LENA Rivero entró en la Catedral con paso vacilante. La Catedral estaba desierta. Jáuregui lo había previsto al citarla a aquella hora en el Trascoro. No era hora de visitas. Los canónigos acababan de abandonar el templo. No se veía un monaguillo. El silencio en la Catedral era absoluto. Olía a incienso y a humedad…
La Catedral de Oviedo tiene, sobre la frescura honda de los demás templos góticos, la humedad de una catacumba. Una humedad milenaria, agarrada a las columnas y a las bóvedas como una hiedra invisible. Las grandes baldosas blancas y negras que pavimentan su suelo producen, con frecuencia, la sensación de estar recién lavadas. Es la humedad característica de los palacios y caserones asturianos que la calefacción no logra desterrar. La primavera y el verano se quedan detenidos en las callejuelas que rodean al templo, en la plaza, en el claustro… En el recinto de la Catedral hay siempre humedad y frescura.
Lena avanzaba por la nave derecha, con el paso vacilante de la mujer que acude por vez primera a una cita. Sonrió al recordar que seis años antes había entrado en la Catedral de la mano de tío Pedro y había oído misa de nueve en el altar de San Antonio, mientras pensaba que si San Salvador dejaba caer la bola que sostenía en su mano, el mundo se haría pedazos. También antes de aquella vez había ido a la Catedral con Heidi y con María, a oír la misa de doce en el altar mayor. Pero después, durante el período de luto, iban a los Carmelitas por la mañana y, cuando Heidi se fue, Lena no volvió a entrar en ninguna iglesia. Prefería salir al campo y hablar con Dios en plena naturaleza, mientras se atracaba de fruta verde y cortaba brazadas de madreselvas. La señora Rivero, naturalmente, ignoró siempre estos ritos paganos de su hija.
Aquella tarde no la llevaba al templo la devoción, sino la cita concertada con el capitán Jáuregui. El pretexto que Luis Jáuregui había ideado para citar a Lena en la Catedral era el de enseñarle un álbum de fotografías de esculturas del Museo Secreto de Nápoles, no aptas para la señora Rivero. La señora Rivero —aseguraba Jáuregui— no tenía desarrollado el sentido estético y pretendía encontrar obscenidades allí donde sólo había arte. Pero Lena era una chica inteligente, necesitaba cultivar su espíritu y no debía desconocer las bellezas que el Arte encierra.
Lena mordió el anzuelo. Y aquella tarde de junio acudía a la Catedral para entrevistarse con Jáuregui.
Nunca le pareció la Catedral tan grande ni tan vacía. Sus pisadas resonaban sobre el mosaico del pavimento, produciéndole la vaga sensación de caminar por un mundo de pesadilla. Por las altas vidrieras góticas se colaban débiles chorros de sol, que dibujaban sobre las baldosas blancas y negras preciosos arabescos. En los juegos de luz y sombra, la piedra de los altares tomaba también diversas tonalidades, y hasta los santos, amoratados, azules, dorados, rojos, bajo la luz caprichosa que se filtraba a través de la policromada cristalería, parecían seres fantásticos.
Al llegar ante la imagen de San Salvador, en el crucero del templo, se detuvo de pronto, paralizada por la sensación de no encontrarse sola. No sentía otras pisadas que las suyas. No oía ni un ruido. Ni una voz. Pero algo le delataba la presencia de otro ser cerca de ella.
Impresionada por esta sensación física de presencia humana, se volvió bruscamente hacia la derecha, hacia las dos puertas gemelas que conducen al claustro y al angosto pasadizo de salida a la Travesía de Santa Ana. En el ángulo que estas puertas forman con la pequeña que da acceso a la escalera que conduce a la Cámara Santa, estaba Jáuregui.
Con los brazos extendidos hacia delante, como hipnotizada, avanzó Lena Rivero hacia el capitán. Jáuregui le salió al encuentro, sonriente. Sus fuertes botas enllantadas no hacían el menor ruido sobre el mármol. Se diría que, más que andar, reptaba…
Estrechó las dos manos que Lena le tendía, con tanta fuerza, que le hizo daño. Después la tomó del brazo, sin resistencia alguna por parte de ella y la arrastró hacia el Claustro.
—¿Sentías miedo, querida?
—No… Miedo, precisamente, no. Es que… verás… ¡me pareció la Catedral tan grande! ¡Tan grande y tan extraña, como si la visitara por primera vez! Me sentía en ella perdida. De pronto comprendí que no estaba sola.
—Yo te llamaba.
—No oí tu voz —dijo Lena sorprendida.
—¡Claro que no la oíste! Pero la has sentido. Prueba de ello es que te has vuelto rápida hacia mí.
—Ya te he dicho que me sucedió algo raro. Una sensación extraña me delató tu presencia.
—¿Extraña? De ningún modo. Muy natural. Me sentiste cerca de ti, porque entre nuestros espíritus existe una afinidad tan grande, que no necesité emplear el lenguaje vulgar para llamarte. Te vi, me bastó desear con fuerza que me mirases, para que tú volvieras la cabeza.
Ella le miró con curiosidad. En verdad, algo extraño había sucedido. Se habían citado en el Trascoro y, sin embargo, algo le había delatado la presencia del capitán en el Crucero del templo. ¿Qué?… No podría determinarlo. Con frecuencia le ocurrían cosas por el estilo. En el cine, en la calle, había sentido la sensación de ser mirada. Volvía la cabeza y siempre encontraba unos ojos fijos en ella. Algunas veces, en su constante deambular por calles y callejas de la ciudad, había sentido también la sensación o el presentimiento de que iba a tropezar con alguien al doblar la esquina. Y así sucedía… No sentía pasos. No oía una voz. Ningún ruido. Pero al volver la esquina se encontraba, invariablemente, con alguien.
Lena sonrió pensando que si en realidad existía un sexto sentido, ella debía de tenerlo muy desarrollado.
—Vamos por aquí, nena —le dijo Jáuregui con cierta prisa—. Vamos a contemplar, si te parece bien, esa magnífica filigrana de piedra, que tal vez desconozcas.
En efecto, Lena Rivero la desconocía. Había nacido y vivido siempre en Oviedo y no recordaba haber visitado nunca el hermoso claustro de la Catedral.
Un poco avergonzada de su ignorancia, tuvo que confesarlo:
—Pues… no, no lo conozco.
Lo recorrieron todo. Estaba, como el templo, solitario. Y como los lugares solitarios siempre habían ejercido sobre ella un especial sortilegio, se quedó como hechizada, contemplando la belleza del claustro, para ella doblemente atractivo. Su delicada arquitectura, su silencio, su paz mística y suave, turbada sólo por la música de los pájaros, le producía una sensación tan limpia de placer, que se olvidó del verdadero motivo de su visita. Se olvidó de los libros, del álbum, hasta del propio capitán, impresionada por la belleza y serenidad del claustro.
—¡Qué maravilla! —exclamó en el colmo de su admiración—. ¡Qué grandes cosas hacen los hombres cuando miran al Cielo!…
Jáuregui no era un hombre inteligente. Por lo menos, en cuanto al conocimiento de la mujer se refiere. A pesar de su trato con las damas y de sus aventuras, más o menos fugaces y furtivas, desconocía la psicología de la mujer y tuvo la desafortunada ocurrencia de intentar romper el artístico entusiasmo de la muchacha con una galantería vulgar:
—No hace falta levantar los ojos al cielo para fabricar una maravilla. ¡Que se lo digan al señor Rivero!… Tú eres mucho más bonita que estas piedras. Mucho más bonita, Lena…
Jáuregui se había colocado detrás de la joven, reteniéndola suavemente por los brazos. Su boca estaba tan cerca de los cabellos de ella, que su aliento le cosquilleaba la nuca. El menor movimiento que Lena hiciese volviéndose hacia él, le permitiría rozar sus mejillas, y hasta alcanzar sus labios.
Pero Lena Rivero no se movió.
Contemplaba los encajes de piedra, más hermosos, a su juicio, que los encajes de bolillos que Heidi había tejido en su almohadilla… Sobre las sombras que empezaban a apoderarse de los rincones del claustro, la piedra gloriosa de las arcadas parecía una mantilla blanca de blonda, prendida sobre el cabello de una mujer morena. ¿Qué hábiles dedos habían sabido arrancar a la dura piedra aquella espuma de plata?
No comprendía cómo Ger, tan amante del Arte y de las cosas bellas, no la había llevado al claustro de la Catedral, descubriéndole su belleza. ¿O es que Ger también la desconocía?… Sucede con frecuencia que se admiran las obras de Arte de otros pueblos, mientras se desconoce la belleza de las propias.
Pero más que el Arte mismo, había hechizado a Lena la serenidad magnífica del claustro. Aquella paz sencilla que contrastaba con sus ideas turbulentas y su constante vagar desorientado. Siempre recordaba, como recuerda el caminante del desierto su paso por un oasis, aquellos tres días pasados en casa de tío Pedro Quintana. No hubiera podido vivir allí. El ambiente la hubiese ahogado. Pero lo recordaba siempre como sedante, en medio de su vivir desordenado. Y entonces, el jardín del claustro le parecía también como un pequeño oasis, un delicioso refugio para sus correrías. Sentía deseos de saltar la balaustrada y sentarse sobre la hierba alta que alfombraba el patio, y allí, cerrando los ojos, escuchar el gorjeo de los pájaros. Pero no se atrevió a saltar. Dijo, hechizada:
—¡Todo es maravilloso!… No sé qué cosa extraña se siente contemplando esta grandeza y esta alfombra tan verde y tan brillante, que parece terciopelo fino. ¡Cómo me agradaría poseer una casa que tuviese en el centro un patio como éste! Un patio con arcadas de piedra afiligranada, con una fuente en el medio…
Se volvió hacia el capitán, interrogando:
—¿Por qué no hay aquí una fuente? No estaría mal, ¿verdad?
El capitán rozó con sus labios los cabellos de la muchacha. Y le habló cerca del oído. Cerca de la boca:
—No. No estaría mal, es verdad. Pero no es fácil encontrar una fuente en el claustro de un templo gótico… Estoy seguro de que te agradaría vivir en Andalucía. Mejor aún, en África. Allí todas las casas tienen un patio sin la grandeza del claustro de un Monasterio o de una Catedral, pero tienen sus pájaros y sus flores y su fuente en el centro… Son patios que parecen creados exclusivamente para servir de marco a un bello idilio…
Jáuregui se detuvo un momento, calculando el efecto de sus palabras. Después de una pequeña pausa, continuó:
—Un día te llevaré a Marruecos. Recorreremos juntos todo el mapa de nuestro protectorado. ¿No crees, querida Lena, que sería delicioso?
Ella no comprendió el significado de aquella proposición.
—Imposible de realizar —le contestó, sin salir de sus blancos sueños.
—¡No tan imposible como te imaginas! Los dos juntos… ¡Los dos solos! Olvidándonos de todo.
Se acercó más a ella. Sus brazos la presionaban con más fuerza.
—¡Por favor, Luis, apártate, pueden vernos!
—¡Cállate!
—Pueden oírnos…
—¡Cállate, Lena! Nos oirán si tú gritas. A mí nada me importa. Ya puedes suponerlo. Sólo me importas tú… ¡Tú, querida!… Te necesito, Lena. ¡Te deseo como tal vez no llegue a desearte ningún hombre!
—Estás loco, capitán —le dijo Lena, apartándole con los codos—. Sepárate, por favor. Pueden vernos.
—Nos tomarían por dos turistas enamorados.
—¿Por dos turistas que se abrazan en el claustro de un templo?
—¡Tonta! ¿Qué crees que hacen todos los recién casados del mundo? Teatros, templos, pasillos del expreso… Todos son sitios propicios para hacerse el amor. Y nadie se escandaliza porque una parejita de recién casados…
—Nosotros no lo somos —le atajó Lena.
—Pero lo parecemos… Y a propósito de turistas —dijo él riendo y tratando de llevar la conversación a un terreno más intrascendente—. A propósito de turismo, aún no me has preguntado, Lena, por nuestras fotos de Arte. Me parece que serías una mala compañera de excursión… ¿No quieres verlas?
Lena afirmó con la cabeza.
—Lo había olvidado —dijo.
Jáuregui sacó de su cartera de cuero un sobre grande, azul, bastante manoseado, y se lo entregó a Lena.
—Espero que no te asustes —le dijo—. Son fotografías de Arte. Los griegos y los romanos, maestros clásicos de la Humanidad, han creado lo que ni el propio Renacimiento ha podido resucitar.
Lena, con los párpados entornados, reteniendo aún en sus pupilas la serenidad magnífica del claustro, miró la primera postal que extrajo de aquel manoseado sobre azul. Y la blancura del mármol la dejó deslumbrada. Reproducía la leyenda mitológica griega de la posesión de Leda por Júpiter convertido en un cisne. Tal era la perfección de líneas, la delicadeza de talla de aquel bello grupo escultórico que los ojos inocentes de la pequeña Rivero no captaron la lascivia de la escena. La contempló con alegría, con admiración, con la misma serenidad con que algunos minutos antes había admirado las arcadas de piedra. Pero su emoción no se volcó en expresiones de inmensidad.
—¡Qué hermosa escultura! —dijo sencillamente.
Y después de contemplarla un rato, buscó en el sobre azul otra fotografía. Al extraer la segunda, se turbó visiblemente. Aquella fotografía no respondía al desnudo sereno de un Apolo, no era siquiera el torso de una escultura anónima, no era un trozo de mármol… Su inocencia no le impedía darse cuenta de lo que aquella fotografía representaba y la rechazó asqueada. Quiso devolver el sobre al capitán, pero sus manos temblaban y el sobre se le cayó al suelo, desparramando sobre las castas losas del claustro la hediondez de unas escenas de lupanar.
El capitán, que observaba la reacción de Lena, por cierto muy diferente de la que él había esperado, se agachó a recoger las fotografías y, al levantarse, acarició con su mano las piernas de la muchacha.
—¿Te has asustado, Lena?… Ya veo que eres una niña. Sin embargo, algún día te casarás…
—¡No!… ¡No me casaré nunca! —aseguró rápidamente ella, escondiendo la cara entre las manos—. ¡No me casaré nunca! ¡No quiero casarme!
Jáuregui le retiró las manos, llevándoselas a su espalda, para impedirle todo movimiento, y la atrajo hacia sí. Y antes de que la muchacha pudiese impedirlo, aplastó sus gruesos labios sobre la boca de ella.
Lena sacudió la cabeza y forcejeó, empleando los puños y las rodillas, para apartarse de él.
Cuando logró al fin desasirse de los brazos del capitán, dos lágrimas rodaron por sus mejillas. Jáuregui quiso limpiárselas con su pañuelo, pero la niña lo apartó de un manotazo. En sus ojos brillaba una llama de odio que Jáuregui no había visto brillar jamás en las dóciles pupilas femeninas. Y comprendió que había perdido la partida. Sus lecciones desmoralizadoras, su trabajo de zapa, no habían logrado convertir a Lena Rivero en un dócil y encantador juguete para su sensualidad.
Molesto por haber sido rechazado su torpe juego, buscó algo que hiriese a la muchacha y le dijo con desprecio:
—¡Eres una pobre niña, Lena Rivero! Lo serás siempre. Audaz para prometer, para tentar. Cobarde a la hora de cumplir lo que prometes.
—Yo no he prometido nada —dijo ella secamente.
—¿Que no has prometido nada?… De sobra sabes que sí. Has estado coqueteando conmigo de una manera perversa, para salirte ahora con tus pudores de monja… ¡Eres una pobre niña! ¡Una pobre niña estúpida y cobarde!
Jáuregui se embozó en su hermosa capa azul y roja. Sonrió desdeñosamente y, caminando sin hacer el menor ruido, como si en vez de andar reptase, salió del claustro.
Se iba decepcionado. La pequeña Rivero había resultado algo muy diferente de lo que él se imaginaba. Sus ingenuos poemas apasionados, que eran como una confesión de sus anhelos, su habitual vagabundeo, aquella rebeldía innata contra una sociedad que la asfixiaba, aquel vivir en las nubes, ¿no eran terreno abonado para haberle hecho concebir esperanzas de recoger el fruto de su obra? Porque él estaba seguro de haber trabajado bien la partida. ¿Entonces?…
El capitán Jáuregui no era un hombre observador. No era buen psicólogo. A pesar de su amistad con los Rivero, los desconocía. De otro modo no se hubiera hecho esta pregunta ingenua. Porque los Rivero, si bien eran una familia de individuos difícilmente controlables, que con frecuencia vivían según sus propias leyes y costumbres, si a veces cometían extravagancias, no eran, en cambio, capaces de cometer bajezas y odiaban las redadas, las pequeñas miserias, las traiciones. Lena no desmentía su sangre al rechazarle. El capitán sabía, como todos los amigos de la familia, que las hembras de los Rivero fueron muy originales. Pero ignoraban un detalle: «Ese cabo que deja suelto el diablo», diría tía Mag. El capitán Luis Jáuregui ignoraba un detalle muy importante: que a los brazos de una Rivero se llegaba sólo por el camino de su corazón.
Cuando Lena lo vio alejarse, respiró fuerte y depuso su actitud defensiva. No comprendía el porqué de aquel brutal asalto, ni el lenguaje grosero de su amigo. No recordaba haber coqueteado nunca con él, ni apenas comprendía aquello de la coquetería. ¿O era que el capitán llamaba coquetear al hecho de haberle dado a leer sus poemas, de haberle hablado de sus sueños, de sus proyectos, en fin, de haberle abierto su pequeño santuario, siempre cerrado para cuantos la rodeaban?… ¿Estaría Luis Jáuregui enamorado de ella? ¿Sería «aquello» el amor?… En ese caso, le sobraba razón a la señora Rivero, cuando le decía a Heidi que ninguna señorita bien educada debía sentir pasión, que al matrimonio debía irse como a una obligación santa, para dar hijos al Cielo y a la Patria, sometiéndose resignadamente al marido. Para su madre, toda manifestación externa de amor era propia de impúdicas rameras, y llamaba sueños tontos y necedades a las bellas quimeras.
Sí. Tal vez la señora Rivero tenga razón, se dijo Lena, restregándose sus labios con el dorso de la mano, pretendiendo borrar de ellos la huella de aquellos besos sucios.
Lena Rivero también estaba indignada, aunque por diferentes motivos que el capitán. Él había fracasado en aquel sucio intento. Ella había visto venirse al suelo aquel ídolo de barro a cuyos pies había depositado, durante varios años, el incienso de una pura admiración.
Salió del claustro cuando calculó que el capitán Jáuregui había abandonado el templo. Pero al encontrarse sola en el pasadizo, sintió que un estremecimiento de miedo le recorría todo el cuerpo. El claustro aún recogía a aquella hora las últimas claridades del crepúsculo, pero el estrecho y largo pasadizo que daba acceso a la Catedral por la puerta de la Travesía de Santa Ana se había sumido ya en la oscuridad. La débil llama de una lámpara de aceite proyectaba en macabra danza, sobre las paredes, las sombras vacilantes de sus temblores. Unas sombras que empezaban a agazaparse, a erguirse, a atropellarse en sus locas danzas, cuando Lena abrió la puerta y el viento del jardín acarició la llama de la lámpara.
Lena no era valiente. La oscuridad la había asustado siempre y aquella disparatada procesión de sombras estaba proporcionándole una agonía. Si al menos la puerta de la calle estuviese abierta, una carrera habría salvado la situación. Pero estaban cerradas todas las puertas, tenía que abrirlas, y, entre tanto, las sombras se arrojarían sobre ella, por la espalda, impidiéndole huir. Sin embargo, las sombras se aquietaron cuando el viento dejó de acariciar la llama y Lena interpretó la tregua como un permiso que le otorgaban para que pudiera salir de allí.
Siempre guardando la espalda en la pared opuesta, fijos los ojos en la negra cabalgata, intentó Lena Rivero deslizarse hasta la puerta, pero sus pies tropezaron con algo duro y frío que le cerraba el paso. Era una pequeña lápida funeraria que había quedado olvidada en el pasadizo y en la que ella no había reparado cuando pasó en dirección al claustro, cogida de la mano del capitán. Entonces, el miedo que la muchacha experimentaba se convirtió en terror, las piernas se le doblaban como si fueran de trapo; un sudor frío le mojaba el cuerpo; no podía respirar… Pensó: «Voy a desmayarme»… Y levantó los ojos hacia la lámpara que alumbraba el oscuro recinto, buscando un poco de valor.
Algo le serenó instantáneamente: la lámpara alumbraba la imagen de un Ecce Homo, colocado en una especie de hornacina poco profunda. Era un bajorrelieve del tamaño de un cuadro de habitación. Sobre el marco, apenas perceptible, se destacaban las manos de Jesús, atadas con una cuerda de esparto. La expresión de su rostro era tan dulce, tan dolorida, que Lena olvidó su miedo y trató de sonreírle con ternura.
—No te apures —le dijo, con la naturalidad con que le hablaba siempre—. Yo desataré tus manos y te haré compañía. No tengas miedo a las sombras.
Le pareció que el Cristo crecía en su cuadro, que se acercaba a ella… Los dedos temblorosos de la muchacha acariciaron las atadas manos del Ecce Homo. Entonces se dio cuenta de que la imagen permanecía en su sitio, en su natural tamaño, y era ella la que se había acercado a Jesús y, puesta sobre las puntas de los pies, lograba alcanzarle. De cualquier modo, aquella compañía le resultaba grata y disipaba su miedo.
Debajo del Ecce Homo, iluminada apenas por la vacilante llama de la lámpara, había colgada una tabla de madera carcomida. Difícilmente podía leerse la inscripción, casi borrada por la pátina del tiempo. Lena fue deletreándola con gran esfuerzo:
«Tú que pasas, mírame… Contempla un poco mis llagas… y verás cuán mal me pagas… la sangre que derramé».
Volvió a levantar los ojos hacia la imagen y le pareció que aquella sangre se mantenía aún fresca sobre su rostro. En verdad, ella le había pagado mal aquella sangre derramada por la redención de los hombres.
Sugestionada por el lugar, por la penumbra, en gran parte actuando bajo la excitación nerviosa que la escena del claustro le había producido, sintió que las rodillas se le doblaban dóciles y, postrada sobre las losas, deshizo en llanto la angustia que la oprimía. Unos sollozos nerviosos la sacudían con violencia, pero aquella descarga le hizo bien. Y se fue tranquilizando.
Acabó por sentirse invadida por una sensación dulce, una sensación nueva para ella… Su espíritu se aquietaba, y allí, a los pies de la imagen del Cristo del Pasadizo, empezaba a disfrutar una paz hasta entonces desconocida.
La voz alada de su imaginación, siempre dispuesta a dispararse en cualquier sentido, la aconsejaba:
«Sí, esto es lo que tú buscabas, Lena Rivero. Lo que tú deseabas. Lo que tu alma anhelaba ardientemente desde largo tiempo. La paz del claustro te espera. Ya ves, tendrás, como deseabas, una casa con un patio cerrado a las miradas sucias de los hombres. Y en el patio, muchos pájaros y flores… y una campana de plata que cantará a tu oído, llamándote a la oración…»
La cometa de su imaginación aún subió más alta:
«… y si el Señor tiene piedad de su sierva, quizá le conceda algún día el milagro de una aparición…»
Columpiábase Lena Rivero en una nube de incienso, como en los ya lejanos tiempos de los sueños de Heidi, cuando sintió a su espalda unos pasos quedos. Unos pasos que parecían acercarse, que se alejaban, que se acercaban, que se alejaban de nuevo…
Una terrible angustia volvió a invadirla, robándole la tranquilidad. No veía a nadie, pero seguía escuchando el pisar suave de alguien que se acercaba a ella y volvía a alejarse… Los pasos sonaban claros y distintos, unas veces más cerca, otras más lejos, sin que ella pudiera precisar dónde sonaban. ¿En el claustro?… ¿En la Cámara Santa?… ¿En el interior del templo?…
Su angustia iba en aumento. Paralizada por el miedo, sintió que los cabellos se le erizaban y en la garganta, oprimida, se le estrangulaba un grito. Se acordó en aquel momento de las tentaciones de los santos, que su madre le había contado tantas veces cuando era niña, y aquel pensamiento acababa de destrozarle los nervios. Aún permaneció un rato arrodillada, incapaz de moverse, las piernas se negaban a sostenerla… Cuando pudo levantarse, perseguida por las sombras que la lámpara hacia danzar por las paredes, fue acercándose a la puerta. Pero el miedo la ofuscaba de tal modo, que no acertaba a abrirla. Al fin pudo conseguirlo, respiró fuerte y se lanzó a la calle.
Junto a la verja, estuvo a punto de derribar a una vieja. La mujer cogió el rosario, que se le había caído de las manos, y se deshizo en aspavientos:
—¡La loca ésta!… Me valga Dios Nuestro Señor… Si parece que la persigan los mismos diablos.
La muchacha no detuvo su carrera hasta que se vio en medio de La Corrada del Obispo. Y allí comenzó a reír. La sugestión y el miedo habían desaparecido. Y su risa se desgranaba como una catarata de gorjeos… Se reía de buena gana de sus temores y de su firme determinación de abandonar sus correrías por la ciudad, para encerrarse en un convento.
¿Ella encerrada en un convento, dedicada a la vida contemplativa?… ¡Qué idea!… «Y todo porque el capitán Jáuregui… Porque aquel pobre Cristo abandonado… ¡No! Decididamente, ¡no!», se dijo. «Si yo no tuve nunca vocación… Esto fue una locura.»
Pero desde aquel momento, Lena Rivero empezó a pensar en aquello que tanto la asustaba, atraída por una fuerza irresistible. Y no con una suave transición, por un firme convencimiento. Fue así, de golpe… Su apasionado temperamento y su carácter variable no conocían matices, ni estados de ánimo preparatorios. Como frágil veleta, su flecha señalaba los opuestos puntos cardinales, en rápida virazón.
Aquella noche no pudo dormir. Pasó gran parte de ella en oración, repitiéndose la angustiosa llamada del Cristo del Pasadizo: «Tú que pasas, mírame, contempla un poco mis llagas, y verás cuán mal me pagas la sangre que derramé».
Sin duda, hasta aquel día le había pagado muy mal Su preciosa sangre. Había sido una muchacha poco piadosa, fría, insensible, ligera… Se distraía con cualquier cosa, soñaba con vanidades, se deleitaba leyendo libros no santos… En fin, llevaba una vida muy diferente de lo que debía ser la vida de una joven cristiana. Y entre tanto, el dulce Jesús, abandonado y solo, le pedía, en una súplica muda, que reparase en sus llagas y en su sangre vertida por los hombres…
Una piedad infinita, una infinita ternura empezaba a invadir a Lena al recordar a Jesús, abandonado y solo. El Cristo del Pasadizo se llevaba, entre todas las imágenes del Señor, sus simpatías. ¿Por qué le habían colocado en aquel lugar tan triste y lleno de miedo?
En un momento de abnegación, prometió, heroicamente, acompañarle todos los días. De ese modo no se sentiría tan triste y abandonado. El padecimiento de volver a encontrarse sola en el Pasadizo de la Catedral le producía una rara sensación de placer y de angustia que la cautivaba. Era un placer doloroso.
A la mañana siguiente volvió con emoción al Pasadizo de la Catedral, esperando experimentar de nuevo las sensaciones profundas que la tarde anterior había sentido. Y sufrió una decepción. La puerta de la calle, abierta de par en par, tragaba un raudal de luz que ahuyentaba las tinieblas del pasillo, frecuentado a aquella hora por personas que entraban y salían constantemente del templo. Desde todos los altares llegaban, más o menos amortiguados por la distancia, sonidos de campanillas de plata que anunciaban la celebración del Santo Sacrificio… Los pájaros cantaban en el claustro. No había miedo, ni angustia… Sólo paz. Una paz de almas tranquilas. Una paz de ángeles… Hasta la imagen de Cristo mostraba una faz tranquila.
Lena Rivero salió del templo decepcionada.
Pero volvió aquella tarde. Y con gran contento suyo, pudo sentir de nuevo la sensación de dolor y hastío, que la tarde anterior la había hecho arrodillarse ante la imagen del Cristo del Pasadizo.
Aquella tarde le traía un regalo: un puñado de pequeñas piedras que se colocó debajo de las rodillas mientras rezaba con los brazos en cruz, como solía hacerlo María, el Rosario a las Llagas. Rezaba con los sentidos bien despiertos, preparados para captar el menor ruido. Deseaba volver a sentir miedo, aquella sensación de angustia que la tarde anterior la había invadido. Y tuvo la fortuna de volver a sentirla cuando, ya anochecido, sonaron a su espalda los misteriosos pasos que unas veces se acercaban, otras se alejaban, sin permitirle localizarlos.
Aquella tarde, no fueron sólo los extraños pasos los que turbaron su ánimo y su oración; otros pequeños ruidos asaltaron el silencio del Pasadizo, aumentando el miedo y la angustia que ella deseaba ofrecer a Jesús.
Sin embargo, la rutina es en todas las cosas un narcótico que duerme las sensaciones recibidas, y Lena, que siguió visitando a su Amigo todas las tardes, acabó por familiarizarse con las sombras, con los ruidos, con los misteriosos pasos… Nunca descubrió su origen, pero llegó a cerciorarse de que no se trataba de una cosa sobrenatural. En cambio, sí descubrió una tarde a los pequeños autores de ciertos ruidos que también la habían asustado. Eran dos ratoncillos que tenían su nido bajo la lápida funeraria olvidada junto a la puerta del claustro. Quizá no fueran pareja ni su escondrijo fuera un nido de amor. De ello no estaba muy segura Lena. Pero los bichos eran simpáticos y ella los bautizó con el nombre de Mickey y Minnie, atribuyéndoles toda clase de aventuras. En un principio, los ratones desconfiaban de la sincera amistad que Lena les ofrecía. La miraban con la misma curiosidad con que la muchacha los había mirado a ellos. Poco a poco se fueron entregando. Lena, como hacía en otro tiempo con «Kedi-Bey», guardaba para ellos parte de su comida. Sus bolsos estaban siempre cargados de pequeñas piedras y de migas de pan. Tan pronto vaciaba las migas en el suelo, acudían los amigos a devorarlas y después paseaban y jugaban, mientras Lena rezaba sus oraciones.
Algunas veces éstas eran interrumpidas por alguna persona que entraba o salía del templo. Tropezaba con sus piernas, generalmente, y estaba a punto de perder el equilibrio, pues sus rodillas no se asentaban muy firmes sobre las piedras. Sin protestar, ofrecía a Dios aquella incomodidad con una sencillez y una humildad que hubieran asombrado a la señora Rivero, de haberse enterado de ellas. Pero ni la señora Rivero, ni tía Mag, ni Ger, ni María, conocían la penitencia de la muchacha, un poco pintoresca, desde luego, pero muy sincera.
Casi un año vivió Lena aquella racha de misticismo y durante ese año estuvo deseando, sinceramente, retirarse del mundo. Al principio, su fervor era tan grande que olvidó hasta sus correrías por la ciudad. En cuantas salidas podía efectuar, con permiso o sin permiso de su madre, se dirigía a la Catedral para acompañar a su Amigo.
Así acabó por conocer todos los rincones del templo, tan bien como había ido conociendo todo Oviedo. Sabía a qué hora podía rezar tranquila en el Pasadizo, sin que nadie entrase o saliese de la Catedral; a qué hora y en qué altar o capilla se decía Misa; cuándo entraban los canónigos en el Coro. El claustro permanecía cerrado de ordinario, pero Lena lo asaltaba tan pronto lo veía abierto y paseaba bajo sus arcadas, deleitándose en su paz.
Durante todo un invierno refugió Lena Rivero su inquietud en la Catedral. Cuando empezó a apuntar la primavera, volvió a salir al campo, con el pretexto de traerle al Amigo brazadas de margaritas, de hierbas olorosas y de otras flores silvestres. El pretexto se convertía en largas excursiones y sus estancias en la Catedral eran cada día más breves. Ya no pensaba retirarse al convento, pero seguía visitando al Cristo del Pasadizo y a otra Amiga que también había encontrado en la Catedral. La llamaba «la Virgen de la Leche». «La Mamá del Niño.» No se trataba de una Virgen venerada por los fieles, ni tenía un altar brillante como la Virgen de Covadonga, la del Pilar o la de los Ángeles. La nueva Amiga de Lena no tenía altar. Era, como el Cristo del Pasadizo, una Virgen a la que nadie rezaba. Su peana se levantaba entre dos puertas gemelas que, frente a las del claustro, al otro lado del crucero, comunicaban con la capilla del Rey Casto. La descubrió una mañana, al salir de la capilla. Su visita era aquel día para la Virgen del Pilar, a la que los aragoneses residentes en Oviedo obsequiaban con una fiesta. Lena asistió a la Misa y al salir de la Capilla, siempre observándolo todo con curiosidad, le llamó la atención aquella Virgen que le ofrecía al Divino Infante uno de sus pechos.
La Virgen de la Capilla del Rey Casto despertó en ella un movimiento de ternura hacia su madre, al pensar que ésta la había tenido en sus brazos cuando era niña y la había amamantado con sus pechos. Sin embargo, las relaciones entre madre e hija continuaban sin gran cordialidad.
La primavera del año 1931 trajo, además de flores y perfumadas hierbas, otro importante suceso que acabó de distanciar a Lena de su proyecto de retirarse al convento. Un shock demasiado fuerte para su débil cerebro la había lanzado en brazos del Amado. Otro acontecimiento importante la apartaba de aquel camino…
El día 14 de abril salió más temprano que de costumbre de la Catedral. Todo era cerrar puertas y correr de un lado a otro, como si un viento malo soplase en todas las direcciones. Aunque caía ya la tarde, pensó dirigirse a Buenavista para ver pasar el expreso que partía con dirección a Madrid. Salió del templo, bajó por la estrecha calle del Águila hasta Jovellanos y siguió por el antiguo campo de la Lana en dirección a la Escandalera. Una riada humana la detuvo al llegar a la plazuela de Santa Clara. Era una multitud que exteriorizaba su júbilo dando vivas a la República y portando grandes pancartas.
Lena, instintivamente, corrió a refugiarse en el primer portal que encontró, temiendo algún disturbio. Pero en seguida comprendió que se trataba de una manifestación pacífica que recorría las calles de la ciudad celebrando la proclamación de la Segunda República Española. Estudiantes, obreros, empleados, hombres de negocios, bohemios, todos se codeaban en una cordial camaradería.
Naturalmente, en aquella manifestación no podía faltar Ger. Lena lo divisó en seguida, con la camisa desabrochada y el pelo revuelto. Tenía encendido el rostro por la emoción y enarbolaba con orgullo un gran cartel, en el que se leía: Paz y Trabajo.
Lena tenía una idea muy trágica de las revoluciones, y la asombraba que en España un cambio de régimen se hiciera tan fácilmente como una fiesta, como un paseo militar… Transparentes colocados en las vidrieras del Café de la Paz, daban cuenta de que Su Majestad el Rey había salido para Cartagena y que su Majestad la Reina y Sus Altezas Reales, los Infantes, se preparaban para salir en dirección a la frontera francesa. Nada se decía del Príncipe de Asturias, al que Lena seguía adorando en silencio. Pero el hecho no la intranquilizaba. Si los Reyes y los Infantes podían salir de España, sin contratiempos, era de suponer que el Príncipe estuviera también a salvo.
Las noticias, dadas con todo respeto por «La Voz de Asturias», junto a las de la proclamación de la República Española, tranquilizaron a Lena respecto a una posible revolución o guerra civil, que tanto la asustaban. Ella, que heredó la mayor parte de las cualidades buenas y malas de los Rivero, no había heredado, ciertamente, su valor y su escaso aprecio de la existencia. Era miedosa y cobarde, hasta extremos inconcebibles.
Llegó a su casa contenta. Nadie sabía la noticia. A la casa de la calle de San José siempre llegaban tarde las noticias. Como si se tratase de un islote apartado de la civilización. Si no las llevaban Ger o el comandante Data, allí nadie se enteraba de nada. Lena estaba orgullosa por habérseles adelantado aquel día con el extraordinario acontecimiento.
La señora Rivero se santiguó y empezó a augurar males sobre la Patria.
—¡Jesús, Señor!… ¿Qué nuevo azote nos mandas?… ¿Dices, Lena, que la gente canta?… ¡Ya llorará!… Estas cosas no vienen nunca sin sangre. ¡Que el Señor no nos deje de su mano!
De pronto se acordó de su hijo. El muchacho era una dolorosa espina clavada en su corazón. Si algún pecado había cometido la señora Rivero, si alguna vez había errado al educar a sus hijos, allí estaba, para purgar sus culpas, aquella cruz de amor que llevaba a cuestas. La inquietud del muchacho era para la madre un continuo sobresalto.
—¿Y Ger? ¿Dónde está Ger? —preguntó—. ¿Cómo no ha venido aún?
—Mamá, no te disgustes sin motivo. ¿Cómo quieres tener a Ger en casa si es tan temprano? —la tranquilizó María—. Todavía no ha llegado el comandante y ya sabes que Ger suele llegar cuando marcha Data.
—Bien, pero hoy… con este revuelo… No me gusta que Ger ande por la calle. No, no me gusta. Espero que no se le haya ocurrido unirse a la manifestación de esos descamisados…
Lena se encogió de hombros.
—Bueno, y aunque así fuera, ¿qué?… Eso no es ningún delito. La República va a traernos muchas cosas que hacían falta en España. ¡Ya verás!… Ger dice siempre que nuestra situación se arreglará en seguida, como todos los problemas de los españoles. Los republicanos…
La señorita Quintana le cortó la palabra a su sobrina, deshaciéndose en aspavientos. Y acabó por encajar su refrán:
—¡Cállate, por favor, muchacha! No hagas sufrir a tu madre… ¡Los republicanos!… ¿Arreglar al pueblo, dices?… ¡Ta, ta!… «Los mismos perros con diferentes cencerros.»