XXIII

EL día primero de octubre del año 1934, la efervescencia política de la nación había llegado a su punto culminante. En Oviedo se esperaban —sin saber cómo ni por dónde habían de venir— grandes acontecimientos. Dos días después, las noticias de la crisis del Gobierno se codeaban en los diarios con las noticias, siempre alarmantes, de las andanzas del vapor fantasma que llevaba armas para los revolucionarios: «Se espera al Turquesa en San Sebastián…» «El Turquesa, detenido en Burdeos…» Además, la huelga general…

En el hogar de los Rivero, aquellas oleadas de noticias alarmantes no causaban gran inquietud. La señora Rivero había llegado a tal grado de agotamiento que desde hacía casi un mes guardaba cama y no leía la prensa. Sobre la vieja señorita Quintana resbalaban las noticias de la política como el agua de lluvia sobre los cristales. No había cábala, ni profecía, ni alarma, que tuviese importancia para ella, en tanto no se convirtiera en un suceso. El feliz alumbramiento de la señora de Encinas, el «té danzante» celebrado en los salones de la marquesa de los Muros, la regocijaban, como si la marquesa de los Muros o la señora de Encinas fueran amigas suyas. Del mismo modo se conmovía hasta verter lágrimas al enterarse de que un ciclista había sido arrollado por el tren o se había producido una explosión de grisú en las minas. Sociedad y Sucesos eran las únicas gacetillas que tía Mag leía en la Prensa.

Aunque por otro motivo bien diferente a la dulce inconsciencia de la señorita Mag, María Rivero pasaba por la vida sin enterarse de cuanto la rodeaba. Con los ojos siempre fijos en el cielo, ignoraba lo que sucedía a su alrededor, incluyendo en su ignorancia cuanto se relacionaba con la política, con la vida de sociedad y hasta con los sucesos locales que conmovían a tía Mag. El único contacto que tenía con la situación era el que le proporcionaban sus hermanos en sus cortas y frecuentes discusiones. María se atrincheraba en la Religión, y cuando, en broma, se le atacaba, se defendía mirando al cielo. María no había heredado el espíritu combativo de los Rivero, aunque sí su tenacidad, su firmeza y su lealtad al ideal que buscaban. El suyo estaba claro y definido y no creía necesario perder el tiempo discutiendo con personas tan testarudas e irreductibles. Sabía bien, por la experiencia que le daban sus años de convivencia, que Ger no daría jamás un paso contra sus convicciones. Por experiencia conocía también el humor agresivo y picante de su hermano y procuraba no enredarse con él en discusiones violentas.

En cuanto a Lena, la noticia de la crisis del Gobierno y la tensión nerviosa que dominaba el país los primeros días de octubre del año 1934, no la inquietaban gran cosa. Sus escarceos con la política habían llegado a su fin, como en otro tiempo su racha de misticismo y se limitaba a esperar que de algún modo resultasen todas las cosas bien.

En la noche del cuatro al cinco de octubre, escribía Lena en el comedor. Dieron las dos en el reloj de la Catedral. Desde que su madre se había agravado, no temía Lena la reprimenda por el excesivo gasto de luz. No obstante, se precipitó a apagar la del comedor, y sin encender la del primer trozo del pasillo, se deslizó por él silenciosamente, para no despertar a Ger. Pero al pasar ante su cuarto, una raya de luz, bajo la puerta, le denunció que éste tampoco dormía. Y hacía más de una hora que le había oído entrar y cerrar la puerta. Ger leía poco aquella temporada. Cuando llegaba a casa, siempre en las primeras horas de la madrugada, le rendía el sueño en seguida. Como aún no se había dormido aquella noche, Lena empujó la puerta suavemente y entró a ver lo que sucedía.

Le encontró amartillando sus pistolas, con los labios apretados y el circunflejo dibujándosele más profundo que nunca sobre la frente. El muchacho hizo un gesto desagradable al ver entrar a su hermana:

—¿Qué diablos haces aquí a estas horas? ¿No estabas bien en la cama?

Lena quedó un momento desconcertada. Al fin pudo balbucir:

—Sí. Para la cama iba. Pero vi luz en tu cuarto y entré a ver lo que te ocurría.

—Pues ya lo ves, pequeña. Estoy limpiando mis armas para salir de caza.

—¿De caza? ¡Ger!… ¿Cómo puedes bromear de esa manera? ¿Adónde vas?… ¿Qué vas a hacer?

—Ejercicios de tiro al blanco —contestó él sonriendo con ironía—. O tal vez servir de blanco a los tiros de esos… perros si, como supongo, hacen resistencia.

—¡Ger! ¿Cómo puedes emplear ese lenguaje? Tú, que…

—¡Vamos, lárgate a dormir y déjame en paz!

—¡No quiero! ¡No puedo consentir que hagas locuras!

—¿Locuras?… Mira, Lena, no es el momento oportuno para enredarnos en discusiones tan de tu agrado. ¡Haz el favor de salir inmediatamente de mi habitación! ¡Quiero descansar!

Ella cerró la puerta y fue a sentarse sobre la cama de su hermano, abrazándose las rodillas y apoyando sobre ellas la barbilla, según su vieja costumbre. Ladeó la cabeza, para mirarle a los ojos, y le aseguró muy seria:

—¡No me iré! No me iré si no me explicas antes lo que sucede. Esto tiene algo que ver con la crisis del Gobierno, ¿no es así?… Y si no me equivoco, con las andanzas del vapor Turquesa. Dicen que vais a la huelga revolucionaria.

Ger se encogió de hombros:

—¡Pchs! ¿Y si así fuera?

Lena guardó silencio, mordiéndose las uñas, y luego dijo:

—Eso va contra vuestras teorías…

Ger arrojó sus pistolas sobre la mesa, cogió a su hermana por debajo de los brazos, obligándola a bajarse de la cama y, suavemente, la empujó hacia la puerta.

—Por desgracia sí, «Ranita». La práctica nos enseña muchas veces a prescindir de hermosas teorías. Pero ahora vete a la cama, anda… Y mañana… mañana cuida a mamá y ocúpate de la casa. Éste es un asunto de hombres y los hombres vamos a discutirlo con las pistolas.

Cerró la puerta y dejó a Lena en el pasillo. En aquel largo pasillo que se doblaba en una Z absurda y guardaba un sobresalto tras de cada puerta.

La joven empezó a avanzar a oscuras, sin hacer ruido. De pronto se acordó de las cucarachas que en la oscuridad solían asaltar la casa, saliendo del cuartel general instalado en la carbonera, y encendió todas las luces. Al llegar a su cuarto, separado de la habitación de su madre por la puerta de cristales, velada apenas por una cortina blanca de nansouk, temió que la señora Rivero protestase de aquel derroche de luz. Pero sólo escuchó su respiración arrítmica y de vez en cuando un prolongado suspiro, como una queja suave…

Pensó: «Efectivamente, mamá se muere. No le pide la cuenta a tía Mag cuando regresa del mercado y no protesta si ve encendidas las luces. Tiene razón María: mamá se muere…»

Lena no pudo dormir aquella noche. Sospechaba que lo que ocurría era grave. El temor a las consecuencias de aquella huelga revolucionaria, tan diferente de otras huelgas parciales que había presenciado, la mantuvo en vela.

Hacia la madrugada, sintió abrirse la puerta de la habitación de Ger y se tiró de la cama rápidamente, para salir a despedirle. Ger trataba de escapar sin ser visto y al ver a su hermana volvió a iniciar un gesto de desagrado y se ajustó instintivamente su chaquetón de cuero. Pero no con tal rapidez que impidiese a Lena ver la repleta cartuchera que llevaba ceñida sobre el mono. No le cabía ya duda de que, según la vieja expresión de Ger, éste iba a «batir el cobre»…

El muchacho se caló la boina sobre sus rubios rizos, siempre rebeldes al peine, y trató de sonreír. Tenía una expresión alegre, más propia de un estudiante en víspera de vacaciones que de un posible revolucionario. La optimista juventud del último Rivero le permitía pasar de la preocupación a la sonrisa con bastante facilidad. Sonriendo, pasó su mano en caricia breve sobre la mejilla de su hermana, al recomendarle que cuidase a la señora Rivero durante su ausencia:

—No sé a qué hora regresaré…

—Ger, ya sabes que mamá…

—Lo sé, lo sé, «Ranita» —contestó rápidamente—, pero el deber está ante todo. Y hoy tenemos que hacer algo más importante que cuidar a una enferma. Y por si «esto» durase algunos días, ya he dado a tía Mag dinero. No habría hecho falta que le recomendase que lo emplee en alimentos. Lo haría aunque se tratase de un depósito sagrado. ¡Adiós!

Tuvo de pronto la intuición de que Ger no regresaría y trató de retenerle, abrazándole por la espalda.

—¡No, no te vayas, Ger!… No te dejaré marchar…

—Hermana, ¡no me conmuevas con tu gesto de espartana! —dijo Ger tratando de bromear.

La ironía del muchacho la contuvo. Y trató de recobrar la serenidad.

—Está bien, Ger. Vete si crees que tu obligación es irte. Pero al menos, dime adónde vas ahora. ¿Adónde vais? ¿Qué vais a hacer?…

—Ni yo mismo lo sé. Posiblemente a concentrarnos en la cuenca minera. Más probable es que sean ellos los que vengan sobre Oviedo. En realidad, no sabemos nada de nada.

—Pues si tú, que eres un cabecilla, no lo sabes…

—No digas majaderías, querida. Yo no soy nadie. El Partido necesita de los intelectuales para la propaganda, para la economía, para el gobierno… pero cuando hay jaleo, un zapatero o un albañil toma el mando y nos estrella tan ricamente contra una barricada…

Ger trataba de sonreír, pero tenía la piel del rostro tirante y los labios secos. Sobre la frente, el circunflejo era una profunda arruga.

—Lo único que ahora sé, lo que te puedo asegurar, «Ranita», es que conseguiremos lo que nos proponemos, o nos iremos todos a hacer…

Salió Ger, precipitadamente, otra vez con el nerviosismo que en los últimos días se había acentuado en él hasta hacerle poco menos que intratable. No obstante, se volvió desde la puerta y miró a Lena con ternura. De nuevo sus ojos claros reflejaban una serenidad tal, que el cambio brusco dejó asombrada a su hermana.

Ger soltó una carcajada, retrocedió unos pasos y, acercándose a Lena, la tomó por debajo de los brazos, como hacía cuando era una niña, y la hizo dar dos vueltas en el aire, mientras le decía, riendo:

—Y ahora, ¡a callar, «Ranita»!… No se lo digas a la señora Rivero. Si eres soplona no te traeré un pastel…

En el primer descanso de las escaleras se detuvo de nuevo y sacó el reloj, su magnífico reloj de oro y brillantes, que había pertenecido al «Aguilucho» y era la única joya que no se había vendido ni empeñado. La señora Rivero lo había conservado siempre, como un tesoro, «para el día que nuestro Ger sea abogado». Y a su hijo se lo entregó el mismo día que terminó la carrera, con la solemnidad con que se entrega una reliquia santa. El muchacho lo había tomado en silencio, leyendo el lema que el «Aguilucho» había hecho grabar en el reverso de la tapa: «Cara o cruz». ¡Todo un poema aventurero!… Ger conservó el reloj del viejo, del que nunca, hasta aquella mañana, consintió en deshacerse.

Pero entonces, jugando con su cadena de oro, rogó a Lena:

—Entrégaselo a María.

Lena hizo un gesto de rebeldía. ¿Por qué a María? ¿Porque era la mayor de las dos hermanas? En el recuerdo no hay derechos de primogenitura, y ella —estaba segura— era la hija predilecta del «Aguilucho».

—¡No! A María, no. Dámelo a mí. Yo te lo guardaré —dijo tranquilamente. Ante aquella negativa, Ger se creyó obligado a informar a Lena de algo que debía saber respecto a aquella entrega:

—María lo guardará mejor, porque… Porque, en realidad, es suyo. Sí; no pongas esa cara de extrañeza… Hace algún tiempo, un camarada cometió un desfalco. Fue un mal momento, ¿comprendes? Tenía en la miseria a su familia. Y la necesidad es mala consejera. Yo sabía que era un buen chico y salí fiador suyo, pero las cosas no se dieron bien y como no tenía dinero… En fin, María me entregó hasta el último céntimo de sus ahorros… Ya sabes que «Santa María» venía ahorrando, desde niña, para pagar su dote de religiosa… Y esa dote se la comió un terrible revolucionario. ¡Cosa chusca! ¿Verdad?… En fin. Entrégaselo a «Santa María»…

Le dio dos vueltas en el aire a la cadena y el reloj salió disparado de sus manos, cayendo en las de Lena. Entonces se quitó Ger la boina, en un saludo ceremonioso, que remató cómicamente con su «hocico de liebre», y bajó de dos en dos las escaleras, sin volver la cabeza, saliendo apresuradamente a la calle.

Lena se encogió de hombros, con ese gesto característico de los Rivero cuando la vida los colocaba en una encrucijada. La conducta de sus hermanos resultaba incomprensible para ella. Tan incomprensible como sus propias y absurdas reacciones. María se desprendía de sus ahorros, de la dote que desde niña había ido reuniendo a costa de sacrificios, para poder entrar en un convento. Y ¿la entregaba a una familia pobre? ¿La entregaba a una institución benéfica? ¿Acaso a un pariente necesitado?… No, señor. Se la entregaba íntegra a un socialista desconocido que acababa de cometer un desfalco. Ger se marchaba a hacer la Revolución. Tal vez se viera obligado a perseguir a instituciones religiosas si se oponían a los planes de su partido, pero antes de partir para la refriega se acuerda de su deuda y entrega su tesoro a «Santa María», para que no se malogren sus «blancos sueños»…

Volvió a encogerse de hombros, sin tratar de descifrar la incógnita. Cerró la puerta y apretando entre sus manos el reloj del «Aguilucho», que siempre había codiciado, entró en la sala y se dirigió al balcón.

La calle estaba desierta. Ni un ruido. Ni una alarma. No se veía un indicio de la tragedia que iba a desarrollarse en la ciudad. La tenue niebla, precursora de un día de sol, se iba levantando, como un telón de gasa, dejando el aire limpio, transparente, como pocas veces se disfrutaba en la vieja capital del Principado. Con la cara apoyada sobre los cristales, Lena Rivero pensó: «Tal vez no suceda nada. Será una de tantas huelgas, más o menos general y aparatosa…».

Pero el recuerdo de la repleta cartuchera de Ger y de sus pistolas, y aquella concentración de fuerzas que Ger decía iban a volcarse sobre la capital, volvió a alarmarla. Ger iba «a batir el cobre». No cabía duda. Y tal vez no regresara a casa. Las refriegas populares, tan frecuentes durante los últimos años de la Monarquía, y después, en plena República, estaban costando ya demasiadas vidas. Ger podía caer ahora, en cualquier esquina, de una manera estúpida, sin gloria…

«Si al menos…», pensó. Pero detuvo asustada su pensamiento. «No; es mejor que no tengamos ninguna guerra. Entonces, seguramente, perdería a mi hermano. Los Rivero, dice Ger, acostumbran a morir con las botas puestas.» Un Rivero había caído luchando en las filas yanquis contra la esclavitud, Otro Rivero cayó en la guerra de Cuba por la causa de España. Los dos primeros de la rama Rivero-Olaya perecieron en la Gran Guerra, luchando contra los imperialistas. El primogénito de tío Henri, que ella había conocido cuando llegó de Chicago para incorporarse al Ejército español que luchaba en Marruecos, había perdido la vida el año 1921, en el desastre de Annual… La sangre de los Rivero había corrido generosamente sobre las tierras rojas de los sudistas, en la manigua cubana, sobre los campos de la dulce Francia, en las tórridas arenas africanas… Y ahora era Ger, el hijo del «Aguilucho», el último varón de la familia, quien se tiraba a la calle, a desafiar la muerte… ¿Qué suerte le reservaría el destino?

Tamborileando con los dedos sobre los cristales, recordó Lena otra mañana en la que había despedido, en aquel mismo sitio, a Carina Rivero. Aquel día llovía mucho. La vieja navegaba calle arriba, apoyada en su bastón, con el aire reposado y tranquilo de una anciana venerable. Recordaba también ciertas palabras de «La Samaritana» que sonaban a profecía. ¡Cuántas veces había recordado Lena aquellas palabras sin acabar de comprenderlas bien! Pero de pronto, cobraban un sentido completo ante sus ojos y veía a los Rivero desfilar, con la sonrisa en los labios, hacia un precipicio oscuro, empujados por su alegre inquietud. A la zaga de todos iba Ger, el benjamín de la familia, con sus rizos revueltos escapándosele de la boina y con el paso ligero y firme de un soldado disciplinado. Una descarga cerrada le cortaba el paso. Ger saltaba sobre el fuego y seguía caminando… Lena creía gritarle: «¡Vuélvete, Ger. No esperes que un zapatero te estrelle contra una barricada!»… Pero Ger le respondía: «No se muere más que una vez, “Ranita”, y es hermoso morir con las botas puestas». Y seguía caminando, caminando, tras las huellas de los otros Rivero…

El cristal frío del balcón, acariciando su frente, desvaneció la visión que el recuerdo de Carina Rivero había proporcionado a Lena. Y ésta, sin saber cómo, de una manera inconsciente, alentó sobre el cristal. Al verlo empañado trazó con el índice unos garabatos y, sin saber por qué, se acordó de Pachín.

Pachín era el vecino del sótano. Bien; el vecino no era Pachín sino la señora Melia, la viuda de un indiano de muy escasa fortuna. Pachín le tenía alquilada una habitación y por ello se le consideraba como un vecino. Había sido en su juventud un hombre rico, pues pertenecía a una familia distinguida de la provincia, pero como había salido un balarrasa, no conservaba de su fortuna y su distinción más que el trato de algunas amistades que le favorecían. Su profesión era más que modesta en la actualidad: mandadero de las monjas. El viejo lo ocultaba cuidadosamente, fingiéndose un comesantos. Buen amigo de Ger, los dos discutían con acaloramiento, pero sin odio, sus respectivos puntos de vista. Era un tipo curioso el tal Pachín.

Lena trataba de pensar en Pachín o en cualquier cosa… Procuraba distraerse de su obsesión siguiendo el vuelo de una mosca azul que tropezaba torpemente en los cristales, sin servirle de nada sus experiencias. Pero sus ojos y su pensamiento se clavaban en la calle dormida, por la que Ger se había ido…