XXV

TRANSCURRIÓ todo el día en la misma calma.

Para los vecinos de la calle de San José, el día 5 de octubre fue una jornada ordinaria. A las cuatro de la tarde volaron sobre la ciudad varias escuadrillas de aviones de la Base de León, en viaje de exploración, según se creyó entonces. Después de evolucionar y alejarse en dirección oeste, volvieron a pasar sobre Oviedo, de regreso a su base. Sin este indicio de alarma, los vecinos de San José podrían asegurar que no se había alterado la normalidad. La calle de San José no pertenecía a los modernos barrios de elegantes construcciones en las que estaban instalados el comercio, las oficinas y la banca, ni se hallaba enclavada en las barriadas obreras, primeras en recoger y propagar toda clase de rumores. San José pertenecía a las calles muertas o dormidas del viejo Oviedo, que participaban apenas del movimiento de la vida social. Las cuatro o cinco casas de la calle estaban habitadas por pacíficas familias pertenecientes a la baja clase media. En una palabra: calle y vecinos tenían la psicología de la ingenua señorita Quintana y como ésta se enteraban de que iba a llover cuando les caía el primer chaparrón encima. Cierto que al final de la calle, junto a El Postigo, entre las calles de Salsipuedes y Ecce Homo, estaba La Casona —una especie de inmenso conventillo, típico en Oviedo, que era como una herencia del desaparecido de San Vicente—, pero de calle, la de San José sólo llevaba el nombre, pues sus vecinos no tenían necesidad de transitarla y algunos hasta se permitían el lujo de ignorar que existiese. En realidad La Casona pertenecía a otro barrio y hasta a otro mundo muy diferente. La casa de los Rivero, por el contrario, situada en el corazón mismo de la calle, en su parte más angosta y encajonada entre los dos conventos, era como un islote apartado en la ya aislada calle de San José.

Nadie llamó aquel día a la puerta de los Rivero, ni las mujeres salieron a la calle, ignorando cuanto pasaba en la ciudad.

A la mañana siguiente fue la lechera quien llevó las primeras noticias alarmantes: continuaba la huelga. Por todas partes había fuerzas de Asalto y ametralladoras. Ella venía de Las Cruces, y al entrar en Oviedo por el control de San Lázaro, los huelguistas le habían volcado las cantimploras y la habían amenazado por esquirol. Se disculpó, lamentando que la señora Rivero, tan enferma, se quedase sin leche, pero no, no estaba dispuesta a exponer su vida y no volvería a bajar a Oviedo mientras durase la huelga. La panadera no se presentó, ya que ninguna tahona particular había cocido pan la noche anterior. Tampoco llegó la prensa. El bloqueo de la casa de los Rivero parecía absoluto.

A tía Mag no le disgustó mucho el aislamiento, porque tenía la despensa bien abastecida. Entre suspiro y suspiro, preparó un desayuno muy aceptable, con tortas de harina y huevo, y chocolate hecho con agua y mantequilla.

Desde la cocina pudo escuchar los comentarios que los vecinos hacían a través del patio de luces. La curiosidad de los pacíficos moradores de aquel islote pacífico había vencido al miedo y a la indiferencia y empezaban a comentarse las noticias que iban llegando por diferentes conductos en oleadas, como flujo y reflujo de las mareas, y los vecinos las comentaban por el patio de luces, convertido en patio familiar. Cómo, por dónde y cuándo llegaban las noticias a la casa de los Rivero, era difícil de precisar: la portera, que bajaba hasta El Postigo… Una señora que se había arriesgado a ir a La Corte, creyendo que podría oír su misa… Un hombre que pasaba despistado por la calle… Los chicos que se habían escapado a jugar a La Corrada del Obispo o al patio de La Casona…

Todos menos Pachín, que desde el día anterior estaba ausente, se pasaban las horas muertas asomados a las galerías interiores, a la expectativa de noticias. Una especie de solidaridad de guerra se había establecido, tácitamente, entre los vecinos y se pedían y se prestaban las cosas que podían necesitar, para no salir a buscarlas. Aunque los habitantes de la casa eran gente de condición modesta, vivían aislados entre sí, con la fina y elegante independencia de la vecindad de un edificio ocupado por gente bien acomodada. Esta pura cortesía era la única relación que existía entre ellos. Pero la revolución había allanado las moradas, convirtiendo a la vecindad en una gran familia cuyos miembros se llamaban a todas horas para preguntarse la hora que era, para solicitar un dato sin importancia, en fin, con el menor pretexto, para poder charlar un rato sobre la situación. Las Rivero, sin embargo, permanecían un poco aisladas, un poco al margen, con el pretexto, realmente fundado, de la enfermedad de la madre.

Los primeros tiros que sonaron en la ciudad convocaron a los vecinos en las galerías del patio. A partir de aquel momento el tableteo de las ametralladoras se hizo constante y empezaron a oírse disparos en todas las direcciones. El día siete la ciudad estaba ocupada casi en su totalidad por las fuerzas revolucionarias, existiendo sólo pequeños focos de resistencia: la Catedral, los cuarteles, el Gobierno Civil… Resistían esperando el auxilio que el Gobierno les prometía. Hasta la ciudad llegaba ya el tronar de los cañones y, al fin, fueron emplazados éstos en lugares estratégicos del perímetro para atacar los focos de resistencia.

La mañana del día ocho amaneció densa de presagios. Una descarga cerrada saludó la claridad del nuevo día.

Tía Mag entró en el gabinete de la señora Rivero, tapándose los oídos horrorizada:

—¡Jesús, Jesús!… Tiran desde la Catedral. Dicen que nadie puede acercarse a los alrededores…

Las muchachas se miraron con angustia. Para ellas aquel día no era sólo el cuarto de la Revolución sino, sencillamente, «tres días después».

Aunque nadie había vuelto a mencionar la visión de la señora Rivero, en el ánimo de todas permanecía latente aquella angustia y la certeza de que el presentimiento iba a confirmarse. Sugestionadas por la leyenda, debilitadas por el trabajo, la mala alimentación y últimamente por los sobresaltos de los sucesos y las noches pasadas sin dormir junto a la cabecera de la cama de su madre, eran tierra abonada para que fructificaran en ella la superstición y el miedo. Miedo que no era injustificado. Ger estaba con los revolucionarios. Una descarga cualquiera —aquella misma— podía segar su vida.

Sin hablar, sin preguntarse nada, las dos hermanas pensaban lo mismo en aquel momento: ¿Qué hacía Ger? ¿Dónde se encontraba que, conociendo el grave estado de su madre, no se acercaba a verla?

En cuanto a ésta, ya sabían que sus horas estaban contadas. Tuvieron la certeza aquella mañana, al mudarle las ropas de la cama. La señora Rivero no tenía ya control y era una masa inerte. Sus piernas estaban frías y pesadas como lingotes de hierro. Tenía los ojos vidriosos y la lengua tan torpe, que habían de adivinar, más que entender, lo que hablaba. Su vida se apagaba como el pabilo de una vela que ha consumido toda su cera. Ni siquiera el chisporroteo rebelde de la lamparilla que quema el último aceite. No. Era una agonía sencilla, sin estertores, sin resistencia… La vela que se apaga era la más exacta representación de aquel tránsito dulce que ponía fin a un doloroso y largo proceso.

—Debilidad, una extremada debilidad —había diagnosticado el médico que unos días antes la había desahuciado—. Una naturaleza pobre, completamente agotada.

Pobre, tal vez no fuese, pero en efecto, se encontraba agotada. Todos sabían que la señora Rivero había empezado a morirse el día lejano que tuvo que abandonar «La Uva de Oro» y se había visto olvidada por sus amigos.

—Está claro que las personas también pueden morirse de asco —había comentado Ger, chasqueando la lengua con desesperación.

Sin rencor, dijo María:

—¡Cuántos crímenes deja impunes la justicia humana!… Que el Señor los perdone.

La reacción de Lena había sido brutal. Trató en vano de ahuyentar un pensamiento que empezaba a torturarla por la angustiosa imposición de sus mariposas negras. Y acabó aceptando con alegría: «¡Seré libre! ¡Libre! ¡Libre en seguida! Sin esperar a mi mayoría de edad».

Pero aquella mañana, cuando María le dijo «Esto se termina, Lena», sintió una pena dulce, mezcla de arrepentimiento y compasión, y se acordó del cuento de la señora gorda que se cae del tranvía. «Seguramente no seré mejor ni peor que las demás personas —pensaba—. Nadie puede evitar un primer pensamiento de reacción animal. Pero después se impone el sentimiento.» Y se quedó más tranquila.

—Sí, esto se termina —dijo María, suavemente—. Tenemos que llamar a un sacerdote para que le administre los Sacramentos.

—¿Un sacerdote, dices? ¡Estás loca!… ¿Dónde le encontrarías?… Y en el supuesto de que le encontrases, ¿te parece que están las calles de Oviedo para transitar por ellas con un cura?

—Iré a San Tirso.

—¿A San Tirso?… ¡Buena ocurrencia!… Sabes que desde la Catedral las ráfagas de ametralladora están barriendo los alrededores, y se te ocurre nada menos que ir a San Tirso a buscar un sacerdote. ¡Creo que deliras!… No, no te irás, no te dejaré marchar. No tienes derecho a exponer tu vida y la vida de un cura que por cumplir su deber se aventurase a acompañarte.

—¡Pero mamá se muere! —insistía su hermana—. Y no debemos privarla de los auxilios de la Religión.

—Rezaremos por ella.

—Desde luego. Pero rezar es poco… Pediré al Señor fuerzas y serenidad para ayudarla en el trance. Tenemos que prepararla.

—¿No le irás a decir que se está muriendo? —preguntó Lena alarmada.

María la miró con serenidad:

—Precisamente, Nita. Si no se lo decimos, ¿cómo vamos a prepararla?

A Lena la hizo temblar aquella decisión. Pensaba que a los enfermos debía engañárseles siempre. ¡Hasta el último momento! Ella quería que en ese difícil trance se la engañase también. La cobardía de Lena era extraordinaria. Y muy extraña en una muchacha que había heredado otras audaces cualidades de los Rivero. Tenía miedo a la muerte y sabía que su madre lo tenía también. De ello estaba segura.

La señora Rivero era una fiel cristiana, pero la idea de una muerte próxima la aterrorizaba. Siempre hablaba de la muerte con cierta serenidad y hasta parecía llamarla cuando la veía lejana. Sin embargo, cuando la sintió llegar paso a paso, dispuesta a libertarla de sus cadenas, el terror se había pintado en su semblante desencajado y lívido, que aún miraba con los ojos vidriosos las cosas terrenales. Lena lo había observado y le dolía su miedo. Por eso, cuando vio que María entraba en su habitación dispuesta a prepararla, se atrevió a suplicarle:

—¡Todavía no, María! Aún conserva despiertos todos los sentidos.

—Precisamente por eso —le respondió María, enérgicamente—. Ha de ser ahora y no más tarde, cuando no pueda darse cuenta de nada.

—¡No seas cruel! Mamá está ahora tranquila.

—Por eso ha de ser ahora. Es el momento oportuno.

Sobre el lecho de la madre agonizante entablaron en voz baja un terrible duelo. Lena exaltada, como de costumbre; María, sin salirse de su tono, pero enérgica, firme en su convicción.

—Mejor que discutir estúpidamente es prepararla y prepararnos para lo que ha de suceder —dijo de una manera terminante.

Y se inclinó sobre su madre:

—Mamá… ¡Mamá!

Lena cogió a María por un brazo, tratando de evitar que hablase.

—¡No, María, eso es cruel! ¡Déjala descansar!

María, con una brusquedad insólita en ella, soltó el brazo que su hermana le retenía. Y se enfrentó con Lena:

—¿Crees que quiero a mamá menos que tú? ¿Crees que soy más cruel por esto?

Lena bajó la cabeza un poco avergonzada. María sabía bien que ella no quería a su madre. Su muerte no despertaba en ella un sentimiento de dolor. Era sólo compasión hacia su miedo, hacia su cobardía, que era también la suya.

María continuaba hablando con los ojos centelleantes de santa indignación:

—Te parezco cruel porque quiero salvar su alma, ¿verdad? Como tú eres una atea, una materialista, una… ¡no sé, en verdad, cómo calificarte!… Por no proporcionarle unos minutos de amargura, serías capaz de poner en peligro su salvación.

La señora Rivero abrió los ojos y trató de sonreír al ver a sus hijas. María se inclinó sobre ella y le preguntó.

—¿Cómo te encuentras, mamá?

—Mejor —respondió su madre, trabajosamente—. Mejor. He descansado… Tengo sed.

Lena pasó su brazo por debajo del almohadón para incorporarla y vertió en su boca seca unas gotas de zumo de naranja. La señora Rivero sonrió y repitió complacida:

—Mejor… Estoy mejor. He dormido un rato…

Lo que ella llamaba sueño, era el largo sopor en que se hallaba sumida toda la mañana. Hasta que entró realmente en la gravedad, se quejaba a todas horas, se despedía de sus hijas, incluso le reprochaba a Lena la frialdad con que acogía su muerte. «Has llorado por “Kedi-Bey” —le decía—, has llorado por tu dichoso gato y mi muerte te deja tan tranquila… ¡Desventurada! ¿Qué va a ser de esta muchacha sin sentido común y sin control, cuando yo llegue a faltarle?» Sus quejas y sus reproches eran continuos. Llamaba constantemente a la Muerte para que viniese a liberarla de sus dolores morales. Pero llegado el momento de la Verdad, las fuerzas comenzaban a faltarle. La vida se le escapaba por momentos y empezó a agarrarse a ella como un náufrago se agarra a la tabla de salvación. Lena tenía razón al juzgar su miedo. Se acabaron sus quejas. Se acabó su pesimismo. ¡Quería vivir!… Y repetía a todas horas que se hallaba mejor, para sugestionarse y sugestionar a los demás.

—Mejor… estoy mejor… —repetía cada vez más despacio.

María le acarició con suavidad los cabellos, que tenía empapados de sudor.

—No estás mejor, mamá… Si el Señor no hace un milagro, debes pensar que pronto gozarás de su Presencia.

Sin comprender completamente, la señora Rivero volvió sus ojos vidriosos hacia su hija:

—¿No… no estoy mejor?

María se arrodilló a su lado y le acarició las manos.

—No, madre… no estás mejor. No debemos engañarnos. Es preciso ser valientes y acoger resignadas la voluntad del Señor. ¡Feliz tú, que vas a gozar pronto de su Gloria!

El rostro de la señora Rivero no se inmutó, pero Lena vio sus manos crisparse sobre el embozo de las ropas. Y sintió compasión de su cobardía.

—¡Estás mejor, mamá! ¡Mucho mejor! —le dijo acariciándole las manos, que temblaban levemente—. Ya verás cómo te pones buena en seguida. Entonces te sentarás en tu butaca y verás pasar los trenes…

Lena sonrió al darse cuenta de que la estaba tratando como a una niña. Pero, ¿no era una niña en aquel momento? ¿No era una niña pequeña a la que había que arrebatar el miedo?

Repetía vacilante, agarrándose a su estribillo:

—Mejor, mejor… He dormido.

Tuvieron que adivinar, más que escuchar sus palabras. La lengua se le arrastraba ya trabajosamente, rebelándose a su total paralización.

—Mejor… mejor…

María volvió a acariciarla y a hablarle con dulzura:

—Mejor, mamá, para que puedas rezar conmigo y ofrecer al Señor tus sufrimientos y tus amarguras. Tú has sido siempre una mujer cristiana, buena esposa y buena madre. Pero todos tenemos imperfecciones, defectos, impaciencias… En fin, acaso alguna vez hayas sido demasiado severa con tus hijos. Tal vez injusta… Pero el Señor te ama porque has sufrido mucho y te recibirá en sus brazos si te arrepientes de tus culpas y le pides perdón.

—¡Dios mío… Señor mío… yo te… yo te pido… perdón!

Sus manos, que María había cruzado sobre su pecho, volvieron a crisparse y suspiró en un sollozo:

—¡Muero!… ¡Muero!

—No, mamá, no te mueres… ¡no te mueres! —le gritó Lena, compadecida de aquella angustia, que era un reflejo de su cobardía—. ¿Qué has de morir?… María quiere prepararte, porque ya sabes cómo es María… Pero yo te aseguro que estás mejor. ¡Mucho mejor! Créeme a mí, mamá. Pronto estarás buena.

María acabó por impacientarse y tomando de la mesa el Devocionario del Padre Claret, que siempre acompañaba a la señora Rivero en sus oraciones, se arrodilló junto a su cama y empezó a leer lentamente la letanía de los agonizantes, según el ritual romano:

—«Señor, ten piedad de ella. Jesucristo, ten piedad de ella. Señor, ten piedad de ella. Santa María, ruega por ella. San Abel, ruega por ella. Coro de justos, rogad por ella. San Abraham, ruega por ella. San Juan Bautista, ruega por ella. San José, ruega por ella…»

María fue invocando piadosamente a los patriarcas, a los profetas, a los apóstoles, a los evangelistas, a todos los santos de la Corte Celestial, vírgenes, viudas y mártires, poniéndoles por intercesores ante el Señor:

—«Séle propicio, Señor. Perdónala, Señor. Séle propicio. Líbrala, Señor. Séle propicio de tu cólera. Del peligro de la muerte, de la mala muerte, de las penas del Infierno. De todo mal. Del poder del demonio…»

Desde la galería llegó un sollozo prolongado. María pareció no oírlo, pero Lena volvió la cabeza y vio a tía Mag, arrodillada, envuelta en un manto de luto, con un cirio de difuntos en la mano. Con el enorme cirio que encendían cuando había tormenta. El cirio tenía un lazo negro y dorado, que parecía una tétrica mariposa. Lena sintió que la risa le cosquilleaba la garganta, al ver la extraña figura. ¿Por qué diablos se había puesto tía Mag de aquella facha?… Su presencia ahuyentaba la escasa devoción que la oración de María iba despertando en ella.

—«… por tu Natividad —decía María—. Por tu Cruz y tu Pasión. Por tu muerte y sepultura. Por tu gloriosa Resurrección. Por tu admirable Ascensión. Por la Gracia del Espíritu Santo. En el día del Juicio. Así te lo pedimos aunque pecadores. Te rogamos que la perdones. Señor, ten misericordia de ella. Jesucristo, ten misericordia de ella…»

Desde la galería llegaban los sollozos ahogados de tía Mag, mezclados con el suave bisbiseo de los amenes.

La señora Rivero abrió los ojos, que hasta entonces había mantenido cerrados, y los clavó en la pared con insistencia, como si contemplase una aparición. Sus ojos, ya vidriosos, se quedaron repentinamente limpios de toda sombra de muerte. Estaban claros y transparentes, como el cielo de aquella hermosa mañana del mes de octubre.

Pasó silbando un obús.

Todas, instintivamente, inclinaron la cabeza, tapándose los oídos. La explosión sonó seca, como mordiendo piedra. Pensaron en la Catedral. En su torre, ya herida muchas veces por la metralla. No cabía duda de que una vez más habían hecho blanco. Una ráfaga de ametralladora contestó al brutal saludo. Y entonces, sucedió una cosa rara. Al sentir la descarga, la señora Rivero, ya insensible a los ruidos exteriores, tuvo un sobresalto, estremecida, como si le arrancasen las entrañas. Y en su garganta nació un grito doloroso, que se enredó en sus torpes labios:

—¡Ger!… ¡Hijo!…

Las dos muchachas se miraron angustiadas. Su madre no había nombrado a Ger en todo el día. Y de pronto aquel grito gutural y terrible, arrancado en violenta sacudida de todo el cuerpo… Lena vio temblar el devocionario en las manos de María, pero ésta no interrumpió sus oraciones:

—«Señor, recibe a tu sierva en el lugar de la salvación que espera de tu misericordia. Así sea. Libra, Señor, el alma de tu sierva de todos los peligros del infierno, de sus castigos y males. Así sea. Señor, libra su alma, como preservaste a Enoch y a Elías de la muerte común de todos los hombres. Señor, libra su alma como libraste a Noé del Diluvio. Como libraste a Abraham de la tierra de los caldeos. Como libraste a Job de sus padecimientos…»

Otra vez desfilaba ante sus ojos la Corte de Bienaventurados del Señor. María se detuvo unos instantes. Y tras leve vacilación, continuó con voz helada por la emoción:

—«… y como libraste a la bienaventurada Tecla, virgen y mártir, de los crueles tormentos, dígnate librar el alma de… de tus siervos María y Germán y permíteles gozar a tu lado de los bienes eternos. Así sea.»

Después volvió a inclinarse sobre su madre y le suplicó en voz baja, casi al oído:

—¡Madre!… No te olvides de nuestro Ger… ¡Llévatelo contigo! Es tu niño… Ahora te necesita más que nunca.

La señora Rivero no contestó. Inclinó la cabeza sobre el pecho, sumiéndose en un largo sopor, del que ya no despertó. Pero en sus labios se había quedado anclada una sonrisa gozosa, una sonrisa ancha. Aquella dulce sonrisa que Lena llamaba «de plenitud», porque entreabría sus labios con satisfacción, cuando contemplaba a su hijo predilecto. La señora Rivero, no cabe duda, estaba gozando en aquel momento de una hermosa visión.

Eran las siete de la tarde cuando notó María que el pulso le había dejado de latir. Arrodillada a su lado, volvió a tomar entre sus manos el devocionario y dijo a su hermana:

—Ayudemos a su alma a desprenderse de la cadena que aún la sujeta a la tierra.

—Es inútil. Ya no te oye —dijo Lena, acercándose y besando a su madre en los cabellos.

—Aún me oye. La muerte real sobreviene algunos minutos más tarde de la muerte aparente. No perdamos tiempo.

Y acercándose a la madre, leyó despacio:

—«Sal de este mundo, alma cristiana, en nombre de Dios Padre Todopoderoso que te crió, en nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que padeció por ti, en nombre del Espíritu Santo, que en ti se infundió…»

Lena se arrodilló junto a la cama de su madre, sin devoción, sin pena. En un estado de insensibilidad tal, que la tenía asustada.

«Soy una bestia inmunda —pensó—. Si ahora se levantase mamá y me gritase, reteniéndome por las muñecas, como hacía en otro tiempo: “¡Mala hija, mala hija, lloras por tu ‘Kedi-Bey’ y la muerte de tu madre no te arranca una lágrima de dolor!”, mamá tendría razón. Pero no, mamá no puede ya levantarse y decirme que estoy loca. ¡No! Ya no volverá a decirme que soy fea y sin gracia, sin una pizca de coquetería, que parezco una sufragista inglesa…»

La voz de María llegaba hasta sus oídos, con la suave cantilena de su rezo:

—«… en nombre de la gloriosa y santa Virgen María, Madre de Dios… en nombre del bienaventurado San José, ínclito esposo de la Santísima Virgen… en nombre de los Tronos y Dominaciones…»

«Sí, mamá decía —siguió pensando Lena— que cuando ella era jovencita, todo el paseo de los Álamos era un piropo a su paso. Caminaba con pasos breves, recogiendo la cola, con tal gracia, que los hombres se volvían a mirarla, a pesar de que ella era muy recatada, como toda muchacha bien nacida. Y a ella le parecía que caminaba yo con pasos torpes y desmañados, como las hembras absurdas que tratan de imitar en todo a los hombres…»

—«… en nombre de los Principados y Potestades —decía María—, en el de los Querubines y Serafines; en el de los Patriarcas y los Profetas, en el de los Santos Apóstoles y Evangelistas…»

«Y mamá tenía razón —pensaba Lena—. No me explico por qué ando así, pero es cierto que al andar causo la impresión de que voy desempedrando la calle. Sin embargo, cuando me pongo mis zapatos de tacón puedo balancear el cuerpo graciosamente, como hacía Heidi. Y bien, ¿dónde estará Heidi? ¿Sabrá que en España hay una revolución, y que Ger…?»

No quiso concluir su pensamiento. Trató de seguir a María en su oración, y fue repitiendo sin gana:

—«… en el de los santos Mártires y Confesores, en el de los santos Monjes y Ermitaños, en nombre de las santas Vírgenes y de todos los santos y santas de Dios. Sea hoy en paz tu descanso y tu habitación en la Jerusalén celestial. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.»

—Amén —suspiró tía Mag, en la galería.

Lena volvió la cabeza. Otra vez aquella visión extraña, envuelta en el manto negro, con el cirio de tinieblas en la mano, luciendo aquel enorme lazo negro y oro. Y otra vez sus sollozos contenidos a duras penas.

María dejó el devocionario sobre la mesa. Besó a su madre en la frente, y le cubrió la cara con el embozo de la sábana.

—¡Que el Señor te dé su paz y a nosotros fortaleza para soportar la pena! —dijo despacio, temiendo que el dolor la hiciese gritar en aquel momento.

Pero logró contenerse. Fue tía Mag la que rompió en un sollozo largo y violento, como una ola que se estrella contra un dique. Pero también como una ola, se deshizo en espumas y terminó en un suspiro:

—¡Jesús, dulce Jesús!…

Apagó el pintoresco cirio, se despojó del manto negro y arrastrando sus remendadas zapatillas, salió a llamar a la portera.

El primero de los vecinos que se presentó en casa de los Rivero a darles el pésame y a ofrecerse incondicionalmente para lo que pudieran necesitar fue Pachín. Lena se alegró al verle, aunque no supo qué contestarle cuando preguntó por Ger. Pachín respetó el silencio y trató de hablar de otras cosas para distraerla. Pero la conversación caía una y otra vez sobre el tema de los sucesos revolucionarios:

—No me habéis visto estos días —confesó Pachín en secreto— porque he tenido que salvar a las monjitas, sacándolas del convento y repartiéndolas por las casas. Estaban tan asustadas las pobrecillas, como palomas a la vista del gavilán. Afortunadamente, esto se acaba. La revuelta ha sido sofocada…

María continuó arreglando la habitación que aquella noche iba a convertirse en cámara mortuoria, indiferente a lo que Pachín contaba. Pero Lena le cogió por un brazo, obligándole a darle más detalles.

Pachín creyó comprender los motivos de la angustia sorda de la muchacha, que podía deshacerse en un momento dado en una crisis de llanto. Y trató de consolarla.

—Por él no te preocupes, niña. Todos le conocemos y aunque haya castigo, Ger estará siempre a salvo. Tengo amigos con influencia. Te aseguro que no le pasará nada a tu hermano.

Lena se encogió de hombros con un gesto que lo mismo podía ser de orgullo que de indiferencia. Y dijo quedamente:

—Gracias, Pachín. Pero él no necesita ya nada de nadie. Muchas veces le oí decir a Ger que ya que no se muere más que una vez, es hermoso morir por un ideal… ¡Morir con las botas puestas! Y Ger lo ha conseguido.

Pachín quedó sorprendido.

—No sabía… —dijo tartamudeando— que también vuestro hermano… ¿Habéis tenido noticias?… Pueden equivocarse… En estas algaradas se dan a veces casos…

Lena afirmó con alguna vacilación:

—No… No hemos tenido ninguna noticia de él, pero estamos seguras de que Ger no volverá a casa. Se lo llevó mamá consigo.

Antes de que Pachín se repusiera de la extrañeza que las palabras de la muchacha le producían, ésta dijo con naturalidad:

—Sí. Estoy segura de que fue un zapatero quien lo estrelló contra una barricada.

Otra vez creyó Pachín que comprendía… Se figuraba que el dolor había trastornado a Lena y que por eso hablaba en aquel extraño lenguaje.

Habían llegado otros vecinos. Alguien propuso que se rezase el Rosario y todos se reunieron en la salita y en la galería. María dirigía el Rosario con admirable serenidad. Tía Mag, con el manto negro sobre los hombros, rezaba y sollozaba al mismo tiempo. Lena parecía abstraída en sus pensamientos. Había anochecido ya. Las ráfagas de las ametralladoras cortaban de vez en cuando el bisbiseo de las oraciones. Los disparos de fusil se oían tan cerca, que las balas parecían pasar silbando por encima de sus cabezas. El cirio de difuntos ardía, entonces, sobre el pequeño altar improvisado.

—¡María!… ¡Lena!… Hijas, vamos a cenar —gritó tía Mag, desde la cocina.

Sus palabras tenían un sonido extraño en aquel atardecer que olía a pólvora y a cera. A ella misma le asustaron, y llegó hasta la galería, tratando de justificarlas:

—Hay que cenar, hijinas… Hay que cuidarse. Necesitamos cobrar fuerzas para seguir luchando por la vida.

Después, rebuscando en su costal de refranes algo que la ayudase a convencerlas de que debían sentarse a la mesa y hacer honor a su arte culinario, encontró la expresión brutal y amarga, por la verdad que encerraba. Se encogió de hombros, disculpándose de antemano, y casi sollozó:

—Hay que comer, hijinas, ¡qué remedio! «El muerto al hoyo, y el vivo al bollo».

Intentaron cenar.

Lena pensaba entre tanto: «Razón tenía el “Aguilucho” cuando llamaba a tía Mag “Santa Simplicitas”. Tía Mag solloza y traga, reflejando en ese refrán su manera de ser… Es curioso observar las diferentes reacciones de las personas ante la muerte de un ser querido, o, por lo menos, de un ser con el que se ha convivido largo tiempo. Yo debiera estar apenada, profundamente apenada. Y sólo siento cansancio. Sueño. Un cansancio terrible y un deseo de dormir, de no pensar, de no sentir… María trata también de desprenderse de cuanto la rodea, pero su espíritu, como el ciprés, se eleva al cielo, en la única reacción que de ella podía esperarse. Me agradaría ser como María. María sabe imponerse en todas las circunstancias y adoptar siempre una postura digna y reservada. Mientras que yo… Aceptemos lo anormal de la situación: de haber ocurrido todo de otra manera, ¿estaría tan insensible, tan indiferente?…»

La respuesta que se dio Lena Rivero a esa pregunta, la hizo encontrarse inferior a la señorita Quintana. Tía Mag era una criatura simple. Pero ella… Ella estaba obligada a pensar y a sentir más profundamente. Sin embargo, el final de sus reflexiones fue la sumisión completa a un imperativo animal:

—Me acostaré. Estoy rendida. ¡No puedo aguantar más! —dijo bostezando.

Tía Mag miró a su sobrina. Después se fijó en los platos, que apenas había probado, y suspiró:

—No habéis comido nada, niñas… En fin, si al menos pudiéramos dormir algo esta noche…

María dijo suavemente:

—Sí, será mejor que os acostéis. Yo no tengo sueño. —Y se quedó velando.