XXI

EN el pequeño salón de la señora Rivero se vivía con un siglo de retraso.

La vida parecía haberse remansado en torno a unos personajes que tenían todas las trazas de los protagonistas de una novela del ochocientos: la señora Rivero, encorsetada, triste, enfundada en su bata de terciopelo azul, descolorida, como una vieja estampa. La señorita Quintana, humilde, aduladora, sin personalidad, siempre al quite de los reproches que su hermana hacía a los sobrinos. El comandante Data, con sus mostachos, su bastón y su aire de tigre domesticado. María, frágil y dulce como una porcelana escapada de una elegante consola…

Lena los contemplaba con desgana cuando se reunían en el gabinete al caer la tarde, sintiéndose ella misma aprisionada en aquel cuadro deprimente.

No había partida de cartas. Su madre la suprimió al darse cuenta de las trampas y fullerías que Data hacía para favorecerlas, y ante la desmedida afición que la pequeña mostraba por el juego. Desde entonces, la partida había sido sustituida por la amena charla del comandante y por la lectura, hecha en común, de alguna novela. María estaba leyendo por aquellos días «El castillo de terciopelo», un folletín de La Ilustración Católica, cuya lectura matizaba con suave dramatismo. Cuando María llegaba al «continuará» y cerraba el grueso volumen, tía Mag estaba a punto de desmayarse de curiosidad e impaciencia. La señora Rivero suplicaba a su hija que leyese un capítulo más. Y resultaba curioso el hecho de que Data, el viejo comandante aventurero, curtido por los soles tropicales y por la vida de una campaña difícil, se emocionase también con los folletines de La Ilustración.

Desde la calle del Paraíso, estrecha y honda, ceñida a la muralla que cortaba como un tajo la parte posterior de las fincas de San José y San Vicente, subía el rumor monótono de un romance que cantaban las niñas jugando al corro:

Mañanita, ya la llevan presa,

a la cárcel por no declarar,

y sus hijos llorando decían:

¡Mañanita, la van a matar!

La reciente proclamación de la Segunda República Española había vuelto a remozar sobre los frescos labios de las niñas del pueblo la estampa de aquel romance olvidado.

Cantaban las pequeñas con ese deje de melancolía que ponen en sus canciones las muchachas del Norte, carentes de la viveza y desenvoltura de las niñas meridionales:

Como lirio cortaron el lirio,

y como rosa cortaron la rosa

como lirio cortaron el lirio,

y su alma quedó más hermosa.

El silbido prolongado del tren del Vasco, que llegaba de Mieres, anunciando a los vecinos del Postigo que eran las siete de la tarde, ponía fin al romance y dispersaba a las pequeñas en todas las direcciones.

Lena Rivero se asomaba a la galería a ver pasar el tren. Y con la cara pegada a los cristales, suspiraba…

Así un día y otro día… Todas las tardes, con ligeras variantes, la tristeza de un cielo gris, envolviendo a la ciudad celosamente. Un romance que se va deshojando como una flor marchita, sobre una calle desierta. La lectura de aquellos folletines de La Ilustración Católica y El Siglo Futuro, cuidadosamente coleccionados. Y por toda novedad, el airecillo fresco de las noticias que llegaban al salón de su madre tomando por vehículo al cachazudo comandante Data.

Un ambiente que asfixiaba a Lena Rivero como un gas soporífero. Cuando María iniciaba la lectura de «El castillo de terciopelo», Lena dejaba los pinceles y corría a refugiarse en la habitación de Ger.

Allí todo era diferente. Todo alegre y moderno, en violento contraste con esas comedias cuyo último acto se desarrolla «cincuenta años después».

La habitación de Ger era el acto tercero, y el decorado, el ritmo, hasta el alma de la comedia que representaban, parecía suceder en un mundo nuevo: libros, periódicos, revistas, reflejaban la actualidad: el «Oviedo» que pasa a la Primera División; la inauguración del nuevo Stadium de Buenavista; la fiesta ofrecida a los jugadores yugoslavos después del partido internacional celebrado en el nuevo campo. Proyectos de reforma del Instituto. Mítines de propaganda electoral. Más proyectos sobre el tema de la autopista Oviedo-Gijón. Exposiciones. Conferencias…

En ausencia de Ger, Lena asaltaba su habitación, revolvía sus libros, charlaba con Rabindranath Tagore, escuchaba a través del receptor de galena, que Ger había construido, los conciertos de «Radio Asturias E. A. J. 19», única emisora que podían sintonizar con él.

La habitación de Ger tenía entonces para la pequeña Rivero el atractivo fuerte que en otro tiempo tuvo la habitación de Heidi, aunque Ger no le prestase gran atención. Cuando al llegar de la calle la sorprendía enfrascada en la lectura de un libro, escuchando un concierto en su receptor, o escribiendo sobre su mesa de trabajo, solía espantarla como a una mosca molesta:

—¡Vamos, lárgate, «Ranita»! Y déjame trabajar.

—No te molesto —protestaba ella enfadada.

—No me molestas, ¿verdad?… Te sientas en mi mesa, coges mis libros, emborronas mis cuartillas…

A veces, tras una discusión entre bromas y veras, terminaba Ger arrojándole un libro y persiguiéndola por el pasillo. Pero no siempre salía Lena de la habitación de Ger, perseguida por su hermano. Una tarde trataba de adoptar una postura elegante, digna de ser recogida por los periódicos ilustrados. La habitación de Ger no tenía más espejo que uno pequeño, ovalado, colgado a contraluz, a la altura de su cabeza, ante el cual se afeitaba éste. La muchacha no alcanzaba a mirarse en él sin levantarse sobre la butaca. Pero que recogiese o no su imagen un espejo, era cosa que no preocupaba a Lena. Ensayaba sus poses sin necesidad de verlas reflejadas, ya que, más claras que en el espejo, las veía dentro de su imaginación.

«No, así no está bien, Lena Rivero», —se decía—. «Será mejor apoyar el codo sobre la mesa y la cara sobre la palma de la mano, en actitud de meditar. ¿A quién he visto yo retratado en esta postura?… No recuerdo. Pero es el caso que estaba muy bien. Todos dirían al verle: ¡Es un sabio! ¡Es un filósofo! Pero como yo no soy ningún filósofo, desecharé la pose de pensador. Será mejor que me retrate así, con naturalidad. Una fotografía sencilla. Y debajo… ¡ah, eso sí!, debajo no tendrán más remedio que poner: La bella e ilustre Lena Rivero… ¿No será demasiado eso de ilustre?… ¿Y lo de bella?… La señora Rivero opina que no eres una muchacha bonita, que has salido a la familia de tu padre, que no se ha destacado, precisamente, por su belleza… Y la señora Rivero tiene razón. En verdad que has mejorado bastante desde que los granados florecieron debajo de tu ventana, pero bella… lo que se dice bella… Ten valor, y confiesa que no lo eres. Sí, ya sabemos que a cualquier esperpento se le llama bonita en las crónicas de sociedad y cualquier tipo pedante se hace llamar ilustre… Pero de todos modos, será mejor que quitemos lo de bonita. Al fin y al cabo, no aspiras a un premio de belleza. ¡Y también lo de ilustre! Tiene razón nuestro Ger cuando afirma que debemos portarnos siempre con naturalidad. Bien, será mejor que ponga, simplemente: Lena Rivero.»

Sintió que un estremecimiento de placer le recorría todo el cuerpo. Sus sueños de adolescente, vaporosos como nubes de verano, empezaban a tomar la consistencia y la forma de una ilusión concreta. ¡Sería escritora! Su camino estaba trazado ya. Su nombre en letras de molde, sus fotografías en los periódicos. Ramos de flores… Interviús… Homenajes… Cuando alguien le preguntase «¿Cómo nació su vocación?», ella diría: «Desde niña he sentido necesidad de escribir. Cuando Heidi se fue de casa…»

Al llegar a este punto de sus divagaciones, la pequeña Rivero se detuvo, pensando que sería mejor no mencionar a Heidi. Aquella era una cosa que no importaba a nadie. Hablaría sólo de ella:

«Siempre he sentido necesidad de escribir. ¿Qué otra cosa puede hacerse en una vieja ciudad, dormida entre las nieblas?» Continuaría: «Acostumbraba a refugiarme en mi habitación, sentándome sobre el suelo, rodeando las piernas con los dos brazos y apoyando la cabeza sobre las rodillas, mientras pensaba…»

De nuevo se detuvo en aquel divertido vuelo de su imaginación.

«No, no, ¡de ningún modo! Tampoco le importa a nadie conocer la pintoresca postura que adopto para soñar; está mejor que les hable de nuestras posesiones en “El Puntal”, de la pequeña barca atracada en el romántico embarcadero de la finca, de la puesta del sol sobre la ría…» Rompió a reír, saltó sobre la butaca y se encaró con el espejo ovalado, que reflejó su imagen desdibujada en las sombras:

«¡Mientes, Magdalena Rivero!… Eres una cochina vanidosa. Tan vanidosa como Heidi. Serías capaz de poner crespones negros al coche de un pariente para que la ciudad entera comentase que “el coche de la familia reflejaba el duelo de sus corazones”… Conque en “El Puntal”, ¿verdad?… ¡Y nunca lo has visto! Confiesa que tus poemas van naciendo mientras repasas los calcetines de Ger, cubres recibos de la contribución y secas la vajilla de la cena, que tía Mag va fregando, entre bostezo y bostezo. Confiesa que escribes siempre a hurtadillas de la señora Rivero, que no consiente que se gaste la luz… ¿Poco romántico?… De acuerdo, señorita. Pero es la vida. ¡La vida! Y no podemos desentendernos de ella. “No podemos desentendernos de los graves problemas que la vida nos plantea”, dice Ger. Naturalmente. No podríamos, aunque quisiéramos. Sin embargo, yo prefiero soñar. ¡Soñar!»

Saltó de la butaca al suelo, se plantó en medio de la estancia y empezó a saludar gentilmente a unos amigos imaginarios:

«¡Oh! Estoy sinceramente emocionada, amigos míos. Y muy agradecida a vuestra amabilidad.»

Un silbido modulado con ironía y una alegre carcajada sorprendieron a Lena Rivero en aquella escena. Se volvió hacia la puerta. Desde ella la estaba mirando Ger, con la más divertida de sus expresiones.

—¡Eres magnífica, «Ranita»! ¡Magnífica!… ¡Hasta qué extremos te lleva tu fantástica imaginación!

Ger arrojó sus libros sobre la mesa, tiró sobre la turca su trinchera y, estirándose a placer, se posesionó de la butaca. Su rostro continuaba iluminado por una sonrisa irónica que mortificaba a Lena. Antes de que su hermano la despachase de una manera más o menos diplomática, inició la retirada. Pero con gran sorpresa suya, Ger la retuvo, tomándola por un brazo.

—¡Eh! No te vayas, pequeña.

—¿No dices que te molesto?

—Generalmente, sí. Pero hoy no tengo ganas de trabajar. Estoy cansado y prefiero charlar un rato contigo. Me ha hecho gracia la comedia que estabas representando. ¿Quiénes eran esos amigos tan galantes, ante los que te inclinabas graciosamente?

Lena vaciló un momento. Miró a Ger de reojo y, tras un pequeño esfuerzo, se decidió a contarle la verdad:

—Pues… eran los periodistas que venían a entrevistarme. Pero no te rías, Ger, no es para tomarlo a broma. Quizá algún día…

—Si no me burlo, hija mía. ¿No te he dicho que me ha hecho gracia la escena?… Pero, escucha, pequeña: Aunque nuestra vida no ha sido, precisamente, una cadena de rosas, sobre todo desde que salimos de «La Uva de Oro», tampoco te ha enseñado nada. Vives en un mundo falso, creado por tu insensata imaginación y desconectado de la tierra que pisas. La vida, hermana, es algo mucho más serio que esas escapadas tuyas a la estratosfera. Si mamá te autorizase, con gusto te llevaría algunas tardes al Ateneo.

Lena abrió mucho los ojos, mirando a su hermano. Temía no haber comprendido bien:

—¿Al Ateneo has dicho? ¡Ger!… Nunca me atreví a rogarte que me llevaras contigo. Y lo estaba deseando. Ahora mismo le pediré a mamá el permiso.

Pero Ger la detuvo:

—¡No!… Espera un poco. Será mejor, tal vez, que no le digas nada. Ya sabes cómo es mamá. Tiene un concepto tan anticuado de las cosas… Puesto que sales y entras libremente, con el pretexto de entregar tu trabajo, me parece que el permiso no te hace falta.

—¡Ger! —le interrumpió Lena, abrazándole—. ¡Estoy contenta! ¡Muy contenta! Iremos mañana mismo, ¿verdad?

—Mañana no puede ser. Mañana tengo que ir al Centro Obrero.

—Y al Centro, ¿no puedo acompañarte?

Ger se quedó mirando a su hermana, sin contestar. El circunflejo se convirtió sobre su frente en una profunda interrogación. Sin dejar de mirar a la muchacha, se palpó los bolsillos de la chaqueta, hasta que encontró su pipa y su tabaquera. Cargó la pipa, y por tres veces trató de encenderla con el automático, un tesoro de encendedor que le había regalado un camarada, obrero especializado de la Fábrica de Cañones de Trubia. Pero el encendedor se portó como suelen portarse los encendedores procedentes de Trubia y de Gibraltar. Entonces volvió a palparse los bolsillos, sacó una caja de fósforos, frotó uno contra la suela de su zapato y logró encender la pipa. Dio dos largas chupadas y, envuelto en nubes de humo, siguió mirando a Lena fijamente. Y le preguntó de pronto:

—¿De verdad quieres ir al Centro Obrero?

Sin despegar los labios, ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

Ger la advirtió, secamente:

—No suelen ir muchachas. El Centro no es un lugar de recreo.

—Ya lo sé —afirmó ella, terca en su empeño.

En silencio, volvió a mirarla Ger, a través de la nube de humo que le envolvía. Después se levantó de la butaca y empezó a pasear por la habitación, sin hacerle, en apariencia el menor caso. De repente se quedó quieto, como si acabase de tomar una importante determinación. Apartó de sus labios la vieja pipa del «Aguilucho», y posando una de sus manos sobre el hombro de su hermana, le dijo solamente:

—Está bien, Lena Rivero. Eres una muchacha inteligente y necesitamos chicas como tú. Mañana me acompañarás al Centro Obrero.