XVI

LA galería de la casa de los Rivero recogía a aquella hora las últimas claridades de la tarde. Las cortinas levantadas y atadas de dos en dos, de una manera poco estética, le permitían a Lena seguir trabajando, sin recurrir a la luz artificial. Más que por el ahorro que esto representaba, porque el trabajo así lo requería. La luz eléctrica le impedía combinar bien los colores y repartir el barniz equitativamente.

Lena estaba cada día más contenta de su trabajo, desde que éste se había ido convirtiendo en una obra de artista, a la que la muchacha se entregaba con verdadera afición. Aquello resultaba mucho más entretenido que cubrir recibos, y si, como aquella tarde, podía alternar la pluma con el pincel, por hallarse su madre ausente, su placer era completo.

Cantaba mientras mezclaba los colores en la paleta y los iba extendiendo, con pulso firme y precisión matemática, sobre los juguetes. Sin duda exageraba Ger cuando decía que el trabajo de artesanía resultaba pesado, costoso y triste. Costoso… desde luego. Pesado… según como se le mirase. ¿Triste?… ¡De ningún modo! El placer de crear, de sentirse un poco artista, anulaba la tensión del esfuerzo y alegraba el corazón de la muchacha. Aquello no era cubrir recibos, repetir una y mil veces los mismos datos, las mismas o parecidas cantidades, aunque cambiase el nombre del contribuyente. Cuando cubría recibos de la contribución, con las manos ateridas por el frío, el picor de los sabañones y el dolor de las grietas mordiéndole la piel, cuando los párpados se le cerraban por el cansancio, cuando el sueño la asaltaba, rendida por el esfuerzo, cuando hacía aquel trabajo rutinario, sin ninguna compensación espiritual, Lena Rivero pensaba en los trabajos de Siberia que «La Casa de los Muertos», de Dostoyevski le había descubierto. De todos los castigos de los deportados, el más penoso era sin duda aquel de la inutilidad de su trabajo. El suyo no era ya inútil. Ya lo sabía ella. Pero el repetir siempre la misma cosa, le producía la impresión de aquella paletada de tierra que no servía para nada, puesto que, al acabar de amontonarla, volvían a deshacer el montón para empezar de nuevo… Así le ocurría a ella con los recibos: cuando terminaba un block tenía que empezar otro, repitiendo lo mismo, como si su trabajo anterior no hubiese tenido validez alguna. Lena sabía que cada block terminado le valía cincuenta céntimos. No era trabajo perdido. Pero la sensación era la misma.

Con los juguetes, no. Siempre había algún detalle, alguna pieza, un simple cambio de color, que le permitía variar y sentirse creadora de la obra. La idea de fabricar juguetes no surgió de repente, sino que fue sufriendo una larga evolución, desde el momento que se le había ocurrido algunos años antes, hasta aquel día en que llevaba a cabo su trabajo con mayor perfección que el día anterior.

Cuando empezaron a ponerse de moda los juguetes recortables, Lena tomó algunas láminas de cartulina que un viajante había dejado en «La Uva de Oro» y armó algunas casitas. Pero se cansó pronto de aquel trabajo que requería paciencia y una dosis de quietud imposible de controlar. Las casas se vendieron por Navidad a un precio cuatro y hasta seis veces mayor que su valor en lámina. Entonces nadie dio importancia al hecho. La primera Nochebuena que los Rivero pasaron en la casa de la calle de San José, cuando empezaban a venderse tantas cosas, para salvar aquella situación difícil, las niñas se desprendieron del «Belén» que no habían vuelto a armar desde la muerte del «Aguilucho». Lena llevó a un comercio las construcciones de barro, de cartón y de corcho y las figuritas, y observó que no las pagaban mal. Verdad que las había retocado y parecían nuevas… «Si fueran nuevas y originales —pensó Lena— me las pagarían mejor.» Y en su afán de ganarse unas pesetas, recordó su habilidad para armar construcciones y compró algunas hojas que después vendió armadas, obteniendo, por lo menos, el triple de su valor. Y después de las casas de papel, los aviones, cochecitos, pozos, granjas, capillas, cunas, que le compraban en cualquier comercio, para venderlo con un margen de ganancia bastante aceptable, dado el poco esfuerzo que les costaba presentarlo armado. Compró entonces láminas de corcho, cartones, maderas finas, fáciles de trabajar, y empezó una labor propia, verdaderamente artística y original. Lo que mejor se vendía eran los «hórreos», los típicos graneros asturianos, que los forasteros, sobre todo los indianos, pagaban bien, para llevárselos a América. El material no era caro. Las tejas le resultaban poco menos que regaladas. Lena las improvisaba con las piñas abiertas que tía Mag empleaba para encender la cocina.

Pintaba a la acuarela y barnizaba después sus trabajos, con lo que conseguía una presentación brillante y alegre para los juguetes de los pequeñuelos. Los hórreos no llevaban barniz, y sí, en cambio, arena, musgo, piedrecitas adheridas a las paredes, a los pegollos, a los tornarratas, lo que les daba un aspecto de realidad que aumentaba su valor… ¡y su precio! Esto era muy interesante. ¡Ah!, y lo que permitía a Lena continuar sus excursiones por el campo, acompañada algunas veces por su hermana, sin que su madre hablase tanto de su inútil vagabundeo. Los dedos de la pequeña Rivero no acariciaban ya las teclas marfileñas del viejo Erard, arrancándoles el romántico «Sueño de Amor» de Liszt, o el «Nocturno en mi bemol» de Chopin, o la «Serenata» de Schubert… porque el piano había desaparecido del salón, tragado por las necesidades prosaicas de la cocina. Pero aquellos dedos ágiles daban entonces vida a pequeños seres, que nacían, crecían y saltaban a la vida real, acunados por los sueños de la muchacha.

Barnizando un caballito de madera, que en su estilización tenía toda la gracia alada de un pequeño Pegaso, Lena rió al recordar la conferencia que su hermano le había dado la tarde anterior sobre la División del Trabajo. ¡Su primera lección de Sociología!… A Lena le causaba la impresión de que Ger se estaba ensayando para dar un mitin. Se lo dijo. Y Ger rió también sin molestarse por la burla de su hermana. Y le insistió en la necesidad de trabajar en serie, para ahorrar el esfuerzo particular, ganar tiempo y obtener material a más bajo precio. Habló de la competencia, de los salarios, del reparto equitativo de las ganancias…

A la muchacha le resultaba curioso todo aquello. No la aburría la conversación de Ger. La ayuda a la redención de las clases trabajadoras era una obra digna de un hombre como su hermano, soñador, idealista e inquieto. No cabía duda de que había que redimir al hombre-masa, el eterno menor, que tiene que unir su esfuerzo al de los demás para coronar su obra. Pero ella, rabiosamente independiente e indisciplinada, ella, que trabajaba cuándo y cómo le daba la gana, haciendo de la galería un taller y del taller un Olimpo de absurdas y divertidas divinidades, no sentía ninguna necesidad de asociar sus sueños con materialidades, ni someterlos a la fiscalización ajena. Cuando se enamoraba de algún objeto salido de sus manos, no lo vendía, aunque protestasen todos por aquel capricho. El objeto pasaba a ser un miembro de la familia. Era como «Kedi-Bey», como «Ursus», como el comandante Data, como las antiguas ruinas de la Fortaleza, un ser unido a su vida con un lazo indestructible…

Las doctrinas de Ger eran cosa aparte. Cuando Ger le recordaba que ella se había burlado de Heidi porque pasaba las horas muertas haciendo aquel maravilloso encaje «que en las tiendas podía adquirirse por poco precio», gracias, precisamente, al maquinismo, a la división del trabajo, a la vida en sociedad, Lena reconocía que su hermano tenía razón. Sí. La vida moderna exigía, sobre todo, ahorro de esfuerzo y de tiempo, pero ella vivía al margen de todas las realidades, y aquel trabajo indisciplinado, aquel trabajo de artista, en el cual ponía su alma, tenía para ella un encanto que ninguna razón podía arrebatarle.

La noche se le metió a Lena Rivero por las ventanas de la galería, privándola de su placer. Dejó el caballo sobre la mesa, para que se secara, y bajó las cortinas. Después de encender el flexo, abrió el cajón de la mesa y sacó un papel. Era un viejo recibo de «La Uva de Oro», de los que la señora Rivero condenaba al fuego por haber caducado el plazo de una posible reclamación. La muchacha lo había salvado de la pena, como salvaba a todos los papeles que tenían un espacio en blanco. Aquel espacio blanco se llenaba, bajo su letra menuda, que recordaba la letra del «Aguilucho», de sus intentos literarios…

El poema que Lena tenía en las manos estaba sin terminar. Cuando la noche anterior lo estaba escribiendo, en la habitación de Ger, tía Mag la había llamado para que la ayudase a poner la mesa y Lena no se negó, porque la prosaica llamada a la realidad había ahuyentado ya el sueño que se mecía en su cabeza. Pero entonces estaba sola, podía escribir…

En fin, no pudo escribir. El picaporte, aquella manecilla dorada que tan pocas sorpresas le traía, repicó alegremente en aquel momento. Prestó atención. Sí, habían llamado a la puerta. Y no podía ser tan pronto el comandante Data. ¿Tal vez los Jáuregui?… Los veía de tarde en tarde porque vivían muy lejos, pero no sería un milagro su visita.

Lena dejó el papel sobre la mesa y corrió a abrir la puerta. Al pasar por la cocina, encendió la luz y tomó la escoba. Era ésta una precaución que nunca olvidaba cuando tenía que atravesar de noche el pasillo. Ésta y la de ir encendiendo todas las luces. En la casa de la calle de San José, como en la de la Universidad, como en todas las casas viejas de Oviedo, había cucarachas, terribles enemigos de Lena Rivero. Ni la limpieza, ni el cuidado de tapar los agujeros, ni los polvos insecticidas, las descastaban. Venían en el carbón y se enseñoreaban de la casa en cuanto la oscuridad se apoderaba de ella.

Tal vez la precaución de armarse con una escoba tuviese para Lena otra finalidad, dado su miedo a la oscuridad y su cobardía, pero, en tal caso, no se lo había confesado nunca.

Preguntó antes de abrir la puerta quién llamaba, y la voz del capitán Jáuregui le respondió desde fuera:

—La paz sobre tu preciosa cabeza, Lena Rivero. Te traigo el regalo de mi visita. Si quieres aceptarlo, abre la puerta.

Cuando ella abrió la puerta el capitán fingió asustarse al verla armada:

—¿Es así como recibes a los amigos? ¿Qué guardas para los que te persiguen?

Lena, riendo, se colgó de su brazo y le condujo a la galería.

—¿Vienes solo, mi capitán?

—Venía, porque ya no lo estoy. He dejado a la mujer que Dios me dio por esposa en Santo Domingo, escuchando embobada al padre Tovar, que se empeña en salvar su alma.

—Pues también quiere salvar el alma de la señora Rivero, la de tía Mag y la de María. Todas fueron a escucharle. Salieron muy temprano, porque mamá tiene que caminar despacio a causa de su desdichada pierna. Así, pues, estoy sola. Si no temes aburrirte en mi compañía, pasa y siéntate.

—¡Magnífico! —respondió Jáuregui, pasando familiarmente su brazo alrededor de los hombros de la muchacha—. Entonces esta tarde podré cortejarte sin que nos estorben. Hoy me vas a decir que me quieres mucho.

Las bromas del capitán no inquietaban a Lena, aun cuando, como aquella tarde, se encontrase sola con él. Si algo le molestaba, era, precisamente, que Jáuregui la siguiese considerando una chiquilla. No odiaba a Jáuregui porque sabía que era un buen amigo de la familia y nunca había atizado el fuego de la discordia, lo que representaba una gran virtud a los ojos de Lena, pero guardaba respecto a él cierto resentimiento, desde que un día, muchos años antes, el capitán se había burlado de ella.

Luis Jáuregui visitaba con frecuencia a los Rivero cuando llegó de Marruecos destinado a la guarnición de Oviedo. Aunque la familia de su madre era de esta capital, los Jáuregui no tenían amistades en la ciudad y la casa de los Rivero fue para ellos un amable refugio. Luis la asaltaba a cualquier hora del día con la confianza que le daba ser hijo de una antigua y querida amiga de la señora Rivero.

Una tarde se presentó en «La Uva de Oro» acompañado del teniente Medina, que deseaba ser presentado a Heidi. Como siempre, entró en la tienda bromeando, e imitando el florido lenguaje del Islam:

—¡La paz sobre «La Uva de Oro» y sus hospitalarios moradores! Venimos a la caza y captura de tres gentiles damitas que se nos han extraviado en el Sáhara… Tres muchachas como tres rosas de Alejandría… Tres como las Virtudes y las Gracias… Tres como las princesas de los cuentos… ¿Dónde esconde la señora Rivero sus tres pimpollos?

La señora Rivero sonrió tolerante:

—¡Qué ocioso estás, hijo mío! ¿Es que no vas a sentar nunca la cabeza?

Jáuregui protestó:

—¡Oh, mamá! ¿Quién te ha dicho que es la cabeza lo que debe sentarse?

El chiste era bastante malo, pero a Lena le hizo gracia y dejó que la risa se le desbordase. Entonces el capitán la descubrió agazapada tras el mostrador, con la pizarra sobre las rodillas, tratando de resolver un difícil problema, en el cual las comas eran las alambradas que le impedían asaltar la trinchera de los decimales y batirles en toda regla. Había roído ya, con sus menudos dientes, la mitad del pizarrín, cuando Jáuregui la descubrió y gritó triunfalmente:

—¡Hola! ¡Si tenemos aquí a «Ranita», la más pequeña de las tres hermanas…! ¡Venga usted acá, en seguida! Deseo presentar al teniente Medina a la joven señorita Lena Rivero, alias «Ranita», que posee entre otras habilidades la de deslizarse por el pasamanos como por un tobogán.

Y Jáuregui se inclinó cortésmente al hacer la presentación, pero después cogió a Lena por las trenzas y la besó en las mejillas.

Aquellos besos molestaban a la chica. A sus hermanas las saludaba tocando apenas la punta de sus dedos, pero a ella la trataba como a una niña, ¡y acababa de cumplir los nueve años! Además, aquella tarde se burló de su vestido de rayas blancas y azules, del que estaba tan orgullosa:

—¡Cómo! ¡Si «Ranita» ha estrenado un nuevo modelo y no le hemos dedicado ningún cumplido!… ¡A ver… a ver…! ¿Qué nombre le pondremos a este traje?… ¡Ya está! Le llamaremos «Vacaciones sin Kodak, son vacaciones perdidas».

Todos, incluso el señor Rivero, rieron la salida del capitán, recordando el famoso slogan publicitario. Pero Lena estaba a punto de llorar y corrió a refugiarse en su habitación, donde se quitó el vestido, que nunca volvió a ponerse.

De aquella fecha databa su resentimiento con el capitán.

Por su parte, el capitán consideraba a Lena como una chiquilla traviesa e incontrolable, desprovista de todo atractivo como mujer. Ni siquiera observó el cambio operado en ella a raíz de haber florecido los granados debajo de su ventana. Encontró muy natural que, al precipitarse los acontecimientos que cambiaron la vida de la familia, la muchacha abandonase sus juegos retozones y se dedicara a cubrir impresos de la contribución y a fabricar juguetes de madera. Cuando ella se cortó las trenzas, no interpretó él su gesto como una ofrenda que la mujer sacrifica en el altar de la moda. La señora Rivero castigó el hecho como una travesura y Jáuregui comentó con el comandante Data:

—¡Demonio de criatura! ¡Ahí sí que se ha salido con la suya de parecer un muchacho!…

Pero la actitud del capitán Jáuregui iba a cambiar respecto a la muchacha desde aquella tarde, en la que descubrió, casualmente, que Lena no era ya una chiquilla.

—Vamos a ver, «Ranita», ¿en qué se trabajó hoy? —le dijo al entrar en la galería, olfateando cierto olor penetrante—. Parece que tenemos sesión de barnizado. Este caballo…

—¡No lo toques! —le advirtió ella—. Se está secando.

—¡Diablo!, por poco hago un desperfecto —se disculpó Jáuregui, limpiándose los dedos en un papel que halló sobre la mesa.

Lena se apresuró a recobrar el papel que el capitán había estrujado entre sus dedos. Lo hizo con tal precipitación, que él, intrigado, se negó a devolvérselo.

—¡Vaya, vaya, muchacha!… ¿Esas tenemos?… ¿De modo que se trata de una cartita de amor?…

Con el rostro encendido como una amapola, forcejeaba Lena con el capitán para arrebatárselo. El empeño que ella ponía en rescatarlo, avivaba el interés que el capitán sentía por leerlo.

—¡Por favor, Luis, no lo leas!… No es una carta de amor. Te lo aseguro. Es un simple papel, sin importancia…

—¿Sin importancia?… Sospecho, Lena Rivero, que este papel va a introducirme, como una llave maravillosa, en el arcón que guarda tus secretos.

Y el capitán leyó con interés y curiosidad creciente aquel poema, escrito con letra menuda y desordenada sobre una vieja factura de «La Uva de Oro».

Al terminar su lectura, miró a Lena asombrado:

—¿Es tuyo este poema?… ¿Estás segura de que es tuyo…, de que lo escribes tú?

Lena bajó los ojos, turbada. Nadie hasta aquella tarde había leído sus pequeños poemas y ahora era el capitán Jáuregui, precisamente, quien posaba la vista sobre aquel papel virgen, que contenía la expresión de su anhelo. «Precisamente», porque el capitán había sabido despertar con sus bromas el instinto de la coquetería, innato en toda fémina, cuando Lena contaba apenas nueve años y se sentía humillada por la triunfal adolescencia de sus hermanas. Más tarde le había dicho que era un muchacho, cuando se cortó las trenzas, por creerse ya una mujer, espoleando así su deseo de agradar a los hombres. Y al fin, era él el primero que iba a leer sus poemas y a opinar sobre ellos.

Jáuregui leyó en voz alta, paladeando con fruición la sencilla prosa: «Mis labios son como fuente sellada. No permiten brotar la pasión que mi corazón rebosa. Semejante a las montañas altas, ocultan con un manto de nieve el fuego de sus entrañas…»

Interrumpió su lectura y se quedó mirando fijamente a Lena, que enredaba nerviosa con los pinceles. La mirada del capitán no era ya la mirada curiosa del lector que hace un descubrimiento literario. Era la inquisitiva mirada del hombre que descubre a una mujer. Buen catador de ellas, observaba a la muchacha minuciosamente, preguntándose, asombrado, cómo hasta aquella tarde no había reparado en ella. Cómo pudo haberle pasado inadvertida la metamorfosis de aquella criatura, que ahora se presentaba ante sus ojos en toda su radiante femineidad.

Sin levantar los ojos de la paleta, Lena le preguntó con ansiedad:

—¿No te parece muy malo?…

—¡Magnífico! —dijo Jáuregui, aunque en realidad el elogio no parecía dirigirse a aquel papel que conservaba entre las manos.

Lo dejó sobre la mesa. Se acercó a la muchacha. Tomó su cara temblorosa entre sus fuertes manos, y le preguntó mirándola a los ojos:

—¿Quién es él?

Lena Rivero no comprendió la pregunta y miró al capitán desconcertada.

—Porque, indudablemente, existe un «él» —añadió Jáuregui, mirando a la chiquilla con malicia—. Los hombres escriben siempre porque sí. Porque les da la gana. Se habla mucho de las musas… ¡Pchs!… Es posible que alguna vez el impulso de crear le llegue al hombre desde un Parnaso más o menos ideal, que puede ser la joyería, la peletería, el modisto… ¡Bah! El principal resorte que mueve al hombre a escribir es la vanidad. Cuando una mujer escribe, tenemos que pensar que ha amado mucho o que desea amar. Y suele haber en sus balbuceos un sueño que no puede cristalizar en realidad… Vamos a ver, Lena Rivero, ¿quién es «él»?… Este poema va dedicado a alguien… y no vas a decirme que te lo ha inspirado «Kedi» o el pasamanos de «La Uva de Oro», porque no te lo creería.

—¡Ah!, pues, sí, señor, «Kedi-Bey» tiene también su poema —dijo Lena, rompiendo su ansiedad, su timidez, con el chorro cristalizado de su risa. Una risa infantil que deshacía el hechizo emanado del poema—. Es el primero que he escrito. Aunque, en verdad, «Kedi» no se lo merecía, por cobarde. Si hay un infierno para los gatos tozudos, en él le chamuscarán los pelos.

Lena reía, rota ya su timidez y la sorpresa que le producía el hecho de que unos ojos extraños se posaran curiosos sobre su obra. Abrió el cajón de la mesa y extrajo del interior unos papeles.

—Sí, aquí están mis poemas y mis cuentos. Los escribo en los cuadernos del colegio y en los recibos viejos que mamá condena al fuego por inservibles. Si no te burlas de mí, te dejaré leerlos.

Jáuregui no sabía si reír o tomar en serio aquel tierno poema dedicado al gato, en el que las expresiones del dolor iban mezcladas con las maldiciones de una gitana… Aquel poema escrito casi dos años antes, a raíz de la muerte de «Kedi-Bey», conservaba la frescura y la ingenuidad de un dolor infantil. Pero allí estaban los otros, unos versos apasionados y reveladores.

Estrujando entre sus manos los papeles, con la sensualidad con que estrujaría, para sacarles el zumo, algunos frutos maduros, el capitán fue a sentarse sobre el sofá del saloncito de la señora Rivero, encendiendo la lámpara de pie, que con su reducido halo de luz prestaba un sello de intimidad a la estancia.

Desde el sofá volvió a contemplar a Lena con mirada codiciosa. Ella, anhelante, lo miraba a él. Había depositado entre sus manos el tesoro de sus sueños y una palabra, un gesto suyo, podía romper la ilusión que los sueños encerraban.

Pero los hombres no sueñan. Y el capitán Jáuregui no acariciaba los sueños de la muchacha, sino una idea mucho más interesante para él: en sus manos estaba la adolescencia de aquella criatura que se asomaba a la vida, ansiosa de conocerlo todo.

Quince años rebosantes de sueños, de promesas, de esperanzas. Una imaginación que se desborda… Materia dúctil y maleable… ¡Bonita empresa la de tomar entre sus dedos aquel trozo de blanda arcilla y modelar con él una heroína de Pitigrilli, de Guido da Verona, de Pau Margueritte!…

Jáuregui se frotó las manos regocijado ante el descubrimiento. Puesto que él era un hombre inteligente y culto, desde aquel día tomaba, con agrado, bajo su tutela, la educación literaria de la pequeña Rivero. Y de antemano empezó a saborear las veladas que pasaría junto a aquella criatura, toda inquietud y anhelo, que abriría con asombro sus grandes ojos cuando él le contara…