ya no me importará que me den un bofetón de vez en cuando. Estaré pensando todo el día en nuestro magnífico plan.
—Debemos fijar el día de la fuga —dijo Jack—. Dentro de una semana justa, ¿os parece? El domingo será el mejor día, porque nadie nos buscará hasta que se haga de noche y vean que no acudimos a cenar.
—Sí, el domingo próximo —exclamaron todos—. ¡Qué bien lo vamos a pasar!
—Ahora hay que volver a casa —dijo Jack, empujando el bote hacia el agua—. Rema tú, Mike; yo me encargaré de achicar el agua. Subid, muchachas.
Empezaron a cantar a coro una vieja canción marinera. Mike y sus hermanas se decían entre tanto que era estupendo tener un capitán como Jack. Pronto surcó el bote las aguas del lago, rumbo a la orilla, a sus casas. ¿Qué sucedería el domingo siguiente?