AQUELLA noche de octubre tiñó de rojo el cielo de la ciudad. Un cielo maravillosamente azul y transparente, como pocas veces disfruta una provincia que vive de ordinario envuelta en nieblas. Un cielo que parecía mostrarse indiferente al drama que en las calles se estaba desarrollando.
Aunque apartada del centro y casi incomunicada con el exterior, a la casa de los Rivero llegaba, con pequeñas intermitencias, el estampido ronco de los cañones emplazados contra la capital, el constante tableteo de las ametralladoras y los disparos de la fusilería. También empezó a llegar, cada vez más penetrante, un olor raro, que hizo pensar a Lena que tía Mag había metido en el fuego algún objeto extraño. El carbón se había agotado y, en casa de los Rivero, como en todas las casas de la ciudad, empezaban a quemarse zapatos viejos, sillas desvencijadas y todo cuanto pudiera arder con facilidad y no fuese imprescindible.
En broma dijo Lena a su hermana:
—Apostaría dos duros a que tía Mag ha echado al fuego tus zapatillas. ¡Huele a chamuscado!
María olfateó el aire y abrió completamente la ventana por la que se colaba aquel olor.
—No, no es en la cocina. ¡Es un incendio! Un incendio y muy próximo a esta casa. Tan próximo que… ¡escucha!…, ¿no oyes un crepitar, como de leña seca?… ¡Oh, Nita, mira el cielo!… Se está tiñendo de rojo.
En efecto, el oscuro azul del cielo, despejado de toda nube, comenzaba a clarear como alumbrado por un reflector gigante.
—¡El incendio es al otro lado, hacia la Catedral! —le contestó Lena, volviéndose de espalda a la galería y sacando medio cuerpo fuera de la ventana—. ¡Vamos a los balcones! Desde ellos podremos verlo.
Corrieron alarmadas por el pasillo, tropezando con tía Mag, que iba a anunciarles aquel nuevo y desagradable suceso.
—¡Jesús, dulce Jesús! ¿No están quemando el Palacio Episcopal, esos condenados?… ¡Esto es el fin del mundo! Lo dicen las Sagradas Escrituras.
Una vez más la curiosidad había vencido al miedo y todos los vecinos de San José se habían precipitado a los balcones y hasta salían a la calle para poder contemplar aquel espectáculo. El fuego había tomado tal incremento, que el Palacio del Obispo, como una enorme pira, lanzaba al cielo azul sus llamaradas rojas.
De vez en cuando se oía el estallido ronco de una viga que se desplomaba estrepitosamente. Y después… ¡otra vez el crepitar de la madera seca!
Pachín subió aquella noche a casa de los Rivero y les dijo en tono confidencial:
—¡Esto se acaba, niñas; esto se acaba! Las tropas del Gobierno entrarán en la ciudad de un momento a otro. Se dice que han coronado ya el Naranco. Es cosa de horas su entrada. ¿No veis que estos miserables están quemando a Oviedo a la desesperada?
—¿Quemando a Oviedo? —protestó Lena, con un hilo de voz—. ¡No! ¡No es posible! ¡No pueden quemar a Oviedo!
—¿Que no pueden?… ¿Quién te ha dicho que no pueden?… Voluntad no les falta. Ni gasolina. Y no lo dejarán por falta de cerillas… ¡digo yo!… ¡Ya veremos lo que queda mañana de la Universidad!
—¡No! ¡Eso es mentira!… ¿Por qué van a quemar la Universidad?
—¡Toma!… Porque les da la gana. ¿En qué quieres que se entretengan esos bandidos si saben que ya tienen perdida la partida?
Y Pachín se frotaba las manos, regocijado:
—Bien está que lo hagan. ¡Ya se han desenmascarado!
Lena no podía comprender entonces aquella satisfacción que Pachín experimentaba, mientras Oviedo se retorcía bajo el látigo del fuego. Pues no era sólo el incendio del Palacio Episcopal el que alumbraba el cielo con sus llamaradas. Gruesas columnas de humo empezaban a levantarse por todas partes, envolviendo a todo Oviedo en una nube espesa, caliente y roja, bajo la cual crepitaban y se consumían los más hermosos edificios de la ciudad.
Los comentarios que se hacían sobre los incendios penetraban en casa de los Rivero mezclados con las noticias de los avances de las tropas que llegaban en auxilio de la capital.
Oficialmente, las fuerzas del Gobierno hicieron su entrada en la capital el día 12 de octubre, festividad de la Virgen del Pilar. Pero sólo oficialmente. Las batallas continuaban encarnizadas en cada reducto, en cada fortín. Surgían «pacos» en las buhardillas y desvanes y las calles de la ciudad seguían dominadas por el fuego de las ametralladoras de uno y otro bando, en un ataque seguro por parte de los gubernamentales, en una resistencia suicida por la de los rebeldes.
Pese a su cobardía, Lena salió a la calle tan pronto dejó de oírse el tableteo de aquella ametralladora que parecía emplazada en la misma Corrada del Obispo. Su impaciencia no la permitía aguardar a que la ciudad volviera a la normalidad. Y empezó a caminar sin rumbo fijo, sin saber lo que buscaba, sin darse cuenta del peligro que desafiaba en aquel clima de hostilidad en que se movía.
La primera llaga viva que contemplaron sus ojos fue el Palacio Episcopal reducido a escombros. En las paredes resquebrajadas y tambaleantes, los huecos de balcones y ventanas mostraban la renegrida osamenta… ¡Todo lo que quedaba del Palacio!
Continuó caminando por la calle de San Antonio, alfombrada de cascotes, de cristales, de tejas rotas, de basura… Llegó a Cimadevilla y bajó por la calle Nueva hasta la Universidad.
Allí estaba en pie su piedra centenaria, maciza y ancha como la piedra de una fortaleza. Allí estaba desafiando el fuego, como desafiaba el paso de los siglos. Allí estaban sus muros inconmovibles. Pero sólo sus muros. El interior, como el Palacio Episcopal, era un montón de ruinas.
En el centro del claustro, sobre su pedestal tambaleante, la negra estatua del Fundador parecía un reo carbonizado.
Lena recorrió el claustro, caminando sobre vigas aún humeantes, sobre cascotes de metralla, tejas rotas, cenizas, bidones de gasolina…
Latíale el corazón con tal violencia, que otra vez creyó que iba a fallarle, que de nuevo aquella mano invisible iba a retorcérselo, para dejarla sepultada entre las ruinas. Pero no sucedió así. Sólo sintió que le dolían las piernas con aquel dolor dormido que empezaba recorriendo los nervios con un suave cosquilleo y acababa obligándola a gritar.
Tratando de contenerse, cerró Magdalena los ojos y se agarró con fuerza al pedestal que sostenía la estatua del Fundador. ¡No, no debía gritar!… No debía disgustarse porque la Universidad se hubiese convertido en un montón de escombros. Entre aquellos escombros estaban sepultados sus amigos «Ursus» y «Lupus». Y el ballenato. Y las inquietantes momias de Pompeya y Herculano. Y la biblioteca, una de las mejores de España… Allí estaba sepultada su traviesa infancia. Y estaba lo mejor de la juventud de Ger. Allí estaban las ansias juveniles de tantas generaciones de estudiantes como habían pasado por aquellas aulas… Pero todo aquello, ¿qué podía importarle? ¿No pensaba alejarse de la ciudad, tal vez para siempre?… Aquel no era su mundo. No debía disgustarse. ¡No! ¡No debía gritar!
Pero Magdalena Rivero, incapaz de serenarse ante ningún razonamiento, se rindió una vez más a sus mariposas negras. Y gritó. Y lloró. Y golpeó la resquebrajada arquitectura del pedestal del Inquisidor hasta hacerse sangre en las manos…
Con los puños crispados, mostrándolos desafiantes a un enemigo invisible, se volvía hacia todos lados, preguntando con amargura.
—¿Por qué habéis hecho esto? ¿Por qué? ¿Por qué?…
Caminando como una autómata sobre los escombros, salió del claustro por la puerta de la calle de San Francisco, casi obstruida por los obstáculos que el incendio había amontonado ante ella. Y tuvo que apoyarse contra las cadenas y apretarse con las dos manos el corazón, que parecía querer saltársele del pecho: la mayor parte de las casas de la calle de San Francisco también habían quedado convertidas en un montón de calcinadas ruinas, que mostraban, a través de los huecos de las paredes, sus desnudas osamentas. Detrás de los jardines de Porlier, el Palacio de la Audiencia, sólido y ancho, como la Universidad, conservaba sólo sus muros… ¡Ruinas, ruinas por todas partes!
Sentía Lena que las piernas le flaqueaban, negándose a continuar caminando. Pero hizo un nuevo esfuerzo para seguir adelante. Deseaba verlo todo, recorrer todo Oviedo, aunque los pies se le hundiesen en aquella sucia alfombra de ceniza, de cristales, de tejas, de metralla.
Por todas partes surgía, como al conjuro de una voz misteriosa, la flor exótica de los uniformes de las tropas africanas: el tarbús rojo de los Regulares, los blancos turbantes…
Olía a odio, a pólvora, a hoguera… A una hoguera que las mangas de los bomberos no podían apagar.
Iba preguntándose con dolor: «¿Dónde cayó nuestro Ger? ¿Aquí? ¿Tal vez aquí? ¿Sería lejos de Oviedo?»
A su memoria, turbada por los acontecimientos, acudía la maldición de la gitana que había salido a su encuentro la tarde que enterraron a «Kedi-Bey». Y no podía apartarla de los hechos. ¿Simple casualidad? ¿O sería cierto que había algo de fatal en la conducta, en la vida y en la muerte de los Rivero?
Llegó a la plaza de la Escandalera, convertida en un zoco marroquí, bajo la algarabía multicolor de las tropas coloniales. El Teatro Campoamor, el primer coliseo de la ciudad, como le llamaban las crónicas de espectáculos, había sido devorado por el incendio. Ruinas en la calle de Fruela. Y en la calle de Uría. ¡La calle principal de la ciudad, recreo y orgullo de los ovetenses!
Nadie detuvo a Lena. Nadie parecía fijarse en aquella muchacha flaca y pálida, que se movía entre los escombros como un espectro, como una ruina más. Las fuerzas de guarnición y las columnas que habían llegado en su auxilio tenían tarea suficiente con ocuparse en los millares de hombres que afluían por todas partes a los cuarteles para entregar sus armas, una vez que todo estaba terminado.
Nadie detuvo a la joven, pero ella misma volvió sobre sus pasos, cansada y dolorida del espectáculo que contemplaban sus ojos. Era un cansancio físico y moral el que la hacía doblarse sobre el camino, como una espiga rota.
Bien. Ya era libre. Libre como los pájaros, a los que siempre había envidiado. En adelante dispondría de su persona y de su vida. Podría salir y entrar cuando le diese la gana. Podría tomar el tren sin temor a que la reclamasen. Y recorrer todo el mundo… Pero el mundo le parecía de pronto poco interesante… Algo peor: le parecía muy sucio. Como una calle entre ruinas, alfombrada de escombros, por la que caminasen hombres de mirada torva, llevando sobre la espalda un cargamento de odio, de venganza, de bajas pasiones… Vencedores y vencidos se miraban con rencor y caminaban juntos con desconfianza sobre las ruinas de aquel ideal de paz y comprensión, de respeto y de tolerancia mutua…
Lena Rivero se detuvo otra vez frente a las ruinas de la Universidad. Entró en el claustro. En el patio limpio y venerable, en el que había jugado durante su infancia.
«¡Naturalmente, fue Cheni! —dijo de pronto, con absoluta seguridad—. Fue Cheni, o cualquier Cheni. Cualquier escoria humana, que un día se vuelve contra la sociedad en miserable venganza.»
Trató de deshacerse de aquella angustia, dándole rienda suelta. Y esta vez, hasta su viejo amigo el Fundador recibió la rociada de sus reproches. Con la naturalidad con que se dirigía a las personas más venerables, a los objetos, a las estatuas o a los animales, la pequeña Rivero, después de pasear su vista por las ruinas de la Universidad, se encaró con el Fundador reprochándole:
—Y tú, ¿por qué lo has permitido?
La estatua del Fundador no hizo un solo gesto. Ni se dignó enfadarse con su amiga. ¡Si conocería él a Lena!
Plantada en medio del claustro, sobre el alto pedestal, tambaleante, muda, insensible, la negra estatua del Fundador parecía, entre las ruinas humeantes, un reo carbonizado…