XIX

NO obstante, aquella tarde sucedió algo que provocó su desasosiego hasta convertirse en una angustia que la dominaba con la fuerza de una obsesión. Si alguien preguntase después a Lena cómo sucedió aquello, no podría explicarlo.

La señora Rivero había dispuesto que se sacrificase para la cena uno de los dos pollos. Más que por glotonería, para no aumentar los gastos de la casa con la manutención de los animales. La idea fue acogida con agrado por toda la familia. Ger dijo que traería un par de botellas de Rioja y tía Mag se sorprendió cantando una vieja canción olvidada entre los recuerdos de su juventud. Su desgana y su lentitud se convirtieron en febril actividad. Limpió la cocina hasta dejar brillante la escasa y remendada batería de aluminio. La hermosa vajilla inglesa había desaparecido, pero los humildes platos de loza de San Claudio, que la habían sustituido, estaban relucientes y apilados sobre la mesa de mármol, dispuestos para salir al comedor y comportarse de una manera decorosa. A su lado, las descabaladas copas de diferentes tamaños, restos de la cristalería tallada de los Rivero, se alineaban, brillantes, como soldados con uniforme nuevo. Todo se preparaba para el acontecimiento. Desde que habían abandonado «La Uva de Oro» no habían entrado en la cocina de la casa más animales que las malditas cucarachas, que se enseñoreaban de ella tan pronto se apagaban las luces. Aquella tarde era diferente. Aquella tarde tenían dos huéspedes notables, a los que había que recibir con todos los honores.

Sin embargo, los inesperados huéspedes plantearon a la ingenua señorita Quintana un grave problema: había que matarlos. Tía Mag no había matado nunca un pollo. Era Petrona quien los descabezaba, retorciéndoles el cuello con una habilidad digna de sus robustos bíceps. Pero Petrona no estaba ya al servicio de la familia y tía Mag tenía que enfrentarse aquella tarde con una víctima inocente.

La cosa se presentaba bastante fea. Temiendo no saber desempeñar su oficio de verdugo, llamó a Lena, a grandes voces, desde la cocina, tratando de enrolarla en el tenebroso asunto:

—¡Nita!… ¿Quieres ayudarme, hijona?… Me parece que yo sola no podré despachar a este maldito pollo.

Acto seguido tía Mag hizo una cruz sobre su boca y pidió a Dios perdón por aquella palabra irreverente. Dios les había enviado el alimento y ella lo había maldecido en su torpeza y desconcierto.

Desde la galería, en la que Lena estaba dando los últimos toques a un hórreo de madera, llegó a la cocina la voz de aquélla, protestando del trabajo que se le encomendaba:

—¡No iré, no iré, no quiero!… ¡Llama a mamá o a María!

Siempre a voces, volvió a insistir tía Mag:

—Dice María que prefiere no comer pollo antes de tener que sacrificarlo. En cuanto a tu madre… de sobra sabes que está a punto de desmayarse cuando ve brillar la hoja de un cuchillo.

Las últimas palabras de tía Mag rasgaron el subconsciente de Lena como un relámpago, teniendo para su debilidad mental una fuerza de sugestión irresistible. ¿Cómo brillaría la hoja de un arma blanca antes de hundirse en la carne de un ser vivo, antes de rasgar las fibras palpitantes de sus entrañas?

Lena Rivero sintió de pronto el deseo de acariciar con sus manos una hoja fina de acero, de verla teñirse en sangre, de sentir el alarido de dolor de la carne torturada…

Una fuerza ancestral desconocida, un poder atávico superior a su resistencia, la incitaba a recrearse en algo que su conciencia se negaba a aceptar. «¡Vaya una tontería que estoy pensando!», se dijo. Pero la cansada voz de tía Mag llegó de nuevo desde la cocina, implorando su ayuda, y la joven se decidió, por fin, a presenciar la escena.

—¡Vamos, hija, ayúdame, por favor!

Tía Mag se preparaba para sacrificar a «Pichi», que la miraba inocente, con sus ojillos redondos y sorprendidos. Lena se arrodilló a su lado y se puso a acariciarle con ternura:

—¡Mi pobrecito «Pichi», tan simpático, tan blanquito!… ¡Con cuánto mimo te habrá criado Carina y ahora nosotros… nosotros…!

Abrazada al animal, se deshizo en una crisis de llanto. Con el cuchillo en la mano, tía Mag la contemplaba desconcertada.

—¡Jesús, dulce Jesús!… Pues si no los matamos, tú dirás lo que se va a hacer con ellos… ¿Mantenerlos para que se paseen por el salón?

Lena se limpió las lágrimas con la manga del vestido, sin decidirse a soltar el pollo.

—No si… si comprendo que es necesario. Pero me da mucho miedo. ¡No quiero verlo! ¡No quiero!

Recalcaba las últimas palabras, tratando de convencerse a sí misma. No quería verlo, pero sus ojos no se apartaban de la reluciente hoja del cuchillo, que tía Mag empuñaba vacilante. Tía Mag, la suave, la sentimental, enfundada en su delantal color chocolate, con el acero en la mano, tenía el terrible aspecto de un verdugo. Y Lena, arrodillada a sus pies, con «Pichi» entre los brazos, la contemplaba como hipnotizada, sin acertar a levantarse y a huir.

Un suspiro profundo del verdugo sacó a Lena de su pasmo. Y propuso tímidamente:

—¿Y si esperásemos a que llegue Ger para matar al pollo?

—¿Tu hermano?… ¡Válgame Dios, muchacha, y qué poco le conoces! A buen can echas las liebres… Nuestro Ger es incapaz de matar una cucaracha ¡y quieres que mate un pollo!… Ya ha dicho que esta noche se va a comer él solo medio pollo. Pero ¿matarlo?… ¡Qué disparate!

No había, pues, más remedio que decidirse. Lena entregó a «Pichi» al verdugo y se lo dio, para mayor cobardía, con las patas atadas. Pero se apresuró a guardar a «Paco» en la despensa, para que no presenciase la terrible escena.

—¡Qué simple eres, hijita! ¿Crees que el animalito iba a darse cuenta de que estábamos matando a su compañero?

Lena fue a protestar de la supuesta estupidez de los pollos. ¿Cómo no iban a darse cuenta de lo que era la muerte y el dolor?… Pero no contestó, otra vez sugestionada por la palabra muerte. ¿Sería difícil quitar la vida a un ser que está en la plenitud de sus facultades?… Se moría una cosa enferma, como se rompía una cosa deteriorada, pero algo lleno de vida, de juventud, ¿podría desaparecer tan fácilmente, por un acto voluntario propio o ajeno?… Sería curioso ver derrumbarse algo en toda la plenitud de su poder y de su fuerza. ¡Como un ídolo que se hiciera pedazos!… Y ella iba a presenciar, entonces, el dolor y la muerte de un pequeño ser. Ella, que era tan cobarde ante el dolor físico. Tan miedosa, tan cobarde; y ahora…

En un último esfuerzo quiso salir de la cocina, pero sus piernas permanecían clavadas en el suelo, como antes sus rodillas. Inmóvil, junto a la puerta, vio a tía Magdalena acomodarse en la silla baja de anea, ante la gran fuente de barro que empleaba para pelar patatas. La vio colocar a «Pichi» entre sus piernas, sujetándole la cabeza con una mano y empuñando en la otra la hoja de acero. Vacilaba ante una faena nueva para ella, y miraba a todas partes como pidiendo auxilio.

—¡Señor, Señor!… Una cosa tan natural como es matar un pollo, y nosotras… La falta de costumbre. ¡Y que haya gente que mata con tanta facilidad!…

Brilló el cuchillo en el aire. Lena dio un grito y se tapó la cara con las manos. Quería huir, esconderse, no mirar… Pero una fuerza superior a su voluntad la clavaba en el suelo y arrancaba sus manos de la cara. Los dedos que trataba de mantener apretados contra los ojos se fueron relajando, abriéndose en abanico. Pudo más la curiosidad que el miedo que la sangre derramada le producía, y vio cómo el cuchillo seccionaba el cuello del animal y teñía de rojo su cándida blancura.

La malsana curiosidad se convertía en deleite, en complacencia… Le parecía que tía Mag procedía torpemente. Ella hubiese… ¡sí!… ella hubiese dado un golpe más certero, más rápido. ¡Una cosa tan sencilla como… como!…

—¡Trae, dame el cuchillo!… ¡Déjame a mí! —pidió a tía Mag, jadeante.

Ésta sudaba copiosamente. Cuando Lena se acercó a ella, su tía, orgullosa de haber realizado al fin la difícil tarea, la apartó con el codo:

—¡Vamos, apártate, niña! Ya no te necesito.

La cabeza del animal rodó por el suelo, y tía Mag, arrojando a un lado el cuchillo, tuvo que sostener con las dos manos el cuerpo aún palpitante que se desangraba sobre la fuente de barro.

La sangre salía caliente, a borbotones. Caía en gruesas gotas sobre la fuente, salpicando el suelo, las manos y el delantal de color chocolate de tía Mag. También salpicó el vestido y las manos de la muchacha, cuando se arrodilló ante ella.

El ver correr sangre le había producido siempre a Lena un extraño malestar. Aquella tarde, la emborrachaba. Su vaho caliente y rojizo se le subía a la cabeza como un vapor alcohólico. Le parecía que no eran sólo sus manos las que se teñían de rojo, sino el suelo, las paredes… Todo se volvía escarlata y gritaba con lenguas rojas de fuego, acusándolas de la muerte de un ser inocente.

Tía Mag tenía también la cara roja y reía con gesto burlón. Pero en sus manos no brillaba ya el acero. Lena Rivero lo apretaba rabiosamente entre las suyas, contemplando, alucinada, la hoja teñida en sangre que le manchaba los dedos.

—¡Sangre sobre mis manos! Sangre sobre las manos de «Ranita»… ¡Nadie diría contemplando esa carita de ángel que fueses capaz de teñir tus manos con la sangre de un hombre!… ¡Con la sangre de un hombre!… ¡Si era la sangre de «Pichi»! ¡Sangre sobre mis manos! ¡Sangre sobre mis manos! —repetía Lena, gritando como una histérica.

Y a sus ojos, todo era un lago de sangre. Y del lago surgía una gitana, riendo con una boca desdentada y ojos de bruja… La profecía de la vieja la torturaba martilleándole el cerebro. Pero entonces llegó Ger, besó sus manos ensangrentadas y acarició sus cabellos empapados de sudor. Volvióse después hacia la gitana y, levantando una pesada azada, la golpeó con ella, hasta hundirla en el pantano rojo y espeso que los rodeaba. «¡Muere, muere, víbora asquerosa!», gritaba Ger enfurecido. «¡Vete al infierno con tus estúpidos vaticinios! ¡Sangre sobre las manos de un niña que abraza un pollo blanco contra su pecho!… ¡Toma, vieja asquerosa, toma!… ¡Y vete al infierno! “Ranita” no es capaz de cometer un crimen.»

Pero allí estaba «Pichi» sacrificado, acusándoles con su sangre. De su cuerpo, aún palpitante, brotaba un manantial inextinguible… Sangre sobre las manos, sobre el suelo, sobre la puerta, sobre las paredes… Todo era rojo, como una llamarada acusadora.

Lena Rivero reía. Reía, apretando entre sus dedos la ensangrentada hoja.

De pronto ocurrió algo muy curioso: la sangre empezó a nublarse, a convertirse en un líquido pardusco y sin olor. Todo cuanto rodeaba a la joven no era ya rojo, sino negro. Las tinieblas empezaron a apretarla, como si alguien la envolviese en una manta negra, ligándola fuertemente para impedirle todo movimiento. Ya no podía gritar. Ni respirar siquiera.

Después de aquella angustia que la asfixiaba, empezó a experimentar una sensación de alivio y de comodidad, sólo comparable a la dulce sensación experimentada en los breves instantes que anteceden al sueño. Tal vez fuese tan sólo una décima de segundo, pero era lo suficiente para que Lena se diera cuenta de que sus músculos en tensión se relajaban y su torturado cerebro se reclinaba sobre un cojín de plumas. Una paz infinita y después las sombras…

¿Cuánto tiempo permaneció dormida?… No podía precisarlo. Al fin, en la obscuridad, empezó a abrirse un resquicio por el que se colaba una luz blanca, que parecía filtrarse a través de un cristal esmerilado. La luz se fue agrandando, fue creciendo, hasta vencer por completo las tinieblas que la envolvían.

Cuando Lena abrió los ojos, deslumbrada, el comandante Data sostenía ante su rostro la lámpara del flexo que en otro tiempo había tenido el «Aguilucho» en la mesa de su despacho. El comandante la observaba atentamente.

—¡Nada! No tiene importancia. Ya ha vuelto en sí… Ya decía yo que no tenía importancia…

—La sangre la ha impresionado siempre —le explicó María—. Se puso tan nerviosa, que no había modo de quitarle el cuchillo. Y, ¡claro!, se hizo un rasguño…

Tía Mag se santiguó devotamente:

—¡Válgame Dios Nuestro Señor! ¿Y no gritaba como una poseída de los demonios? Mismamente creí que un ángel malo había tomado posesión de su cuerpo.

Lena se incorporó en la butaca y contempló con asombro sus dos manos vendadas.

—¡Me he cortado los dedos! ¡No tengo dedos! —gritó desconsolada—. ¡Mis dedos! ¡Mis dedos!… ¡Me he quedado sin dedos!

—¡Ni pensarlo! —le aseguró María—. Sólo tienes un ligero arañazo. Al apretar el cuchillo te heriste un poco en las manos y como no eres muy valiente que digamos, a la vista de la sangre te desmayaste. Afortunadamente, ni para desmayarte tienes formalidad, hija mía. Sólo ha sido un aparatoso y ridículo desfallecimiento.

El comandante Data afirmó, tomándole el pulso:

—Lo que esta muchacha tiene es una debilidad muy grande. ¡Una gran anemia! La sangre que la hizo desmayarse, no era suya, sino del pollo. Lenita no puede derramar más que agua sucia. ¡Miren, miren ustedes qué carita más pálida!… ¡Y qué ojeras!… Hay que cuidar a esta chiquilla o tendremos escenas como ésta a cada momento.

Tía Mag se apresuró a reanimarla con un enorme tazón de caldo, en el que había derretido un buen trozo de manteca. Era el caldo nutritivo y espeso que acostumbraba a ofrecerse a las recién paridas para que recobrasen fuerzas.

—¡Vamos, pequeña, tómate este caldo y quítate esos trapos de las manos! Cualquiera diría que te has cortado los dedos.

—Lo que diría cualquiera es que estás loca, hija mía… No haces más que disgustarme con tus tonterías —agregó su madre.

La señora Rivero hablaba desde el sofá de su gabinete, en el que estaba instalada. Sus blancas manos —más blancas cada día y más descarnadas— reposaban sobre la vieja manta que le cubría las rodillas. Profundamente abatida, hablaba muy despacio, casi sin fuerzas:

—No sé qué gran pecado habré cometido para que Dios me castigue de esta manera… ¡Qué suerte tiene mi cuñada Elisa con sus hijos!… Tan serios, tan formales… ¡Y esta muchacha, Señor, esta muchacha me está quitando la vida!

El comandante Data se atrevió a disculparla:

—Yo creo que Magdalena es una buena chica. Tal vez un poco nerviosa… ¡Ejem! Sí, un poco nerviosa… Y no puede negarse que tiene también exceso de imaginación. Pero… ¡eso es todo!

La señora Rivero se incorporó en el sofá, con algún esfuerzo, y meneó la cabeza con ademán desolado.

—¿Y le parece poco, querido Data?… Exceso de imaginación y defecto de sentido común… ¡Esto es lo que me apena! Me preocupa profundamente esta cabeza descompuesta. «Una Rivero, una auténtica Rivero», afirma ella, con orgullo… Y no miente el ángel mío. Es igual que ellos… Qué razón tenía mi hermano Pedro cuando decía que esta muchacha iba a proporcionarme muchos disgustos. ¡Qué gitana, ni qué hombre asesinado!… ¡A mí me va a asesinar ella con sus estúpidas fantasías!… No, no la disculpe, querido Data. Lena no tiene otras mariposas negras que esa irritabilidad, que esa falta de sentido y esos nervios desatados… ¡Dulce Jesús de mi vida, qué castigo me da esta criatura!

La señora Rivero tenía razón. Fuera cual fuese la causa de la inquietud de Lena, era evidente que ésta tenía una imaginación que se le desbordaba y una falta absoluta de control sobre sus nervios.

Pero la crisis pasó y aquella noche cenaron alegremente, con el comandante Data como invitado de honor. Ger llevó un par de botellas de López Heredia —una de las casas proveedoras de «La Uva de Oro»— para bautizar el pollo y, animados por el festín inesperado, recordaron los buenos tiempos de la calle de la Universidad, que, como por ensalmo, volvían a ellos surgiendo de un pasado remoto…

Comieron y charlaron animadamente. Data apenas probaba un poco de cada plato para no alterar su régimen habitual, pero observaba con deleite a los muchachos, de una manera especial a la hija predilecta del «Aguilucho». Las manos entrapajadas no le impedían a Lena acariciar la fruta que la tentaba desde su lecho de cristal, y devorarla con verdadero placer. La señora Rivero tuvo que reprenderla varias veces por su glotonería.

—No comas de esa manera, hija. No seas grosera.

—Mamá, es que tengo hambre.

—¿Hambre?… No debes pronunciar esa palabra. No suena bien en boca de una señorita.

—Si es verdad, ¿por qué no decirlo? Tengo hambre atrasada. Déjame comer hoy hasta que me harte, ya que puedo hacerlo…

La señora Rivero dejó el cuchillo y el tenedor sobre el plato y miró a su hija severamente. Antes de que rompiera el fuego, intervino el muchacho, con su habitual ironía:

—Mi querida señora Rivero: está bien que prohíbas a tu hija pronunciar la palabra hambre. Suena a miseria, a luchas sociales… Quien se estima no la pronuncia jamás, aunque la sienta. Al contrario de lo que sucede con otras palabras, que se pronuncian, precisamente, porque no se sienten. De acuerdo, señora Rivero: prohíbele a tu hija que pronuncie la terrible palabra, pero… Déjala atracarse hasta la saciedad, hoy que puede hacerlo. A fin de cuentas, mamá, no hace más que lo que hacen las dignísimas personas de tu esfera cuando asisten a un banquete.

La señora Rivero sonrió. Su expresión dura se dulcificaba siempre al escuchar a Ger. El primogénito de los Rivero tenía un poder persuasivo absoluto sobre su madre. Los reproches que ella le dirigía no pasaban de suaves razonamientos, sobre los que Ger hacía valer su opinión, imponiéndola de una manera rotunda.

Tía Mag también aceptaba cuanto decía el muchacho, pero sin molestarse en discutirlo. Sin parar mientes en la ironía de su sobrino, se apresuró a afirmar:

—Tiene razón nuestro Ger. La gente come de firme en los banquetes. Para eso son los banquetes, para comer… Deja a la niña que coma, y tú, Ger, sírveme…—tía Mag enrojeció hasta los cabellos—, sírveme un poquito más de vino.

—¡«López Heredia y Compañía», Haro, Rioja, el mismo que bebíamos en la «La Uva de Oro»! —dijo Ger, llenando hasta los bordes el vaso de la beatífica señorita Quintana, que dio las gracias a su sobrino con la más suave de sus sonrisas.

—Aunque creo recordar —continuó Ger— que «Ranita» prefería el Valdepeñas, por su dulce sabor ajerezado…

Asintió Lena con la cabeza, pero entregó su vaso a Ger, mirándole con sonrisa implorante, y a su madre con recelo. Sin embargo, la señora Rivero no dijo nada, y volvió a restablecerse la cordialidad que una mesa bien servida presta al ambiente. Ger contó chistes y anécdotas, habló de sus compañeros, de su trabajo, discutió de fútbol con el comandante, hizo algunas carantoñas a la señora Rivero y a tía Mag, bromeó a costa de sus hermanas… Pero no hubo una palabra, ni un brindis, ni una alusión a la anciana pariente que les había proporcionado aquel festín.

La curiosidad de Lena aumentaba por momentos. ¿Por qué no se la nombraba siquiera?… Tía Carina parecía conocerles muy bien a todos. ¿Por qué?… ¿Por quién?… Seguramente Ger podía contarle algo. Estaba segura de que si Ger sabía algo de «La Samaritana» se lo contaría. Aunque la hacía rabiar con sus constantes bromas, Ger le hablaba como a un muchacho, como a un camarada.

Cuando Lena, una vez levantados los manteles, despidió a Data en la puerta, en vez de regresar al comedor, o dirigirse a su alcoba, entró en la habitación de Ger, dispuesta a conocer algún detalle de aquella extraña pariente que los había visitado por la mañana.