El principal interés del señor Satterthwaite en la vida era observar a la gente.
Desde luego, le interesaban mucho más las mujeres que los hombres. Para ser un hombre tan masculino, Satterthwaite sabía demasiado sobre las mujeres. Había algo femenino en su carácter que le hacía comprender a la perfección la mente femenina.
A lo largo de su vida no había conocido a ninguna mujer que no le eligiera para hacerle confidencias, pero nunca le habían tomado en serio, algo que le amargaba un poco. Tenía la sensación de estar siempre en el patio de butacas contemplando la obra y no en el mismo escenario participando en el drama como actor. Pero, en realidad, el papel de espectador estaba hecho a su medida.
Esa tarde, sentado en la amplia habitación que daba a la terraza, hábilmente decorada por una empresa moderna para que pareciera el camarote de lujo de un transatlántico, estaba tratando de descubrir el tono exacto del tinte de los cabellos de Cynthia Dacres, un tono nuevo que sospechaba traído directamente de París, con un curioso y muy agradable efecto de verde bronce. Era imposible saber cuál era el verdadero aspecto de la señora Dacres. Era una mujer alta, con un cuerpo que respondía a las últimas exigencias de la moda. Tanto el cuello como los brazos mostraban el moreno del verano en el campo, aunque era imposible distinguir si era natural o artificial. Lucía un peinado nuevo, solo realizable por el mejor peluquero de Londres. Las cejas depiladas, las pestañas oscurecidas por el rímel, la perfección del maquillaje y los labios delineados en una curva que no podía ser natural, parecían conjuntarse para realzar la perfección de su sencillo traje de noche, de un azul muy oscuro, cuya tela, cortada en apariencia de forma muy simple (aunque era precisamente todo lo contrario), era opaca y a la vez daba la sensación de desprender una luz lejana y profunda.
¡Esa sí que es una mujer inteligente!, pensó Satterthwaite, contemplándola con admiración. Me gustaría saber cómo es en realidad.
Pero esta vez se refería a su mente, no a su cuerpo.
La mujer arrastraba las palabras como se estilaba en aquel momento.
—Querida, no fue posible. Quiero decir que algunas cosas son posibles y otras no lo son. Estas no lo eran. Simplemente pretendían serlo.
Estas eran justamente las nuevas palabras de moda: «pretendían serlo».
Sir Charles agitaba con vigor una coctelera mientras hablaba con Angela Sutcliffe, una mujer esbelta, de cabellos grises, boca maliciosa y ojos hermosos.
Dacres estaba hablando con Bartholomew Strange.
—Todo el mundo sabe lo que ocurre con el viejo Ladisbourne. Lo sabe todo el establo.
El capitán era un hombre bajo y pelirrojo, de expresión zorruna y voz chillona. Llevaba un bigotito ridículo y era un poco bizco.
Junto a Satterthwaite estaba sentada la señorita Wills, cuya obra Dirección única había sido aclamada como una de las más ingeniosas y atrevidas que se habían estrenado en muchos años en Londres. La señorita Wills era alta, delgada, de mentón achatado y cabellos rebeldes. Llevaba gafas y vestía un traje verde claro. Su timbre de voz era alto, sin la menor distinción.
—He estado en el sur de Francia —explicaba—, pero no me divertí mucho. No es un sitio simpático. Aunque para mi trabajo me es muy útil conocer esos lugares donde ocurre todo, ¿sabe usted?
Satterthwaite pensó: Pobre mujer. El éxito la ha arrancado de su hogar espiritual, una casa de huéspedes en Bournemouth. Ahí es donde le gustaría estar. Se maravillaba de la diferencia que existe entre las obras y sus autores. Aquel «hombre de mundo», como se imaginaba uno a Anthony Astor al ver alguna de sus obras, no aparecía por ningún lado en la señorita Wills. Sin embargo, advirtió que la mirada de sus ojos azul pálido reflejaba una gran inteligencia. Ella le miraba fijamente en aquel momento, como estudiándole, cosa que le desconcertó. Parecía querer grabar sus facciones en su memoria.
Sir Charles estaba sirviendo los cócteles.
—Permítame que le traiga un cóctel —dijo Satterthwaite, levantándose ágilmente.
—Encantada —aceptó la autora con una risita.
Se abrió la puerta y Temple anunció a lady Mary Lytton Gore, al señor y la señora Babbington y a la señorita Lytton Gore.
Satterthwaite le llevó un cóctel a la señorita Wills y luego se acercó a lady Mary Lytton Gore. Como se ha dicho antes, tenía debilidad por los títulos.
Además de ser un esnob, le gustaban las damas e indudablemente lady Mary lo era.
Al quedarse viuda con una hija de tres años y en mala situación económica, se trasladó a Loomouth, donde alquiló una casa modesta en la que vivía desde entonces acompañada de una fiel sirvienta. Era alta y delgada, y parecía más vieja de lo que era en realidad, pues tenía solo cincuenta y seis años. Su expresión era dulce y algo tímida. Adoraba a su hija, pero estaba algo alarmada por su comportamiento.
Hermione Lytton Gore, más conocida, no se sabe por qué razón, por el nombre de Egg, era muy distinta a su madre. Parecía mucho más enérgica. No era lo que el señor Satterthwaite llamaba una mujer hermosa, pero sí atractiva. La causa de ese atractivo estribaba, según él, en su vitalidad. Daba la sensación de tener más vida que cualquiera de los que estaban en aquella habitación. Su cabello era oscuro, sus ojos grises y su estatura mediana. Había algo en aquellos cabellos ensortijados, en la límpida mirada de sus ojos grises, en la curva de sus mejillas y en su risa contagiosa, que respiraba juventud y vitalidad.
En aquel momento estaba hablando con Oliver Manders, quien acababa de llegar.
—No comprendo que navegar pueda aburrirte tanto. Antes te gustaba.
—Egg, querida, todos crecemos —replicó Oliver, un joven simpático, de unos veinticuatro años. Se notaba en él algo extraño, algo extranjero, algo en cierto modo poco inglés.
Otra persona miraba también a Oliver. Un hombre bajo con la cabeza en forma de huevo y con unos mostachos que proclamaban su condición de extranjero. Satterthwaite había recordado a Poirot el día en que se conocieron. El detective se mostró muy afable, aunque él sospechó que exageraba adrede su extranjerismo. Sus brillantes ojillos parecían decir: «¿Esperáis que yo sea el bufón? ¿Que os distraiga con mis gracias? Bien, se hará tal como deseáis».
Pero en aquel momento no había el menor brillo en los ojos de Poirot. Tenía un aspecto grave y un poco triste.
El reverendo Stephen Babbington, párroco de Loomouth, entró en la habitación y se reunió con lady Mary y el señor Satterthwaite. Era un hombre de unos sesenta años, de ojos cansados y unos modales tan tímidos que desarmaban a cualquiera.
—Tenemos suerte de que sir Charles viva en nuestro pueblo —afirmó, dirigiéndose a lady Mary—. Ha sido muy bueno, muy generoso. Es un vecino muy agradable. Estoy seguro de que lady Mary estará de acuerdo conmigo.
—Le aprecio mucho. El éxito no le ha echado a perder. En muchos aspectos, es todavía un chiquillo —manifestó con una cariñosa sonrisa.
La camarera se acercó con la bandeja de los cócteles, mientras Satterthwaite pensaba en lo maternales que son todas las mujeres. Desde su punto de vista bastante victoriano, no dejaba de aprobarlo.
—Mamá, puedes tomar un cóctel —dijo Egg, acercándose a la dama con una copa en la mano—, pero solo uno.
—Muchas gracias —aceptó lady Mary con sumisión.
—Creo —murmuró el señor Babbington— que mi mujer me permitirá que tome uno —Se rió suavemente con una risita angelical.
Satterthwaite miró a la señora Babbington, que estaba hablando con sir Charles sobre los abonos.
Tiene unos ojos muy bonitos, pensó.
La señora Babbington era una mujer fornida y desaliñada. Parecía llena de energía y libre de todo pensamiento mezquino. Como había dicho Cartwright, era muy agradable.
—¡Dígame! —preguntó lady Mary dirigiéndose a Satterthwaite—, ¿quién es la joven con quien hablaba usted cuando hemos entrado, aquella que va de verde?
—Es el dramaturgo Anthony Astor.
—¿Qué? ¿Esa joven insignificante? ¡Oh! —se irguió—. ¡Qué desencanto! No tiene el menor aspecto de… es decir, más bien parece una niñera poco eficiente.
Era una descripción tan acertada del aspecto de la señorita Wills que Satterthwaite se echó a reír. El señor Babbington paseó su mirada por la habitación. Bebió un trago de su cóctel y tosió un poco. Sin duda no está acostumbrado a esas mezclas, pensó divertido Satterthwaite. Aquello era para él una señal de modernidad, pero no le gustaba. El señor Babbington bebió un largo sorbo con determinación y, haciendo una mueca, exclamó:
—¿Es aquella mujer de allí? ¡Oh, querida…! —dijo y se llevó la mano a la garganta.
Se oyó la voz de Egg Lytton Gore.
—Oliver, me recuerda usted a Shylock.
Eso es, pensó Satterthwaite, no es extranjero, es judío.
Formaban una bonita pareja: los dos tan jóvenes, tan simpáticos.
Un ruido a su lado le distrajo. El señor Babbington se había puesto en pie y se tambaleaba. Su rostro estaba congestionado.
Fue la voz de Egg la que atrajo la atención de todos los presentes, aunque lady Mary ya se había levantado y extendía hacia él sus temblorosas manos.
—¡El señor Babbington se encuentra mal! —gritó Egg.
Strange corrió hacia el hombre que se tambaleaba y lo llevó casi a rastras hasta un diván, al otro extremo de la habitación. Los demás rodearon al enfermo con la intención de ayudar, pero sin poder hacer nada.
Dos minutos después, Strange se levantó y meneó la cabeza. Habló con brusquedad, consciente de que la situación no era como para andarse con rodeos:
—Lo siento, está muerto.