Capítulo XII

Un día en Gilling


Enseguida se entabló una animada discusión. Buscaron una guía de ferrocarriles. Se decidió, por fin, que era mejor tomar el primer tren que ir en coche.

—Gracias a Dios, vamos a ver clara esta parte del misterio —dijo Cartwright.

—¿Cuál cree usted que es ese misterio? —le preguntó Egg.

—No lo sé, pero seguro que arroja alguna luz sobre el asunto de Babbington. Seguramente la sorpresa que Tollie preparaba a sus invitados tenía algo que ver con la señora de Rushbridger. De esto creo que podemos estar seguros. ¿No le parece, monsieur Poirot?

Poirot meneó la cabeza, perplejo.

—Este telegrama complica las cosas. Hemos de darnos prisa, mucha prisa.

Satterthwaite no veía la razón de tanta prisa, pero asintió con cortesía.

—Desde luego, debemos tomar el primer tren de la mañana. Es decir, ¿creen que es necesario que vayamos todos?

Sir Charles y yo habíamos decidido ir juntos a Gilling —dijo Egg.

—¿Y si lo dejamos para otro día? —propuso Cartwright.

—No veo por qué. No hay necesidad de que vayamos todos a Yorkshire. Sería absurdo. Poirot y Satterthwaite pueden ir a Yorkshire, y sir Charles y yo a Gilling —replicó Egg.

—Preferiría ver qué hay en el asunto de la señora de Rushbridger. Yo fui el primero que habló con la directora del sanatorio. Digamos que ya puse mi granito de arena allí.

—Por eso es mejor que se aparte. Ya ha contado un montón de mentiras y, si esta mujer ha vuelto en sí, podría descubrir sus mentiras. En cambio, creo que es mucho más importante que vaya a Gilling —replicó Egg—. Si hemos de ver a la madre de la señorita Milray, se confiará mucho más a usted que a cualquier otro. Usted es el jefe de su hija y, por lo tanto, tendrá más confianza.

Sir Charles contempló el encendido rostro de Egg.

—Iré a Gilling. Creo que tiene usted razón.

—Ya sé que la tengo.

—Creo que es una excelente decisión —opinó el detective—. Como dice mademoiselle, sir Charles es la persona indicada para entrevistarse con la señora Milray. Quién sabe si no descubrirá usted cosas mucho más importantes.

Una vez dispuestas así las cosas, a la mañana siguiente sir Charles fue a buscar a Egg en su coche. Poirot y Satterthwaite habían salido de Londres en tren.

Era una fresca y encantadora mañana. Egg sentía que el alma se le llenaba de alegría mientras iban circulando por los atajos que sir Charles conocía.

Finalmente, tomaron la carretera de Folkestone. Después de pasar por Maidstone, sir Charles consultó el mapa y, tras dejar la carretera, entraron en un camino vecinal. Era mediodía cuando llegaron a su destino.

Gilling era un pueblo que parecía olvidado por la civilización. Constaba de una vieja iglesia, la rectoría, dos o tres tiendas, una hilera de casas sencillas y tres o cuatro edificios nuevos. Todo aquel conjunto hacía de la aldea un lugar muy atractivo.

La madre de la señorita Milray vivía en una casa, al otro lado de la iglesia.

—¿La señorita Milray está enterada de esta visita? —preguntó Egg.

—¡Oh, sí! Le escribió para avisarla.

—¿Cree usted que eso ha sido conveniente?

—¿Por qué no?

—No sé. Sin embargo, no la ha traído con usted.

—No lo he hecho porque, como es una mujer tan sabihonda, no me hubiera dejado hablar y habría llevado la voz cantante.

Egg se echó a reír.

La señora Milray era la antítesis de su hija, moral y físicamente. La señorita Milray era dura; ella, suave. La mujer estaba sentada en un sillón, colocado junto a la ventana, para poder observar todo lo que ocurría fuera de la casa.

Parecía encantadísima de la llegada de sus visitantes.

—Ha sido usted muy amable, sir Charles. Mi Violet (¡Violet! Qué nombre tan poco adecuado para la señorita Milray) me ha hablado mucho de usted. No sabe cuánto le admira. Ha sido muy interesante para ella trabajar con usted todos estos años. ¿No se sienta usted, señorita Lytton Gore? Perdonen que no me levante, hace años que no puedo valerme de mis piernas. El señor lo quiso, no me quejo, y lo único que puedo decir es que una llega a acostumbrarse a todo. ¿Verdad que tomarán algo?

Egg y sir Charles rehusaron la invitación, pero la señora Milray no hizo caso. Dio unas palmadas y, a los pocos momentos, apareció una criada con una bandeja con té y pastas. Mientras lo tomaban, sir Charles fue directo al asunto que les había llevado allí.

—¿Supongo que estará usted enterada de la trágica muerte del señor Babbington, que fue párroco de este pueblo?

—¡Ya lo creo! He leído lo de la exhumación y no alcanzo a imaginar siquiera quién pudo querer asesinarlo. Era un hombre muy bueno y aquí lo querían mucho, tanto a él como a sus hijos.

—Es un gran misterio. Estamos desesperados. Tal vez usted pueda proyectar alguna luz sobre el asunto.

—¿Yo? Pero si no he visto a los Babbington desde hace… déjeme pensar un momento… Por lo menos debe de hacer unos quince años.

—Ya lo sé, pero tenemos la impresión de que tiene que haber algo en su pasado que haya motivado su asesinato.

—No se me ocurre nada. Llevaban una vida muy recogida y difícil, pobre gente, con todos aquellos chiquillos.

La señora Milray trató de recordar, pero sus recuerdos arrojaron muy poca luz sobre el problema que ellos habían ido a resolver.

Cartwright le enseñó la ampliación de una instantánea en la que estaban los Dacres, un retrato de Angela Sutcliffe cuando era joven y una horrorosa fotografía de la señorita Wills recortada de un periódico. La señora Milray las miró atentamente sin dar la menor muestra de reconocer a ninguno de ellos.

—No recuerdo a nadie. Claro que ha pasado mucho tiempo. Pero de todos modos, esto es muy pequeño. La gente siempre es la misma. Las señoritas Agnew, las hijas del doctor, están todas casadas y se marcharon de aquí; el nuevo médico es soltero; la anciana señorita Cayleys murió hace algunos años; y, en cuanto a los Richardson, él murió y ella se marchó a Gales. Están, además, los campesinos, pero esos no han cambiado casi nada. Estoy segura de que Violet les hubiera podido contar lo mismo que yo. Ella era entonces una chiquilla y se pasaba el día en la rectoría.

Sir Charles trató, sin conseguirlo, de imaginarse a la señorita Milray como una muchacha joven.

Preguntó a la señora Milray si conocía a alguna persona llamada de Rushbridger, pero aquel nombre no le recordaba nada.

Poco después, se despidieron de la anciana.

Lo primero que hicieron fue tomar una comida rápida en una panadería cercana. Cartwright había estado suspirando por un cocido de carne en alguna otra parte, pero Egg le indicó que allí podrían enterarse de los cotilleos locales.

—Los huevos pasados por agua y un poco de pan no le harán daño —dijo, severa—. Los hombres son tan quisquillosos con la comida.

—Siempre he encontrado los huevos pasados por agua muy deprimentes —opinó el actor dócilmente.

La mujer que les sirvió era muy comunicativa. Había leído todo lo de la exhumación y se había emocionado mucho. «¡Pobre señor! Entonces —explicó— yo era muy joven, pero lo recuerdo perfectamente».

Sin embargo, no pudo decirles gran cosa sobre Babbington.

Después de comer, fueron a la iglesia y estuvieron mirando el registro de los nacimientos y matrimonios. Tampoco allí encontraron nada.

Fueron luego al cementerio y se entretuvieron leyendo los nombres de las lápidas.

—¡Vaya nombrecitos! —dijo la joven—. Fíjese, aquí está enterrada toda una familia llamada Stavepenny y allí hay una Mary Ann Sticklepath.

—Sin embargo, ninguno es tan raro como el mío —murmuró sir Charles.

—¿Cartwright? A mí no me parece raro.

—No me refiero a Cartwright. Cartwright es mi nombre de teatro, que acabé adoptando legalmente.

—¿Cuál es su verdadero nombre?

—No puedo decírselo. Es un pecado.

—¿Tan feo es?

—Más que feo es humorístico.

—¡Oh! Dígamelo.

—Eso sí que no.

—Por favor.

—No.

—¿Por qué no?

—Se reiría.

—Le aseguro que no.

—No podría contenerse.

—Vamos, no sea usted malo, dígame su nombre.

—¡Qué muchacha más pesada! ¿Por qué lo quiere saber?

—Precisamente, porque no me lo quiere decir.

—¡Es usted una chiquilla adorable! —dijo sir Charles titubeando un poco.

—No soy ninguna chiquilla.

—¿De veras?

—¡Dígamelo!

Una sonrisa algo triste apareció en el rostro de sir Charles.

—Bien, allá va. Mi padre se llama Mugg[4].

—¡No es posible!

—Lo es.

—¡Caramba! Es terrible ir por el mundo llamándose Mugg.

—No me habría permitido llegar muy lejos en mi carrera. Recuerdo que le di vueltas a la idea, entonces yo era muy joven, de llamarme Ludovic Castiglione, pero después me conformé con la versión inglesa y me convertí en Charles Cartwright.

—¿El Charles es auténtico?

—Sí. Mis padrinos se encargaron de eso —Dudó un momento y luego dijo—: ¿Por qué no me llama Charles y prescinde del sir?

—Lo intentaré.

—Ayer ya lo hizo cuando creyó que estaba muerto.

—¡Oh, entonces! —Egg trató de darle a su voz un tono indiferente.

—Hay momentos, Egg, en que este asunto del crimen no me parece real. Hoy, especialmente, me parece fantástico. Te he de decir una cosa. Me he vuelto supersticioso con esto. He asociado el éxito que supone su resolución con otra clase de éxito. No sé por qué vacilo de esta manera. Tantas veces he declarado mi amor en el teatro y ahora, en la realidad, soy tímido como un colegial. ¿Es a mí o a Manders a quien quieres, Egg? Quiero saberlo. Ayer creía que era yo…

—Y no te equivocaste.

—¡Eres un ángel! —exclamó Cartwright.

—¡Charles, Charles, por Dios, no puedes besarme en un cementerio!

—¡Te besaré donde quiera y cuando quiera! Y tú aceptarás.

—No hemos descubierto nada —dijo Egg cuando regresaban a Londres.

—No digas tonterías. Hemos descubierto lo único interesante para nosotros. ¿Qué me importan a mí todos los clérigos y médicos asesinados? Tú eres lo único que me importa. ¿Te has fijado ya en que te llevo treinta años? ¿Estás segura de que esto no te importa?

—¡No seas tonto! ¿Crees que los demás habrán descubierto algo?

—Mejor para ellos —exclamó él, generoso.

—Antes no eras así, Charles.

Pero el actor ya no interpretaba el papel de gran detective.

—Antes era mi propia obra. Ahora se la dejo toda a Mostachos. Es cosa suya.

—¿Crees que sabe de verdad quién cometió los crímenes? Él dijo que lo sabía.

—Lo más probable es que no tenga la menor idea, pero tiene que defender su reputación profesional.

Egg guardó silencio y Cartwright continuó:

—¿En qué estás pensando?

—Pensaba en la señorita Milray. ¡Su actitud era tan extraña aquella noche que te dije! Apenas acababa de coger el periódico que llevaba la noticia de la exhumación, cuando dijo que no sabía qué hacer.

—¡Eso sí que es imposible! Esa mujer sabe siempre lo que ha de hacer en toda clase de situaciones.

—No bromees, Charles. Parecía preocupada.

—Pero, Egg, cariño, ¿qué me importan a mí las inquietudes de la señorita Milray? ¿Qué me importa a mí nada que no seas tú?

—Sería mejor que te fijases más en los tranvías. No quiero quedarme viuda antes de tiempo.

Llegaron a casa de sir Charles a punto para tomar el té. La señorita Milray se dirigió a su encuentro.

—Hay un telegrama para usted, sir Charles.

—Muchas gracias, señorita Milray. Ahora le voy a dar una noticia, la señorita Lytton Gore y yo vamos a casarnos.

—¡Oh! Estoy segura de que serán ustedes muy felices.

Había algo extraño en el tono de su voz. Egg lo notó. Pero antes de que pudiera decir nada, Cartwright se volvió hacia ella.

—¡Dios mío, Egg, fíjate en esto! Es de Satterthwaite.

Le mostró el telegrama. Egg lo leyó y abrió desmesuradamente los ojos.