XVIII

LA visita de Carina Rivero fue un acontecimiento memorable en el caserón de la calle de San José. La vieja señorita Quintana entró en la galería, arrastrando sus remendadas zapatillas y temblando de miedo ante la idea de tener que anunciar una visita. Las visitas eran mal acogidas en el desmantelado hogar de los Rivero, en otro tiempo tan hospitalario. Se las consideraba como una humillación al no poder recibirlas y agasajarlas dignamente. En realidad, poca gente visitaba a los Rivero después de su total ruina y los escasos visitantes eran siempre gente extraña o parientes lejanos que ignoraban la verdadera situación de la familia.

Cogida por sorpresa, tía Mag se vio obligada a anunciar la intempestiva llegada:

—Está ahí una señora que dice ser pariente de tu marido (Dios lo tenga en la Gloria). La hice pasar a la sala.

La señora Rivero no hizo el menor movimiento que denotase haber oído el anuncio de la visita. Estaba sentada en su butacón de cuero, despellejado y humilde, contemplando a través de los cristales el agua que caía incesantemente, envolviendo el verde paisaje en una nube gris de melancolía. Una manta de viaje, también raída, le cubría las rodillas, y sobre ella descansaba su eterna labor de punto. Sacó una de las manos que abrigaba bajo la manta y la extendió hacia los cristales, mirando al techo.

—¡Otra gotera, Señor!… Se hundirá el cielo raso si no vienen a retejar en seguida. Y ese maldito casero, haciéndose el desentendido porque no le permiten subir la renta… ¡Qué desalmado!

En brusca transición, su lamento se convirtió en una orden:

—¡Mag! Trae pronto una palangana y colócala aquí, junto a mis pies, para que no se encharque el suelo.

Tía Mag trajo de la cocina una palangana vieja y, después de colocarla debajo de la gotera, tocó suavemente el hombro de la señora Rivero, repitiendo con fastidio:

—Te he dicho que una señora que dice ser pariente de tu marido (en paz descanse) está aguardando en la sala.

La señora Rivero se llevó las dos manos a la cabeza, como si hubiese experimentado de pronto un agudo dolor:

—¡Ay, Señor, qué jaqueca! ¡Qué jaqueca!… ¿Una visita, dices?… Para visitas estamos. ¡Dios mío! Dile que no estoy en casa.

Tía Mag se disculpó temblando ante el inminente reproche:

—Lo siento… ya no es posible. Le he dicho que te encontrabas enferma. A pesar de ello, insiste en hablar contigo.

La señora Rivero volvió a llevarse las manos a la cabeza en ademán desolado. Después miró a su alrededor como si buscase algo. Su vista tropezó con la figura de Lena, agazapada en un rincón de la galería, y le ordenó secamente:

—Vamos, hija, ve tú. Y despáchala amablemente. Dile que estoy enferma, muy enferma. Que ha llegado en mala hora y que lamentamos no poder recibirla. Si voy yo nos veremos obligadas a ofrecerle la casa, o cuando menos, a invitarla a comer y… en fin, Lena, ya me comprendes. No podemos hacer ni un extraordinario. Ve tú y despáchala amablemente. ¡Señor, Señor, qué jaqueca!

La joven se levantó de mala gana del rincón en el que permanecía inactiva contemplando la lluvia. Los días de lluvia, tan frecuentes en el Principado, paralizaban su natural actividad, reduciéndola a rabiosa impotencia. La señora Rivero no le permitía salir para que no se le estropeasen sus zapatos, ya bastante deteriorados. Y a menos que pudiera escaparse con algún pretexto, Lena permanecía dentro de casa como un león enjaulado. Para descansar de su trabajo, daba vueltas y vueltas, arreglando las cosas, cambiándolas de lugar, revolviendo los armarios, y al fin, acababa por sentarse sobre el suelo, en cualquier rincón, abrazando las rodillas, en su actitud característica, y dejaba volar su imaginación mientras contemplaba el agua que resbalaba lentamente por los cristales. Los días de lluvia eran para la pequeña Rivero desesperantes, y aquella mañana estaba de mal humor.

Obedeció a su madre de mal talante.

—¿A quién debo recibir?

Intervino tía Mag:

—A una señora que dice ser pariente de vuestro padre (que en Gloria esté).

El rostro de la muchacha se iluminó de alegría.

—¿De papá?… ¿Has dicho una pariente de papá?

—Eso he dicho, muchacha. Una señora Rivero. Y está aguardando en la sala.

Lena se puso de pie de un salto, dispuesta a recibir a aquella dama con todos los honores. Si se trataba de una Rivero sería, sin duda, una mujer interesante, que llegaba, providencialmente, a romper la monotonía de aquella mañana triste. La visita de un pariente de su padre era siempre una sorpresa, cosa que no podía esperarse de un Quintana. A los parientes Quintana podía hacérseles de antemano una ficha vegetal:

«Nace, crece, se desarrolla, se reproduce… y muere. Padece en la primera fase de su vida las enfermedades propias de la infancia y las inevitables matrículas de honor. Juega en el parque de San Francisco. Se pasea por la calle de Uría. Se licencia en alguna rama del saber. Asiste a los estrenos del Campoamor y a los conciertos de la Filarmónica. Oye Misa de doce en la Catedral. Contempla desde el “Real Automóvil Club” el deambular de la gente por la primera rúa de la ciudad. Entronca por su matrimonio con una familia bien, siempre ascendiendo un peldaño en la escalera social. Y si el buen tono lo exige, pone piso a una querida en la vecina villa de Gijón. Sus importantes actividades (exceptuando, desde luego, sus eróticas excursiones) son recogidas por los ecos de sociedad de los periódicos locales. “Ha salido para Madrid el sabio catedrático de nuestra Universidad, señor Quintana…” “De regreso de su viaje de novios por el extranjero, hemos tenido el gusto de saludar al ilustre doctor Quintana y a su bella esposa (née María Fernanda del Río)”… “El estudioso joven Jaime Quintana ha terminado brillantemente el Bachillerato, por lo que damos nuestra enhorabuena a su padre, nuestro buen amigo el pundonoroso teniente coronel de Artillería, señor Quintana”»…

¡Magníficos Quintana, conocidos y honrados por todo Oviedo!… Todo estaba previsto en aquellas vidas, encauzado, vulgar… Ni un amor escandaloso. Ni un affaire brillante. Ni una derrota ostensible…

Poseída de verdadera curiosidad, salió Lena al encuentro de aquella dama que decía ser pariente de su padre y venía a cumplimentarles. Pero antes de salir a recibirla, le pidió a María su bata y sus zapatillas, ya que las suyas estaban impresentables. Sus dedos disfrutaban, en su cálido estuche, de amplias ventanas por las que se asomaban al exterior sin el menor recato, celebrando su salvaje libertad. También sus codos asomaban por las mangas de su bata con un impudor sólo comparable al de sus desaprensivos dedos. En cambio, «Santa María Tota Pulchra» conservaba su ropa intacta, lo que le hacía suponer a Lena que su hermana desgastaba únicamente las rodillas. A María tuvo que acudir en aquel apuro.

—Toma mis zapatillas —le dijo María, entregándole su tesoro—. Pero no te las pongas en chinela. Mételas bien en los pies, que no son unas babuchas.

—Tranquilízate, «doña Perfecta». Ya están metidas hasta los huesos… Ahora dame tu bata… ¡Así!… ¿Está bien, o he dejado las mangas fuera?

María se rió resignadamente y Lena salió al encuentro de la misteriosa dama, dispuesta a despacharla amablemente, como su madre le había ordenado, pero en realidad ansiosa de conocerla y de escuchar su interesante historia.

Al entrar en la sala sufrió Lena una gran decepción. ¿Dónde estaba la elegante señora que ella se había imaginado?… Junto al balcón, sin duda por no haberse atrevido a ocupar el sofá, donde tía Magdalena le dijo tomase asiento, sólo había una mujer vieja, menuda… insignificante. Parecía aún más pequeña, bajo la natural impresión de hallarse por vez primera en casa de unos parientes desconocidos.

Vestía unas sayas amplias y un chal de los llamados de «pelo de cabra» y recogía sus cabellos grises con un pañuelo de seda negro, a la usanza de las viejas campesinas asturianas. Sobre su manta negra brillaban, como pequeños diamantes, millares de menudas gotas de agua. El «orbayu» parecía haber bordado en fina plata el chal de la aldeana. El pañuelo que cubría su cabeza, también humedecido por la lluvia, dejaba descubierta su amplia frente, sobre la que se dibujaba, al menor gesto, la arruga circunfleja que tantas veces había sorprendido Lena sobre la frente de su padre. Sus ojos eran los inconfundibles ojos de los Rivero. La nariz fina, ligeramente aguileña, tenía el sello de la familia. Hasta la boca, un poco hundida por faltarle a la vieja algunos dientes, le resultaba a Lena familiar. En conjunto, un rostro amable, en el que encontró, al punto, todos los rasgos del «Aguilucho». Al saludarla, sentía la sensación de saludar a una persona muy conocida.

—Buenos días, mi querida señora… ¿Rivero, verdad?… Siéntese, por favor.

La vieja tomó asiento sobre el sofá, tratando de ocultar, con su amplia faldamenta, los toscos zapatones de campesina. Y se quedó mirando a la muchacha.

—Según parece, tengo el gusto de saludar a una pariente de mi padre, ¿no es así? —preguntó Lena, sonriendo amablemente a la aldeana.

—Hermana… soy hermana de vuestro padre —contestó, tras alguna vacilación, la vieja—. ¿Es que papá no os ha hablado de la tía Carina?

La muchacha quedó desconcertada. En efecto, el señor Rivero no había mencionado nunca a semejante hermana. Verdad que hablaba poco de la familia y algunas veces les visitaban parientes cuya existencia ignoraban. Pero, de todos modos, resultaba bastante extraño que en sus conversaciones no hubiese mencionado nunca a su hermana. Ni el tío Henri, ni la tía Nora, su esposa, cuando llegaron de Chicago. Ninguno de los parientes que en diferentes ocasiones les habían visitado, habían mencionado nunca, ante las muchachas, a esta Carina Rivero, que aquella mañana, a título de hermana de su padre, venía a cumplimentarles.

—Pues… sí… es posible… Pero hace ya tantos años que papá… nos dejó, que, la verdad…, no recuerdo. Tiene que disculparme, tengo tan mala memoria… ¿Me permites que te abrace, tía Carina?

—¡Tú eres Nita! —atajó la vieja, estrechándola entre sus brazos—. ¡Pequeñuca!

Se apartó para mirarla bien a la cara y volvió a estrecharla contra su pecho, añadiendo con orgullo:

—¡Eres nuestra! ¡Eres Rivero! ¡Una auténtica Rivero!… ¡Ah, si fueras un muchacho… ya estarías en América, o en Australia!… En cualquier parte menos en este ambiente. No comprendo cómo Ger no se va.

—Ger tiene que estudiar. Ya ha acabado la carrera y ahora prepara unas oposiciones.

—¡Estudiar, estudiar! —cortó la vieja—. Gastar dinero en vez de ganarlo… ¡Vaya una cosa absurda! Eso lo hace cualquiera. No se parece a tu padre. ¡Ése era todo un hombre! Verdad que tiraba el oro, pero sabía ganarlo… Sí, sí, no me digas nada. Ya sé que el mozo alega que la República le necesita, que tiene que hacer algo muy importante, que si hay que salvar a España… ¡Como si por un garbanzo se perdiese el puchero!… ¿No será que tu madre le retiene?… Va a estropearle la vida con su egoísmo. Y acabará convirtiéndolo en un chupatintas, si es que el chico no hace antes una locura. ¡Lástima de muchacho!

Lena escuchaba a tía Carina cada vez más asombrada, no pudiendo explicarse su ignorancia de la existencia de aquella mujer que tan bien parecía conocerles a todos. Iba a preguntarle algo, cuando a su espalda se armó un revuelo no leve. Se volvió sobresaltada.

En el suelo, junto al sofá, había una enorme cesta de dos tapas, mucho mayor que la que en otros tiempos llevaba la Petrona al mercado. Dentro de ella dos pollos se disputaban, con verdadero encarnizamiento, el pequeño espacio.

Tía Carina se dirigió a los pollos con un reproche:

—¡Chist! Condenados, ¡cállense ustedes!… Aún no han sido presentados a la señora de la casa y ya están tomando ésta por asalto y se pelean como dos vecinas locas… ¡Vamos a ver si se portan como dos caballeros, para que esta señorita no se burle de los parientes del pueblo!

El humor de tía Carina hizo reír a Lena con una risa franca y sincera. Entonces la vieja puso en brazos de su sobrina los dos pollos, al tiempo que hacía las presentaciones:

—Aquí los tienes, Lenita. Hace tiempo que deseaban conocerte. Son «Pichi» y «Paco», ¿sabes?, los más simpáticos del gallinero.

Y dirigiéndose a las aves, tirándoles suavemente de la naciente cresta:

—¡Ea! ¿Qué le decís a Nita?… Que es una guapa moza y que estáis deseando quedaros en su compañía, ¿a que sí?… ¡Si os conoceré yo bien!… De lo contrario os tomará por dos gallinas viejas.

A Lena le divertía la escena, pero sentíase un poco cohibida ante el espléndido regalo. Y protestó, débilmente:

—Tía Carina, yo no puedo… no debo…

—No puedes ¿qué? ¿Aceptarlos?… No me irás a decir que la carne de pollo te hace daño, porque no te lo creería. Los Rivero somos gente de paladar muy fino. ¡Ah, si tu padre viviese!… En fin, os traigo aquí cuatro «pobrezas» como cumple a una pariente aldeana —dijo, mostrando la enorme cesta repleta—. ¡Uf, sobrina, ya sé que no es esto lo que suele regalarse a las señoritas! Debí traeros flores y bombones y otras cosas más finas, pero como esto lo tenía en casa… En vuestra casa, niña. Tal vez tampoco os haya hablado tu padre de «El Puntal», de vuestra finca… ¡Bah!, ahora no vale nada. La casa está medio en ruinas y las tierras fueron cayendo en manos de los usureros, seguramente para que se cumpliera la maldición. Pero aún nos queda la huerta, y ¡qué diablo!, pensé que mis sobrinos tenían derecho a probar su rica fruta.

Comprendió Lena que tía Carina no podía socorrerles con más delicadeza. Y una vez más la abrazó emocionada, contemplando, por encima de su hombro, la cesta abierta. Y contemplándola, llegó a experimentar el vértigo que sin duda debió de sentir Alí Babá a la vista de los tesoros de la cueva de los ladrones. Manzanas, peras, mantecas, huevos, quesos…

La chica fue acercándose a la cesta y acabó por caer de rodillas ante ella, sin atreverse a tocar su contenido. El olor penetrante de las manzanas maduras le producía un suavísimo mareo. Sin soltar los dos pollos que apretaba contra su pecho, tenía la vista fija en la cesta abierta, mirándola alucinada, temblorosa… Al fin, una de sus manos acarició levemente aquel tesoro, temiendo que a su contacto se le desvaneciera como un sueño.

Viendo su indecisión, la tía Carina:

—Son para ti, pequeñuca. Para vosotros… ¡Anda, Nita, vamos, cómete una manzana! Y dime si hay fruta más exquisita que la de Villaviciosa.

Sentía Lena que la emoción la ahogaba. Una emoción sincera ante el gesto cariñoso de aquella mujer extraña, ignorada de todos hasta aquel día, y una emoción un poco fisiológica, emoción de estómago agradecido… Una mezcla de sentimiento, de gratitud, de placer físico… toda una gama de sensaciones desconocidas para ella, experimentaba postrada ante la enorme cesta. Dejó los pollos en el suelo y abrazada a las faldas de la vieja rompió a llorar, hipando nerviosamente:

—¡Oh, tía Carina… tía Carina, qué buena eres!…

Carina Rivero hundió sus descarnados dedos entre los cabellos de la muchacha, acariciándoselos dulcemente como su padre se los acariciaba cuando era niña. La presión suave de aquellos dedos la hizo bien y poco a poco recobró la tranquilidad.

—¡Nenina!… ¡Mi pobre pequeñuca!…

Tía Carina se había hecho cargo de pronto de los motivos de la reacción de su sobrina. Pero, con gran sorpresa suya, mientras ella lamentaba lo que consideraba una estupidez por parte de su cuñada, Lena se levantó, y en uno de esos cambios bruscos que la caracterizaban, desgranó un ruidoso rosario de carcajadas, cubrió de besos el arrugado rostro de la vieja y tomando a «Pichi» y a «Paco» entre sus brazos, se lanzó pasillo adelante, confundiendo sus gritos con el cacareo de las aves:

—¡Mamá!… ¡Tía Mag!… ¡María!… Mirad, mirad lo que nos ha traído tía Carina… ¡«Pichi» y «Paco» os saludan!

Penetró como una tromba en la galería y depositó los pollos sobre el regazo de la señora Rivero. Ésta dio un fuerte respingo y arrojó al suelo las aves.

—¡Loca, loca!… ¿Qué te pasa?… ¿Qué es esto?

—Tía Carina… tía Carina —murmuraba Lena, jadeante—. Los ha traído tía Carina, que resulta que es hermana de papá, ¡y es millonaria!

María la atajó, irónica:

—¡Chica, qué imaginación!

—¿No lo crees?… ¡Ahora verás lo que nos trae!

La señora Rivero arrojó al suelo una manta que cubría sus piernas y trató de incorporarse, roja de vergüenza:

—¿Cómo has dicho?… ¡Tía Carina!… ¡Carina Rivero en mi casa!… Coge ese par de pollos y devuélveselos inmediatamente a esa… señora. Y dile de mi parte que aún no admitimos limosnas.

La orgullosa salida de su madre pareció a Lena intempestiva. Tía Carina no trataba de humillarles. Por otra parte, aunque aldeana, tenía los finos modales de una señora rural y no era una pariente despreciable. Intervino en favor suyo, enérgicamente:

—Mamá, Carina Rivero no es una señora desconocida, es nuestra tía y puede regalarnos sin ofendernos. No hay motivo para enfadarse. Tía Carina es granjera…

—¡Ah, vamos!… —volvió a interrumpir María—. Ahora resulta que es granjera y no millonaria.

Lena se volvió hacia María, enseñándole la lengua con descaro:

—¡Estúpida!… ¡Es una granjera riquísima, para que te fastidies!… Y nos trae una cesta llena de pollos, de manzanas, de peras, de manteca, de quesos… ¡Ah, si vieras qué manzanas! Unas manzanas amarillitas, muy sabrosas y grandísimas. Como aquellas que comíamos cuando teníamos «La Uva de Oro». ¡Unas manzanas y unas peras!…

Lena hablaba atropellándose, a borbotones, casi sin aliento, tratando de convencer a su madre, más que a su hermana:

—Dice la tía que iba a traernos flores y bombones, porque ya sabes que es eso lo que se regala a las señoritas. Pero como es granjera… ¿sabes?… Y tiene una casa que parece un castillo, rodeada de huertas y jardines. Y ¡todo es nuestro! ¡Todo es para nosotros!…

Tía Mag, muy abiertos los ojos y los brazos cruzados sobre el pecho, la escuchaba asombrada, murmurando beatíficamente:

—¡Un regalo, Señor!… Es un regalo del Cielo. Nos lo trae una hermana de tu marido que está en la Gloria… ¡Bendito sea el Señor!… ¡Dulce Jesús!…

La señora Rivero avanzó lentamente, hasta llegar al centro de la estancia, y adoptó aire de tragedia griega. ¡Oh! La señora Rivero era muy dada a los efectos teatrales. Como a su hermano Pedro, le agradaba pronunciar frases altisonantes, de misterioso sentido, que dejaran suspenso al auditorio. Llegó, pues hasta el centro de la galería y apretando con una mano el pecho, para evitar que el corazón se le rompiese de dolor, extendió el otro brazo, señalando la puerta:

—¡Carina Rivero en nuestro honrado hogar!… Despáchala inmediatamente, Lena. Ni admitimos limosna, ni podemos recibir en nuestra casa a… ¡«La Samaritana»!

Tía Mag se santiguó sin comprender, cohibida por el gesto despreciativo y arrogante de la señora Rivero:

—¡Jesús, dulce Jesús!… Y decía Nita que nos traía manzanas y mantecas, y…

María, sin levantar la vista de la alfombra, reprochó suavemente la actitud de su madre:

—¿No crees que al rechazarla somos injustas con ella, mamá? Sea lo que esa mujer sea, la caridad cristiana nos obliga a perdonar su conducta y a abrirle las puertas de nuestra casa. Piensa que el buen Jesús bebió el agua que en su cántaro le ofreció la verdadera Samaritana. No te ciegue la soberbia de creerte más buena que el Señor. La caridad cristiana…

—¿La caridad, hija mía?… ¿Y nuestro honor?… ¿Y nuestro nombre?… ¡Oh, Dios mío, Dios mío… si la gente supiese que esa mujer ha pisado los umbrales de esta casa, qué vergüenza!… ¡Qué vergüenza, Señor!… Todo Oviedo creería que aceptamos… que vivimos de su… ¡No, no, no!… ¡No, Jesús mío!… ¡De ningún modo!… ¡Qué humillación!… ¡Sería horrible!

La señora Rivero se desplomó sobre su butacón, escondiendo su cara, bañada en lágrimas, entre las manos. De su pecho se escapaban oleadas de profundos sollozos. La reacción de la señora Rivero era siempre la misma. Después de su gesto altivo se desplomaba anonadada, llorando.

—¡Señor, Señor, a qué terribles pruebas me sometes!

Tía Mag se puso a sollozar también, pareciéndole, sin duda; que era lo más oportuno. Mas no por ello dejaba de pensar en la repleta cesta de la que Lena había hablado. ¡Qué cosas tenía la vida!

Lena tomó a «Pichi» y a «Paco» entre sus brazos y desandando lentamente un camino hecho entre gritos gozosos y alegres cacareos, volvió a la sala.

«¡La Samaritana!… ¿Por qué llamarían a Carina Rivero “La Samaritana”?» —iba preguntándose por el pasillo—. «¿Qué ocultaría el pasado de aquella anciana que venía a socorrerles con tanta delicadeza?»… «Pichi» y «Paco» lo sabrían seguramente, pero, como tía Mag, sentíanse acobardados, cohibidos por el gesto melodramático de la raída y orgullosa bata azul, y apretábanse el uno contra el otro, dejando a un lado sus rencillas. En tal estado de ánimo sería inútil todo intento para hacerles hablar.

Entró despacio en la sala. Tía Carina contemplaba a través de los cristales del balcón, empañados por el agua de la lluvia, la solitaria calle. Al sentir entrar a Lena, dijo con calma, como hablando consigo misma:

—Debe ser triste vivir en una calle tan estrecha y tan silenciosa, sin otros horizontes que esa tapia, que parece la tapia de un cementerio. Y después, ¡la muralla de la esquina, con esas rejas en los ventanucos, como una fortaleza medieval!… Es terrible vivir en una calle tan angosta.

—Yo la llamo la Calle Muerta —dijo Lena, depositando los dos pollos en el sabroso lecho de la cesta.

Carina sorprendió la maniobra y comprendió.

—No los acepta, ¿verdad?

—Dice mamá que no debemos aceptar ningún regalo. Ya sabes cómo es mamá… Un poco orgullosa. Y le duele… En fin, tienes que comprenderlo, tía Carina.

La vieja sonrió con amargura. El circunflejo se le marcó más profundo sobre la frente.

—No te molestes en disculparla, niña. No es eso lo que tu madre ha dicho. Yo sé que mi cuñada me desprecia. Pero no vale la pena disgustarse. Cada uno es como es y…

La vieja Rivero se encogió de hombros, sin acertar a continuar expresándose. Terminó al fin con una frase que Lena había escuchado ya muchas veces.

—… bueno. Nosotros, los Rivero, somos así. Y tu madre nos odia. Pero aunque a ella le pese, vosotros sois Rivero, lleváis nuestra misma sangre y…

Otra vez tía Carina encontraba dificultad para expresarse. Se acercó a su sobrina, tomó su fresca cara entre sus sarmentosos dedos, y mirándola dentro de los ojos, dijo despacio:

—Tú eres nuestra, Magdalena Rivero. Más nuestra que ninguno de tus hermanos. Quisiera aconsejarte que no hicieses locuras, pero… sé que perdería el tiempo… Mi madre era, como tu madre, una mujer sensata, fría, orgullosa. Trató de dominarnos, de obligarnos a caminar por el camino trillado de sus prejuicios y… ¡ya se vio el resultado! Ni uno solo de los cinco ha logrado evadirse a su destino.

Los dedos de la vieja Rivero, presionando con más fuerza sobre sus sienes, se hundieron entre los cabellos de la muchacha, en un gesto más elocuente que sus palabras. La estrechó una vez más contra su pecho, y después, apartándola bruscamente, volvió a coger su cara entre sus manos y le dijo, mirándola a los ojos:

—Escucha, Magdalena Rivero. Si alguna vez te encuentras sola en la vida, terriblemente sola y desamparada, no te olvides de la vieja Carina. No tengo hijos. No tengo más familia que vosotros. Vosotros sois los últimos Rivero. Y vuestro es «El Puntal». Ya sabemos que «El Puntal» no es un castillo, precisamente… La casona se derrumba como nos fuimos derrumbando los Rivero. Pero en tanto queden en pie sus cuatro paredes, esas paredes son vuestras. Y vuestras las pocas huertas que la rodean. No lo olvides, «Ranita».

—¡Tía Carina!

—Niña, niña… Será mejor que preguntes por «La Samaritana»… Todo Villaviciosa me conoce. Y me conocen en las villas cercanas. «Villaviciosa y Colunga, Cangas y Ribadesella…»

La vieja Rivero mordió el final de la copla que, al parecer, en sus alegres mocedades rodaba de boca en boca como un pregón amoroso. Y se le iluminó el rostro con una sonrisa joven, alegre y triste a un tiempo. Una sonrisa enigmática en labios de una vieja campesina de tan apacible aspecto.

Después, ciñéndose a la cintura su chal de pelo de cabra y anudándose bajo la barbilla su pañuelo de seda negro, abandonó la estancia con aire de princesa destronada, impropio también de una campesina.

—¡Tía Carina!… ¡Tía Carina! —gritó Lena, al ver que ésta abría la puerta y salía sin recoger la enorme cesta.

«No era posible», pensaba Lena, tratando de levantarla del suelo, «que la tía hubiese traído ella sola aquel queso. Sin duda la acompañó un mozo de cuerda, porque la cesta pesaba demasiado…»

—¡Te has dejado tu cesta, tía Carina! —le repitió, tratando de arrastrarla hacia la puerta…

—Vuestra cesta, hija mía, vuestra cesta… Lo que contiene es vuestro. Dile a tu señora madre que no se trata de un regalo. Hace años, cuando yo estuve en el Hospital, tu padre me prestó unos miles de reales y he de pagároslos como pueda. Díselo así a tu madre, Magdalena Rivero. Y añade que está obligada a aceptarlo. A «La Samaritana» le va llegando la hora de rendir cuentas y quiere tener la conciencia en paz.

Los zapatos de becerro de la aldeana sonaban como zuecos herrados sobre la piedra desgastada de la escalera. En el primer peldaño se detuvo, miró hacia arriba y gritó alegremente, guiñándole un ojo a su sobrina:

—¡Eh! No te olvides, «Ranita», que «El Puntal» tiene las manzanas de mingán más sabrosas de toda Asturias… ¡Y no olvides que esas manzanas son vuestras!

«¡Extraña mujer! —pensó Lena, mientras cerraba la puerta tras de Carina Rivero—. ¿Qué diablos podía ocultar el pasado de aquella vieja de tan sencilla apariencia?»

Corrió al balcón a despedirla. Tía Carina navegaba, calle arriba, apoyándose en su bastón de caña, con el aire reposado y tranquilo de una anciana venerable. Caminaba con alguna dificultad. Sobre los cantos rodados saltaba el agua, deslizándose rápida y rumorosa, como la corriente de un pequeño río; se remansaba en torno a las alcantarillas, siempre obstruidas, y salvando el obstáculo, continuaba impetuosa hacia el Postigo, donde formaba un barrizal intransitable.

La lluvia arreció de nuevo. Pronto una cortina de agua le impidió toda visión. La tapia blanca, semejante a la de un cementerio, le cerraba el horizonte. La menuda figura de Carina había desaparecido entre la lluvia, como una pequeña barca sepultada entre las olas.

«Y la llamaban “La Samaritana”… ¿Por qué?» —pensaba Lena.

Ante el caso de Carina Rivero, se le vino a la memoria la redonda barriga del «Comendador», agitándose en oleadas de risa mientras contaba la leyenda que pesaba sobre los Rivero: «En cuanto a las hembras de la familia… ¡jum!, vale más no hablar. Por respeto a las señoras, no contaré…».

Y recordó también las palabras de la propia Carina: «Mi madre era, como tu madre, una mujer sensata, fría, orgullosa… Trató de dominarnos, de obligarnos a caminar por el camino trillado de sus prejuicios y… ¡ya se vio el resultado!… Ni uno solo de los cinco ha logrado sustraerse a su destino».

Que ninguno de los varones había logrado sustraerse a un destino tormentoso era algo que la familia conocía por experiencia. Pero, ¿y las hembras?… ¿Sería cierto que las hembras de los Rivero llevaban en su sangre la odiosa tara de esa herencia?

Allí estaba Carina, «La Samaritana», la única antecesora que ella había conocido, surgiendo de un pasado borrascoso. Y estaba Heidi, su bienamada Heidi, envuelta entre las brumas de un futuro para todos cargado de sospechas… Pero, ¿y María?… María, ¿no era también una Rivero? Sí; y su encendido amor divino podía llevarla a emprender santas aventuras.

Por fin quedaba ella, Magdalena Rivero. ¿Cómo explicar su reacción frente al capitán Jáuregui?… Ella no tenía grandes convicciones, ni de tipo religioso, ni de tipo social. Sus escritos —él lo había dicho— demostraban un apasionado temperamento. Por sus venas corría, roja y caliente, la sangre insensata de los Rivero. Sin embargo, había rechazado su brutal ataque aquella tarde en el claustro de la Catedral y estaba segura de que le rechazaría cuantas veces intentase un nuevo asalto. ¿Por qué? ¿No fue aquella una ocasión que se le deparó de satisfacer su curiosidad amorosa?

Sin encontrar contestación a sus interrogantes, se oprimió la cabeza entre las manos y notó que le ardía la frente. Desde luego, sería mejor no pensar en nada. Ger decía siempre que eso eran tonterías y que debía apartar el pensamiento de aquella supuesta anormalidad hereditaria.

Más tranquila y buscando la frescura de la humedad, apoyó la frente sobre los cristales y trató de seguir el discurrir monótono del agua sobre los cantos rodados. Como el lecho de un río eran aquellas piedras desgastadas, oprimidas entre las dos aceras de viejas y carcomidas losas. En las junturas de las losas y de los cantos crecía una hierba menuda, como el musgo de los estanques y de las rocas, que el sol nunca llegaba a amarillear. El sol apenas podía posarse sobre las piedras de aquella calle estrecha y olvidada, que en el corazón mismo de la ciudad tenía todas las características de una calleja aldeana… Con la frente apoyada sobre los cristales, la pequeña Rivero volvió a pensar en Heidi, en María, en Carina…, en su propio destino.

La campana pequeña de los monjas rasgó el silencio de la calle Muerta, llamando a Refectorio. Después fue la campana de «los Verdes» la que mojó su sonido en aquella mañana desapacible.

Lena sintió que sus fuerzas la abandonaban. ¡No podía soportar más! ¡No, no podía!… El agua cayendo incesantemente… el tañido de las campanas… la quietud desesperante de la calle… Un violento cosquilleo, demasiado conocido para ella, le subía por las piernas, le recorría todo el cuerpo, le turbaba el cerebro… ¡Sí! ¡Allí estaban sus mariposas negras! Las escuchaba revolotear a su alrededor, sentía su zumbido sordo, como el lejano motor de un bombardero, ciñéndole la frente…

Gritó. Golpeó los cristales con sus puños. Recorrió toda la estancia a grandes zancadas, dando patadas a los muebles que encontraba a su paso. Se ensañó, especialmente, con el enorme sofá de gutapercha que parecía un catafalco, cuyas patas —poderosas garras de águila— se cerraban sobre seis bolas de metal dorado. Al golpearlo, recordó que traía puestas las zapatillas de «Santa María», conservadas milagrosamente intactas durante años y años. Pero no fue este pensamiento el que calmó sus nervios, sino una idea divertida que le inspiró la cesta que «La Samaritana» había dejado a la puerta.

Gozando de antemano con la ocurrencia, desató las ligaduras de las aves, las soltó por el pasillo y gritando y palmoteando, para asustarlas, corrió tras ellas hasta la galería, en la que entró riendo, entre el despavorido cacareo de los dos pollos.

Su madre estuvo a punto de desmayarse, pero Lena había logrado, por el momento, ahuyentar sus mariposas negras.