Capítulo VII

El capitán Dacres

Egg no había terminado aún su programa del día. Su siguiente misión fue dirigirse a Saint John’s House, donde los Dacres tenían un apartamento. Saint John’s era un edificio de pisos carísimos. La fachada era suntuosa y los porteros parecían generales de opereta.

La muchacha no entró en el edificio. Se puso a pasear por la acera de enfrente, como si esperara a alguien. Al cabo de una hora, calculó que había andado unas cuantas millas. Eran las cinco y media.

Poco después, un taxi se detuvo ante el edificio y el capitán Dacres se apeó del coche. Egg aguardó tres minutos, luego cruzó la calle y entró en el edificio.

La joven tocó el timbre del número tres. Dacres en persona abrió la puerta. Aún no se había quitado el abrigo.

—¿Cómo está usted? —dijo Egg—. Se acuerda de mí, ¿verdad? Nos encontramos en Cornualles y después en Yorkshire.

—Sí, sí, ya me acuerdo. Presenciamos las dos muertes, ¿no es así? Entre usted, señorita Lytton Gore.

—Quería ver a su esposa. ¿No está?

—Se encuentra en Bruton Street, en la tienda.

—Sí, ya sé. He estado allí esta mañana. Pensé que ya habría vuelto. Perdone usted, seguramente le estoy molestando.

Freddie Dacres se dijo para sí: ¡Qué chica más guapa! ¡Está muy bien!, y luego añadió en voz alta:

—Cynthia no vendrá hasta pasadas las seis. Yo acabo de llegar de Newbury. He tenido un mal día y me he marchado pronto. ¿Quiere usted ir al Seventy Two Club a tomar un cóctel?

Egg aceptó, aunque tenía la sospecha de que Dacres ya había bebido más de la cuenta.

Sentados en la agradable penumbra del Seventy Two Club y mientras probaba su martini, la muchacha comentó:

—Es un lugar muy agradable. No había estado nunca aquí.

Freddie Dacres sonrió, indulgente. Le gustaban las muchachas jóvenes y guapas. Quizá no tanto como otras cosas, pero sí bastante.

—Qué trastorno, ¿verdad? —empezó—. Quiero decir allí, en Yorkshire. Tiene cierta gracia que un médico muera envenenado. ¿Comprende lo que quiero decir? Un médico es alguien que está acostumbrado a envenenar a los demás.

Se rio con estrépito de su propia ocurrencia y pidió otra copa.

—Es usted muy ingenioso. Nunca se me hubiera ocurrido una cosa así.

—Solo era un chiste.

—Es extraño que siempre que nos hemos encontrado haya ocurrido una muerte.

—Sí, muy extraño. ¿Se refiere usted al viejo clérigo que murió en casa de… bueno, de ese actor?

—Sí. Fue muy raro que muriera tan de repente.

—Condenadamente molesto. Te entra un no-sé-qué cuando ves que la gente se muere a tu alrededor. Piensas que «el próximo puedo ser yo» y te dan escalofríos.

—Usted lo conoció antes, en Gilling, ¿no es así?

—¿Dónde está eso? Nunca había visto al viejo antes. Sí, es raro que muriese casi de la misma manera que Strange. No creo que lo asesinaran también.

—¿A usted qué le parece?

—No puede ser —Dacres meneó la cabeza—. Nadie asesina a un clérigo. A un médico, ya es otra cosa.

—Sí, claro, un médico es algo distinto.

—Desde luego. Es más lógico. Los médicos son unos malditos entrometidos —Arrastraba las palabras y se inclinó hacia delante—. No hay que dejarles hacer lo que quieren, ¿me comprende?

—No.

—Juegan con la vida de los demás. Tienen demasiado poder. No hay que permitírselo.

—No entiendo muy bien lo que quiere usted decir.

—Mi querida niña, se lo estoy diciendo muy clarito. Consiguen encerrarte, eso es lo que le estoy diciendo, y convierten tu vida en un infierno. Vive Dios que son crueles. Te encierran y no te dan nada de lo que necesitas, por más que llores y supliques. ¡Les importa un pito lo mucho que sufras! Eso es lo que te hacen los médicos. Se lo digo yo que los conozco muy bien.

Su rostro se retorció en una mueca. Las pupilas contraídas miraron un punto más allá de la muchacha.

—Es el infierno, se lo aseguro. ¡Lo llaman una cura! ¡Y encima dicen que están haciendo algo decente! ¡Cerdos!

—¿Acaso sir Bartholomew Strange..? —empezó Egg.

—¡Sir Bartholomew Strange.., sir Farsante! Me gustaría saber qué hacía en aquel hermoso sanatorio. ¡Enfermos de los nervios! Eso es lo que dicen. Entras allí y ya no sales. Y dicen que estás allí por propia voluntad. ¡Por propia voluntad! Solo porque te han pillado cuando ves cosas.

Temblaba como una hoja. De pronto se le aflojó la mandíbula.

—Estoy deshecho. Completamente deshecho.

Llamó al camarero, insistió para que Egg tomara otra copa y, cuando ella la rehusó, pidió una para él.

—Ahora ya estoy mejor —afirmó, después de bebérsela de un trago—. Esto templa los nervios. Es un mal asunto perder el control. No hay que hacer enfadar a Cynthia. Me dijo que no dijese nada —asintió varias veces—. Ni una palabra a la policía. Podrían creer que me cargué al viejo Strange. ¿Se da usted cuenta de que tuvo que ser uno de nosotros? Uno de nosotros lo mató. Es un pensamiento divertido. ¿Quién? Esa es la pregunta.

—Tal vez lo sepa usted.

—¿Por qué dice usted eso? ¿Cómo iba a saberlo?

La miró furioso y con suspicacia.

—No sé nada de eso, ya se lo he dicho. No estaba dispuesto a aceptar esa condenada «cura» suya. No me importa lo que dijera Cynthia. No pensaba hacerlo. Iban detrás de algo.., los dos iban detrás de algo, pero no consiguieron engañarme. Soy un hombre firme, señorita Lytton Gore.

—Lo creo. ¿Sabe usted algo de una tal señora de Rushbridger que está en el sanatorio?

—¿Rushbridger? ¿Rushbridger? Strange dijo algo de ella. ¿Qué dijo? No recuerdo nada —Exhaló un suspiro, meneó la cabeza—. Pierdo la memoria, eso es lo que pasa. Tengo enemigos, muchos. Quizá ahora mismo me estén espiando.

Miró, inquieto, a su alrededor. Después se inclinó hacia la joven.

—¿Qué hacía aquella mujer en mi habitación aquel día?

—¿Qué mujer?

—La de la cara de conejo. Escribe obras de teatro. Fue la mañana siguiente de… del crimen. Acababa de desayunar y me dirigía a mi habitación, cuando la vi salir y encaminarse hacia las habitaciones de los criados. Es extraño, ¿verdad? ¿Por qué entró en mi habitación? ¿Qué esperaba encontrar allí? ¿Qué fue lo que hizo? —Se acercó más a Egg—. ¿O cree usted que es verdad lo que dice Cynthia?

—¿Qué es lo que dice la señora Dacres?

—Dice que fue imaginación mía, que vi visiones —Se rio torpemente—. Siempre estoy viendo visiones extrañas: ratones de color rosa, ranas y cosas por el estilo. Pero ver a una mujer ya es distinto. Yo la vi. Es una mujer extraña. Tiene unos ojos asquerosos, te perforan.

Se recostó en el mullido sofá, parecía dispuesto a dormirse. Egg se levantó.

—Tengo que marcharme. Muchas gracias por todo, capitán Dacres.

—No hay de qué. Encantado. Sí, encantadísimo.

Su voz se fue apagando. Será mejor que me vaya antes de que pierda el conocimiento del todo, pensó Egg.

Pasó de la enrarecida atmósfera del Seventy Two Club al fresco de la tarde.

Beatrice, la camarera, dijo que la señorita Wills había estado husmeando. Ahora, Freddie Dacres venía con la misma historia. ¿Qué buscaba la señorita Wills? ¿Qué encontró? ¿Era posible que supiese alguna cosa del crimen?

¿Habría algo de verdad en las incongruentes palabras de Dacres? ¿Acaso él mismo temía y odiaba secretamente a sir Bartholomew?

Era posible.

Pero en todo aquello no aparecía el menor indicio de culpa en el caso de Babbington.

¡A ver si al final resulta que no fue asesinado!, se dijo Egg.

De pronto, contuvo la respiración al ver en los titulares de un periódico: EL RESULTADO DE LA EXHUMACIÓN DE CORNUALLES. Se apresuró a comprar un ejemplar. En aquel momento, tropezó con otra mujer que también iba a hacer lo mismo. Cuando se disculpaba, reconoció a la secretaria de sir Charles, la eficiente señorita Milray.

Las dos buscaron ávidamente la noticia. Sí, allí estaba:

«El resultado de la exhumación de Cornualles». Las palabras bailaron ante los ojos de Egg: «El análisis de los órganos: Nicotina».

—¡Así que fue asesinado! —murmuró la joven.

—¡Es terrible, terrible! —dijo la señorita Milray. Se la veía emocionada.

Egg la miró sorprendida. Siempre había considerado a la señorita Milray como a un autómata.

—La noticia me ha trastornado —explicó la señorita Milray—. Lo conocía de toda la vida.

—¿Al señor Babbington?

—Sí. Mi madre vive en Gilling, donde él fue párroco durante muchos años. Por eso me ha impresionado tanto.

—Claro, es natural.

—No sé, no sé qué hacer —murmuró la señorita Milray.

Enrojeció un poco ante la mirada de asombro de Egg.

—Me gustaría escribirle a la señora Babbington. Ahora no me parece… Bueno, no me parece muy… En fin. No sé qué será mejor.

Aquella explicación no fue muy satisfactoria para Egg.