XXVII

DESDE la casa de los Rivero se escuchaba el tiroteo de las escaramuzas y el bombardeo de la aviación. Por el patio de luces de la casa seguían comentándose las incidencias de la Revolución y, en voz baja, casi de oído a oído, los sucesos que no podían ser comentados abiertamente. Las noticias seguían llegando sin saber cómo ni por dónde y unas veces alegraban a los vecinos con la esperanza de una próxima pacificación y otras les aterrorizaban con el relato de alguna detención o de algún crimen.

La vieja señorita Quintana andaba por el pasillo santiguándose y rezando ante todas las imágenes que había en las habitaciones. Su optimismo iba decreciendo a medida que las provisiones de la despensa disminuían, sin posibilidad de reponerlas. Otras vecinas se habían lanzado a la calle, saqueando los comercios de comestibles que no habían repartido voluntariamente sus existencias. El hambre siempre se impuso al miedo y éste había sido arrollado por la necesidad de conseguir alimentos, según pasaban los días y se agotaban los escasos víveres de las reservas.

También las reservas alimenticias de las Rivero se iban agotando, pues tía Mag había tirado de largo los primeros días, como era su costumbre. Pese a ello, ni tía Mag ni las muchachas salieron de casa cuando corrió la voz de que se podía tomar lo que se necesitase de los comercios, cuyas puertas y escaparates rotos no ofrecían ya resistencia.

Lena vivía aquellos días bajo el temor de una posible venganza por parte de Cheni. Su escasa moralidad y su falta de escrúpulos eran cosas conocidas por todos y especialmente por ella, que durante varios años había sido su compañera de juego. Por otra parte, estaba la escena que había puesto de manifiesto su cobardía y su vileza ante sus propios camaradas, y que debía humillarle hasta el polvo, si aún conservaba un átomo de vergüenza… No era, pues, aventurado pensar que en cualquier momento Cheni podía volver a cobrar con un crimen su humillación.

Reflexionando serenamente sobre ello, libre de la pasión que la había ofuscado cuando Cheni se burló de su madre y de su hermano, Lena sintió desinflársele, como un globo de oxígeno pinchado, el valor de aquellos momentos, y vivía bajo la pesadilla de terror de la posible vuelta de Cheni. Estaba claro que sin la intervención de aquel minero, Cheni la habría asesinado sin ningún miramiento. Del mismo modo que pudo perecer entre sus manos si los otros no la obligan a soltarle.

«¡Qué cosa tan fácil es quitar la vida a un hombre en un momento de arrebato pasional!», pensó Lena, asustándose de aquella posibilidad. Miró sus manos, ¡sus manos que habían estado a punto de estrangular a un hombre!, y gritó horrorizada, recordando la profecía de la gitana…

Sugestionada siempre por la leyenda, influida por los acontecimientos, sentíase de nuevo como una mosca presa en la telaraña de una fuerza superior a su resistencia. Y nada podía hacer para escaparse de ella. Ni siquiera podía contar con la protección de Ger, con sus consejos, con su optimismo, con sus burlas… El último «aguilucho» había plegado sus alas después de aquel vuelo definitivo. Y en adelante era ella quien tenía que ahuyentar sus mariposas negras y enfrentarse sola con los acontecimientos…

De momento había algo que la aterraba más que su soledad y sus cavilaciones: la venganza de Cheni.

Cerró la puerta de la casa y puso la tranca de hierro, contraviniendo así las ordenanzas del Comité Revolucionario, que ordenaba permaneciesen abiertas todas las puertas. Tía Mag no protestó por aquella medida. También ella tenía miedo. Los vecinos de la casa las imitaron. Empezaban a comentarse a media voz los crímenes que los revolucionarios cometían, las detenciones, los atropellos…

La señora Melia, la viuda del indiano sin fortuna, subió a casa de los Rivero una mañana, con el pretexto de pedirle a tía Mag un fósforo. Tía Mag no tenía fósforos. Encendía la cocina con un viejo mechero de su sobrino, que se decidía a arder después de ser invitado a ello con un número considerable de tentativas. Tía Mag creyó necesario explicar a la vecina el difícil funcionamiento de aquella maravilla de encendedor, pero a la señora Melia no parecían importarle mucho aquellos detalles. En realidad, había subido para dar a las Rivero una noticia terrible: habían asesinado al párroco de La Corte…

Tía Mag se santiguó tres veces, murmurando:

—¡Jesús, dulce Jesús! ¿Qué daño les había hecho ese bendito señor?

—¡Un crimen, sí, señora, un verdadero crimen! —comentaba en voz baja la señora Melia, temblándole los labios al hablar—. Por las calles le llevaban, como a Nuestro Señor…

Dos aldabonazos fuertes cortaron el comentario de las mujeres, que se miraron pálidas de angustia, sin atreverse a abrir.

—¡Son ellos! ¡Son esas fieras! —dijo la señorita Quintana, sintiendo que la voz se le estrangulaba en la garganta y las piernas se negaban a sostenerla—. Vienen a… a buscar a Nita —dijo al fin, tras un gran esfuerzo—. ¡No podemos abrirles!

Los dos aldabonazos se repitieron en llamada apremiante. Lena, que la esperaba, miró enloquecida al patio, desde la galería en la que las dos hermanas trabajaban. ¿Por qué no se habría marchado de casa, refugiándose en cualquier parte?, se preguntaba en aquel momento. La idea se le había ocurrido cuando empezó a latirle en el cerebro el miedo a Cheni. Pero ¿adónde iba a ir? Apenas tenía amistades en la ciudad. Por otra parte, estaba segura de que nadie la hubiera recibido en casa por temor a comprometerse, aun sabiendo el verdadero motivo de aquel miedo. Y estaban también tía Mag y María, en las que Cheni podía vengarse si su presa se le escapaba…

Muchas cosas se le pasaron por la mente en aquellos segundos en los que contemplaba, aterrorizada, la calle del Paraíso, tan honda, tan profunda, como el tajo de un río que bordease una montaña alta. El primer piso de aquella especie de ola rusa que formaba la calle de San José resultaba por la parte posterior de la casa un piso cuarto, encaramado sobre el principal, el bajo y los dos sótanos, que a su vez se montaban sobre la huerta inclinada en su extremo opuesto hacia la muralla. ¡Imposible pensar en una huida!

María trató de tranquilizar a su hermana, imponiéndosele con su habitual serenidad:

—No te muevas de aquí, Lena. Yo saldré a abrir la puerta. Y ten en cuenta que nunca sucede nada que el Señor no permita que suceda para su mayor gloria.

El consuelo no era grande, ciertamente, para la cobardía de Lena, pero siguió el consejo de María y aguardó en el saloncito de su madre, apretándose el pecho con las dos manos para evitar que el corazón le hiciese daño con aquel golpear loco…

María recorrió el largo pasillo antes de que una tercera llamada estremeciera la puerta de los Rivero.

La señora Melia y tía Mag, refugiadas en la cocina, rezaban en voz baja. Lena Rivero temblaba, con los ojos clavados en la puerta por la que María había desaparecido. Temía ver entrar por ella la figura desmedrada de Cheni, apuntándole con sus pistolas.

Pasaron unos minutos que a todos les parecieron eternos. ¿Qué diablos hacía María, que no venía a sacarlas de aquella angustia?

Al fin, sintiéronse en el pasillo sus pisadas suaves. Y sólo sus pisadas. No la acompañaba nadie. Parecía que caminaba lentamente, como si le costara gran esfuerzo andar. Sospechando lo que podía ocurrirle, Lena se precipitó a su encuentro, preguntándole:

—¿Vienes herida?

—Vengo cargada, que es algo muy diferente —le contestó ella riendo, con una risa nerviosa, por la que descargaba la tensión sufrida—. ¡Vamos, Lena, toma esta caja, que me pesa mucho! Es un regalo que te envían esos…

Desde el marco de la puerta de la cocina, la señora Melia gritó, asustada:

—¡Niñas, cuidado! Puede ser una bomba…

Lena dio un salto atrás y tía Mag cerró la puerta, creyendo poder resguardarse así de una posible explosión. Pero María, sin dejar de reír, empezó a depositar sobre la mesa tarros de mermelada, botes de leche, paquetes de fideos, cajas de frutas…

Lena se precipitó sobre ellas y olvidándose de su angustia comenzó a llamar a voces:

—¡Tía Mag! ¡Señora Melia! ¡Ya ha estallado la bomba! ¡Vengan ustedes a recoger los cascotes!

Las dos señoras entraron con precaución en la sala. Tía Mag se santiguó devotamente, deslumbrada ante aquel posible banquete.

—¡Bendito sea el Señor que así nos protege! Ya se sabe, muchachas, «no hay mal que por bien no venga». He aquí un regalo del cielo.

—¿Del cielo? —cortó María, ya repuesta de aquella momentánea satisfacción—. Quise mostrároslo para tranquilizaros, pero opino que no deberíamos tocarlo, si el hambre no nos obligase a ello. Es producto del robo, del saqueo… Y tomarlo nos convertiría en cómplices de esos desmanes.

Defendiendo aquel tesoro alimenticio del que esperaba disfrutar una parte, la astuta señora Melia reprochó a María:

—Para salirte ahora con esos escrúpulos, ¿por qué lo has aceptado? Como nosotros sabes que hay que comer, salga de donde salga… Nadie sabe lo que esto puede durar y no vamos a dejarnos morir de hambre. Yo me llevo un par de botes de leche, con tu permiso. Tomaré café esta tarde. Lo necesito.

Mientras metía en la caja las conservas, María fue exponiéndoles sus razones:

—Lo acepté por no enfrentarme con los revolucionarios que lo trajeron, que venían muy orgullosos con su regalo. Devolvérselo sería irritarles sin necesidad. Y sin provecho alguno. Estoy segura de que ellos no lo llevarían de nuevo a donde lo han tomado. Pero una vez se termine esta situación, procuraremos restituirlo a su dueño, o pagárselo, o… en todo caso, enviarlo a la Maternidad.

—¿No has dicho que es para mí? —protestó Lena.

—Eso he dicho. Para ti… provisionalmente. Uno de los muchachos que lo trajo debe conocerte, porque ha dicho que era «para la chica Rivero, que traía un delantal azul, manchado de ocre y rojo». Como ves, querida, tus proletarios dedos, que van dejando sus huellas por todas partes, enternecen a esos revolucionarios. La caja, según me han dicho, te la envía «El Mierense». Tú sabrás quién es ese personaje…

—¿«El Mierense»?…

Lena se encogió de hombros, tratando de recordar aquel nombre.

—Como no sea aquel minero que capitaneaba la patrulla que registró la casa —dijo sonriendo—. Sí, aquel muchacho rubio, que se parecía mucho a nuestro Ger… En ese caso, le deberé otra vez la vida.

Al oír nombrar a Ger, tía Mag rompió a llorar copiosamente, y después de limpiarse los ojos, cruzó las manos beatíficamente sobre el vientre y suspiró:

—¿No lo decía yo, hijas mías? Un regalo del cielo. Nuestro Ger nos lo envía. ¡Alabado sea el Señor!

Para la ingenua señorita Quintana, todo regalo tenía algo de celestial, cualquiera que fuese su procedencia. María no estaba de acuerdo. Pero Lena defendió aquella propiedad, apoyándose en la idea simple de tía Mag, con las mismas palabras de su hermana:

—Tú has dicho que ni la hoja se mueve en el árbol sin que el Señor lo quiera. Según eso…

—Dios permite el Bien y el Mal —la atajó María— para su mayor Gloria. Pero nuestra conciencia, que lo conoce, debe elegir aquello que le conviene.

Lena hizo un gesto cómico y desolado al mismo tiempo:

—¡Nuestra conciencia!… ¡Qué cosa más terrible es la conciencia!… Si me matan he de aceptarlo resignadamente, porque Dios lo quiere. Si me encuentro ante un tarro de mermelada, soy la única responsable de mis actos.

La discusión de las hermanas parecía no interesar a la señora Melia y se acordó de pronto que había subido a casa de los Rivero a buscar unos fósforos y tenía que volver a la cocina.

Cuando las dos muchachas se quedaron solas, Lena, dejando a un lado todo razonamiento, preguntó terminante:

—Has dicho que la caja era para mí, ¿no es cierto?… Pues bien, pienso comerme todo su contenido, porque… ¡tengo hambre!

María miró a Lena sin replicarle. Y ésta bajó los ojos. No tenía hambre. ¡Mentía! Aquellos días comían mejor que nunca, en virtud de la arbitraria distribución que tía Mag había hecho de sus reservas. No tenía hambre. Pero la carne es flaca y Lena Rivero sentía una debilidad especial por las cosas dulces, que raras veces probaba.

—Bien… ¡siquiera un tarro de mermelada! —suplicó a María—. Lo pagaremos cuando esto se termine.

María sonrió y le entregó un tarro. Pero al tomarlo sintió Lena que la invadía una angustia desconocida. Una sensación extraña de opresión. Como una mano que le estrujase el corazón con fuerza…

El tarro se le escapó de entre las manos, estrellándose contra el suelo, y Lena se dobló sobre la mesa, llevándose las manos al corazón.

—¡Por Dios bendito! ¿Qué te ocurre, hermana? —preguntó asustada María.

Lena no contestó. La cara se le había demacrado de una manera extraña. Sus afiladas facciones recordaban más que nunca, en aquel momento, las facciones de los Rivero. De los Rivero viejos y agotados, cuando estaban ya de vuelta en su camino. La angustia le había mojado la frente con un sudor viscoso, que pegaba sus cabellos a las sienes… Todo en el breve espacio de unos momentos…

María recordó entonces a tío Juan, muerto en las mismas gradas del Altar, cuando acababa de celebrar el Santo Sacrificio. Pero aquello podía ser otra cosa: la descarga de la tensión nerviosa que venía padeciendo aquellos días y que había llegado al máximo de intensidad con el último sobresalto.

—Te encuentras mejor, ¿verdad?… Ya pasó todo. Es natural. El miedo… Todos tenemos los nervios destrozados. Vamos, levántate… ¡Así!… Siéntate aquí, en la butaca. Descansa la cabeza sobre el respaldo.

Sí. Todo había pasado. De momento, el peligro había desaparecido. Pero cuando trató de incorporarse y echó hacia atrás la cabeza, sobre la tersa frente de la pequeña Rivero había marcada una arruga. Una profunda arruga en forma de circunflejo invertido.