DURANTE los primeros días de febrero del año 1935 cayó una espesa nevada sobre la capital. Los viejos aseguraban que no se había visto otra por el estilo. En ciertas calles y plazas poco transitadas llegó a levantar la nieve medio metro, dejando a la vecindad prácticamente incomunicada. El parque de San Francisco presentaba el fantástico aspecto de una selva de los países del Norte en la época invernal: los estanques helados; las ramas de los árboles inclinándose bajo el peso de la nieve; un silencio de muerte en las avenidas… En los jardines de Porlier, en el Bulevar, en la plaza de la Escandalera, los muchachos fabricaban estatuas con la nieve y organizaban encarnizadas batallas, cuyos blancos proyectiles alcanzaban a los pacíficos transeúntes que iban o regresaban de su trabajo.
Lena Rivero, naturalmente, tomó parte una mañana en una de aquellas escaramuzas callejeras. ¡Resultaba tan divertido!…
Había salido de casa para entregar en la Delegación de Hacienda la remesa de los recibos de la Contribución. Y siguiendo su costumbre, nunca olvidada, se entretuvo deambulando por las calles, mientras sentía bajo sus pies ateridos la frialdad de la nieve. Tenía los zapatos rotos, lo cual no constituía una novedad, pero aquel día, más que nunca, se le hacía sentir esta circunstancia. ¡Si tuviese unas «katiuskas»!…
Las «katiuskas», que con el ímpetu arrollador de una moda práctica se habían posesionado de la ciudad, la tentaban desde los escaparates de las zapaterías, con un precio bastante razonable: treinta y cinco pesetas. Sin embargo, ni esas pesetas tenía Lena Rivero aquel invierno crudo que siguió al otoño espléndido de la Revolución. Las dos hermanas habían trabajado mucho aquellos meses. Más que otros años. Pero aunque la familia se había reducido casi a la mitad, faltaba el sueldo de Ger y cada vez era menor el número de objetos que podían enajenar, convirtiéndolos en dinero.
Bajo el fino y raído abrigo azul que el tinte negro había remozado apenas, Lena tiritaba de frío y contemplaba, como un sueño imposible, aquellas botas altas que se ofrecían tras los cristales de los escaparates, empañados por el vaho caliente del interior. De vez en cuando sacudía la nieve con un movimiento rápido de cabeza y se frotaba las manos…
«No, eso no puede continuar así, Magdalena Rivero —dijo a su propia imagen reflejada en el cristal del escaparate—. Hablaré con María y tomaremos una determinación. ¡Todo menos seguir pasando frío y hambre! Todo menos seguir viviendo esta miserable vida, que no va a conducirnos a ninguna parte.»
Ni su escasa cultura, ni su falta de preparación para enfrentarse con la vida habían retenido a Lena hasta aquel día. No la detenía el temor a que alguien interceptase su viaje. Precisamente la había detenido el hecho de sentirse libre. El pensar que nadie seguiría sus pasos cuando se ausentase de su vieja ciudad. La retenía en Oviedo la seguridad de que sus ansias de vuelo iban a convertirse en realidad… ¿Por qué apresurarse entonces si el espacio infinito se le ofrecía, sin que nada ni nadie se interpusiese entre ella y el azul?
Estas consideraciones se hacía Lena para justificar aquella espera. Pero se las hacía porque no se atrevía a confesarse que otro motivo la retenía en Oviedo.
Reflejado en la luna de aquel escaparate de calzados, contemplaba el Palacio de la Diputación, recortándose soberbio sobre el paisaje nevado. Maravilloso, fantástico, como el hermoso palacio de un cuento de hadas… Sin embargo, en aquel palacio de ensueño se venían celebrando, desde la Revolución, los juicios sumarísimos contra los encartados en los sucesos. Ni un solo día faltó Lena al Palacio de la calle de Fruela a la hora en que llegaba el coche de los presos que habían de ser juzgados aquel día. Tenía la seguridad de que su hermano no se encontraba entre ellos. Pero tal vez otra cabeza rubia y despeinada, unos hombros viriles, unas manos encallecidas por el trabajo…
Lena había pensado mucho aquel invierno en cierto muchacho alto, de ojos claros, de movimientos bruscos y plebeyos, que se había descubierto con respeto ante el cadáver de la señora Rivero. Y le sucedía con él algo muy curioso: el rostro del minero, desdibujado casi en su memoria, acababa por identificarse con el rostro del Príncipe de Asturias, que también se había borrado de su mente arrollado por los acontecimientos. Uno y otro, como dos sombras fundidas en una sola, tenían, por fin, la sonrisa franca de Ger y la luminosidad inquieta de sus ojos… Los ojos claros de Ger y su sonrisa fresca seguían acompañando a la muchacha como un talismán extraño. Muchas hojas tenían que desprenderse del almanaque antes de que la influencia que su hermano ejercía aún sobre ella pasara a ser, como Heidi, el recuerdo de una época de su vida.
Dirigió Lena Rivero una última mirada a las «katiuskas» que no podía alcanzar, alentó sobre sus manos ateridas y continuó caminando.
Los gritos de los muchachos que jugaban en la plaza de la Escandalera la hicieron olvidarse de su pobreza, del frío que la atenazaba y hasta de sus recuerdos. Contestó al saludo de los estudiantes con sus bolas de nieve, y se enredó con ellos en una alegre batalla.
Cuando llegó a su casa, al mediodía, luchando palmo a palmo con aquella barrera que sitiaba a los vecinos de la calle de San José, tenía rojas las mejillas y sentíase tan feliz como en el tiempo lejano en que jugaba entre las ruinas de la Fortaleza. Fue María la que abordó aquella misma tarde la situación que habían de resolver:
—Hermana, es preciso que hablemos —dijo serenamente.
—Yo marcharé de Oviedo esta primavera —contestó Lena, resuelta, mientras miraba a través de los cristales de la galería el paisaje nevado.
—Lo sé. Nada podría detenerte. Por eso no me molesto en aconsejarte que trates de resolver aquí tu vida. No lo harías…
Y después de una pausa, que estuvo a punto de estrangular el diálogo, continuó María:
—También yo tengo mis proyectos. He esperado hasta hoy, porque en verdad me apena separarme de vosotras. El espíritu está pronto, pero la carne es débil… Y los afectos humanos nos atan como cuerdas de calabrote. Sin embargo, por encima de todos los afectos, está algo que me arrastra, algo que me ha arrebatado siempre de la Tierra. Y… ¡hay también una promesa que cumplir!
—¿Una promesa, María? ¿Qué has prometido?
—Mi vida por la salvación de Ger.
Y María sonrió sencillamente, como sonreían siempre los Rivero cuando jugaban a cara o cruz con la muerte.
—Espero que el Señor la haya aceptado, puesto que los dos ganamos en el trato un alma que a los dos nos interesa muchísimo.
Lena miró a su hermana con curiosidad. Le parecía que María se transfiguraba. Sus cabellos dorados tenían, alrededor de su cabeza, el brillo pálido de una aureola. Y sus manos, tan blancas y transparentes como las de la señora Rivero, al moverse en el aire tomaban la cándida nitidez de las manos de una monja. Hasta le pareció que olían a incienso, a eternidad.
—Quiero ser misionera —dijo María de un modo natural, como quien habla de ejercer una profesión cualquiera—. ¡Es tan grande la deuda que tengo contraída con el Señor!… Él ha sido muy generoso conmigo y yo no quiero regatearle almas ni sacrificios.
Lena observó a su hermana con admiración. Con una admiración en la que había un poco de sobresalto.
—Eso quiere decir que te irás lejos… A esos poblados horribles, perdidos entre selvas, llenos de enfermedades y de muerte… ¿Estás loca, María?
—Un poquito, sólo un poquito, Lena… ¡El aire de familia! —le contestó María, bromeando.
Lena bajó los ojos, sonrojándose levemente. María fingió no reparar en ello.
—Tú necesitas la pequeña gloria —continuó—. Una gloria hecha de vanidad de vanidades… Nada tengo que reprocharte, Lena. Sólo quiero advertirte que no está en ella la felicidad. Nunca encontrarás en ella la dulce paz que el espíritu ansía, la plenitud del alma que sólo busca a Dios. Y eso es lo que deseo. Lo que yo busco. ¡Yo sí que soy ambiciosa! «Una auténtica Rivero», como tú dices…
Lena escuchaba a su hermana tamborileando con los dedos sobre los cristales y mirando distraída, a través de ellos, el paisaje blanco que reverberaba bajo el cielo plomizo del atardecer. Bien. Se marchaba María, como se habían ido los otros. Como ella misma se iría cuando la primavera reverdeciese los campos.
Estaba claro que, con leyenda o sin ella, los Rivero no formaban una masa compacta e indestructible, como solían formarla otras familias. Allí estaban los Quintana, prototipo de cohesión y unidad. El hogar de tío Pedro, por ejemplo, daba vida a otros hogares que seguían gravitando en torno al hogar matriz. El de los Rivero, no. Los hogares que formaban los Rivero siempre estaban divididos en pequeños estados autónomos, casi anárquicos, cuya aspiración suprema era la emancipación total. Los Rivero se defendían y se toleraban mientras se respetaban mutuamente, pero Lena sabía que serían capaces de destrozarse entre ellos como tiburones si trataban de cortarse la libertad de acción. Bastábale a Lena echar una ojeada en torno suyo para convencerse de ello, si no lo estuviera ya. En casa de los Quintana todo era igual, uniforme. Individuos y habitaciones se confundían en una masa gris, carente de personalidad. La habitación de Blanca podía ser la de Eloísa o la de Jaime, y cambiaba de aspecto sólo cuando cambiaba la moda. La rebeldía innata de los Rivero se manifestaba en todos los detalles de su vivir y saltaba en cualquier momento, como salta la chispa al frotar con violencia dos pedernales. Porque los Rivero eran como un collar de cuentas de colores, engarzadas por el débil hilo rojo de la sangre. Iguales y diferentes. Imposible de mantener unidas una vez rota la trama. No importa que el collar se hubiese roto por una cuenta o por otra. Todas se dispersaban cuando una de ellas —cualquiera— iniciaba la desbandada.
Eran también como un poderoso alud —pensaba Lena, a la vista de la nieve—. Un pedazo de nieve se desprende. Después, otro pedazo… Pasa un pequeño intervalo antes de que una nueva porción se precipite. Pero de pronto, algo vital se estremece y el bloque se desmorona… Primero, el «Aguilucho». Después, Heidi. Y tras un compás de espera —siempre breve en la historia de la familia—, la señora Rivero y su primogénito… Y ahora ellas… Al despedirse aquella tarde las dos muchachas, la familia Rivero podía darse por liquidada.
Sin apartar la vista de la nieve, dijo Lena, con un soplo de voz:
—¿Cuándo te vas, María?
—Pronto… Tal vez dentro de esta semana. Todo está ya ultimado. Tú cobrarás los recibos, liquidarás las cuentas y…
—¿Lo has pensado bien, María?… —preguntó Lena por decir algo.
—Tú sabes bien que sí. Desde niña he soñado este momento. ¿Para qué retrasarlo?
Sin mirarse, sonrieron las dos hermanas. Tenían las caras pegadas a la ventana y el frío de los cristales mitigaba el calor de sus encendidos rostros. La pequeña dijo, después de un silencio embarazoso:
—Yo pensaba decírtelo cualquier día… Necesitaba irme. Era forzosa nuestra separación. ¡Tengo tantos proyectos! ¡Tantos deseos!… Siempre ha sucedido esto a los Rivero, ¿verdad María?… Esta inquietud, esta maravillosa ansia de vivir, de buscar aventuras, fue siempre, en todos los miembros de nuestra familia, mucho más fuerte que los lazos que nos unen.
Suavemente, le replicó María:
—Es cierto, Magdalena Rivero. También es tradicional en la familia que alguien rece mientras otros cantan… Y ese alguien, en nuestra generación, quiero ser yo. Por nuestro Ger. Por Heidi. Por ti misma…
La pequeña campana de las monjas dejó oír su sonido parsimonioso, llamando a Refectorio. Era como la rúbrica sencilla de aquella trascendental conversación. Dentro de la galería del desmantelado hogar de los Rivero acababan de sellarse dos destinos. La noche se cerró lentamente sobre el blanco silencio.
Lena tiró una moneda a lo alto.
«¿Cara o cruz?», se preguntó, recordando el lema del «Aguilucho».
Pero casi antes de que la moneda cayese al suelo ya se había encaramado sobre el armario ropero, buscando la maleta de su padre. La vieja maleta de piel de cerdo que tan bien conocía todas las rutas del continente americano. Y acarició la maleta amigablemente, porque la cruz y la cara de la moneda llevaban ansias de vuelo.
—Bien, ¡a Madrid! —dijo—. De momento iré a Madrid. Está decidido. Más adelante, ¡quién sabe!
Desde aquel día empezó a preparar su viaje, redoblando su actividad, que nunca fue pequeña. Empezó por liquidar cuanto representaba un recuerdo de la vida y hacienda de los Rivero. Aquellos preparativos de viaje le recordaban a Lena la mudanza de la calle de la Universidad. Pero entonces era toda la familia la que se trasladaba, llevándose consigo los enseres que constituían su ajuar. Ahora se iba ella sola, llevándose en la histórica maleta de los Rivero toda su fortuna: sus escritos, sus pinceles y los menudos tesoros que durante tantos años había guardado el pupitre de hule negro del «Aguilucho».
Al fin, Magdalena Rivero se iba de la ciudad que siempre había amordazado su inquietud con su ambiente asfixiante. Pero ahora que se marchaba le parecía que la ciudad entera se le había metido en las venas, que siempre la llevaría consigo en el recuerdo, aunque sobre su memoria se le fueran grabando huellas de otras ciudades. Oviedo había sido siempre su gran amigo. Tan grande y tan querido como es, para la casa solariega, el patio familiar. Aunque el patio tenga rejas y celosías. Y Oviedo era su patio. Sus estrechas callejuelas, la plaza de El Fontán con sus soportales, el Arco de San Vicente, la escalonada calle de Salsipuedes, los pasadizos de la Catedral, gozaban de su especial predilección. Le agradaba recorrerlos en los grises y melancólicos atardeceres, sorprendiéndolos con su visita. Era como si se posesionase de sus encantos que otros dejaban pasar inadvertidos. ¡Con qué deleite acariciaba Lena sus centenarias piedras y escuchaba el rumor suave de las fuentes que lloraban, en los tristes atardeceres, su soledad!… Sí. En aquellos atardeceres grises, Magdalena Rivero apretaba entre sus dedos el corazón de Oviedo para escuchar su latido. Pero el corazón de Oviedo latía, por aquellos días, dolorosamente. Por todas partes ruinas, rencores, odios, delataban el paso de la Revolución sobre la ciudad.
«Paz. Ya tenemos paz —se atrevían a asegurar los que vivían al margen de la realidad en aquel año de 1935—. Gracias a Dios ha pasado la nube negra que no tenía más remedio que descargar algún día sobre la nación. Y esta amarga experiencia nos enseñará a vivir…» ¡Qué gran equivocación! No. No había paz en los corazones. No había paz en los espíritus.
Lena empezó a comprender, por aquella época, que no siempre los ideales puros arrastran a las personas hacia una meta. También contaban los sentimientos. Y los intereses. ¡Qué difícil resultaba compaginar los sentimientos con la razón y elevarse en alas de un ideal sobre todas las materialidades!… Cuando recordaba a su hermano sentía que la bandada de mariposas negras empezaba a zumbarle alrededor de las sienes. «¿Y Ger? ¿Dónde estará Ger? ¿Dónde habrá caído?», se preguntaba con frecuencia en su constante deambular por las dormidas calles de la ciudad. Nadie sabía dar cuenta de la muerte del último Rivero. Y Lena volvía a pensar en la leyenda odiosa, que se había adornado con un nuevo florón.
Desde la ventanilla de su departamento de tercera clase, Lena Rivero se despedía de la ciudad, tratando de recoger en sus pupilas la última estampa que Oviedo le ofrecía. La estampa de aquella vieja estación de ladrillos rojos, que le era tan familiar. Sobre el andén, ya despejado de viajeros, se destacaba la menuda silueta de tía Mag, más encogida, más asustada que nunca. Se movía torpemente, de un lado a otro, palpándose de cuando en cuando el bolso que temía extraviar. Al localizar a Lena en una ventanilla, sonrió. Parecía querer decirle con su sonrisa: «Vete tranquila, Nita. No te preocupe dejarme. No quedo sola».
Desde luego, tía Mag no quedaba sola. Tía Mag era una Quintana y al seno de los Quintana se volvía, como la gota de agua vuelve al mar después de remontarse en una nube. Lena quiso instalarla, antes de partir, de modo que pudiera vivir con independencia. Tres huéspedes no le darían mucho trabajo y la permitirían vivir con cierta holgura. Tía Mag rechazó la idea con un gesto tal de desolación que su sobrina no volvió a insistir sobre ello. Comprendía. Tía Mag no era una Rivero, sino una Quintana. Dotarla de independencia era como dejarla en medio de la calle, a la intemperie.
Y tía Mag se volvió al seno de los Quintana, como la gota de agua vuelve al mar. Su misión con los niños Rivero había terminado. Y allí estaban, saliendo de la cuna, los hijos de sus sobrinos. Gordos. Rubios. Pacíficos… Otra generación de niños Quintana a los que acunaría en sus brazos con amor, a los que contaría los mismos cuentos y las mismas leyendas de la ciudad, a los que acompañaría al parque de San Francisco, vigilando a las amas y a las niñeras. Y después, otra vez las pequeñas alcahueterías de una tía cariñosa; la emoción de las notas brillantes de los muchachos; los noviazgos de las niñas…
Lena le había dicho en una ocasión: «Cuando consiga lo que deseo, tía Mag, volveré a buscarte y te llevaré conmigo». La señorita Quintana rechazó suavemente la invitación: «No, Nita, yo no me iré. Ven a verme cuando puedas…».
¿Para qué? Parásita y humilde como la hiedra, tía Mag se había agarrado al viejo tronco, que no quería abandonar. Allí estaba su vida, sus ilusiones, siempre latiendo al compás de otro corazón. Las palabras libertad, independencia, ausencia, no figuraban en el vocabulario de la mínima y descolorida señorita Quintana.
Y allí estaba, sobre el andén, desconcertada, triste, mirando a todos lados asustada y palpándose el bolso con sobresalto. De pronto se le ocurrió otra idea, que la alarmó más que la posible pérdida del bolso, y buscó con los ojos a su sobrina. Sonrió. Se acercó más al coche. Estrechó entre sus manos encallecidas la que Lena le tendía, y le recomendó:
—¡Cuídate mucho, Nita! Y…
Se le estranguló la voz en la garganta. Tuvo que hacer un esfuerzo antes de recomendarle:
—… y no salgas sola con ningún hombre. Los hombres… ya se sabe lo que buscan los hombres.
Sonrió Lena. ¡Beatífica tía Mag!
—¡Cuídate tú! —le gritó desde la ventanilla—. ¡Quiero encontrarte muy buena y muy guapa cuando regrese!
Bien. Ya estaba dicho todo. Entonces, ¿por qué no arrancaba el tren? Esta pregunta debían hacérsela también los demás viajeros, ya que las conversaciones se adelgazaban, las recomendaciones se extinguían… Tanto los que partían como los que permanecían en el andén deseaban que el tren saliese, para acabar de una vez con aquellas frases cruzadas forzadamente, repetidas una vez y otra vez: «¡Que te cuides!… ¡Que escribas!… ¡No dejes de visitar al señor Ferrer!… ¡Cómprame la revista que te he anotado!…».
Pero el tren no acababa de arrancar. El reloj no le daba la salida. Ningún reloj conoce tan bien como los relojes de las estaciones el juego de los minutos largos y los minutos breves. Unas veces sus minutos pasan veloces. Otras hacen pensar que las manecillas se han quedado dormidas en el duro y blanco lecho de la esfera. Un juego apropiado para destrozar los nervios de los viajeros.
Cuando Lena llegó a la Estación del Norte la tarde en que partía de la ciudad, faltaba casi una hora para llegar el expreso. Una hora que medía su impaciencia con una lentitud desesperante. Pero llegó el expreso y las manecillas se volvieron locas apurando a los viajeros. Todos se apresuraban a asaltarlo, sin dejar apearse a los que llegaban. Niños, bolsos de mano, sombrereras, maletas, entraban y salían por las ventanillas, entre protestas y disculpas de unos y otros… Una vez instalados, las manecillas del reloj, tercas en su juego, volvían a quedarse quietas, demostrando lo inútil de aquella prisa.
Lena miraba a tía Mag. Tía Mag la miraba a ella sin saber qué decir. De pronto le pidió Lena:
—¡Tía Mag, cómprame churros! ¡Quiero churros!
La señorita Quintana se volvió hacia la puerta de salida, que Lena le señalaba con el gesto, y vio aparecer por ella a «El Calentitos». «El Calentitos» había sustituido a la churrera de la calle de El Sol, sin otra desventaja para los moradores de la ciudad que la de traducir al castellano el misterioso grito del vendedor ambulante. Aquel pregón en tres tiempos de la churrera habíase transformado en un quejido salvaje, lanzado a quemarropa por un fantasma blanco, de alto gorro, como el de un cocinero que colgaba de su cuello una amplia cesta.
—¡… kaantitúaaaa!
«El Calentitos», después de lanzar su pregón al viento, empezó a pasearse por el andén, dando grandes zancadas. Tía Mag se acercó a su cesta, compró un paquete de churros… Pero entonces, inesperadamente, arrancó el tren.
Lena sacó medio cuerpo fuera de la ventanilla, agitó su pañuelo e intentó decir algo. El adiós se le ahogó en la garganta.
A medida que se alejaba el tren de la estación, la silueta vacilante de tía Mag se iba empequeñeciendo, se iba desdibujando… Acabó por ser un puntito negro sobre el andén. Aquel puntito era ya todo cuanto le quedaba a Lena Rivero en Oviedo.
El expreso empezó a acelerar la marcha al pasar bajo el Puente de los Pilares. Lena se despidió del acueducto —ya mutilado— que tantas veces había sido testigo de sus correrías por las verdes laderas del Naranco. Un minuto más tarde, el Puente de Buenavista la despedía. El puente sobre el que tantas veces había soñado con aquel viaje que entonces la arrancaba de la ciudad.
Permanecía en la ventanilla, recogiendo en sus pupilas el paisaje de la periferia, las casas miserables de los suburbios, los edificios nuevos del ensanche, el Hospital, el Stadium, el Depósito de Agua, la Plaza de Toros… Y, destacándose sobre el caserío apretado en torno a la Catedral, la aguja gótica de su torre, mostrando las recientes heridas producidas por la metralla revolucionaria.
Poco a poco la ciudad se iba fundiendo en el fondo gris y verde del paisaje, hasta que una quebrada del terreno la borró por completo del horizonte.
Lena reclinó la frente contra los cristales. Cerró los ojos. Apretó los labios. Y oprimió instintivamente entre sus dedos el reloj del «Aguilucho», que siempre llevaba colgado al cuello. El reloj que en el reverso de su tapa llevaba grabado el lema de los Rivero: «Cara o cruz».