Capítulo V

Reparto del trabajo

—Ya ve usted que el pez ha picado —dijo Poirot.

Satterthwaite, que estaba mirando la puerta que acababa de cerrarse detrás de Egg y su compañero, se volvió hacia Poirot que sonreía con cierta sorna.

—Sí, sí, no lo niegue. Aquel día, en Montecarlo, usted me enseñó el cebo, ¿no es verdad? Me señaló la noticia esperando que despertara mi curiosidad, que me interesara enseguida por el asunto.

—Es verdad —confesó Satterthwaite—, pero creía que mi ardid había fallado.

—No, no, usted no falló. Es usted un perspicaz conocedor de la naturaleza humana, amigo mío. Yo me estaba aburriendo. Empleando las mismas palabras que el chiquillo que jugaba junto a nosotros: «No tenía nada que hacer». Usted llegó en el momento psicológico. Y a propósito, ¡cuántos crímenes tienen su explicación en ese momento psicológico adecuado! El crimen y la psicología van cogidos del brazo. Pero volvamos a lo nuestro. Este es un crimen muy interesante. Me tiene desconcertado por completo.

—¿Qué crimen, el primero o el segundo?

—No hay más que uno. Lo que usted llama primero y segundo no son más que las dos partes del mismo crimen. La segunda es sencillamente el motivo, el medio adoptado.

Satterthwaite le interrumpió:

—Sin embargo, el segundo asesinato presenta la misma dificultad que el primero. No se encontró veneno en los vinos y la comida fue la misma para todos.

—No. Es muy distinto. En el primer caso, nadie parece haber envenenado a Stephen Babbington. Si sir Charles hubiera deseado envenenar a cualquiera de sus invitados, hubiera podido hacerlo, pero nunca a uno determinado. Temple tuvo la oportunidad de echar algo en la última copa de la bandeja, pero la de Babbington no fue la última. No, el asesinato del clérigo resulta tan imposible, que hasta creo que no es verdad. En ese caso, quizá murió de muerte natural. En fin, eso lo sabremos pronto. El segundo caso es distinto. Cualquiera de los invitados, o el mayordomo o la camarera, pudieron envenenar a sir Bartholomew porque eso no presentaba ninguna dificultad.

—No comprendo… —empezó Satterthwaite, interrumpiéndose.

—Se lo demostraré dentro de poco con un sencillo experimento. Ahora pasemos a otro asunto más importante. Es preciso, y estoy seguro de que usted ya se habrá dado cuenta, de que yo no interprete el papel de ladrón usurpador de laureles.

—Quiere usted decir… —dijo Satterthwaite sonriendo.

—Que sir Charles debe representar el papel principal. Él está acostumbrado. Además, hay otra persona que lo desea. ¿No es verdad?

—A mademoiselle no le ha gustado que usted interviniera en este asunto.

—¡Ah! Eso saltaba a la vista. Soy de una naturaleza sumamente susceptible. Quiero ayudar a los enamorados, no quiero estorbarles. Usted y yo, amigo mío, trabajaremos juntos en este asunto para honor y gloria de Charles Cartwright, ¿verdad? Cuando el oscuro caso esté resuelto…

—Si se resuelve —murmuró Satterthwaite.

—Se resolverá. Yo nunca fallo.

—¿Nunca?

—En ocasiones —replicó el detective con dignidad—, he tardado algo en hacerme cargo de las cosas. No he percibido la verdad tan pronto como debía.

—¿Pero no ha fallado nunca del todo?

La insistencia del otro era pura curiosidad.

Eh bien. Una vez. Hace mucho tiempo, en Bélgica, pero no hablemos de ello.

Una vez satisfecha su curiosidad, Satterthwaite se apresuró a cambiar de tema.

—Decía usted que, cuando el caso esté resuelto, nuestro amigo…

Sir Charles se llevará toda la fama. Eso es esencial. Yo no habré sido más que un piñón de los engranajes. Cuando sea necesario, diré una palabra, solo una palabrita. No deseo honor ni fama. Ya soy bastante famoso.

Satterthwaite le observó con interés. Le divertía la vanidad del detective. Pero no cometió el error de interpretarla como simple fanfarronería. Los ingleses no suelen vanagloriarse de las cosas que hacen bien, de la misma manera que son indulgentes con las que hacen mal. En cambio, los latinos tienen una visión más lógica de su capacidad y, cuando se reconocen inteligentes, no ven por qué tienen que ocultarlo.

—Me gustaría saber qué espera sacar de este asunto. ¿Es la emoción de la caza lo que le impulsa a intervenir en él?

Poirot meneó la cabeza.

—No, no es eso. Como el chien de chasse, sigo el rastro, me excito y, una vez estoy sobre la pista, ya no me pueden desviar de ella. Todo eso es cierto, pero hay más: Es… ¿cómo se lo diría…?, una especie de pasión por la verdad. No hay nada en el mundo tan interesante ni tan hermoso como la verdad.

Poirot cogió el papel en el que Satterthwaite había anotado los siete nombres y los leyó en voz alta:

—Señora Dacres, capitán Dacres, señorita Wills, señorita Sutcliffe, lady Mary Lytton Gore, señorita Lytton Gore y Oliver Manders. Muy interesante, ¿verdad?

—¿Qué?

—El orden en que están colocados los nombres.

—No creo que haya nada interesante en ello. No hemos hecho más que escribirlos tal como se nos han ido ocurriendo, sin ningún orden especial.

—Precisamente por eso. La lista está encabezada por la señora Dacres. De lo cual deduzco que es la persona sobre la que recaen más sospechas de ser el criminal.

—No es la más sospechosa. Al contrarío, es la menos verosímil.

—Entonces, esta frase quizá lo exprese mejor: es la persona que todos ustedes preferirían como autora del crimen.

Satterthwaite abrió la boca, pero al ver la sonrisa burlona de Poirot, varió lo que estaba a punto de decir.

—Quizá tenga usted razón. Sin darnos cuenta, tal vez hayamos pensado eso.

—Quisiera preguntarle a usted algo.

—Adelante.

—Por lo que ustedes me han dicho, he comprendido que sir Charles y la señorita Lytton Gore fueron juntos a interrogar a la señora Babbington.

—Sí.

—¿Usted no los acompañó?

—No, tres hubiéramos sido demasiados.

—Además, quizá sus inclinaciones le llevaron a otro sitio. Tiene usted, como se dice, cosas más importantes que hacer. ¿Adónde fue usted, señor Satterthwaite?

—Estuve tomando el té con lady Mary Lytton —contestó Satterthwaite con cierta aspereza.

—¿De qué hablaron?

—Tuvo la bondad de confiarme algunos de los sinsabores que le ocasionó la vida matrimonial.

En pocas palabras, le resumió la historia de la dama. Poirot asintió, comprensivo.

—¡Así es la vida! La muchacha idealista que se casa con una mala cabeza sin querer hacer caso de nadie. ¿No hablaron de nada más? ¿No aludieron por casualidad al señor Manders?

—Sí, hablamos de él.

—¿Qué fue lo que descubrió usted?

Satterthwaite repitió lo que le había contado lady Mary.

—¿Qué le ha hecho suponer que hablamos de él? —preguntó.

—Estaba seguro de que usted había ido allí por esa razón. ¡Oh, sí, no proteste! Usted puede desear que los criminales sean la señora Dacres o su marido, pero cree que fue el joven Manders quien quizá cometió esos asesinatos —Acalló la protesta de Satterthwaite—. Sí, sí. Usted es reservado por naturaleza. Tiene sus ideas, pero le gusta reservárselas. Eso hace que me sea más simpático. Yo soy igual.

—No sospecho de ese joven. ¡Es absurdo! Pero sí deseaba saber algo más.

—¡Lo que le digo! Instintivamente, usted lo ha escogido a él. Yo también me intereso por ese joven. Me interesé por él la noche de la fiesta porque vi…

—¿Qué vio usted? —preguntó Satterthwaite ansioso.

—Vi que había dos personas, quizá más, que interpretaban un papel. Una de ellas era sir Charles. Representaba el papel de marino, ¿no es verdad? Es una cosa naturalísima. Un gran actor no deja de serlo aunque se retire de la escena. Pero el joven Manders también fingía, dándoselas de hastiado de todo cuando, por el contrario, tiene una gran vitalidad. Por eso, amigo mío, me fijé en él.

—¿Cómo ha sabido que me preocupaba por ese muchacho?

—Por muchos detalles. Se interesó usted por el accidente que le llevó aquella noche a la abadía de Melfort. No fue con sir Charles y la señorita Lytton Gore a ver a la señora Babbington. ¿Por qué? Sencillamente, porque deseaba seguir algún rastro sin llamar la atención. Fue a casa de lady Mary para hacer averiguaciones sobre alguien. ¿Quién? Solo podía ser una persona que viviera, o hubiese vivido allí: Oliver Manders. Luego está lo más característico de todo: haber puesto su nombre al final de la lista. Es su favorito y quiere reservárselo para usted solo.

—¡Pobre de mí! ¿Así soy yo?

Précisément. Es usted muy agudo y, además, es muy observador, pero le gusta guardarse los resultados de sus observaciones. Sus opiniones sobre la gente constituyen para usted una colección privada. No las exhibe ante los demás.

—Yo creo… —empezó Satterthwaite, pero fue interrumpido por el regreso de sir Charles.

El actor entró con paso alegre y juvenil.

—¡Brrr! ¡Qué nochecita!

Se preparó un whisky.

Satterthwaite y Poirot declinaron la bebida que les ofrecía.

—Bueno —empezó Cartwright—, ultimemos nuestro plan de campaña. ¿Dónde está la lista, Satterthwaite? ¡Ah! Gracias. Ahora, monsieur Poirot, voy a pedir la opinión del consultor. ¿Cómo hemos de repartir los trabajos preparatorios?

—¿Qué sugiere usted, sir Charles?

—Yo creo que sería conveniente repartir los sospechosos entre nosotros. División del trabajo. Primero está la señora Dacres. Egg parece la más indicada para hacerse cargo de esa señora. Seguramente cree que alguien tan elegante no recibirá un trato imparcial de ningún caballero. Parece una buena idea abordarla desde el punto de vista comercial. Satterthwaite y yo podemos hacer otro intento si lo consideramos conveniente. Tenemos luego al señor Dacres. Conozco a algunos de sus compinches y creo que conseguiré sacar algo de ellos. Luego está Angela Sutcliffe.

—El más indicado para entrevistarse con ella es usted, Cartwright —dijo Satterthwaite—. La conoce mejor que nadie.

—Sí, por eso mismo preferiría que otro se encargara. Ante todo —sonrió tristemente—, podrían acusarme de no poner todo el interés necesario. Además se trata de una amiga, ¿comprenden?

Parfaitement, parfaitement, es por delicadeza. Es comprensible. Satterthwaite le reemplazará en la tarea.

Lady Mary y Egg quedan descartadas, desde luego. En cuanto al joven Manders, su presencia en la fiesta de Tollie fue accidental. Sin embargo, supongo que debemos incluirlo.

—Satterthwaite se encargará del joven Manders —dijo Poirot—. Pero creo, sir Charles, que se ha olvidado usted de un nombre. Ha pasado por alto a la señorita Muriel Wills.

—¡Ah, sí! Entonces, ya que Satterthwaite se encarga de Manders, yo tomaré por mi cuenta a la señorita Wills. ¿Conforme? ¿Nada más, monsieur Poirot?

—No, no. Ahora bien, me gustaría conocer los resultados que obtengan.

—Eso no hay ni que decirlo. ¡Otra idea! Si consiguiéramos fotografías de todos los sospechosos, podríamos usarlas para hacer averiguaciones en Gilling.

—Excelente idea —aprobó Poirot—. Hay algo más. ¡Ah, sí! Su amigo sir Bartholomew no bebía cócteles y, en cambio, bebía oporto. ¿Cómo es eso?

—Tenía verdadera debilidad por el oporto.

—Me sorprende que no notase nada extraño en el gusto. La nicotina pura tiene un gusto fuerte y muy desagradable.

—Recuerde usted —le interrumpió sir Charles—, que no había el menor rastro de nicotina. El contenido de los vasos fue analizado.

—¡Es verdad! ¡Qué tonto soy! Sin embargo, la tomó y la nicotina tiene muy mal gusto.

—No sé lo que puede importar eso —opinó el actor—. La primavera pasada, Tollie estuvo muy mal de un catarro, a consecuencia del cual le quedaron un poco atrofiados el paladar y el olfato.

—¿Ah, sí? Eso es muy interesante. Simplifica considerablemente las cosas.

Cartwright se dirigió hacia la ventana y miró unos instantes hacia fuera.

—Todavía dura la tormenta. Voy a enviar a buscar sus maletas, monsieur Poirot. El Rose and Crown está muy bien para los artistas entusiastas, pero creo que usted preferirá una habitación más higiénica y una cama más confortable.

—Es usted muy amable, sir Charles.

—Nada de eso. Ahora mismo daré las órdenes oportunas.

Salió de la habitación.

Poirot miró a Satterthwaite.

—¿Quiere que le dé un consejo?

—Sí.

Poirot se acercó y le dijo en voz baja:

—Pregúntele a Manders por qué fingió un accidente. Dígale que la policía sospecha de él y fíjese bien en qué contesta.