EL COMIENZO DE LAS AVENTURAS
Mike, Nora y Peggy charlaban sentados en el suelo cubierto de hierba. No eran felices. Nora lloraba, lloraba sin cesar. En esto oyeron un grito:
—¡Eeeoooo!
—Es Jack —dijo Mike—. Sécate las lágrimas, Nora. Verás cómo Jack nos anima.
Llegó un niño corriendo y se sentó al lado del grupo. Tenía la cara muy morena y los ojos azules, brillantes, traviesos…
—¡Hola! —exclamó—. ¿Qué te pasa, Nora? ¿Otra vez llorando?
—Sí —respondió Nora, secándose las lágrimas—. Tía Josefa me ha pegado porque no le he lavado bien las cortinas.
Le enseñó su brazo derecho, lleno de cardenales.
—¡Qué vergüenza! —comentó Jack.
—Si papá y mamá estuviesen aquí, nuestros tíos no se atreverían a tratarnos así —dijo Mike—. Pero no creo que vuelvan nunca.
—¿Cuánto tiempo hace que se fueron? —preguntó Jack.
—Casi dos años —respondió Mike—. Papá construyó un nuevo avión y salió para Australia. Mamá se fue con él, porque le gusta volar. Y ya estaban muy cerca de Australia cuando, de pronto, dejó de saberse de ellos.
—Estoy segura de que tía Josefa y tío Enrique creen que nunca volverán —dijo Nora, echándose a llorar de nuevo—. Si no lo creyeran, no nos tratarían como nos tratan.
—No llores más, Nora —le dijo Peggy—. Se te ponen los ojos horribles, rojos como tomates. La próxima vez me encargaré yo de la colada.
Jack rodeó con su brazo los hombros de Nora. La prefería a todos los demás, y era la más pequeña del grupo, a pesar de ser hermana gemela de Mike. Tenía la cara pequeña y la cabeza cubierta de negros rizos. Mike tenía su misma cara, pero era más alto. Peggy era rubia y llevaba un año a los gemelos. Lo que nadie sabía era la edad de Jack. Incluso él la ignoraba. Vivía en una pequeña y vieja granja con su abuelo y trabajaba como un hombre, aunque no era mucho más fuerte que Mike.
Se había hecho amigo de Mike y las niñas y a los cuatro les encantaba pasear juntos por el campo. Jack conocía palmo a palmo aquellos parajes y sabía cazar conejos con trampa, pescar en el río y dónde estaban las nueces mejores y las moras de mayor tamaño. Todo lo sabía: los nombres de los pájaros que cantaban en los árboles, la diferencia entre una víbora y una culebra y otras muchas cosas sobre los animales de la región.
Sus ropas eran una colección de harapos. Iba descalzo y sus piernas estaban llenas de rasguños. Nunca se quejaba ni lloraba, ni siquiera cuando se hacía daño. Todo lo tomaba a broma y era el compañero inseparable de los tres hermanos.
—Desde que dio por seguro que mamá y papá no volverían, tía Josefa se ha portado muy mal con nosotros —dijo Nora.
—Tan mal como tío Enrique —dijo Mike—. No nos deja ir al colegio y me obliga a ayudarle en el trabajo del campo de sol a sol. Eso no me importa; lo que me importa y no quiero es que tía Josefa trate tan mal a las niñas. Las obliga a hacer todo el trabajo de la casa y son aún muy pequeñas para eso.
—A mí me hace lavar toda la ropa de la casa —se quejó Nora—. No me importa lavar las cosas pequeñas, pero sí las grandes, como las sábanas, pues pesan demasiado.
—Y yo tengo que hacer la comida —dijo Peggy—. Ayer se me quemó un pastel, porque el horno estaba demasiado fuerte, y tía Josefa me dejó sin comer y sin cenar.
—Yo entré por la ventana para llevarle un poco de comida —explicó Mike—, pero tío Enrique me vio y me dio un bofetón tan fuerte que rodé por el suelo y no sé cómo pude ponerme en pie. Me mandaron a la cama sin cenar y esta mañana sólo me han dado un trozo de pan como desayuno.
—Hace meses que no nos compran ropa ni zapatos —dijo Peggy—. Los que llevo, ya casi no tienen suela. No sé qué haremos cuando llegue el invierno. La ropa del año pasado se nos ha quedado tan estrecha que no nos la podemos poner.
—Estáis mucho peor que yo —dijo Jack—. Yo nunca he tenido nada que estuviera bien; por eso no lo echo de menos. En cambio, a vosotros os han dado siempre todo lo que habéis querido, y ahora no tenéis nada de nada, ni siquiera unos padres que os puedan ayudar.
—¿Y tú no te acuerdas de tus padres, Jack? —preguntó Mike—. ¿O es que siempre has vivido con tu abuelo?
—Sí, siempre. Por eso no me acuerdo de mis padres —respondió Jack—. Ahora dice que se quiere ir a vivir a casa de una tía mía. Si se va, me quedaré solo, porque mi tía no me querrá en su casa.
—¡Oh, Jack! ¿Qué harás si te quedas solo? —preguntó Nora.
—Estaré la mar de bien —dijo Jack—. Lo que importa es saber lo que vais a hacer vosotros. No me gusta veros tristes. Si pudiéramos escaparnos todos juntos…
—En seguida nos encontrarían y nos traerían aquí —dijo Mike, seguro de no equivocarse—. He leído muchas veces en los periódicos casos de niños y niñas que se han escapado de sus casas. La policía los encuentra en seguida y los devuelve a sus casas. Si supiese de algún sitio donde nadie pudiera encontrarnos me iría ahora mismo con mis hermanas. No puedo sufrir que tía Josefa las haga trabajar tanto y sea tan dura con ellas.
—¡Escuchadme un momento! —dijo de pronto Jack, con voz tan misteriosa que todos se agruparon en torno de él—. ¿Si os confío un secreto, me prometéis no decírselo a nadie?
—¡Claro que te lo prometemos! —exclamaron Mike y sus hermanas.
—Puedes confiar en nosotros, Jack —añadió Mike.
—Sí, ya sé que puedo confiar en vosotros —dijo Jack—. Bien, escuchadme. Conozco un sitio donde podríamos escondernos con la seguridad de que nadie nos encontraría.
—¿Dónde está, Jack; dónde está? —preguntaron los tres hermanos.
—Esta noche os lo enseñaré —dijo Jack, levantándose—. Esta noche a las ocho, cuando hayáis terminado vuestro trabajo, id a la orilla del lago. Allí nos veremos. Ahora tengo que irme. Si llego tarde, mi abuelo se enfadará conmigo y, a lo mejor, me encierra con llave en mi cuarto.
—Adiós, Jack —dijo Nora, ya mucho más contenta—. Hasta la noche.
Jack se alejó corriendo y los tres hermanos volvieron lentamente a la granja de su tío Enrique. Se habían llevado la merienda al campo y tenían que volver al trabajo. Nora tenía mucho que planchar, y Peggy, que fregar la cocina Era una vieja cocina de piedra, y la niña sabía muy bien que no podría terminar su trabajo hasta la hora de cenar
—Yo tengo que limpiar el granero —dijo Mike—. Pero no os preocupéis: a la hora de cenar ya estaré listo y después iremos a ver el escondite secreto de Jack.
Todos empezaron a trabajar, sin que se apartara de su pensamiento lo que tenían que ver aquella noche. ¿Cuál sería el secreto de Jack? ¿Dónde estaría aquel escondite tan magnífico? ¿Podrían huir?
Tanto pensaban en la aventura de la noche, que estuvieron a punto de echarlo todo a perder. Ninguno de ellos hizo bien su trabajo a juicio de tío Enrique y de tía Josefa. Nora recibió un bofetón y Peggy tuvo que volver a fregar toda la cocina.
Tío Enrique riñó a Mike porque había mezclado un poco de trigo con la paja. El niño no protestó, pero pensó que huiría de aquella casa tan pronto como le fuera posible.
«Nora y Peggy deberían ir al colegio, llevar vestidos bonitos y poder invitar a sus amigas a merendar —se dijo Mike—. Esta vida no se ha hecho para ellas. Trabajan todo el día y encima gratis, pues tía Josefa no les da ni un céntimo».
Los niños cenaron sólo pan y queso sin decir palabra. Temían que, si hablaban, sus tíos les gritasen para hacerles callar. Cuando terminaron, Mike se decidió a hablar.
—Tía Josefa, te vamos a pedir un favor: ¿nos dejas salir a dar un paseo antes de irnos a la cama?
—No —dijo tía Josefa con su desagradable voz—. Mañana tenemos mucho trabajo, y quiero que os levantéis temprano.
Los niños cambiaron miradas de desaliento. Tenían que hacer lo que sus tíos ordenaban. En silencio, subieron a la habitación en que dormían los tres. Mike tenía una cama pequeña en un rincón, separada por una cortina de la cama grande que ocupaban las dos niñas.
—Creo que tía Josefa y tío Enrique quieren salir esta noche. Por eso nos han obligado a acostarnos tan pronto —dijo Mike—. Si se van, nos escaparemos e iremos a reunirnos con Jack.
—No nos quitaremos la ropa —dijo Nora—. Si nos acostamos vestidos, podremos salir más de prisa.
Los niños guardaron silencio y aguzaron el oído. Poco después oyeron que se cerraba la puerta que daba al exterior. Mike saltó de la cama y se asomó a la ventana. Desde allí se veía el jardín que se extendía delante de la casa. En seguida vio salir a sus tíos.
Esperaron en silencio. Poco después bajaron la escalera y salieron al jardín por la puerta trasera. Corriendo como liebres, llegaron al lago, y allí encontraron a Jack, que los estaba esperando.
—¡Hola, Jack! —dijo Mike—. Menos mal que hemos podido venir. Nos han mandado a la cama, pero nos hemos escapado y aquí nos tienes.
—¿Cuál es tu secreto, Jack? —preguntó Nora—. Estamos impacientes por saberlo.
—Bien, escuchadme —dijo Jack—. Ya sabéis que este lago es muy grande y está lleno de rincones desconocidos. Sólo en los dos extremos hay algunas granjas solitarias, pero el resto de sus villas está completamente deshabitado. Pues bien, en el lado sur hay una isla que estoy seguro de que nadie conoce. Me parece que soy el único que ha estado en ella. Es una isla estupenda y debe de ser el mejor escondite del mundo.
Los tres niños escuchaban con los ojos muy abiertos. ¡Una isla en el lago! ¡Si pudiesen llegar a ella y estar allí, escondidos, los cuatro solos, sin tías que diesen bofetones ni los obligaran a trabajar durante todo el día como si fueran animales!…
—Si no estáis cansados, podríamos ir paseando hasta un sitio desde el cual se ve la isla —dijo Jack—. Yo la descubrí por casualidad. El bosque es allí tan espeso, que no creo que nadie la haya visto.
—No estamos cansados, Jack —exclamó Nora—. Llévanos a ver tu isla secreta. Queremos ir ahora. Estamos deseando ver esa isla.
—Pues vamos —dijo Jack, encantado de ver a sus amigos tan contentos—. Seguidme. Hemos de ir de prisa, pues está bastante lejos.
El niño, descalzo, condujo a los otros tres a un bosque. Se deslizaba entre los árboles como un conejo. Después de avanzar un buen trecho vieron que se iba aclarando hasta convertirse en un campo. Lo cruzaron y se encontraron de nuevo en el bosque, esta vez tan espeso, que parecía imposible atravesarlo.
Pero Jack siguió adelante. Conocía el camino de memoria y condujo a sus tres amigos, sin detenerse, a un lugar donde volvieron a ver el agua. Estaban otra vez a la orilla del lago. Ya era completamente de noche y apenas podían distinguir nada.
Jack se abrió camino entre los árboles que crecían al borde del agua, se detuvo y señaló hacia el interior del lago. Los niños se agruparon a su alrededor.
—¡Mi isla secreta! —dijo Jack.
Allí estaba la isla. Era pequeña y parecía flotar sobre las aguas. Había algunos árboles y en su centro se alzaba una pequeña colina. Era una isla solitaria y hermosa. Los niños estuvieron un buen rato contemplándola. Parecía una isla mágica.
—Bueno —dijo al fin Jack, interrumpiendo el silencio—, ¿qué os parece? ¿Huimos y nos vamos a vivir a esa isla misteriosa?
—¡Sí! —respondieron los tres hermanos a coro.