XXII

AQUELLA tarde, Lena Rivero no salió despedida de la habitación de Ger.

Ni aquella tarde, ni las sucesivas. A partir de aquel día ambos hermanos se convirtieron en inseparables camaradas. Ger buscaba a todas horas a su hermana y juntos leían la Prensa y juntos comentaban los sucesos políticos que les apasionaban. Aunque no siempre estuviesen de acuerdo en sus apreciaciones. Sin embargo, los problemas de Ger fueron interesando a la muchacha. Sus problemas. Sus camaradas. Su mundo…

Ger tomó en serio lo que llamaba «la educación política de Lena», como en otro tiempo Jáuregui se había ocupado de su «cultura literaria». Pero Ger era sincero y esperaba convertir a la muchacha en una buena auxiliar de su trabajo en la política y en la vida privada. Pero lo que era en Ger una necesidad, algo tan sustancial como su propia existencia, a lo que se consagraba con la fe y la exaltación que los Rivero ponían siempre en sus pasiones, era en Lena un escalón, una etapa de su vida. Una fase de su carácter, fácilmente maleable, que no acababa de cristalizar en una personalidad constante. En ella se había desarrollado el sentido de la coquetería en tanto ocupó la habitación de Heidi en la casa de la Universidad, y había sufrido la mundana influencia de Jáuregui desde que éste empezó su labor desmoralizadora. Y si durante su racha de misticismo había creído que hallaría en el convento el equilibrio que su vida necesitaba, vivía entonces la inquietud política del momento. Pero a pesar de aquella colaboración sincera con el momento político, que la arrastraba con la fuerza de un torrente, se daba cuenta de que su vida no podía discurrir por aquel cauce. Tampoco aquella etapa de su vida era la definitiva, sino un accidente. Un ambiente en el que había que moverse.

Parecía llevar dentro de su ser algo como un oasis de exuberante vegetación, que plantaba, inesperadamente, en cualquier parte, como se planta una tienda en medio de la aridez del desierto. Y en su oasis se refugiaba con demasiada frecuencia, perdiendo todo contacto con el mundo que la rodeaba. Ger conocía estas «liberaciones» de Lena y hasta le divertían. En ellas se encerraba la semilla de la verdadera personalidad de la muchacha, que no acababa de cuajar en fruto. Ger sonreía comprensivo y no se arrepentía de haber introducido a su hermana en aquel mundo que, en un sano contraste con sus sueños, le preparaba un campo de aterrizaje muy conveniente. En efecto, su frecuentación del Centro Obrero y del Ateneo la obligaba a situarse en la realidad. Por su parte, los obreros y los intelectuales de la ciudad acabaron por familiarizarse con la figura desgarbada, aunque no exenta de encanto juvenil, de aquella muchachita de ojos grises y mirada interrogante, que asistía a las veladas literarias y políticas y a los mítines de propaganda izquierdista durante la campaña electoral del 33.

Ni unos ni otros se explicaban por qué Lena Rivero vestía tan pobremente y llevaba el rostro limpio de maquillaje. Desconociendo el ambiente familiar de sobriedad en que se movía, tomaban por una pose adoptada deliberadamente aquella conformidad que le restaba toda coquetería.

Sin embargo, Lena Rivero era sincera. Lo eran los tres hermanos. Nada había de premeditado en la conducta de «los aguiluchos». Los tres eran ambiciosos, pero vivían sencillamente, con naturalidad, mientras sus alas tomaban consistencia para emprender el vuelo. Los tres —con una meta diferente que alcanzar— fortalecían sus alas para lanzarse a la conquista del espacio. María hacia un ideal tan alto, que sus ojos estaban siempre fijos en el cielo. Ger se entregaba a un ideal humano. En cuanto a Lena… Su humildad franciscana no era disfraz, pero sí un compás de espera, una etapa de superación en el camino que la llevaba a convertir sus sueños en realidad.

Y los días seguían pasando…

La campaña electoral del 33 fue muy agitada en toda la nación, pero de modo muy especial en la provincia de Asturias, donde las minas, las fábricas y los puertos proporcionaban a los gubernamentales una cantidad de votos muy importante. En cambio, el campo era conservador. La lucha se presentaba dura y difícil en toda la provincia y un bando y otro ponían en juego todas sus fuerzas para triunfar.

—Ganarán ellos estas elecciones —comentó Lena una tarde, en el Centro Obrero, con tal seguridad y convencimiento, que escandalizó a los camaradas allí reunidos—. Éste es el turno de las derechas.

—Con tanta naturalidad lo afirmas —cortó Ger, irritado—, que se diría que lo estás deseando. No hay motivo para pensar semejante cosa.

Ella se encogió de hombros.

—Y ¿qué errores han cometido hasta ahora los gobiernos de la izquierda, si se puede saber, niña? —le interrogó uno de los camaradas.

Lena paseó la vista a su alrededor, calculando que sus palabras no iban a ser acogidas con mucho agrado. Pero añadió tranquilamente:

—Los suficientes. Habéis atemorizado al capital, que huye hacia el extranjero, sin que ninguna ley pueda detenerlo. Los propietarios se niegan a construir por temor a las huelgas. Os habéis enfrentado con la Iglesia, y España es un país católico, en el que la religión está muy arraigada…

Un murmullo de protestas se levantó en torno a la muchacha, obligándola a callar.

Lena volvió a encogerse de hombros, abrumada por aquel chaparrón que se le venía encima. No era su fuerte la polémica y tenía, además, el convencimiento de que sus palabras acabarían por irritar a aquellos muchachos, con los que no resultaba fácil dialogar.

Cuando salió del Centro aquella noche, aunque Ger la llevaba cogida por los hombros, como de costumbre, Lena Rivero tenía la sensación de caminar sola, por un camino largo y desconocido. Las calles de Caveda, de La Luna, de Schultz, del Águila —estrechas y húmedas, y mal alumbradas— se le antojaban a la muchacha un callejón sin fin, un callejón que no conducía a ninguna parte. Atrás se quedaba el Centro. Después de la Corrada del Obispo, estaba su casa. Los dos polos que limitaban el eje alrededor del cual giraba su pequeña existencia. Para los Quintana, para las amistades de éstos, para los viejos conocidos de la familia, Lena era la revolucionaria, la muchacha de gustos ordinarios y sentimientos plebeyos que se burlaba de sus costumbres, de sus prejuicios, de cuanto representaba tradición y elegancia. Para los otros, para sus nuevos amigos, para sus camaradas, era la señorita, la reaccionaria, que ponía siempre el veto a sus resoluciones, criticaba sus errores y mostraba su desacuerdo con los procedimientos.

Caminando aquella noche bajo la fina lluvia que mojaba sus cabellos y su cara, como una caricia fresca, Magdalena Rivero se preguntaba en qué sitio encajaría aquella inquietud suya, que pedía, como los pájaros, libertad, espacio, sol…

Tía Mag entró silenciosamente en la galería y depositó sobre el regazo de la señora Rivero una cartera que contenía algunos billetes. La señora Rivero los contó, volvió a meterlos en la cartera, y guardó ésta en el bolsillo de su raída bata, de terciopelo azul. Tía Mag no hizo sobre aquella entrega ningún comentario delante de las muchachas. Pero éstas sabían bien lo que significaba. Conocían la procedencia de aquel dinero y ni siquiera se preguntaron qué nueva cosa había desaparecido de la casa aquella mañana. Sin duda alguna, los candelabros y el Crucifijo de plata, únicos objetos de algún valor que restaban por empeñar o vender. La hermosa vajilla inglesa, las porcelanas, los tapices, los cuadros, las joyas, las miniaturas, los abanicos, hasta los humildísimos recipientes de cobre que la moda de lo antiguo había revalorizado aquella temporada, habían ido desapareciendo, tragados por el Monte de Piedad y las casas de compraventa. Unas cortinas de damasco rojo, confeccionadas con la faldamenta del tocador de Heidi, ocultaban pudorosamente el lamentable vacío de las vitrinas, del trinchero, del aparador…

Las muchachas se miraron sin decir nada, inclinándose otra vez sobre su trabajo, y en aquel general silencio, para todas doloroso y amargo, sonó la voz de tía Mag, vacilando al dar una mala nueva:

—Me he detenido en casa del comandante…

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué no ha venido ayer? —interrogó, apremiante, la señora Rivero—. Es la primera vez que deja de visitarnos.

Tía Mag miró a las niñas, tosió, sacó el pañuelo y se limpió los ojos.

—Parece que se encuentra bastante mal… —dijo al fin—. Una pulmonía… Y como es ya tan viejo y tiene una naturaleza tan agotada…

Las dos muchachas se pusieron en pie. Lena, más impetuosa, cogió a tía Mag por un brazo, obligándola a explicarse más claramente:

—¿Se ha muerto?

—No, yo no he dicho eso… Pero… tal vez… No hay muchas esperanzas de que se salve. Sin embargo, unos días…

—¿Quién se ha quedado a velarle? ¿Quién le cuida? —le preguntó María.

—Pues no sé… No he visto a nadie. La criada es tan vieja como él y no creo que le sirva de enfermera.

María miró a su madre, que a su vez detenía a Lena con un gesto. La pequeña se precipitaba ya a su habitación para vestirse y salir en dirección a Cimadevilla.

—Espera, espera, hija mía; María le velará esta noche. Tú irás ahora, pero antes…

—Antes, naturalmente —ordenó Lena a tía Mag—, le prepararás un flan. Ya sabes lo que le gustan a Data. Esto lo comerá sin esfuerzo. Le llevaremos también caldo y eucaliptos. Y ¡una baraja!… Tendré que entretenerle.

—¿A qué parroquia pertenece Cimadevilla? —preguntó María, siguiendo en voz alta el curso de sus pensamientos—. ¿A San Tirso o a San Isidoro?

La señora Rivero sonrió, contemplando a las muchachas:

—Me parece que ya no tengo que advertiros nada. Yo iré también esta tarde… Bueno, si mi pierna me lo permite. Hoy me duele bastante.

A pesar de los dolores de la pierna, la señora Rivero visitó al viejo amigo aquella tarde, y a la tarde siguiente, y las seis tardes que duró la enfermedad. Ger le veló las seis noches, acompañando a María, y salió a buscar al cura la madrugada en que Data expiró.

La muerte del comandante Data, antiguo amigo del «Aguilucho», fue una pérdida muy sensible para los Rivero. Hasta modificó las costumbres de la familia. ¡Se acabó la tertulia! La señora Rivero optó por acostarse al atardecer, cada vez más molesta, cada vez más consumida por algo que la minaba secretamente, más terrible, más doloroso que una enfermedad real. Ger le instaló a la cabecera de su cama su receptor de galena, para que pudiese oír los conciertos de Radio Asturias y sus amenas charlas. Tía Mag empezó a ir a San Tirso todas las tardes, al Rosario y a la Reserva, y era quien, desde entonces, traía a la casa las noticias de los menudos sucesos de la ciudad. María se quedaba con su madre, durante las veladas, trabajando a su lado, ayudándola a rezar sus oraciones, leyéndole los folletines de La Ilustración Católica o El Siglo Futuro.

Lena volvió a sus correrías, sin ningún control. La postración de su madre le permitía callejear con libertad. Y allí estaba la carretera del Naranco, que llegaba ya a la cumbre. Y el Puente de Buenavista, desde el cual podía contemplar el paso de los trenes del Norte. Y la plaza de El Fontán, recogida entre sus viejas arcadas, esperando la visita de la pequeña Rivero.

En cuanto a su colaboración política… Aquella «entente cordiale» de los «aguiluchos» se había ido deshaciendo insensiblemente después de la derrota electoral del 33. Lena y Ger seguían siendo buenos amigos y hablaban con frecuencia de sus proyectos. Hablaban. Discutían. Se aconsejaban mutuamente… Pero ella se había apartado de todo lo que obsesionaba a Ger, entregándose de lleno a su pasión: la literatura. Mientras, Ger vivía por aquellos días intensamente las jornadas difíciles del país. Cuando Lena le interrogaba acerca de aquella preocupación constante, Ger le contestaba, invariablemente:

—Estamos sobre el cráter de un volcán. Quisiera equivocarme, pero creo que se avecinan días no muy pacíficos…