CUANDO Lena Rivero abrió los ojos, observó que la gente la miraba con divertido interés. En verdad, no todos los días se le ofrecía a la ciudad el espectáculo de una elegante dama columpiándose en las cadenas de la Universidad, con un cacto en la mano…
Rompió a reír al darse cuenta de ello. Sentía deseo de gritarles: «¿Por qué ese asombro, amigos? ¿No me reconocéis? ¡Soy “Ranita”, la pequeña de “La Uva de Oro”! Y estas cadenas son mías. Me pertenecen. Las he ganado, como Sancho el Fuerte, por derecho de conquista, en reñidas batallas contra los chicos del barrio».
Desde luego, nadie hubiera reconocido, en la popular escritora Lena Rivero, a aquella muchachita flaca y traviesa que años antes traía en jaque a toda la vecindad. En realidad, ya nadie se acordaba de los Rivero. Hay familias —como hay pueblos— llamadas a desaparecer. Familias señaladas por la Fatalidad con un destino nómada que las conduce a su total aniquilamiento. A este tipo de familia pertenecían los Rivero. Los Rivero habían pasado por la ciudad sin echar raíces. Sin formar, como los Quintana, una apretada tribu, que iba creando intereses, creando afectos, tomando posesión de todas las actividades de la vida pública, en razón directa a su fecundidad y a su carácter sedentario. Pero los «aguiluchos» habían volado, y entonces ya no les recordaba nadie en Oviedo.
Lena Rivero se encogió de hombros. En fin, quizá fuera mejor que nadie los recordase. Deseaba pasar inadvertida. Su viaje a la ciudad no tenía otro objeto que volver sobre un pasado —ya remoto, puesto que se había hundido en la anteguerra— y extraer de él los recuerdos que empezaban a borrársele de la memoria.
Cuando Magdalena Rivero llegó a Oviedo, recibió la impresión que recibe todo viajero al entrar en esta ciudad por la Estación del Norte. Una avenida recta, flanqueada por edificios modernos, le ofrecía la perspectiva de una ciudad vulgar, estandarizada… Pero Lena sabía que Oviedo iba a darle algo más que esto. Tenía que darle algo más que el saludo indiferente de aquellas calles tiradas a cordel, que podían ser las calles de una ciudad cualquiera. Y, en efecto, Oviedo se le entregó cuando Lena se detuvo ante la Universidad y acarició con emoción sus centenarias cadenas. La historia de los Rivero estaba ligada a ellas. Estaba ligada al alma de la ciudad, al viejo Oviedo que se apretaba en torno a la Catedral, como los polluelos alrededor de la clueca.
Recorrió toda la ciudad. La «Muy Noble, Muy Leal, Benemérita, Invicta, Heroica y Buena Ciudad de Oviedo». Títulos que rezaban en una lápida de honor colocada sobre los muros del Ayuntamiento. Y en su peregrinación sentimental fue despertando al espíritu de la ciudad, que dormía agazapado en las estrechas calles de la inmortal Vetusta… Ese espíritu imponderable que ningún ovetense puede burlar sin que el escándalo de aquella emancipación se extienda por la ciudad como una mancha de aceite…
Poco o nada había cambiado el Oviedo antiguo desde que Lena Rivero se había ausentado. El Fontán conservaba el humilde encanto de sus soportales, de su plaza cuadrada. Y era un rincón delicioso el Arco de San Vicente y el jardín descuidado de las monjas Pelayas. La Corrada del Obispo mostraba la misma serenidad augusta de su silencio. Y allí estaba la calle de Salsipuedes, retorciéndose sobre sus escaleras. Y la tranquila calle de San José… Todas las viejas rúas, empinadas y estrechas, continuaban dormitando bajo la niebla, con sus palacios de piedra renegrida y sus casas de paredes desconchadas por la humedad. Calles que olían a hierbas medicinales, a pan caliente, a cera, a santidad…
Algo, no obstante, había desaparecido de aquel retablo que recogió la infancia y la adolescencia de la pequeña Rivero: el Cristo del Pasadizo. El Ecce Homo de la Catedral, que pedía humildemente a los ovetenses reparasen en sus llagas. Lena lamentó la ausencia del gran Amigo ante el cual iba a presentarse, a decir verdad, un poco avergonzada.
Recorriendo los dormidos rincones del Oviedo antiguo, sintióse Lena invadida de una paz infinita, de una tranquilidad de espíritu que no solía disfrutar en su vida ordinaria. Dinámica e inquieta por naturaleza, bebiendo siempre la vida a grandes sorbos, como quien sabe positivamente que en cada uno de ellos puede perderla, sentía de cuando en cuando la llamada de paz de las cosas muertas. Y aquellos bruscos contrastes de su carácter —que oscilaba entre lo real y lo fantástico, entre el llanto y la risa, entre lo tradicional y lo revolucionario, entre el espíritu y la materia— quedaron satisfechos en su visita a la ciudad.
Lena la dejaba dos días más tarde, llevándose en sus pupilas una colección de imágenes que el tiempo había ido borrando de su memoria. Pero se llevaba también clavada la misma duda que la había impulsado a recorrer el escenario de sus recuerdos: ¿Qué había de cierto en aquella leyenda de los Rivero que en el transcurso de varias generaciones no había sido desmentida ni una sola vez?
Con la frente apoyada contra la ventanilla del expreso, que por segunda vez la alejaba de la ciudad, Lena Rivero pensaba en el destino de su familia. En su propio destino… Todo había sucedido así, porque… sí: «Seguramente porque siempre suceden así las cosas», se dijo para tranquilizarse. Tal vez aquello no tuviese otra explicación que la inquietud que los Rivero llevaban en las venas. Se había ido Heidi, porque Heidi era una hembra de los Rivero. Y las hembras de los Rivero eran alas y no pétalos. Pájaros y no flores. Ger había muerto con las botas puestas, porque a Ger le gustaba, como al «Aguilucho», jugar a cara o cruz con el peligro. Y de su muerte se alegraba entonces Lena. Si Ger no hubiese muerto, ¿estaría en el exilio? ¿En la cárcel? ¿Tal vez se habría convertido en un lustroso y gordo estraperlista?… ¡No, no! Mejor que hubiese caído. Los revolucionarios deben morir en la calle, defendiendo su ideal, como el torero en la plaza y el artista en la cumbre de su gloria. Por otra parte, nada había de extraordinario en aquel suceso. Ger había muerto, como tantos millares de muchachos de aquella generación heroica caídos en uno y otro campo.
Bien. ¿Y María?… Tampoco María había sido la única misionera que en Manila había sucumbido, arrollada por la invasión amarilla. ¡Cuántas monjitas blancas habían caído como lozanas espigas segadas por una torpe guadaña! Era estúpido pensar que España se había visto agitada por una Revolución y que la Humanidad entera se había despedazado en una larga guerra para que la leyenda se cumpliera. ¡Estúpido y presuntuoso! Todo había sucedido naturalmente. ¡Naturalmente! Como pasan las cosas en la vida…
Lena Rivero contemplaba, a través de los cristales de la ventanilla, el pequeño valle, envuelto en un manto de fina niebla. Un paisaje quebrado, verde y dulce, que contrastaba con la aridez viril y ancha de la meseta. Las cercanas montañas clavaban sus picachos en un cielo de sucio algodón en rama. Pequeñas colinas y desniveles y una vegetación exuberante obligaban al expreso a retorcerse, ondulándose como una serpiente negra que reptase entre surcos y malezas.
Lo contemplaba todo distraída, sintiendo que seguía martilleándole la idea que nunca se había apartado de su mente. Su viaje a la capital del Principado le había hecho revivir los recuerdos de su infancia y de su adolescencia. Pero ni los personajes, ni el ambiente, ni los sucesos, vividos otra vez con intensidad, contestaban a la pregunta que Lena se venía haciendo desde niña: ¿Qué habría de cierto en la curiosa leyenda que los Rivero arrastraban como una cadena?
Madrid, octubre de 1950.