LENA Rivero durmió toda la noche de un tirón, con un sueño reparador, tranquilo.
Despertó de buen humor, como siempre que dormía muchas horas. Sentada sobre la cama, comenzó a desperezarse, haciendo un ruido semejante al que hacía «Kedi-Bey» cuando enarcaba el lomo y estiraba los miembros, clavando sus largas uñas sobre la alfombra. Era un suave ronroneo de placer, que concluía en un chillido agudo de muy escasa armonía. Pero el grito final de Lena se convertía con frecuencia en una limpia escala musical que empezaba con un fa sostenido, recorría el pentagrama en sentido inverso y bajaba hasta el re bemol. Las notas, aunque no salían nunca de su garganta, se destacaban claras y sonoras, como una catarata de cristal.
La mañana de aquel nueve de octubre, la catarata de cristal fue interrumpida antes de llegar al sol, por una descarga seca. Una de aquellas descargas que segaban, sin compasión, tantas vidas jóvenes.
Lena entró de repente en el terreno de la consciencia del que aún estaba alejada en aquel momento: «¡La Revolución!», pensó. Estaban todavía en plena Revolución, y ella durmiendo tan tranquilamente…
Se restregó los ojos y al abrirlos se encontró con el cuadro de claridad que recogía la puerta de cristales que comunicaba con la habitación de su madre. La habitación de la señora Rivero solía permanecer en la penumbra durante las primeras horas de la mañana, pero aquel día tenía abierta la puerta de la galería y abiertas de par en par las ventanas de ésta. ¡Otra revelación para su cerebro adormilado! Allí, detrás de aquella puerta blanca, estaba su madre muerta. ¡Y ella durmiendo, sin preocuparse!…
Se arrojó de la cama y comenzó a vestirse con pereza. Después se dirigió a la galería. En ella había improvisado María un pequeño altar y ante él estaba rezando, tan distraída, que no la sintió llegar. Por las ventanas abiertas se volcaba el sol a raudales y el aire estaba intensamente perfumado con el olor limpio del campo. Todo fresco, como recién lavado… Parecía que ni la guerra ni la muerte habían contaminado aquella mañana azul.
Lena pensó: «¡Lástima de mañana! Sería hermoso poder salir al campo y caminar entre brezos y zarzamoras. Todavía hay moras maduras en los zarzales, y ya estarán maduras las manzanas. Y las peras. Y los sabrosos higos de San Miguel.»
Un obús rasgó con su silbido agudo la paz fingida de aquella quieta mañana y detuvo el pensamiento de la muchacha.
—¡Dichosa Revolución! —murmuró con cansancio.
María se volvió hacia Lena.
—¿Quieres rezar el Rosario? —le preguntó.
Lena se encogió de hombros, sin atreverse a negarse rotundamente.
No tenía ganas de rezar aquella mañana. En realidad, no tenía nunca ganas de rezar. Prefería hablar con Dios en su lenguaje llano, contarle sus cosas como a un amigo y prometerle no ser mala en adelante. Mas como no confiaba mucho en su propia promesa y era sincera consigo misma, pocas veces se atrevía a dirigirse a Quien no debía engañar, para hablarle familiarmente. Sin embargo, aquella mañana Lena tenía que rezar y rezaría, aunque fuese de una manera mecánica, como un pequeño sacrificio de disciplina y quietud.
Mientras su hermana añadía aceite a la lamparilla que ardía en la habitación de su madre, Lena, con un poco de recelo, retiró el lienzo que le cubría la cara y la besó en la frente. La señora Rivero no se había desfigurado, como temía. En sus labios conservaba una mueca dulce, que parecía una sonrisa, y su rostro reflejaba la serenidad magnífica de una muerte tranquila.
Sonaron en el pasillo las pisadas de la «patrulla de limpieza». Desde la tarde anterior, estaba la puerta abierta. Se había dado una orden terminante de que todas las puertas permaneciesen abiertas noche y día, facilitando así registros e investigaciones. Por los vecinos que les habían visitado, se enteraron de que la patrulla se componía de cuatro o seis revolucionarios, armados hasta los dientes, que registraban las casas y se llevaban a los hombres útiles. Las Rivero nada tenían que temer. En la casa no había hombres, ni cosa que pudiese comprometerlas como personas de actividad política contraria a la Revolución. Sólo cuadros religiosos en las paredes y el altar que María había improvisado en la galería, en el recodo que la pared formaba con la puerta de la cámara mortuoria. En el altar no había plata: un cuadro —una copia de la Virgen de los Dolores, de Tiziano—, un tosco Crucifijo de madera y un candelabro de cristal.
Tía Mag se había apresurado a descolgar de las paredes todos los cuadros religiosos, pero Lena la obligó a colgarlos de nuevo. Sobre el papel descolorido quedaba la huella fresca del cuadro que se había retirado, más comprometedora que el mismo cuadro.
—Es un acto de cobardía que sin duda engallaría a los hombres de la patrulla —le había reprochado Lena—. Mejor es que nos portemos con naturalidad, como personas que nada han de temer de ellos. En España, toda la gente tiene santos en sus alcobas. Estoy segura de que ellos mismos los tienen, aunque no les recen.
Y tía Mag dejó los cuadros en las paredes. Pero se cuidó, hábilmente, de sembrar sobre las mesas y las sillas hojas sueltas del Avance, salvadas del fuego (al que ella misma las condenaba tan pronto caían en sus manos), porque —sin duda por traer algún artículo interesante— Ger las había conservado entre sus papeles. Tía Mag pensó también que debía preguntar a todos los revolucionarios por el muchacho, para que éstos supiesen que estaba entre ellos y no les hiciesen daño. Con estas inocentes precauciones, su temor había disminuido un tanto, aunque no lo suficiente para mostrarse serena.
—¡Son ellos! —sollozó alarmada, al sentir entrar—. ¡El Señor nos ayude!
Lena se levantó rápidamente, más por curiosidad que por miedo. María permaneció de rodillas, con la cara escondida entre las manos.
—¡Eh! ¿Quién está en casa? —gritaron desde el pasillo.
Tía Mag quiso contestar: ¡Gente de paz! Pero se le estranguló la voz en la garganta y miró asustada a María, que parecía no enterarse de nada.
Uno de aquellos hombres llegó hasta la galería. Lena le dio la bienvenida, empleando el saludo revolucionario:
—¡Salud, camarada! Eres de la patrulla de guardia, ¿verdad?
El muchacho había iniciado una sonrisa franca, pero ésta se le quedó helada en los labios al contemplar la estampa que, arrodillada ante el altar, le ofrecía María. Sus largos cabellos rubios, despeinados, brillaban al sol como una corona de oro. ¡No! Más que una corona de oro, le parecieron a aquel hombre una aureola, un halo.
María seguía arrodillada, con la cara escondida entre las manos, que parecían de alabastro, de tan blancas como estaban. Sin hacer ni un movimiento que demostrase haber notado la presencia de una persona extraña, continuó rezando.
Lena, apoyada en la ventana, con los brazos en la espalda, le sonreía amistosamente. En su delantal azul, bastante deteriorado, había manchas de barniz ocre y rojo y conservaba por todas partes huellas de haberse limpiado en él los dedos. Era la sucia bata de una obrera, ciñendo el esbelto talle de una muchacha a la que, a juzgar por sus manos, no le pertenecía. Sin embargo, su sonrisa amistosa y su saludo encajaban perfectamente dentro de aquel delantal.
Nunca las hermanas Rivero se habían presentado, ni volverían a presentarse, formando mayor contraste a los ojos de un hombre. El muchacho las contempló unos minutos desconcertado. A su espalda, tía Mag se santiguaba temblando. Esperaba, sin duda, que empezase a blasfemar y se llevase a María. Pero Lena estaba segura de que no lo haría. Segura de que lo hubiese hecho de haber sorprendido a tía Mag escondiendo a sus santos u ocultando Región en la chimenea. Pero la naturalidad con que María rezaba, ignorando su presencia, no podía menos de sorprenderle y desconcertarle. Así era. Y Lena hubo de decir para sacarle de su sorpresa:
—Puedes registrar la casa. Todo está abierto.
Todavía vaciló el hombre unos minutos. Después, por hacer algo, lanzó una especie de gruñido sordo y empujó con la culata de su máuser la entornada puerta de la habitación de la señora Rivero. Una ojeada le bastó para darse cuenta de todo y, cada vez más confuso y desconcertado, se descubrió con toscos movimientos y cerró la puerta. Miró a Lena y le dijo señalando con la cabeza a María:
—Su hija, ¿no?
Lena asintió también con la cabeza. Después dijo con calma:
—Mamá se murió ayer tarde. Esperamos que hoy pasen a recogerla.
El hombre pensó entonces: «Luego ésta es también hija.» Pero se limitó a decir:
—¡Ah!…
Y volvió a mirar, insistentemente, el delantal manchado de barniz, que desentonaba de aquel ambiente, aunque pobre, refinado. Se rascó la cabeza y empezó a dar vueltas, entre sus manos, a la boina.
Acabó por dejar en el suelo su fusil y habló, tanto por decir algo que consolase, como por desahogar una vieja pena:
—Yo también sé lo que es ver morirse a una madre. La mía se fue hace años, cuando la huelga del diecisiete. A padre le metieron en la cárcel. Ella estaba muy enferma. Nosotros éramos unos «guajes»…
Temiendo haber hablado demasiado donde nadie le había preguntado nada, sonrió tímidamente, se caló la boina y volvió a asegurar sobre su hombro el fusil, encaminándose hacia el pasillo, en busca de sus camaradas, dispersos por la casa.
A Lena aquel hombre le recordaba a Ger. También era rubio y alto. Pero Ger no tenía los hombros tan anchos, ni las manos tan grandes, ni el cabello de un rubio descolorido. Aquel cabello era propio de los hombres del campo. Sin embargo, Lena le preguntó sin miedo a equivocarse:
—¿Eres minero?
—El polvo del carbón no se quita fácilmente de encima —contestó él, sonriendo con amargura—. Los topos llevamos siempre el sello del pozo sobre la piel.
Negó Lena con la cabeza y dijo:
—No. Por tu tipo más pareces campesino que minero. Reconocí tu profesión por tus palabras. Antes has dicho «guaje», una palabra que empleáis en la cuenca minera únicamente.
Asintió él, sonriendo. A Lena le resultaba simpático aquel mozo en el que trataba de encontrar algún reflejo de la personalidad de Ger. Iba a preguntarle algo sobre la marcha de los sucesos revolucionarios en Asturias, cuando al doblar el pasillo tropezaron con un hombre que guardaba precipitadamente en el bolso de su mugrienta chaqueta la pipa de marfil del «Aguilucho».
—¡Eh! ¡Dame esa pipa! —le gritó la joven.
Volvió el hombre la cabeza y Lena le reconoció en seguida:
—¡Cheni!… ¡Tú!
No resultaba difícil identificarle. No había crecido gran cosa desde que había dejado «La Uva de Oro». Seguía tan encanijado, con sus ojillos de simio bailándole con malicia en la cara pecosa y con el mismo pelo encrespado y sucio.
Él reconoció a Lena por la voz. Aunque tampoco había ganado mucho en cuanto a belleza, ya no era la desgarbada muchacha que jugaba entre las ruinas de la Fortaleza y en el claustro de la Universidad. La niña se había convertido en una mujer y sus trenzas habían sido sustituidas por una melena corta, más brillante y oscura que las trenzas revueltas y descoloridas.
—¡Ah, vamos, si es «Ranita»!…
—Yo soy «Ranita» y tú eres un ladrón. ¡Dame esa pipa! —volvió a pedirle Lena en un tono que no admitía dilación—. ¡Dame lo que has robado!
Cheni se puso a acariciar ostentosamente la culata de sus pistolas, tratando de intimidar a la chica.
—¡A ver si bajas ese tono, niña, que no estamos en «La Uva de Oro»!…
Pero Lena se había exaltado ya demasiado para darse verdadera cuenta de la situación. Y aunque se la hubiera dado, habría sido lo mismo. Cuando perdía el control sobre sus nervios, desaparecía también su cobardía y se volvía temeraria. Sin reparar en el gesto amenazador de Cheni, se acercó a él y le arrebató la pipa y cuantos objetos había escondido en los bolsillos de su chaqueta. Todo con tal rapidez, que Cheni no tuvo tiempo de evitarlo. Los otros hombres de la patrulla que registraban la casa o vigilaban la puerta habían ido llegando, atraídos por las protestas y amenazas, y se frotaban las manos, regocijados. Aquello estaba fuera de programa. Acostumbrados a que se les acogiera con temor y con falsa amabilidad, la actitud de la muchacha les divertía.
Plantada ante él, sin advertir que una de sus pistolas le apuntaba al vientre, Lena Rivero le preguntó con ironía:
—¿Has venido a cumplir el deber de registrar una casa, o simplemente a «limpiarla»?
Como Cheni había barrido muchas veces el suelo de «La Uva de Oro», la ironía de la hija de sus antiguos amos le abofeteó la cara como un insulto.
—He venido a limpiar y si es preciso a arrancarles la lengua a las mujeres que hablen demasiado. ¡Aquí no hay señoritas ni criados!
Nadie había hablado de diferencias y solamente Lena y él comprendía aquel juego de palabras. La salida de Cheni era, pues, extemporánea. Y él se dio cuenta de ello. Se estaba colocando en una posición ridícula ante sus camaradas. Primero, dejándose sorprender robando. Después, discutiendo con aquella mocosa que quedaba siempre encima, como cuando eran niños y jugaban en la calle. Ahora él no era un criado. «Tenía la sartén por el mango», como diría la señorita Mag. Pero de nada le servía. Allí estaban sus camaradas riéndose de la burla y dispuestos, seguramente, a defender a su enemiga, que había tomado la cómoda posición de una persona ofendida y le llamaba ladrón sin que él pudiera negarlo ni castigarla como se merecía. Si se encontraran solos… Ahora no estaban bajo el cerezo y él tenía dos pistolas y un fusil. Las cosas habían cambiado. Pero allí estaban todos, con «El Mierense» a la cabeza, tan Quijote con las mujeres como una «facha». Y estaban también los vecinos, que se habían asomado a las ventanas del patio de luces y permanecían a la expectativa… No podía hacer otra cosa sino apretar el gatillo y…
Pero se le ocurrió de pronto una gran idea:
—¿Dónde está Ger? ¿Dónde está el señorito de la casa? —le preguntó a bocajarro, creyendo que había dominado así aquella situación difícil—. ¿Se ha escondido como una rata, bajo las faldas de «la señora Oppley»?
Esta vez no hubo ironías, ni demandas apremiantes, ni juegos de palabras. Con la agilidad de un gato montés joven, Lena se abalanzó sobre Cheni, derribándole. Sus manos le apretaban el cuello de tal modo, que todo intento de él por desasirlas hubiera sido vano, si los demás no acuden en su auxilio y le quitan de encima a la muchacha.
Cuando los separaron, uno de aquellos hombres tomó a Lena por un brazo, preguntándole con violencia:
—¿A quién demonios escondes? ¿Es tu padre o tu hermano?
Lena no dijo nada. Con el talón del pie empujó la puerta de la habitación de Ger, que Cheni había dejado entornada después de registrarla y con un gesto les invitó a pasar.
—¡Sí! Ahora todos son camaradas —gruñó Cheni, con rencor, limpiándose el sudor con la manga de su chaqueta, sin atreverse a acercar las manos a las pistolas. «El Mierense» le apuntaba con la suya, dispuesto a dispararla al menor movimiento que Cheni hiciese para agredir a la muchacha.
—¡Ahora todos son camaradas! —gruñía éste—. Basta colgar en la pared un retrato del Padrecito y empapelar la casa con el Avance, para decir que son nuestros… ¡Ya conocemos la treta!… Pero Ger es un «carca». Ger es un señorito que estudia para explotar al obrero. ¡Detenedle! No os dejéis engañar por esa gata rabiosa… De lo contrario, será él quien nos cuelgue a todos.
Sin embargo, el destino, una vez más, le había jugado a Cheni una mala pasada. Sin que Lena hubiese dicho una palabra en defensa suya, todos estaban convencidos de que en aquella casa no se podía detener a nadie. La torre de marfil del último Rivero, convertida desde el advenimiento de la República en su gabinete de trabajo, no era la improvisada covacha de un falso revolucionario. Cualquiera menos torpe que Cheni y más observador —pues ni los muebles había reconocido— se daba cuenta desde el primer momento de que aquélla era la casa de un camarada. La muchacha sólo tuvo que añadir, al despedir en la puerta a la patrulla:
—Si lográis averiguar dónde ha caído Germán Rivero, comunicádnoslo, ¡por favor! Os aseguro que nuestro Ger fue siempre, para todos, un buen amigo.