XX

LA habitación de Ger presentaba el mismo delicioso desorden que en otro tiempo disfrutaba su cuarto en la bohardilla de la casa de la Universidad. Pero ésta no tenía, como aquélla, una alegre ventana sobre el tejado, ante la que se daban cita todas las torres de la ciudad. Era una habitación sin horizontes, sin sol, sin nubes… En cambio, recogía, por el amplio patio de luces, todos los chismes de la casona. Hasta la habitación de Ger llegaban, envueltos en las canciones y los comentarios de los vecinos, los olores, no siempre delicados, de las cocinas, el martilleo menudo de la máquina de coser de la muchacha del entresuelo, el llanto intempestivo de los chiquillos del sotabanco…

Decididamente, la habitación de Ger no era ya su deliciosa torre de marfil, en la que podía aislarse del resto del mundo. No obstante, su interior conservaba el mismo aspecto de rebeldía y desorden que siempre había caracterizado a «sus dominios». Rabindranath Tagore continuaba disfrutando su puesto de preferencia sobre las paredes, pero Charito de Triana, aquella bailarina del «Suizo» que, según contaba Heidi, era amiga de Ger, había sido desbancada por la efigie de Mariana Pineda. Debajo del retrato del poeta indio estaba colgado el retrato del «Aguilucho», sobre un pequeño dosel de terciopelo rojo, que había pertenecido a Juan Rivero. Se lo había bordado Heidi cuando estaba interna en el colegio de las Madres Salesas, como prueba de aplicación y de cariño hacia el respetable tío. Ger ignoraba quién lo había colgado allí, pero sobre él depositaba todas las noches su precioso tesoro. Todavía adornaban las paredes otras cosas heterogéneas: una copia de «La Maja desnuda», de Goya; el espejo ante el cual se afeitaba Ger, porque en el cuarto no había armario ni tocador; una herradura auténtica y desgastada; un pequeño vaciado en yeso, representando la cabeza de Moisés, de Miguel Ángel; un repostero, que parecía un biombo chino, colocado para tapar el montante de cristal, de modo que la señora Rivero no viese el cuadro de luz cuando Ger velaba…

Había periódicos y libros por todas partes: sobre la mesa, sobre el pupitre de hule negro que había servido de escritorio al «Aguilucho», sobre la estantería, sobre la estufa (ahora siempre apagada).

Lena los había ojeado por curiosidad, sintiéndose sin fuerzas para internarse por aquella maraña revolucionaria de críticas, de ideas y de planes, de hombres que tal vez procediesen de buena fe, pretendiendo fabricar un nuevo orden sobre las ruinas de una civilización que consideraban caduca. A Lena no le importaban entonces los problemas de la humanidad, sino su propio problema; y el único alimento espiritual que devoraba por aquellos días eran las novelas de autores españoles y extranjeros, que Ger traía a casa del Ateneo. Tan pronto salía éste, entraba Lena en su habitación, olisqueaba las novedades y se llevaba algún libro para leerlo a escondidas de la señora Rivero. Aquella especie de lectura en común, la iba identificando con su hermano en sus gustos y preferencias. Hasta progresaba rápidamente en el francés —estudio que apenas había iniciado en el Colegio— a fuerza de traducir libros franceses que habían tentado su curiosidad. Uno de ellos eran las poesías de Baudelaire, «Les Fleurs du Mal». El texto estaba en francés y no había modo de enterarse del contenido si no se armaba de paciencia y con ayuda del diccionario lograba traducirlo. Al principio, resultaba un trabajo muy pesado, porque ella carecía de vocabulario. Aparte de las conjugaciones y de algunos adjetivos y nombres, de las conversaciones modelo de su gramática francesa, no tenía otros conocimientos de este idioma. Pero la muchacha venció aquella carrera de obstáculos como un pura-sangre y leyó las últimas poesías con relativa facilidad. A partir de aquel día, continuó leyendo cuantas novelas, poesías o ensayos de autores franceses caían en sus manos, para no olvidar sus progresos, que suponía muy importantes.

Aquella noche no entró en la habitación de Ger en busca de un libro, sino de una historia viva, que la tenía ansiosa.

Tumbado sobre el viejo y cómodo diván, leía Ger a la luz de la pequeña lámpara de mesilla. Al ver entrar a su hermana cerró el libro y la miró con desconfianza:

—¿Qué te ocurre, «Ranita»?

Buscó Lena sobre las tapas el título del libro que Ger estaba leyendo: «La salvación de la Civilización», de H. G. Wells… No la interesaba. Se encogió de hombros, y, sin más rodeos, fue a sentarse sobre la cama. Dijo:

—Quiero que me hables de Carina Rivero. Tú la conocías, ¿verdad?

Ger hizo un gesto ambiguo:

—¡Pchs!… La he visto alguna vez, pero sé de ella lo que tú sabes, poco más o menos.

—¿Lo que yo sé? Pero si yo ignoraba hasta esta misma mañana su existencia. Mamá la llamó «La Samaritana» y se negó a recibirla. Esto me hace suponer que Carina Rivero ha tenido un pasado borrascoso…

Sonrió Ger con malicia:

—Yo no diría borrascoso, sino galante.

—Me gustaría conocerlo.

—No es apto para menores. Por otra parte… puedes darlo por conocido. No difiere gran cosa de las vidas románticas de las heroínas de esas novelas que te prestaba tu amigo Jáuregui.

Lena se puso roja hasta las orejas. Aquel diablo de Ger tenía que enterarse siempre de lo que no le importaba. Nerviosa, empezó a morderse las uñas.

—¿Quién te ha dicho que Jáuregui?… —preguntó con un hilo de voz.

—Todos hemos escondido bajo el colchón cierta clase de novelas no aptas para caer en las manos de la señora Rivero. Pero no te muerdas las uñas, nena. Te vas a comer las vendas y eso hace muy mal efecto en una señorita.

Las ironías de Ger nunca turbaban a Lena, acostumbrada a sus bromas, pero aquel descubrimiento la desazonaba:

—Y ¿cómo sabes que Jáuregui me las daba?

Ger se incorporó en la mesa, soltó los tirantes que le oprimían el pecho, y haciendo una mueca burlona, que acentuaba sobre su frente el circunflejo, se quedó mirando a su hermana fijamente.

—Escucha, nena. Tía Mag dice que «quien fue cocinero antes que fraile…» Y aunque yo no he cometido la vileza de poner en las manos de una niña una novela pornográfica, soy hombre, mi querida «Ranita», y conozco los procedimientos que emplean ciertos donjuanes de menor cuantía.

Ella pensó un poco alarmada: «Si Ger supiese que yo leo ya francés con bastante soltura, retiraría de su biblioteca ciertas obras que consideraría no aptas para mí. Sin embargo, no me pesa haberlas leído. Mejor es conocerlo todo, para saber dónde se encuentra el bien y el mal. Ya no soy una niña. ¿Por qué teme Ger que una novela pueda perjudicarme?… Lo que me extraña es que, pensando así, no hubiese evitado mi amistad con Jáuregui.»

Lena miró a su hermano, que a su vez la contemplaba a ella, tratando de seguir el curso de su pensamiento.

—Entonces, si lo sabías…

—Sé lo que vas a preguntarme, Lena —la atajó Ger—. Que por qué lo he consentido… Que por qué no se lo he dicho a la señora Rivero. ¿No es eso?

—Eso es.

Ger acabó de incorporarse sobre la cama. De un salto, sacó las piernas fuera y, sentándose al borde, se acarició la barbilla bien rasurada y dijo:

—¿Has leído a Rousseau?

—No.

—Bien. No has perdido gran cosa. No creas que me convence. Sin embargo, siempre he encontrado en sus libros alguna idea aprovechable. Escucha: en una ocasión, Emilio, el de su célebre novela, rompió un cristal de su habitación. El preceptor no le riñó, gritando, como tía Mag gritaría: «¡Se lo diré a tu madre!»… Ni se puso a sollozar lastimosamente: «¡Dios mío, qué muchachos! Tiene razón tío Pedro, son disparatados»… No. El preceptor suizo, sencillamente… no reemplazó el cristal. El invierno se echó encima y Emilio tuvo que sufrir las consecuencias de su travesura. Esto es lo que se llama escarmentar en cabeza propia.

Lena le atajó, rápida:

—Perfectamente. Pero si Emilio se hubiera muerto de una pulmonía, ¿de qué le serviría la experiencia?

Ger se encogió de hombros. La miró sonriendo con ironía y continuó:

—En efecto, Emilio pudo muy bien haber cogido una pulmonía y hasta pudo haberse muerto como consecuencia de ella. Todo por haber roto un cristal. Pero si en su inconsciencia lo rompe dos o tres veces, ¿no crees que la hubiese podido sufrir también?… Afortunadamente, Emilio no se murió de pulmonía, ni volvió a romper un cristal.

Y Lena Rivero, pasó también, afortunadamente, sobre la trampa que se le había tendido. Pero ¿y si hubiese caído en ella?

El circunflejo se burló de Lena:

—Recurramos, como siempre, al costal de refranes de tía Mag y saquemos uno que viene al caso como anillo al dedo: «Guárdeme mi madre, guárdeme mi padre, si no me guardo yo, no me guarda nadie». Si tú no hubieses reaccionado a tiempo, deteniéndote voluntariamente cuando ibas ciega, un grito de alerta habría sido lo más oportuno para precipitarte en él.

—Y por eso no lo has dado.

—Naturalmente. No soy tu padre. Ni tu marido. Ni siquiera tu preceptor. Pero aunque lo fuese, no daría un solo paso para detenerte. Un día, por desgracia acaso no muy lejano, tendrás que caminar sola por la vida y debes acostumbrarte a ser dueña de tus actos y responsable de ellos. Por otra parte, tenía la seguridad…

—¿De que nada sucedería?

—Exactamente.

—Gracias.

—No me des las gracias. Esto no quiere decir que te considere una muchacha perfecta, al estilo de «Santa María». Esa seguridad me la daba él. Ni tiene tacto para seducir, ni se comprometería voluntariamente. Eres menor de edad y además eres hija de unos buenos amigos. Un escándalo podía perjudicarle en su carrera…

—¡Es que tú no le viste aquella tarde! —dijo Lena, torturada en su amor propio—. Estoy segura de que Luis no razonaba tan fríamente como tú lo estás haciendo. No creas que me resultó muy fácil rechazarle.

Pero en seguida que hizo esta confesión, se mordió los labios avergonzada.

Ger tuvo que contener la risa para no molestarla más todavía. Y muy seriamente se puso a analizar aquel asunto desde otro punto de vista, el cual le había dado también cierta seguridad de que aquello no constituía un peligro grave para su hermana.

—Estaba también tu orgullo. Tú eres una Rivero, y los Rivero somos rebeldes a toda coacción, a toda trampa o engaño… Estoy seguro de que, a pesar de tu insaciable curiosidad, la escena te resultó desagradable. Sin embargo, lo que no sucedió entonces puede suceder el día que encuentres en tu camino al hombre que despierte tus sentidos con su pasión verdadera, o el espejismo de un amor bonito.

—Según eso, tú crees…

—No creo nada, «Ranita». Digo sólo que puede suceder algún día.

—¿Y eso encontró Carina en su camino?

—¡Pchs! No lo sé. Ya te he dicho que de Carina Rivero sé poco más o menos lo que tú sabes.

—Yo no sé nada.

—Pero lo supones todo.

—Supongo que su pasado no habrá sido muy edificante cuando mamá no quiso recibirla, ni papá nos había hablado nunca de ella. Sin embargo, tía Carina nos conoce bien a todos. ¿Sabes que me ha invitado a ir a «El Puntal»? Dice que la finca es nuestra.

—¿La finca?… ¡Qué optimismo el de la vieja! «El Puntal» ha quedado reducido a un puñado de tierra que rodea a una casona que se derrumba, como se fueron derrumbando los Rivero. Sólo desde el punto de vista sentimental puede interesarnos hoy la que fue en otra época, sin duda, una de las mejores posesiones del Principado. Cuando yo la conocí, hace… verás…

—¿Que la conociste tú?

Dio un salto de gozo y acabó por instalarse sobre las rodillas de su hermano, pasándole un brazo alrededor del cuello, con el gesto de gatita mimosa que empleaba cuando quería conseguir algo del «Aguilucho».

—¡Vamos, cuéntame, Ger! ¿Ves cómo tienes cosas interesantes que contarme?

—No muchas, querida «Ranita». Tenía entonces siete años y a esa edad no se pueden hacer grandes observaciones. Sólo recuerdo que papá me llevó a Villaviciosa porque… en fin, no recuerdo tampoco el motivo que nos llevó a «El Puntal». Tal vez fuera necesaria la presencia de papá para liquidar alguno de los numerosos pleitos que, al parecer, tenía siempre pendientes la familia. Quizá fuese a vender algún trozo de la finca… Ya te he dicho que no recuerdo el motivo. Pero sí recuerdo bien lo que puede recordar un niño de siete años: que en Villaviciosa estaba esperándonos el coche de la casa. Un coche bastante deteriorado, tirado por un caballo de fina estampa. El caballo tenía un collar hermoso, de cascabeles, que sonaban a romería. Todo el camino, desde la villa a «El Puntal», fueron cantando al compás del trotecillo suave del caballo. Llevaba el coche un viejo muy simpático, criado antiguo de la casa. Era un hombre pequeño, rechoncho, colorado y socarrón. De lejos se le notaba su condición de bebedor de sidra. Hablaba por los codos. Durante el corto trayecto, fue poniendo a papá en antecedentes de todo cuanto pudiese interesarle, y sospecho que de otros asuntos que no le interesarían gran cosa.

—¿Referentes a Carina?

—Puedes imaginártelo. Hasta se puso a canturrear una vieja copla que, allá en sus mocedades, cantaban los rondadores a tía Carina. Empezaba, si no recuerdo mal, «Villaviciosa y Colunga, Cangas y Ribadesella, proclaman a la Rivero como la mujer más bella». Sin duda hablaba la copla de algo que yo no debía escuchar, porque papá tocó con su bastón en el hombro del criado, y éste suspendió la copla. Se volvió hacia nosotros, arreó al caballo y se limitó a seguir silbando la musiquilla. Ya veíamos «El Puntal», levantándose sobre la punta de un pequeño promontorio que avanzaba hacia el mar. En la desembocadura misma de la ría estaba la casa. Debió de ser en otro tiempo una buena casa, sólida y limpia como un castillo feudal. Tenía una puerta grande, claveteada, ya carcomida su madera. Sobre la puerta, una figura de piedra amparaba el borroso escudo de los Rivero. Antón me dijo que la figura era el mascarón de proa de la nave que había traído al puerto al primer Rivero. Y a propósito del mascarón, me contó una maravillosa historia, que entonces me pareció verosímil, pero que hoy pongo en duda… La fantasía de nuestros antepasados corría pareja con su endemoniada ansia de aventuras.

—No comprendo cómo no me hablaste nunca de «El Puntal», ni del mascarón de proa, ni de esos antepasados aventureros. ¡Es todo tan bonito!… Me gustaría conocer «El Puntal» y esa historia que pasó entre sus muros.

—Parece que hace años…, no tantos, porque Antón lo ha conocido…, tenía nuestro «Puntal» en la fachada norte, sobre el mar, un barandal de piedra, que llamaban «el balcón de las damas». No sé si se cayó o lo derribaron. Cuando yo visité «El Puntal», en su lugar habían puesto una galería verde, como un pegote en la sobria arquitectura de la casona. Según me explicó Antón, tía Carina huía entonces de las sombras, y se pasaba en ella las horas muertas contemplando el mar.

—¿Y te pareció bonita tía Carina?

—¡Jum!… No mucho, si he de serte sincero. Pero era simpática y atractiva y tenía la expresión de una colegiala al tomar sus vacaciones. Cuando vio llegar el coche, salió a recibirnos a la escalera de piedra del portón y, antes de que papá se hubiese apeado, ya tía Carina se había arrojado en sus brazos y le hacía mil carantoñas; según creo ahora, para desarmarlo. Papá, que hubiera querido mantenerse más severo, acabó por abrazarla también con gran efusión y, cogidos de la mano como dos chicos, entraron en la casa.

—Y a ti, ¿no te dijo nada?

—¡Ah, sí! A mí me miró un rato con curiosidad. No debí agradarle mucho, porque dijo que no me parecía a los Rivero y que debía de ser un chico blando y mimado, a juzgar por mi estampa. Y para hablar con su hermano con más libertad, me entregó en manos del viejo Antón, ordenándole que me llevara a ver la huerta, y el embarcadero. Pese al desdén que me manifestaba, tía Carina me resultó muy agradable.

—¿Por qué?

—No podría explicártelo. Seguramente porque la encontré muy infantil. Muy poco seria, si se la compara con todos los parientes de mamá. Por lo demás, era una mujer vulgar. Hablaba muy lentamente, con el acento inconfundible del oriente asturiano. Vestía ropas de campesina, pero traía un collar de perlas y unos pendientes, que llamaron mi atención por sus destellos. Me pareció una aldeana con modales de señora, o una señora vestida por comodidad, o por costumbre, de campesina.

—¿Y eso es todo lo que puedes contarme de tía Carina?

Ger apartó un poco a Lena, que se había acomodado tranquilamente sobre sus rodillas, y se puso a cargar su pipa. La encendió, dio un par de chupadas y cuando se convenció de que tiraba bien, siguió contando:

—En tanto que papá hablaba con ella y con otros amigos que llegaron a saludarle, yo recorrí la huerta con Antón, me atraqué de fruta verde, rompí el columpio que se mecía entre los castaños y me embarqué en una lancha de remos que había atada junto al embarcadero de «El Puntal». Entonces me pareció una birria de embarcadero, pero hoy comprendo que para ser particular no estaba mal: seis escalones de piedra, incrustados en la roca y roídos por el salitre del agua, que los cubría totalmente cuando subía la marea. La lancha era también una barquita familiar, que llevaba en uno de los costados el nombre de su dueña: «Pequeña Rivero». Me abalancé con entusiasmo a la barquita y durante dos horas paseamos por la ría, entre las gabarras de «El Puntal», que pasaban a nuestro lado cargadas de sidra. Todo era para mí nuevo y me divertía hasta tal extremo, que de buena gana me hubiese quedado con tía Carina, pese a la poca simpatía que me tenía. Allí estaba Antón, que a mis ojos se presentaba como un ser extraordinario, capaz de llevar un coche, de remar, de trabajar una huerta y de contar historias…

»Antón sabía también servir a la mesa como el más estirado mayordomo. Aquella noche tuve ocasión de comprobarlo, lo que aumentó mi admiración hacia él. Tuvimos que pasar la noche en «El Puntal». Y cenamos en el amplio comedor de la planta baja, destinado a los huéspedes de honor. Aún no se había instalado la luz eléctrica en los pueblos pequeños del Concejo, y «El Puntal» se alumbraba con carburo. La instalación era bastante deficiente y tía Carina ordenó a Antón que encendiese los candelabros. Mi admiración hacia Antón seguía creciendo cuando le vi encender los candelabros y ponerlos sobre la mesa. Y llegó al máximo al verle servirnos de guante blanco y con una pulcritud que jamás pudo conseguir Petrona en su larga experiencia. Decididamente, aquel criado maravilloso absorbía mi atención y me impedía enterarme de cuanto me rodeaba. No obstante, recuerdo que papá le reprochaba a Carina, siempre de un modo suave, su prodigalidad. Por tres veces le quitó de la mano la botella, cuando Carina intentaba llenar su vaso, y trataba de aconsejarla en tono paternal. Antes de terminar la comida, creo que me quedé dormido sobre la mesa. Supongo que sería el admirable Antón quien me llevó a la cama. Al día siguiente partimos muy temprano y pasaron varios años antes de que volviera a oír hablar de «La Samaritana». Ya sabes que en casa no se la mencionaba nunca.

—Nunca, en efecto. Yo ignoraba hasta su existencia. Pero sigue contándome, que me interesa mucho. ¿Cuándo volviste a verla? ¿Fue en «El Puntal»?

—No. Volví a verla en Oviedo. Fue algunos meses antes de… en fin, antes de habernos abandonado papá. Me pidió que le acompañase al Hospital, donde Carina se hallaba. Y me hizo prometerle que, pasara lo que pasara, no la abandonaría. Entonces, como era ya un muchacho, me contó que Carina había sido toda su vida una cabeza loca; que había llevado una existencia disparatada… Pero nada más. Ya puedes suponer que no iba a entrar en detalles.

Lena estaba decepcionada. Había imaginado que Ger podría contarle los detalles, precisamente; porque, en términos generales, ya sabía o suponía el porqué la señora Rivero la había rechazado.

—Y dime más: ¿la viste muchas veces?

—Pocas. Sólo de tarde en tarde, cuando Carina venía a Oviedo e iba a buscarme a la Universidad. Hablábamos de vosotras. Tía Carina sentía deseos de conoceros… Y según parece, se ha decidido, al fin, a honrarnos con su visita.

—¡A deshonrarnos!, dice mamá. Creía que se desmayaba cuando le dije quién era. Fue la actitud de mamá la que despertó mi curiosidad, y en todo el día no he pensado en otra cosa que en tía Carina y en su pasado novelesco.

Ger volvió a mirar a su hermana con ironía.

—¡Una vida maravillosa! —gritó Lena emocionada.

Pero Ger no compartía su entusiasmo. Se encogió de hombros con indiferencia:

—Tanto como maravillosa, no me atrevo a asegurarlo. Pero sí un caso curioso. Un ejemplar digno de estudio, como la mayor parte de los parientes de nuestro padre. Aquí tienes, «Ranita», un bonito argumento para una novela… Hasta puedes poner en los labios de nuestra ilustre tía alguno de tus bellos poemas…

—¿Te burlas? —preguntó Lena un poco molesta, y se puso en pie, dispuesta a abandonar la habitación. Pero Ger la retuvo, obligándola a sentarse de nuevo.

—No te vayas, «Ranita». No te enfades. Ya sabes lo que me agrada hacerte rabiar. Pero conste que tus intentos literarios no me parecen malos. Tienes, sobre todo, mucha imaginación.

Lena empezaba a sentirse feliz y confiada y estaba dispuesta a hacerle a Ger ciertas confidencias. Pero otra vez la maldita ironía de éste la hizo despistarse y recoger velas.

—¡Oh, la imaginación! —decía Ger, con excesivo entusiasmo—. No todos los poetas son capaces de conversar con un par de ratones, en el estrecho y lóbrego pasadizo de un templo gótico.

Lena, con las mejillas encendidas y a punto de llorar, se atrevió a preguntarle:

—¿Cómo lo sabes? ¿Quién te ha dicho que yo converso con dos ratones y…?

—¿Quién?… ¡Tú misma! —le dijo Ger regocijado—. Tu cochina manía de pensar alto y dejar por todas partes testimonio de tus espléndidas fantasías… Y a propósito de esto, hermanita, quisiera hacerte una pequeña observación: si te da igual, escribe en tus enaguas o en las paredes, pero no toques mis libros.

—¿Tus libros?

—Sí, señorita, ¡mis libros!… He aquí una prueba: hace unas tres semanas tenía que pronunciar en el Ateneo una charla sobre el feminismo y el trabajo de la mujer a través de la Historia. Para documentarme, busqué, entre otras obras interesantes, un libro de la Schreiner, que trajimos de casa de tío Juan. Sí, «Ranita», puede que lo recuerdes si haces un pequeño esfuerzo de memoria… La obra me interesaba, además de por su texto, porque tiene ciertas fotografías que podían servirme para las proyecciones. Pues bien, ¿qué sucedió?… Primero: que el libro no aparecía por ninguna parte. Como nadie toca mis libros…, por lo menos en esa creencia estaba…, sin molestarme en preguntar por él, para no tener que dar a mamá toda clase de explicaciones sobre la charla, revolví mi biblioteca infructuosamente, y al no encontrarlo, acabé por pensar que lo habíamos dejado olvidado, como quedaron tantas cosas, en la bohardilla de la casa de la Universidad. Pero ahora viene lo bueno. Hace dos o tres días, buscando sobre el armario de tía Mag la caja de las herramientas…

Lena hizo una nueva tentativa de escapar al verse descubierta. Ger tendría en adelante más motivos para burlarse de ella. Sentíase avergonzada de su estupidez y estaba arrepentida de haber entrado en la habitación de su hermano aquella noche. Pero no podía escapar. Ger la retenía entre sus brazos, mientras se burlaba de ella, según su vieja costumbre.

—Sí, señorita, encontré el libro. El libro de Oliva Schreiner, que daba por desaparecido. Y en el libro, en el margen de las páginas y en el reverso de las fotografías, el revoltijo absurdo de una historia de claustros y de ratones, de imágenes de Cristos abandonados, de miedos, de seducciones, de penitencias, de torturas… Unos versos de encendida piedad, mezclados con poemas no tan santos… En fin, el relato de cierta estúpida aventura, vivida al amparo de la capa azul y roja de un capitán de infantería, entre los venerables muros de nuestra Catedral. ¡Qué bien me expreso!, ¿verdad? Y si conoces a la autora de estas ingenuas confesiones…

Lena rompió a llorar desesperadamente y, pataleando como una chiquilla, logró desasirse de los brazos de su hermano y ponerse en pie. Pero éste la alcanzó antes de que consiguiera ganar la puerta y la arrastró hacia el butacón, arrellanándose cómodamente y obligando a Lena a sentarse sobre sus rodillas.

Intentó acariciarle los cabellos, como hacía el «Aguilucho» cuando quería calmarla, y hasta le tiró suavemente de las narices. No estaba muy seguro de que esta nueva broma agradase a Lena, pero sentíase dispuesto a pedirle perdón de cualquier manera, seguro de haber ido demasiado lejos en sus chanzas.

—Vamos, pequeña, no seas mimosa… Seca esas lagrimitas, que los Rivero no lloran aunque les vayan a cortar el cuello. Eres una muchacha inteligente y espero mucho de ti… si aprendes a controlarte. Vamos, no llores más y dime lo que te ocurrió esta tarde… Sí, cuando ayudabas a tía Mag a matar el pollo.

—Nada de particular —contestó Lena entre hipos y sollozos—. Yo la estaba ayudando y al coger el cuchillo…

—… te atacaron tus mariposas negras. Entonces tú, para que se cumpliera la profecía de la gitana, la emprendiste con los cueros de vino, tomándolos por el bizarro capitán X…

—¡No, te aseguro que no! Sólo cuando me corté, empecé a gritar… Ya sabes lo que me asusta la sangre.

—No mientas, Magdalena Rivero, que las personas mentirosas me desagradan. Dime sólo lo verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. ¿Qué te pasó en aquel momento?

Ella ocultó su cara sobre el hombro de Ger, hasta calmarse un poco. Después le preguntó muy bajo, tan bajo que Ger adivinó más que oyó:

—¿Crees que estoy loca, Ger?

—Desde luego, querida. ¡Como una cabra! Pero el hecho no debe preocuparte. Es el aire de familia.

—Te estoy hablando en serio. Muy en serio. Me tiene preocupada lo ocurrido. Si no te burlas de mí, te contaré algo terrible. Algo que me hace pensar que tienen razón mamá y tío Pedro. No tengo ningún control sobre mis nervios.

—De acuerdo, hijita. Creo que nos convenciste a todos desde que tenías dos años y papá empezó a hablar de tus mariposas negras. Yo opino, como mamá, que eres una chiquilla mal educada. Mejor diría, sin educar siquiera. Papá te quería mucho. Te quería excesivamente y empezó a disculpar tus genialidades, en vez de darte un par de azotes de vez en cuando. Esto hubiera curado tus arrebatos y hoy serías una muchacha equilibrada. Pero no des una importancia excesiva a lo que no la tiene.

—¿Crees tú que no la tiene? Es que no sabes algo que me avergüenza cada vez que lo recuerdo.

Ger miró a la muchacha realmente intrigado. ¿Qué nueva historia podía confesarle, después de haber descubierto el juego sucio del capitán Jáuregui? ¿A qué se refería con aquel «algo» que la traía desazonada?

—¡Vamos! ¿Quieres hablar? —le preguntó—; no soy yo de los que se asustan. Pero más temo una estupidez o una tontería, que una cosa grave. Cuéntame lo que te pasa y veremos si hay motivos para alarmarse.

Lena estaba sofocada. No acertaba a explicarse. Al fin, haciendo un gran esfuerzo, confesó en voz baja:

—Soy una criminal nata. Lo he comprobado esta tarde.

Ger soltó una ruidosa carcajada y acabó por taparse la boca, con susto, temiendo haber despertado a su madre. La sorpresa de aquella ingenua confesión había rebasado todo miramiento.

—¿Una criminal nata? ¡Diablo!… Supongo que no lo dirás por haber ayudado a tía Mag a despachar un pollo.

—Pues, sí. Por eso lo digo —afirmó Lena muy seria—. Cualquiera mata un pollo, ya lo sé. Pero lo mata como tía Mag, lamentando hacerlo… O bien de una manera rutinaria, como Petrona les retorcía el cuello. Pero es que yo… yo no quería, ¿sabes? Y de pronto, empecé a sentir una extraña fascinación, un deleite desconocido, un…

—Una curiosidad.

Ger se quedó pensativo unos momentos. Al fin, dijo con seguridad:

Escucha, «Ranita», ¿has visto alguna vez matar un pollo, matar algún animal?

—No… No lo recuerdo.

—Para los chicos del campo, sacrificar un animal es cosa corriente. Los ven nacer y morir y parir y ayuntarse… Los matan, los castigan… Están mejor preparados que nosotros para enfrentarse con la vida, porque viven en contacto con la Naturaleza, conocen sus secretos, luchan contra ella y la vencen. Son por eso más sanos, padecen menos complejos que nosotros y no tienen peores sentimientos, aunque se den casos aislados de brutalidad y de grosera ignorancia. Ningún niño del campo experimentaría la menor curiosidad por ver matar un pollo, ni se regocijaría por ello. ¿Por qué, si es una cosa natural y sencilla para él?… Para ti no lo era. Representaba una especie de misterio, de cosa excitante que temías y deseabas al mismo tiempo. Algo de esto les sucedía en otro tiempo a las muchachas recién casadas de la ciudad y especialmente cuando pertenecían a familias puritanas. Las chicas se casaban sin que el novio las hubiera besado una sola vez. Con frecuencia, sin haber hablado a solas con él… Sabían o sospechaban que su primer contacto con el hombre iba a ser doloroso y placentero al mismo tiempo y… ¡no puedes imaginarte la de curiosas reacciones que se daban en estos casos! Y no podía hablarse de nada raro… No. Sencillamente: sorpresa.

La muchacha enrojeció ligeramente, y se atrevió a preguntarle a Ger:

—¿Crees que es lo mismo «eso» que matar un pollo?

—Para la descarga de una tensión nerviosa, desde luego. Estoy tratando de explicarte una cosa natural, a la que estás dedicando una atención excesiva. Claro que de todo esto tiene la culpa la señora Rivero y su estúpida sociedad, que ven con malos ojos que una muchacha trabaje.

—¡Ah! ¿Te parece que yo no trabajo?

—Con la imaginación, como una máquina a presiones altas. Pero no es ésa la clase de trabajo que tú necesitas ejecutar, sino algo que te obligue a tratarte con otras chicas, a frecuentar su amistad, a comprobar que no eres una excepción, un caso raro, en ningún sentido. Desde niña vives obsesionada por la idea de que los Rivero somos gente rara, y en cualquier cosa quieres encontrar un síntoma de este desquiciamiento. Hasta el extremo cómico de pretender ser una criminal en potencia…

—Y la gitana…

—¿Ahora salimos con eso? No creí que te hubiesen impresionado tanto las profecías de una bruja del asfalto. Si no tienes fundamentos más sólidos…

—No, si hasta ahora no me había preocupado. Fue sólo lo sucedido esta tarde lo que me hizo pensar…

Ger tomó la barbilla de Lena entre sus manos, obligándola a levantar la cara hasta la suya. Y en ésta vio la joven la expresión de ironía que a un tiempo la molestaba y la divertía, y se sintió avergonzada.

—Vamos a ver, señorita —le preguntó Ger en tono despreocupado—. ¿Qué crees que hace la gente cuando una gorda se cae del tranvía?… Reírse, ¿no es así? Ese es el primer impulso de la gente, aunque después se apresuran a levantarla. Y se van tranquilos a sus casas, sin pensar en complejos, ni en maldiciones, ni en herencias terribles. Es una cosa humana, natural. ¿Crees que nuestra fiesta nacional es un festín de anormales? ¿Y el deporte de la caza?…

Ger agotó aquella noche todos sus argumentos en contra de aquella preocupación que dominaba a su hermana. Por experiencia sabía que Lena, Heidi, María, él mismo, no eran personas al estilo de los primos Quintana, por ejemplo. Pero lejos de sentirse, como Lena, abrumado bajo el peso de su apasionado y rebelde temperamento, sentíase orgulloso de su inquietud y quería obligar a su hermana a que volviera a ser la chica despreocupada y alegre que siempre había sido.

Y lo conseguía. Los últimos temores que aún le quedaban a Lena acababan de desvanecerse. Apoyada su cabeza sobre el hombro de Ger, comenzó a sentirse tranquila, como en aquel tiempo tan lejano en que el «Aguilucho» espantaba con sus manos a sus mariposas negras. Cuando se fue el «Aguilucho», le quedó Heidi. Heidi también sabía mimarla y reírse suavemente de sus arrebatos. Pero después se fue Heidi y Lena anduvo algún tiempo desconcertada, hasta que descubrió que Ger, a pesar de su ironía y sus bromas, también sabía comprenderla y era un buen aliado en su defensa contra aquel clima hostil que los rodeaba.

Sentía el calor agradable del cuerpo de su hermano a través de la humilde camisa de algodón que Ger usaba, sin preocuparse gran cosa por su pobreza. Sintió también las manos de él enredarse suavemente en sus cabellos, como jugaban las manos del «Aguilucho», y pensó reconfortada: «Papá quería a Carina, a pesar de todo. Ger me querrá también a mí, pase lo que pase. Siempre encontraré sus manos sobre mi frente, cuando la sienta arder bajo un pensamiento malo. Es estupendo tener un hermano como nuestro Ger. ¿Qué ocurriría si Ger?… Pero no puede ser. ¡No! No debo pensar en ello. Ger dice que es una estúpida leyenda…»

Cuando Lena se levantó para retirarse, Ger había recobrado su buen humor y su deseo de embromarla:

—Cuidado con soñar cosas terribles, «Ranita».

Ella, desde la puerta, le hizo un gesto de burla con sus dos manos vendadas.