LA señorita Quintana llegaba del mercado, todos los días, a eso de las once y entraba directamente en la cocina para dejar su bolsa de hule sobre la mesa. Ya estaban muy lejanos aquellos tiempos en que Petrona la acompañaba al mercado con una enorme cesta de dos tapas, que jueves y domingos se llenaba de huevos, de hortalizas, de manteca, de carne, fruta y pescado. Tía Mag iba a la compra entonces con un humilde capacho de hule negro, en el que depositaba sus menguadas adquisiciones. Los Rivero seguían atravesando la aguda crisis económica que empezaron a padecer cuando los desahuciaron de «La Uva de Oro». «Con un constante déficit en el presupuesto», repetía, como un lorito, la señorita Quintana. Por aquel tiempo, todos los españoles aprendieron de memoria dos palabras que la prensa no se cansaba de repetir: déficit y superávit. Y tía Mag, al hacer sus cuentas todas las mañanas, se preguntaba, cándidamente, si existiría algún régimen político capaz de enjugar aquel constante déficit de los Rivero…
Verdad que Ger ganaba entonces un pequeño sueldo en el despacho del notario señor Valle, a cuyas órdenes practicaba para adquirir alguna experiencia antes de abrir su bufete. Pero el sueldo de Ger excedía muy poco del importe de la beca de estudiante que había dejado de percibir al terminar su carrera. Total, las cosas no habían cambiado mucho para los Rivero, y tía Mag continuaba yendo y viniendo a la compra, con su discreto capacho de hule negro, cuyo fondo rellenaba con trapos para que las amigas que la encontraban al regreso no observasen que volvía casi vacío. Hacía sus compras a diario desde que la señora Rivero había comprobado que cuantas más provisiones había en casa, más se gastaba, y, en cambio, comprando al día, tía Mag no podía extralimitarse en la confección de sus modestos guisos.
La llegada del mercado era siempre una ceremonia desagradable para tía Mag. Rendir cuentas es la parte más molesta de las compras y para ella lo era extraordinariamente por dos razones: porque siempre había comprado algo que la señora Rivero no le había encargado, y por la enorme dificultad que encontraba para sumar los gastos. Tía Mag se había educado en un Colegio de Señoritas, donde se le había enseñado a hacer crochet, encaje de bolillos y complicados bordados (lo que a su vez quería enseñar a sus sobrinas), pero nadie la había enseñado cálculo aritmético, suponiendo que aquella generación de niñas iba a vivir en una nube de encajes. Más tarde, todas tuvieron que aprender en sus casas, prácticamente, lo que en el Colegio no se les había enseñado. En fin, todas no… La señorita Quintana no llegó a dominar nunca la tabla de multiplicar y seguía arreglándoselas con los dedos. La economía doméstica fue también una asignatura que nunca le quitó el sueño mientras la caja de «La Uva de Oro» se abría generosamente, sin registrar entradas y salidas, y el comercio aportaba, sin medida ni tasa, todo lo que la cocina necesitaba. Sin embargo, los tiempos habían cambiado bastante desde entonces, y allí estaba aquella cosa tan terrible: comprar un montón de cosas con un duro, traer la vuelta y rendir cuentas a la señora Rivero.
Tía Mag llegaba del mercado a eso de las once y entraba en la cocina a depositar su menguada carga. Después se dirigía a su cuarto, donde se iba quitando parsimoniosamente los recosidos guantes y la vieja y deshilachada mantilla. La doblaba con cuidado y sobre ella prendía, en cruz, los dos alfilerones que le servían para sostenerla. Después, guantes y mantilla quedaban depositados en una antigua caja de bombones que un admirador había regalado a Heidi cuando tía Mag la acompañaba en sus paseos por el parque. En la caja había guardadas varias envolturas de pastillas de jabón «Heno de Pravia» que, después de tantos años, no conservaban el menor perfume. Pero tía Mag las guardaba lo mismo y sobre ellas colocaba sus guantes y su mantilla, volviendo a depositar la caja en el armario. Terminada esta pequeña ceremonia, se despojaba de su vestido negro, bastante deteriorado, para ponerse otro más estropeado todavía, que había perdido hasta su color primitivo. Encima se ajustaba el delantal color chocolate, mirándolo con tristeza. A fuerza de lavarlo se había decolorado y tía Mag, al ponérselo, sentía la sensación de envolverse en un saco viejo.
Ya en traje de faena volvía a la cocina a recoger su capacho para presentar sus compras a la señora Rivero. Todo lo hacía despacio, retrasando «la hora de la verdad», según la llamaba Ger. Pero como no había modo de eludirla, arrastrando sus remendadas zapatillas se encaminaba a la galería, pensando que siete reales, dos pesetas y veinticinco céntimos no podían reunirse fácilmente en una sola cantidad. Por otra parte… siempre había un pico gastado en algo que la señora Rivero no deseaba comprar y era lo suficiente para enredar las cuentas, porque, además, tía Mag no sabía mentir.
Últimamente, las ceremonias de la compra se habían simplificado bastante. La tortura de la rendición de cuentas había desaparecido desde que la señora Rivero se había agravado en su enfermedad. El día que rechazó con desgana a tía Mag, cuando llegaba del mercado y se volvió hacia la pared, sin preguntarle por los gastos de la casa, todos dijeron: «Esto se acabó». Pues si tía Mag odiaba las matemáticas y la economía doméstica le era desconocida, la señora Rivero había sostenido a flote aquella barca que venía haciendo aguas desde el desahucio, gracias a la meticulosidad en el ajuste de cuentas entre el Haber y el Debe del humilde presupuesto de la familia. No en vano había sido, durante dieciséis años, la diligente esposa de un comerciante…
La señorita Quintana quería a su hermana sinceramente. Con el cariño natural y un poco rutinario de la convivencia. Pero no pudo reprimir una sensación de satisfacción y de libertad, para ella desconocida, al verse dueña de sus actos y sobre todo —¡ah, esto era muy importante!— de los pequeños ingresos de la familia. Desde que la señora Rivero se había agravado, tía Mag había ido llenando la despensa a costa del corto sueldo de Ger. Éste se lo había entregado íntegro el primer día, recomendándole que lo emplease en alimentos. Tía Mag no necesitaba esta recomendación. Ger lo había dicho: «Estoy seguro de que lo gastaría, aunque se tratase de un depósito sagrado».
En efecto, la despensa rebosaba y tía Mag andaba canturreando por la cocina, mientras confeccionaba suculentos guisos. A aquel paso, ¿cómo terminaría el mes económico de los Rivero? Esta pregunta no tuvo nunca contestación. Nadie en Oviedo se preguntó en aquellos días cómo andaba su economía. En todo caso, las respuestas hubiesen sido bastante lamentables…
El día cinco de octubre, tía Mag llegó del mercado muy alarmada. Entró, según su costumbre, en la cocina, dejó el capacho de hule sobre la mesa, pero en vez de ir a su cuarto a desvestirse, llamó apresuradamente a sus sobrinas:
—¡Mirad, mirad, por favor!… ¡Vengo sofocada! Toda la santa mañana dando vueltas por El Fontán, total, para no traer nada… Nada, hijinas. Está la plaza barrida. No han bajado las aldeanas al mercado.
María miró el capacho atestado, que desmentía sus palabras, y le preguntó irónica:
—Entonces, ¿se puede saber, querida tía, quién te ha llenado el bolso?… ¿Tal vez las hadas?
—¿Quién, niña?… ¡Las zabarceras! Cobrándolo a peso de oro. Y aún gritaban las miserables, como energúmenos, que si las cosas habían cambiado, que si ya se encontraban hartas de ser nuestras esclavas, que si tal, que si cual… ¡Jesús, dulce Jesús!… Nuestras esclavas, dicen, y nos clavan como a Cristo en la Cruz… Mirad, mirad, hijinas; una docena de huevos, ¡cinco pesetas!… Se aprovechan porque dicen que hay huelga y que va a haber jaleo, y que las aldeanas no bajarán en mucho tiempo al mercado… Menos mal que vuestro hermano me recomendó… En fin, a vuestra madre no le faltará su caldo.
A María la sorprendió la declaración de la huelga. No podía comprender por qué había huelgas ahora que los obreros tenían una República y una Constitución hechas a medida de sus deseos. Siempre ajena a cuanto la rodeaba, no seguía las evoluciones de la política y los acontecimientos la sorprendían como si llegase del planeta Marte.
—¿Y qué es lo que pretende ahora esa gente al echarse a la calle? —preguntó con la misma ingenuidad con que la señorita Quintana lo había preguntado cuando se lo dijeron en el mercado.
Lena se encogió de hombros y se alejó en dirección a la galería. Demasiado preocupada por la suerte que Ger pudiera correr en aquella algarada, no tenía fuerzas para discutir con nadie, mucho menos con María, a la que no conseguiría convencer nunca. Dio un puntapié a la puerta de la galería, que se abrió rechinando dolorosamente sobre sus goznes. Se acercó a las ventanas. Apartó las cortinas y contempló unos momentos la paz idílica de los campos verdes. Mansas vacas pacían glotonamente la hierba que empezaba a crecer de nuevo, después de haber sido segada y recogida el verano anterior.
«Me gustaría ser vaca —pensó—. Sería una vaca blanca y gorda, con grandes manchas rojas sobre el lomo, y pacería con deleite la hierba verde, húmeda de rocío; brincaría por los campos a mi antojo y, cansada, me tendería a rumiar bajo la sombra de un manzano. Desde luego, no tendría preocupaciones, ni pensaría en la huelga.»
—¡Ea! Ya está decidido. Yo no haré huelga —terminó diciendo Lena, dispuesta, como siempre, a la rebeldía, postura muy diferente a la de la mansa vaca cuya vida añoraba sinceramente unos momentos antes.
Pero aún no se había sentado a trabajar, cuando tuvo que prestar atención a un ruido leve, como una queja, que procedía de la habitación de la señora Rivero. Comprendió que el brusco golpe dado a la puerta la había despertado. Entró despacio en ella y se acercó a la cama. Su madre sonreía. Sonreía con aquella sonrisa suave que Lena sorprendía sobre los labios de su madre cuando ésta contemplaba a Ger. Y sintió piedad hacia ella. Toda la antipatía que su madre le había inspirado desde su infancia, se le desvanecía al contemplarla entonces desarmada y vencida. ¿Dónde estaba aquel orgullo que la caracterizaba? ¿Dónde estaban su energía y su autoridad?… Ya no volvería más a pronunciar aquellas frases que excitaban a Lena como si le plantasen banderillas de fuego: «Me obedecerás, porque tienes la obligación de obedecerme»… «Lo harás, porque yo lo mando»… «Es inútil que trates de rebelarte, soy tu madre y te lo prohíbo»… «Ya te curaré yo de tus mariposas negras, de tu inquietud, de tus extravagancias»… «Se acabaron tus estúpidas correrías»…
Pero antes se había acabado su energía. Ahora, bajo las mantas de la cama, su cuerpo, consumido por la fiebre, temblaba y se encogía, mientras que una dulce sonrisa, casi una mueca, se dibujaba constantemente en su boca:
—Nita, hija… un poco de agua —suplicó en voz débil.
Lena le acarició las manos y los cabellos, empapados de sudor… Las primeras y las últimas caricias que hacía a la mujer que la llevó en su vientre. Lena no la quiso nunca. Su madre no había sabido comprenderla, y ella casi la odiaba. Pero entonces sentía una gran piedad, una gran compasión hacia aquella pobre cosa que no podía ser ya un obstáculo en su vida, ni un freno para sus inquietudes.
—¡Agua, agua…; tengo sed!
—Bien, mamá…; ahora beberás… Te prepararé un poco de naranjada.
Abrió de par en par la puerta que comunicaba con la galería, para que su madre pudiese contemplar el campo. La atmósfera estaba limpia. El cielo, claro. El sol se precipitó en la habitación, caldeándola ligeramente. Era un sol blanco, de otoño, muy agradable. La señora Rivero cerró los ojos y respiró profundamente el aire puro, que traía olor a flores, a hierbas, a manzanas maduras…
Lena vertió en el vaso un poco de agua y estrujó una naranja en el exprimidor. Le añadió un poco de azúcar y, después de removerlo unos segundos, se acercó a la cama y trató de incorporar a su madre, pasándole un brazo bajo los almohadones, para que bebiera con comodidad.
Pero al incorporarla, la señora Rivero lanzó un grito. Un grito de bestia herida, que parecía salirle de lo más hondo de las entrañas.
Creyendo haber lastimado su dolorido cuerpo, soltó Lena a su madre inmediatamente. En vez de desplomarse sobre los almohadones, la señora Rivero se quedó incorporada, con los ojos desorbitados, en un gesto de terror incomprensible. Su descarnada mano señalaba tercamente la galería:
—¡Allí están!… ¡Allí están!… ¡Míralos!… Yo los veo… ¡Que se vayan!…
—¡Vamos, cálmate, mamá!… Cálmate un poco —procuró tranquilizarla su hija—. En la galería no hay nadie. Estamos solas en casa. Tienes fiebre y deliras. Eso es todo… Bebe un poquito de zumo y acuéstate cómodamente.
Con una energía impropia de sus exhaustas fuerzas, arrojó al suelo, de un manotazo, el vaso de refresco que Lena le ofrecía.
Acudió María a ayudarla y entre las dos trataron, inútilmente, de calmarla. Sus ojos, desorbitados por el terror, continuaban clavados en los cristales de la galería y el índice de su mano derecha seguía, implacable, señalando los fantasmas creados por la fiebre:
—Pero, ¿que ves, mamá?… En la galería no hay nadie, te lo aseguro —confirmó María.
—¡Allí están!… Los veo… los veo… Nadie… Nadie… Ya se han ido… Ahora se han ido… Ya nada tenían que hacer…
La señora Rivero se inclinó sobre los almohadones, pero sus ojos no se apartaban de la galería. Aquellos ojos tan azules, tan bellos en otro tiempo y entonces abrasados de llorar, conservaban el espanto de una visión terrible.
María le arregló los almohadones y posó sus finas manos sobre su frente, tratando de ahuyentarle los angustiosos pensamientos.
—Tienes que descansar, mamá. Procura descansar. Estás excitada. Te hace delirar la fiebre. Nadie ha entrado en la galería, te lo aseguro.
La señora Rivero continuó, terca:
—Si estaban…; yo los he visto, con estos ojos que ha de comer la tierra… Eran tres. Tres pájaros negros, espantosos… Los he visto… Eran tres, ¡como entonces!
Por encima de su cabeza, María y Lena se miraron angustiadas. ¿Qué habría de cierto en aquella visión odiosa?… Instintivamente volvieron sus ojos hacia las ventanas. ¡Nada! Por las ventanas abiertas entraba la paz magnífica del campo, suavemente reclinado en el cielo limpio de aquella mañana clara. Ni una ave cruzaba el espacio azul…
Pero la señora Rivero seguía repitiendo su angustiosa cantinela:
—¡Tres pajarracos negros, tres pajarracos, hijas!… Bien sabéis lo que esos pájaros significan para nuestra familia… Eran tres y se posaron sobre la ventana. Yo los he visto…
De pronto volvió a incorporarse, gritando con una voz que más que un grito parecía un rugido:
—¡Ger!… ¡Hijo de mis entrañas!… ¿Dónde está nuestro Ger? ¿Dónde está mi niño?…
Lena mintió serenamente. Con naturalidad:
—¿Ger?… Estará en el despacho, como siempre. Se ha ido esta mañana, sin entrar en tu cuarto a darte un beso para no despertarte.
María volvió a mirar a su hermana por encima de la cabeza de su madre, en angustiosa interrogación. Lena bajó la vista. Pudo evadir la respuesta, porque en aquel momento la señora Rivero sufrió un ataque de nervios y tuvo que ayudar a María a suministrarle un calmante.
Cuando se hubo quedado amodorrada, María interrogó a Lena abiertamente.
—¿Dónde está Ger?… Tú lo sabes.
Lena se encogió de hombros.
—¡Yo qué sé! Tía Mag ha dicho que hay huelga… Y ya se sabe lo que son las huelgas: los huelguistas no entran a trabajar. Pero siempre hay esquiroles… Por temor a que los huelguistas hagan algún desperfecto o se peleen con los esquiroles, interviene la fuerza pública…
María levantó la mano para cortar aquella tonta explicación:
—¡Por favor, Lena! No te pregunto lo que es una huelga. Por desgracia lo sabemos bastante bien. Te pregunto, sencillamente, dónde está Ger.
Lena se mordió las uñas, sin saber qué contestar.
—Pues… en la huelga…, se comprende —dijo al fin.
María comenzaba a impacientarse:
—Dices «en la huelga» como quien dice «está en el cine, o está en el despacho»… ¿Es que una huelga es un centro político, es un cuartel o es un lugar de recreo?… ¿Quieres decirme de una vez dónde está Ger? ¿Qué es lo que pasa?…
El nerviosismo de Lena le impedía toda explicación. En verdad, no le resultaba fácil explicar a María lo que en aquel momento estaba pensando. No le agradaba parecer cobarde, aunque sabía que en la familia no la tomaba nadie por valiente. Sin contestar, salió de la galería, donde estaban hablando a media voz para no turbar el sueño de su madre, y se dirigió a la habitación de Ger. Dos minutos más tarde regresó y dejó sobre la mesa de trabajo el reloj del «Aguilucho».
—¡Tómalo! —dijo a María, sin mirarla—. Ger me lo dio para ti. Y me contó la historia de ese dinero que tan generosamente le has entregado.
Estaba indignada consigo misma, por tener que admirar aquel hermoso gesto de María. Y más indignada aún por verse obligada a entregarle su tesoro. No tenía intención de dárselo, pero después de lo ocurrido aquella mañana creía deber hacerlo.
Además, era un modo de contestar a María sus preguntas, tan difíciles de responder en pocas palabras.
—Puedes cogerlo. Es tuyo. Ger esperaba poder pagarte pronto aquella deuda. Pero… ¡ya ves! Será mejor que te lo guardes —dijo Lena sordamente—. Tal vez no pueda pagarte ya. Y es su deseo, según me dijo, «que no se malogren tus blancos sueños»…
Hablaba con rabia, con sarcasmo, doliéndole que el reloj del «Aguilucho» pasara a manos extrañas, puesto que María, sin duda, lo convertiría en dinero para pagar su dote. Tan excitada estaba, que había levantado la voz más de lo conveniente. María señaló la habitación de su madre, e hizo un gesto significativo a su hermana para que se callase. Sin que Lena le diese más explicaciones, había comprendido. Aunque trataba de mostrarse serena, estaba palidísima y sus manos temblaban de modo imperceptible.
—¡Por favor, silencio, hermana! ¿A qué viene todo eso? Deja a un lado esos cuentos y tranquilízate, ¿no crees que te estás dejando arrastrar por el miedo?
Lena miró a su hermana fijamente y observó su turbación. Aquello le dio ánimos para hablar, sin avergonzarse:
—Tú también temes, ¿verdad?… Me preguntaste hace unos instantes, de una manera apremiante, dónde estaba Ger. Pues bien, ¿quieres saberlo? Ger está «batiendo el cobre». No sé dónde, ni cómo. Anoche lo sospeché por los preparativos. Lo temí al despedirle esta mañana. Ahora tengo la seguridad de que nuestro Ger…
—¡Calla, Nita, por favor! —María le tapó la boca—. No sigas hablando así. También yo me impresioné desagradablemente, y por eso te he preguntado. Pero ya pasó todo. ¿Verdad que es una tontería tener miedo?… Estamos sugestionadas por la odiosa leyenda y nos portamos como dos chiquillas.
—En nosotras, tal vez cabría pensarlo, pero mamá no sabe lo que sucede. No tenía por qué temer. Forzosamente ha visto…
María volvió a imponerle silencio con su dulce energía:
—Ni tú ni yo hemos visto nada, Nita. Eso no puede ser sino una fantasía de su delirio. Ya sabes que mamá tiene fiebre y hace días que no coordina sus pensamientos. Además aceptarlo es un pecado. Es una superstición. Mejor será que no pensemos en semejante cosa… ¿Quieres que nos sentemos a trabajar?… La enfermedad de mamá va a aumentar muchos gastos. Tía Mag tira de largo… Además, esta huelga… ¡Vamos, Nita! Coge el lápiz y prepara los patrones. Después iremos a cortar a la sala, para que el ruido no moleste a mamá. Descansará, por lo menos, dos o tres horas.
Sin mirarse, sin volver a cruzar una palabra, como si temiesen que el menor contacto removiese aquella herida, siempre abierta, se aplicaron al trabajo.
Sobre la mesa, el reloj del «Aguilucho» trituraba el silencio con su tic-tac viril. Su lema aventurero, «Cara o cruz», grabado en el interior de la tapa, parecía dominar, con su imperativo, aquellas horas de angustia y de inquietud.
Fuera, en la calle, pese a todos los presagios, la calma parecía perfecta.