EL sol se iba poniendo lentamente.
Sobre el fondo azul pálido del cielo —de un cielo que no alcanza jamás la transparencia del azul de otras regiones— danzaban unas nubes de algodón, teñidas ligeramente de rosa. Llegaban apretadas y redondas, como un helado de fresa. Y también como un helado se deshacían, manchando el cielo de pinceladas rosa y blanco, que le daban tonalidades de nácar… Antes de que unas nubes se deshicieran en fina neblina, llegaban otras nubes, y otras y otras… Todas venían de la costa. Parecían blancas esponjas que se hubiesen bebido el agua del mar, para humedecer con ella la campiña. El sol las iba pintando de tonalidades suaves, y así, rosadas y blancas, se deshacían sobre el azul desvaído…
El paisaje tenía la melancolía de las puestas de sol primaverales en las tierras del norte: gris, blanco y rosa en el cielo. Verdes y azules húmedos, en el campo. Los picachos de la sierra de Morcín se clavaban en las nubes, como si pretendiesen medir la altura entre la tierra y el cielo. Y en el fondo del valle, la ciudad, que se encogía, se apretaba en torno a la Catedral, preparándose para el sueño.
La pequeña Rivero se incorporó, meneando la cabeza con fastidio. En su temperamento contradictorio, aquella paz serena la atraía y la asustaba al mismo tiempo. Contemplaba la ciudad desde el Naranco, hacia el que dirigía sus pasos con frecuencia. La carretera aún no llegaba a la cumbre. Lena seguía paso a paso su crecimiento, y cuando subía al Naranco, avanzaba tanto como la carretera. Era un camino difícil y pedregoso, que parecía no terminarse nunca. Pero a Lena no la asustaban las dificultades. El placer de caminar, de descubrir un aspecto nuevo del valle, la hacía seguir el rastro de aquella humilde brigada de exploradores que, con sus picos y palas, iban conquistando el Monte para la ciudad.
A veces se apartaba de la carretera, se metía por los pastos, por los pequeños bosques, por los caseríos… Y recogía toda la poesía del campo y su prosa aldeana. Cuando atravesaba un prado, acostumbraba a descalzarse para caminar. Dos motivos la impulsaban a ello: que su madre no descubriese en sus zapatos y en sus medias rastros de sus correrías y…, en fin, algo más importante que estas precauciones: el placer que experimentaba caminando con los pies desnudos sobre la hierba, sintiendo la caricia húmeda del césped cosquillearle las plantas. Descalza saltaba, corría, bailaba, sobre la verde alfombra… Los Rivero eran una familia campesina y tal vez en sus tiempos primitivos hubiesen caminado descalzos sobre la rica esmeralda de sus pastos.
Cansada de correr por el campo, bajaba hacia la ciudad y se entretenía durante horas enteras, sentada sobre el puente de Buenavista, viendo pasar los trenes. Un simple «mercancías» que saliese de Oviedo con rumbo desconocido para Lena, ponía en marcha su despierta imaginación, arrastrándola a un mundo de fantasías.
Una tarde, fascinada por el hechizo del tren, no pudo resistir la tentación y bajó hasta la vía, atravesó el corto túnel y salió al «Monte Cerrao», dispuesta a seguir andando hasta La Manjoya, donde pensaba tomar billete para un punto cualquiera. Tenía en el bolso veintidós pesetas que acababa de cobrar por la venta de unos «hórreos». Un capital respetable, si se le comparaba con aquel que llevaba en su cartera de colegiala cuando salió, dos o tres años antes, en busca de Heidi. Las veintidós pesetas la permitirían llegar muy lejos, quizá a Madrid, que era, por aquellos días, la meta de sus sueños. Pero el recuerdo de su anterior fracaso la obligó a portarse más cautamente. Todavía estaban tiernas sus alas para volar —pensó—. Y regresó a su casa.
Pero no volvió andando, sino en el tren. Tomó el rápido que llegaba de Madrid, y entró en la Estación del Norte, codeándose con los viajeros, sonriendo satisfecha de la pequeña aventura.
No siempre podía permitirse Lena el lujo de salir al campo y perder algunas horas correteando por los alrededores de la ciudad. Unas veces su trabajo, otras la lluvia, limitaban sus excursiones a pequeños paseos dentro del casco de la población, cuando no la obligaban a permanecer en casa.
Los paseos por las calles y callejuelas de la ciudad tenían también su encanto… No iba a la calle Uría como las muchachas del «Comendador», o las del «Gran Bazar», o las de «El caballero de la mano en el pecho», a dar vueltas y más vueltas sobre las desgastadas losas de la acera, esperando que un muchacho las mirase o, en caso de una audacia inconcebible, se atreviera a acercarse a ellas sin haber sido presentado. Generalmente, estas muchachas regresaban a casa de mal humor, dejaban la sonrisa en el portal y se volvían doncellas amargadas, ante aquel nuevo ataque de soltería. A Lena le agradaba que la considerasen ya una señorita, pero como ella misma lo olvidaba, cuando salía de casa su fin no era tender las redes, a ver si algún mozo picaba. Caminaba por el gusto de caminar, por el placer de descubrir nuevos rincones de Oviedo, sencillamente «para estirar las piernas», como le decía a su madre cuando la regañaba. Aunque no la cansaba mucho el trabajo, el salir a entregarlo constituía para ella la mejor recompensa. Si el tiempo, breve o lluvioso, de que disponía no le permitía salir al campo, se lanzaba a callejear, descubriendo rincones deliciosos, que hasta entonces había ignorado.
El primer día que pasó El Fontán, al atardecer, quedó tan sorprendida como si un hada o un geniecillo la hubiera hecho surgir, de pronto, de la nada. ¿Pero es que existía El Fontán antes de aquella tarde? —se preguntó.
Lena conocía la plaza a la hora del mercado, y entonces resultaba tan diferente… Por todas partes cestas, sacos, cajones, mostradores portátiles de madera… Mujeres que pregonaban gritando su mercancía, cacareos de gallinas, regateos, disputas. Un infierno de gritos, de pregones, de olores desagradables…
Fuera del pequeño recinto cercado por las viejas casas de los soportales, la plaza señorial, invadida también por tiendas al aire, presentaba un aspecto de feria, donde los tenderetes lucían como banderolas su mercancía multicolor.
Sólo bajo este aspecto conocía Lena la plaza, y se quedó sorprendida gratamente al descubrir aquella tarde su verdadero encanto. En los atardeceres, la plazuela desnuda mostraba su belleza romántica, señorial… Una cadena de árboles con las copas enlazadas como las manos de las niñas que juegan al corro, cercaba la cuadrada acera, limpia a esas horas de tenderetes. El Palacio del marqués de San Félix, el teatro viejo y otras viejas mansiones con sus fachadas de piedra renegrida, le prestaban cierto sello de distinción, de severidad…
Tenía El Fontán, sobre el empaque señorial de su plaza abierta, la gracia folklórica de la pequeña plaza, recogida entre su marco de soportales, como un patio de vecindad. Un corrillo de viejas parecían las casucas que la cercaban. Un corrillo de viejas que se apoyasen sobre el báculo de las columnas de sus arcos, que, además de soportar su mísera ancianidad, alcahueteaban, en los días de lluvia, los amores de las parejas que no podían ir al cine.
En una de aquellas casas se desarrollaba el drama de «Tigre Juan» narrado en una novela de Pérez de Ayala. Tía Mag le había contado que Tigre Juan había existido de verdad y eran muchos los ovetenses viejos que le recordaban. Y la muchacha, cada vez que pasaba por El Fontán, miraba todas las casas, con curiosidad, preguntándose en cuál de ellas habría vivido la desventurada Herminia.
Pérez de Ayala y «Clarín» eran en aquella época grandes «amigos» de Lena y la ayudaban a descubrir el viejo Oviedo. El Fontán era uno de sus lugares predilectos. Le agradaba recorrerlo todo, salir y entrar por sus pasadizos, acariciar su fuente que manaba con chichisbeo de vieja murmuradora.
En El Fontán se lavaba al regreso de sus correrías, para no presentarse ante su madre con las rodillas manchadas y los pies sucios de tierra. Sin embargo, cuando su ausencia de casa se prolongaba demasiado y no encontraba una disculpa aceptable que presentarle a su madre, ésta la castigaba encerrándola en casa, hasta que, por verdadera necesidad, volvía a salir. Dos, tres, cuatro veces, resistía la tentación de salir a las afueras —«la llamada del campo», decía Ger—. Y al fin, una nueva excursión la llevaba, como aquella tarde, al Monte Naranco.
Sentada sobre la hierba, respirando el aire puro, ya un tanto fresco, de aquella tarde de primavera, contemplaba a sus pies el extenso valle de Oviedo, recreándose en la vista panorámica de la ciudad. Oviedo era una mancha gris en la campiña verde. Apenas descollaba del caserío la esbelta torre de la Catedral. Todo se iba sumiendo en una espesa niebla, que tragaba también aquella calle recta que partía de la Estación del Norte, hasta más allá del Campo de San Francisco.
De pronto, a los lados de aquella recta extendida como una cinta blanca sobre la ciudad, empezaron a encenderse los faroles, y en seguida, otros millares de puntitos brillantes se fueron encendiendo por todas partes.
Lena Rivero se puso en pie de un salto. Calzóse los zapatos, recogió sus madreselvas esparcidas por el suelo y se apresuró a emprender el retorno a Oviedo. Si tía Mag no le abría la puerta despacio y podía entrar sin ser vista por la señora Rivero, la recepción que le haría la madre aquella noche no iba a ser muy agradable.
Había pensado «aquella noche», y en efecto, cuando llegaba a la calle de San José la noche había cerrado por completo. Si al menos hubiese encontrado al comandante Data, o a los Jáuregui, o a Ger…, en fin, si algo hubiera surgido para servirle de tabla de salvación… Pero no se presentó nada. Llamó a la puerta y fue su propia madre la que salió a recibirla.
—¿Qué horas son éstas de llegar a casa, niña?… ¿De dónde vienes?
No hacía falta preguntarle. Al tomarla su madre por el brazo y sacudirla con alguna violencia, cayó al suelo su ramo de madreselvas, y al recogerlas, la señora Rivero pudo observar que su hija traía las piernas desnudas.
—¿Qué nueva desvergüenza es ésta, Lenita? ¿Dónde has dejado tus medias?…
Lena miró los bolsillos de su vestido. Sí, allí estaban sus medias. Muy enrolladas, muy limpias. Se las había quitado para no estropearlas y no se había acordado de ponérselas para regresar a casa. Miró a su madre. Miró a sus piernas… No sabía qué contestar. En realidad, no tenía que explicar nada. La ropa ridículamente corta que la moda del año 1929 sostenía sobre las rodillas, dejaba ver, al menor movimiento, sus piernas sucias. Aquella tarde ni había pasado por El Fontán, por lo que las pruebas de su delito estaban patentes.
La señora Rivero golpeó el suelo con su bastón, apoyándose con la otra mano sobre el hombro de su hija.
—De nada me ha servido emplear contigo procedimientos de tolerancia. Inútil es cuanto se haga para enseñarte a ser una señorita. ¡Ahí tienes a tu hermana! Una muchacha modelo. Jamás sale de casa si no es para ir a la iglesia o a pasear decentemente, como hacen todas las señoritas. Tú siempre por carreteras y vericuetos, como un pilluelo… Robando flores, robando fruta…
—También Ger sale al campo —se disculpó Lena.
—Pero Ger es un muchacho. ¡Ger es un hombre!
«¡Un hombre! ¡Qué cosa más hermosa es ser un hombre!», pensó Lena. Cuando le preguntaba a María: «¿Por qué no nos ayuda Ger en nuestro trabajo?», su hermana le contestaba: «¡Ah, no. Ger es un hombre! ¡Ger tiene que estudiar! Es el único varón de la familia y mamá ha puesto en él todas sus esperanzas.» Si interrogaba a tía Mag: «¿Por qué bajas tú el cubo de la basura? Dile a Ger…» «¿A Ger, Nita?… —contestaba la señorita Quintana escandalizada—. ¿Estás loca? Podría mancharse el traje. Además, Ger es un chico. Déjale con sus libros. Bastante hace el ángel mío con tener que metérselos en la cabeza»… «Tu hermano tiene siempre razón», suspiraba la señora Rivero. «Además, como es un hombre»…
«¡Qué cosa más hermosa es ser un hombre!», pensaba Lena. Y protestó aquella tarde:
—¡Yo también quiero ser un hombre!
La señora Rivero sacudió el brazo de su hija con violencia.
—¿Que quieres ser un hombre?… Esto es lo que me faltaba por oír. ¡Dios mío, que estúpida es esta muchacha!… ¿Te parece que no eres ya un Don Macho?… ¡Vamos!, dime, ¿dónde has estado toda la tarde? ¡Jesús, Señor, cómo viene!… No sé por qué te lo pregunto, si se ve claro: corriendo por esos mundos, como oveja sin pastor… ¡Esto es intolerable! ¡Has conseguido agotar ya mi paciencia! No volverás a salir de casa.
Pensaba Lena que su madre tenía razón. No debía presentarse a aquellas horas en casa. En cuanto a su paseo, ya no le parecía tan justa la protesta.
—No sé por qué no he de salir al campo. ¿Es necesario pasear por donde pasea la gente?… ¿Es un delito salir de la ciudad, caminar sin rumbo fijo, saltar, correr, coger flores…?
—Si no es un delito, Lena, sí es una estupidez. Y no puedo consentir que una hija mía…
Lena se encogió de hombros.
—Pues no sé por qué no he de pasear por donde me agrada, si…
—Si se lo pide el cuerpo —remató Ger, con una alegre carcajada—. La señora Rivero no quiere hacerse cargo de que «Ranita» se ve atacada de pronto por sus mariposas negras, y necesita sacarlas a pasear al campo.
Ger acababa de entrar en casa, sorprendiendo la escena. Como siempre, según su vieja costumbre, adoptada desde los tiempos de Heidi, matizaba con sus bromas las escenas violentas, tratando de quitarles importancia. En realidad, aquello no la tenía, y el muchacho estaba dispuesto a defender los derechos de la chiquilla.
Cogió a su madre del brazo, ayudándola a caminar por el largo y quebrado pasillo, haciéndole al mismo tiempo carantoñas. Cuando llegaron al gabinete de la señora Rivero y ésta quedó acomodada sobre su butacón de cuero, Ger se puso repentinamente serio y, después de un corto silencio, dijo a su madre…
—Verás… Hace tiempo quería hablarte de… de este asunto de las niñas.
—¿De las niñas?… No comprendo. ¿Qué les ocurre a tus hermanas?
Ger se acarició la barbilla un tanto indeciso. No resultaba, en verdad, muy fácil abordar aquel asunto con la señora Rivero. Sin embargo, debía hacerlo. Tenía la obligación de hacerlo. Y se armó de valor:
—Como ocurrirles… me parece que no les ocurre nada. Y esto es lo malo, mamá. Lena acaba de cumplir catorce años. María cumplirá pronto los diecisiete. A ninguna de las dos se les presenta claro el porvenir…
Ger volvió a vacilar. Necesitaba, en aquel momento, cargar su pipa, chuparla profundamente dos o tres veces, para seguir hablando. Pero el respeto que su madre le inspiraba —pese a las bromas que le gastaba y la confianza con que la trataba— le impedía cometer delante de ella aquella incorrección. Se acarició de nuevo la barbilla y fue a sentarse sobre el brazo del sillón que ocupaba ésta.
—Mamá, ¿no has pensado nunca en el porvenir de tus hijas?
La señora Rivero se volvió hacia el muchacho sin comprender adónde iba a parar con aquellas preguntas.
—¡Pues claro que he pensado! Claro que pienso… ¿No he procurado siempre que tus hermanas fuesen unas señoritas?… Si Lena es un pilluelo, no será porque yo le haya regateado mis consejos y empleado con ella cuantos procedimientos me parecían adecuados para traerla al buen camino. Aunque estoy ya perdiendo las esperanzas de conseguirlo. ¿Qué hombre va a cargar con esta muchacha, que no tiene una sola cualidad buena?
Ger se levantó triunfante. Ya había encontrado un cabo al que poder asirse:
—¡Tú lo has dicho, mamá! ¿Qué hombre va a cargar con ella?… Bien, y yo me pregunto: ¿por qué va a «tener que cargar con ella» un hombre?… No quisiera pensar que mis hermanas fuesen una carga para nadie. Me entristece pensar en su porvenir. Si hay un problema que me haya apasionado hasta quitarme el sueño, desde que empecé a estudiar Derecho y Sociología, es éste de la mujer (especialmente de la mujer española), tan mal dotada para enfrentarse con la vida, tan supeditada al hombre, tan indefensa… Afortunadamente, existe un movimiento de reacción en favor de los derechos de la mujer, y ya son muchos los padres que preparan a sus hijas para ganarse la vida, como si fuesen muchachos. No hablemos de las grandes capitales: aquí mismo, en Oviedo, hay varias chicas estudiando en el Instituto, en la Escuela de Comercio… En fin, estas muchachas tendrán mañana un título que les permitirá ejercer una profesión y vivir de sus recursos, como un hombre.
La señora Rivero adoraba a Ger. Su adoración la llevaba a aceptar como bueno cuanto su hijo decía. Algunas veces se atrevía a discutir con él, segura de que Ger la vencería y contenta de esta superioridad absoluta del muchacho. Ger tenía siempre razón. Sólo en un punto difícil se mostraba la señora Rivero irreductible: en lo que se refería a las chicas y a las imposiciones de la vida moderna. Educaba a sus hijas como la habían educado a ella: para que regentasen un hogar. Sentía aversión hacia los marimachos, a los que calificaba de sufragistas y defendía con toda su energía lo que llamaba la delicadeza, la femineidad de la mujer. Si la mujer salía de casa a ganarse el pan, el concepto del hogar tradicional desaparecería…
—Me figuro, hijo, adonde vas a parar. Y ya sabes que en este punto no estamos de acuerdo. A mí me han educado de una manera tradicionalista y así formaré a mis hijas. Me desagradan tus ideas revolucionarias.
—No son ideas revolucionarias. Sencillamente: todo está cambiando en el mundo y esos viejos prejuicios que os atan deben desaparecer.
—¿Prejuicios dices, Ger? —cortó rápida la señora Rivero—. ¿Llamas prejuicios a nuestras santas tradiciones, que han mantenido a la familia cristiana como base de la sociedad y de la nación?
El muchacho hizo un gesto de impaciencia, pero sonrió al fin, acariciando los cabellos de su madre.
—Tranquilízate, mi querida señora Rivero, tranquilízate en tus temores. No tienes razón para alarmarte pensando en un posible desmoronamiento del hogar. ¿Existirá el hogar en una sociedad futura?… ¡Quién sabe!… Por el momento no hay que temer por su desaparición. Es un sitio bastante confortable para el hombre de tendencias burguesas. En cuanto a la mujer… La mujer, mi querida señora Rivero, ayer, hoy y mañana, prefiere que sea el hombre quien trabaje y aprovechará todas las oportunidades que se le presenten para descargar sobre él la maldición de Adán. No creo, francamente, que prefieran trabajar fuera de casa, teniendo alguien que trabaje para ellas. Con eso pondrían de manifiesto su mal gusto. Creo, más bien, que existirán siempre mujeres dispuestas a sacrificarse a vivir del trabajo de su marido… Pero me duele el espectáculo de esas muchachas solteras que se convierten en amargadas solteronas porque no tienen nada que sustituya al amor que les falta. Una tía Mag, que renuncia a su propia personalidad para vivir parásita de las emociones ajenas, o una Sara Montoya, que no quiere renunciar a su juventud perdida y se pone en ridículo constantemente, son los dos polos opuestos de esta situación amarga en que viven las solteronas de nuestros días. Ni todas las muchachas pueden casarse, ni el hogar puede ser la única aspiración de la mujer moderna.
A medida que hablaba, Ger se exaltaba y razonaba en voz alta, como si estuviese hablando ante el numeroso público de un mitin:
—Me duele ver a las cinco chicas Girald pasear sus cinco ansiosas sonrisas por la calle de Uría y por el Bombé, esperando que se les ponga una pieza a tiro. Todas sus aspiraciones, todas sus ansias, las concentran en cazar vivo al varón para que las mantenga… Dime, mamá, si no es un espectáculo deprimente… Y hablo siempre de las Girald, por ser las más conocidas, pero ahí están las cinco chicas del «Gran Bazar», y están «las nueve musas» y están las pequeñas del doctor Salas, y tantas como podría citarte… ¿Qué porvenir aguarda a esas muchachas si su padre no logra «colocarlas»?… Vivir miserablemente de una pequeña pensión, como seres inútiles, como pobres ancianos jubilados… Y todo porque su madre tiene la cabeza hueca y su padre no sabe ponerse los pantalones. Dentro de veinte años, de treinta años, veremos pasear por el Bulevar, por la calle de Uría, por el Bombé, cinco sonrisas marchitas…
—Si, las pobrecillas no tienen suerte…
—… para cazar marido. Porque para trabajar puede que sí la tuviesen. ¡Pero de eso no hay que hablarle al señor Girald!… Y menos mal que ahora las muchachas van al teatro y al cine, y al paseo… Visten, si no elegantes, con cierto lujo, y menos de la alegría de tener novio, disfrutan de otras ilusiones de la juventud. Pero mis hermanas… Vamos a ver, mamá, ¿qué juventud tienen estas niñas?… Trabajar todo el día, de la mañana a la noche, cubriendo recibos de la contribución, y cuando este trabajo falta, fabricando juguetes de madera. Todo en un ambiente sórdido. Sin saber lo que es un vestido nuevo. Sin asistir a una fiesta. Disimulando la pobreza de su vivir para que nadie conozca la precaria situación de la familia…
La señora Rivero estaba consternada por la impetuosidad de Ger.
—Me lo reprochas, hijo, como si yo tuviese la culpa de ello. ¡A mí, que quisiera para vosotros un trono!…
Sintió Ger compasión hacia su madre, a la que no podía arrancar, con un razonamiento, de la época pretérita en que vivía.
—No, mamá. No es a ti a quien reprocho, sino a esta sociedad estúpida en que nos movemos. La aristocracia puede permitirse el lujo de vivir como quiere. El pueblo resuelve sus problemas a su manera. Pero la clase media, la sufrida y vanidosa clase media, más cargada de prejuicios que de dinero, vive una vida falsa y muchas veces terrible, de la que yo quisiera emancipar a mis hermanas. Porque, además, estas niñas, conviene que no lo olvides, mamá, son también Rivero y no se resignarán mucho tiempo a vegetar en este ambiente asfixiante.
—¿Y qué he de hacer yo, hijo mío? —sollozó la señora Rivero acariciando distraídamente la muleta en que se apoyaba para caminar, a causa de la debilidad de su pierna—. Tan bien como nosotros conoces tú la verdadera situación de nuestra casa, los sacrificios que nos cuesta tu carrera… No pretenderás que estudien tus hermanas, como estudian esas muchachas que dices son compañeras tuyas, ni pretenderás tampoco que las lleve a los bailes de sociedad… Harto hacemos con ir salvando esta situación difícil, de la que no somos culpables.
Ger comprendió que había llegado el momento de proponer a su madre el proyecto que venía acariciando desde algunos días antes. La ocasión se había presentado y debía aprovecharla. Volvió a sentarse sobre él brazo de la butaca y rodeó con el suyo los hombros de la señora Rivero.
—En parte, sí somos culpables de esta situación, mamá. Ahora mismo se nos presenta una oportunidad de salir de ella, si sabemos aprovecharla. Un amigo… Bien, para qué vamos a andar con más rodeos. Vamos derechos al grano. Dicen que en el Teatro Campoamor van a poner acomodadoras. Cuento con una recomendación, y pensé que mis hermanas…
La señora Rivero pretendía no haber escuchado bien:
—¿Cómo has dicho, hijo mío?… ¿Dónde quieres colocar a tus hermanas?
Roto el hielo, Ger continuó, valiente:
—Pues en el «Campoamor», de acomodadoras. Como tantas otras muchachas que se ganan la vida honradamente. Pero si este trabajo no te agrada, tal vez en un comercio, en un taller, en una oficina… Yo podría prepararlas.
La bata de terciopelo azul, bordada con esterillas negras, ya raída y desteñida por el tiempo, se puso en pie dolorida y salió de la estancia arrastrando su humillación:
—¡Jesús, dulce Jesús!… Cómo me duelen tus palabras, hijo… Tus hermanas de acomodadoras en un teatro. Tus hermanas en un comercio, en una oficina, ¡entre hombres! Tus hermanas en un taller, como las chicas de la portera… ¡Estás loco, hijo mío, estás loco!… ¿Para eso os he criado como marqueses?
El delantal color chocolate, repasado hasta el infinito, salió también del gabinete de la señora Rivero, siguiendo humilde a la descolorida bata.
—No. Las niñas no deben salir de casa. Ninguna muchacha de la familia ha salido nunca de casa a ganarse el pan. Pero yo… yo podría… ya sabes que plancho bien. Si admitiera ropa…
La señora Rivero se volvió hacia su hermana increpándola con dureza:
—¿Estás loca? ¿Qué pretendes, Mag?… ¿Enterar a la gente?… Claro que sí. Puedes planchar la ropa de los vecinos y, si te parece bien, ir a entregarla tú misma.
Las muchachas, como siempre, presenciaban en silencio estas escenas tristes. A ninguna de las dos le parecía mal la proposición de Ger, que podía aliviar a la familia de la penuria económica en que vivían. En cuanto a la salida de tía Mag, sí que les parecía extemporánea. Serian ellas quienes no le consentirían trabajar más de lo que trabajaba, haciendo todas las labores duras de la casa.
Tía Mag ahogó un suspiro. Estaba visto que nunca acertaba a complacer a su hermana.
A la señora Rivero le dolía mostrar ante sus amigos la pobreza, casi miseria, que había asaltado su hogar. Su orgullo lastimado no se veía compensado con la alegría de saber que las muchachas abandonaban el taller o la oficina entre piropos de sus compañeros, gozando plenamente su juventud.
Ger encontraba absurda aquella resistencia. En todo caso…
—En todo caso, mamá, seré yo quien se vaya —le propuso—. Me parece una cobardía estar sacrificando a mis hermanas, ser una carga en la casa, en vez de ayudaros.
La señora Rivero miró a su hijo con una mirada tierna, que expresaba su admiración por aquel gesto. Pero no podía admitirlo.
—Hoy tal vez trabajemos todas para que estudies tú, pero mañana…
—Mañana, mañana… ¿Quién sabe lo que puede pasar mañana?… ¡Déjame tirar los libros y embarcar! América no es ahora lo que era, pero yo estoy seguro de que…
—¡Ger!… Hijo, no vuelvas a decir eso. ¡No te irás! De ningún modo te lo consentiré. He puesto en ti todas mis esperanzas. Todas las ilusiones de la familia. Quiero que seas, como tus primos, un hombre de carrera. Y sobre todo, hijo, deseo conservarte siempre a mi lado. No podría soportar tu ausencia, pensando… ¡No, no, por favor, hijo mío! ¡No puedes irte!… Si es la ambición la que te empuja a ello, aquí también conseguirás sobresalir. Eres inteligente. Llegarás…
—Sí. Sobre todo —dijo Ger amargamente, abandonando también la galería—, sobre todo, seré «un hombre de carrera», como mis primos… ¡Qué estupidez! No son los hombres de carrera los que consiguen amasar un capital. ¡Cualquier negocio…!
—¿Negocios?… ¿Negocios, hijo?… ¡Como tu padre! Como tu pobre padre… Muchos negocios, muchos viajes, mucho dinero… ¡para acabar la vida despachando comestibles tras de un mostrador!
Ger había desaparecido ya por el pasillo, camino de la habitación, en tanto que la señora Rivero seguía defendiendo la única posición que le parecía aceptable para su hijo.
—Negocios… negocios… ¡Como su padre, Señor!…
Tía Mag siguió al muchacho, amonestándole suavemente y encajando, para más clara comprensión del caso, uno de sus refranes:
—Escucha, escucha a tu madre, Ger. Y no hables de abandonarnos. ¿Negocios?… ¡Tonterías!… «Los dineros del sacristán, cantando vienen, cantando se van»…