XIV

«CONTRIBUCIÓN Territorial, 1929… Riqueza Rústica Amillarada… Provincia de… Municipio… Núm. de la lista cobratoria… Nombre del contribuyente… Pesetas. Céntimos… Riqueza imponible… Cuota al Tesoro… Recargo… Total de contribución al año… Corresponde al Trimestre… Barrio o calle… Núm. del cajetín… pesetas…»

Y así una vez, cien veces, quinientas veces… Cubriendo siempre, con diferentes datos, los mismos impresos, repitiéndolo como un castigo escolar…

Lena dejó la pluma sobre la mesa y se puso a alentar sobre sus dedos entumecidos, cubiertos de sabañones y de pequeñas grietas, que le dolían terriblemente al escribir. Sin levantar la cabeza de su trabajo, María le preguntó:

—¿Tienes frío, Lena?

—¡Qué pregunta! —gruñó ésta, sin dejar de frotarse las manos—. Se me han quedado los dedos agarrotados. No puedo escribir.

María se encogió de hombros con resignación:

—Ponte los guantes. No sentirás el frío del papel.

—No puedo escribir con guantes. Ayer me los puse por complacer a tía Mag y, aunque más que unos guantes parecen ya unos mitones, me estorbaban, hasta el extremo de que rendí menos de la mitad de mi trabajo. Aun sin ellos, apenas llego al millar… Si al menos estuviera encendida la cocina todo el día, podríamos instalarnos en ella para escribir, pero dice mamá que no vamos a gastar en carbón todo lo que ganamos.

Volvió a frotarse las manos para hacerlas entrar en reacción y alentó sobre ellas.

—¡Y así cubrir diariamente un millar de recibos…! Total para ganar cinco pesetas. Tiene razón nuestro Ger, mucha razón. ¡Nos están explotando!

María suspendió unos momentos su tarea y sonrió con pena.

—No protestes, querida. ¿Quién nos obliga a aceptar este trabajo?

—¿Quién?… En apariencia, nadie. En realidad, nos obligan a aceptarlo desde el momento que nos plantean el dilema: esto o nada. Trabajar por un jornal miserable o morirnos de hambre. ¡Y aún dices que esto no es explotar nuestro trabajo!

—No he dicho semejante cosa, Nita. He dicho sólo que no nos obligan a aceptarlo. Nos pagan mal, de acuerdo. Pero nuestro trabajo es codiciado por muchos empleados que lo harían sin protestar. Con mucho gusto. No tenemos más remedio que agradecer que nos lo faciliten.

—¿Agradecerlo? ¿Agradecer que nos estén explotando?

—¡Por favor, Lena, no hables así! ¡Qué lenguaje! Pareces un obrero… No te extrañe que mamá diga siempre que no pareces una señorita.

—¿Pero es que soy una señorita? —protestó Lena, gimoteando y mirando sus manos enrojecidas e hinchadas—. Soy un obrero a destajo. Lo ha dicho Ger. Y si este trabajo fuese más lucrativo, se lo reservarían para ellos y para sus familias… ¿Tengo que aceptarlo? Bien. Pero no lo agradezco, ¿sabes? No quiero agradecerlo a nadie. Y, además, no tengo ganas de trabajar. Tengo frío. Tengo sueño. ¡Estoy cansada, ya no puedo más!

Y rompió a llorar, golpeando la mesa con los puños.

—¡No quiero! ¡No quiero trabajar más! Se acabó por esta noche…

María se levantó rápidamente y abrazó a la rebelde, tapándole la boca con su mano.

—¡Chist! Por favor, Nita, no grites de esa manera —le suplicó a media voz—. Despertarás a mamá. Dirá que el contador de la luz está corriendo más de lo conveniente…

—¿Crees que aún tiene derecho a regañarnos?…

—¡Silencio, hermana! ¡Silencio!… No debemos torturar a mamá con nuestras protestas. Bastante sufre la pobre con tener que soportar esta situación difícil, ella que ambicionaba para nosotros un porvenir brillante.

—¿Y por qué no le dice a Ger que nos ayude?

—Ger tiene que estudiar.

—Pero no estudia.

—Te equivocas, querida. Ger estudia, aunque no esté constantemente sobre los libros. Tiene sus obligaciones sociales… Tiene que distraerse…

—Sí, sí, tú para todos tienes disculpas —protestó Lena.

—Piensa que su trabajo intelectual es más pesado que el nuestro y necesita descanso.

—¿Y nosotras no?

—También nosotras, Lenita. También nosotras lo necesitamos. Pero no por el momento. Ahora tenemos que pensar sólo en ayudarle a terminar su carrera. Es nuestro único hermano. Mamá le adora. Sufriría mucho si nuestro Ger no consiguiese el título de abogado. Y ya verás, querida, cuando Ger tenga su bufete, cuando nadie me necesite, yo me iré y tú serás en esta casa la niña mimada.

Lena se puso a garrapatear sobre el papel secante, mientras sonreía irónica.

—¡Jum!… Nuestro Ger no abrirá nunca bufete, como el primo Fernando, para resolver en él los menudos pleitos de los aldeanos. Ger tiene más ambiciones. Será diputado. Tal vez ministro… Dice Ger que cuando la República se implante en España…

María se tapó los oídos, escandalizada.

—¡Calla, por favor! No digas barbaridades.

—¿Barbaridades? ¿Te parece una barbaridad una cosa tan seria y tan importante? Dice Ger que la explotación de los trabajadores…

María enarcó las cejas, miró a su hermana despacio y le dijo, inclinándose sobre su trabajo:

—Escucha, Nita. Yo opino que antes de meternos a resolver esos grandes problemas podíamos intentar resolver el nuestro. ¿No te parece?… Pues bien; en este momento dos importantes ciudadanas, tan conscientes de sus deberes como tus republicanos, van a acabar de cubrir este centenar de impresos que aún quedan por rellenar para dar ejemplo al mundo con su laboriosidad. ¡Ah! Y para irse a la cama en seguida… ¡Vamos, Nita, un pequeño esfuerzo!… Antes de la medianoche podremos acostarnos. Yo también estoy rendida.

Pero ya no habrían de acostarse antes de medianoche. El reloj de la Catedral desmintió ese propósito desgranando sobre la noche helada doce campanadas lentas. En el silencio de aquella noche de nieve, la voz de las campanas tenía un eco especial de miedo.

A Lena le agradaba escuchar aquella voz en las calientes siestas del verano, cuando posaban, lentas, llamando a los canónigos a Coro. Bajo su lluvia de bronce, la vida se aquietaba, se remansaba, todo parecía dormir… El posar lento de las campanadas de la Catedral invitaba a la siesta. Pero aun le agradaba más escuchar la voz metálica de sus amigas, cortando, con limpios tijerazos, el solemne silencio de la noche. Las doce campanadas del reloj de la Catedral despertaron su fantasía, siempre dispuesta a dispararse en cualquier sentido.

María, menos imaginativa, las aceptaba como medidas del tiempo:

—Bueno —dijo decepcionada—, el reloj nos ha ganado la partida. Tendremos que trabajar contra reloj.

Lena sonrió enigmática. Para ella el toque de medianoche era la llave que se introducía en la puerta que cierra el mundo de lo misterioso…

«¡Medianoche! —pensó Lena, adormilada, abriendo mucho la boca y reclinando la cabeza sobre el papel—. Doce campanadas lentas… sonoras… Una tabla que cruje… El viento que juega como un duende con la ventana mal cerrada… ¿un duende?… ¿Un espíritu travieso?… ¿Y por qué no un hada?… Un hada de esas que se aparecen a las niñas para ofrecerlas sus dones. Un hada, toda vestida de blanco, se me acercaría diciendo…»

—¡Nita! ¿No escribes?

Lena sacudió la cabeza sobresaltada, y volvió a coger la pluma.

—Pues, sí, María… ¿no ves?… «Contribución Territorial, 1929… Primer Semestre… Riqueza Rústica Amillarada…»

—Bien, bien, no lo repitas en voz alta. Puedes trabajar callada.

En el silencio helado de aquella noche volvió a escucharse el rasguear de las plumas sobre el papel. Firme y seguro el rasguear de María. Vacilante el de su hermana. María escribía. Lena escribía… y soñaba:

«Contribución Territorial, 1929… Riqueza Rústica Amillarada… Provincia de Oviedo… Un hada, toda vestida de blanco… Ayuntamiento de Castrillón… Sería magnífico, desde luego… ¿Y por qué no?… Núm. de la lista cobratoria, 974… Toda de blanco. Y la corona… Recibí de don Atilano González Sobrecueva, la cantidad de… De rosas, naturalmente… Ochenta y una pesetas con ochenta y tres céntimos, que le corresponde pagar en el citado trimestre, por la contribución expresada según se demuestra a continuación… “He escuchado tu ruego, hermosa niña”, me dirá el hada. “Y aquí me tienes, dispuesta a complacerte. ¿Qué deseas?”… Riqueza imponible, 739 pesetas y cero, cero céntimos… “Tu vida de Cenicienta ha terminado. De este tintero surgirá una carroza… ¡Oh!, no te asustes, hermosa niña, no será una carroza de negra tinta, sino de plata. Las hadas somos así…” Bien, tal vez no me diga lo de hermosa y me llame sólo niña, me da igual. Pero tendré una carroza… Cuota al Tesorero al… por ciento… nada, nada, es decir, cero, cero… porque lo han dejado en blanco… “Y de estas cortinas de damasco rojo sacaremos para ti un lindo vestido…” Tendré que prevenirla: Señora Hada, será mejor que lo saquemos de otra parte. La señora Rivero aprecia mucho sus cortinas y me lo quitaría. ¡No conoces a la señora Rivero!… Total de contribución al año, doscientas veintisiete pesetas con treinta céntimos… Y el Príncipe saldrá de aquel sofá… ¡No!, del sofá no me agrada. Parece un catafalco. Será mejor que el Príncipe no salga de ninguna parte, porque “Vendrá de lejos, vencedor de la Muerte, a encenderme los labios con un beso de amor”… ¡Un beso! Qué bella cosa debe ser un beso… Corresponden al trimestre ochenta y una con ochenta y tres… Bien; será una lluvia de cerezas. No; de besos. ¡Qué tonterías estoy pensando! Como dice tía Mag que los besos son como las cerezas y se enredan en la cesta… Pero el Príncipe Encantado no me besará en los labios. Será tímido y besará la punta de mis dedos. Y después me llevará a su Palacio… Fecha… el Recaudador… Nada, nada, esto no es cosa mía… Y mamá no volverá a reñirme porque gasto mucha luz… Son pesetas ochenta y una con ochenta y tres… Y los domingos mi Príncipe me llevará al cine… Calle o plaza, Santiago del Monte… ¿Irán los príncipes al cine?… Núm. del cajetín, 974… Rústica, pesetas ochenta y una con ochenta y tres…»

«¡Ea! Ya te has ganado medio céntimo, Nita. Vamos por el otro medio —se dijo bostezando. Y volvió a inclinarse sobre el papel.»

«Contribución Territorial, 1929… Primer semestre… Y el hada, al tocarme con su varita para convertirme en una linda princesa, me dirá también… “Magdalena Rivero, en lo sucesivo podrás dormir muchas horas. ¡Muchas horas!…” Riqueza Rústica Amillarada… “¡Muchas horas! Todas las horas que quieras. Y podrás comer pasteles y arroz con leche, y natillas con bizcochos, y flanes y…” Provincia de Oviedo, Municipio de Castrillón… Núm. de la Lista cobratoria, 975… “¡Muchas horas! Siempre que tengas sueño…” He recibido de doña Serafina… Mucho sueño… mucho sueño…»

Lena Rivero rindió su cabeza sobre la mesa. De su pluma se escapó un negro chafarrinón, que no tenía precisamente la forma de una carroza. Los agarrotados dedos de la niña se distendieron a gusto, hasta quedar abiertos sobre la mesa como la pata de un palmípedo. Y una plácida sonrisa se le dibujó en los labios.

María la cogió por un brazo, zarandeándola suavemente:

—¡Nita!… ¡Nita!… ¿Te has quedado dormida?

Volvió a abrir los ojos, sobresaltada.

—¡No!… No dormía… Es que hablaba con doña Serafina… Quería hacer una carroza del tintero… Pero vino mamá, apagó la luz, y el recaudador… y el…

Otra vez la cabeza de Lena volvió a doblarse sobre los papeles, posando la mejilla derecha sobre el lago de tinta que quiso ser carroza.

María sonrió comprensiva. ¡Aquella criatura!… Y apartando suavemente de su lecho a la bella durmiente, se apoderó del largo y pesado block de recibos para acabar de cubrirlos ella.

El rasguear de su pluma sobre el papel tenía para la hermana pequeña rumor de canción de cuna. Y con la cabeza apoyada sobre la mesa, se durmió profundamente.

Lena subió los peldaños de la escalera de dos en dos, latiéndole el corazón apresuradamente. Apretando en su mano izquierda un abultado sobre, llamó a la puerta con alegre repiqueteo.

La llamada de Lena era conocida en toda la casa, desde el sótano a las buhardillas: cinco golpes, una pausa, dos. Nuevamente cinco golpes, otra pausa, dos… Pero unas veces los golpes eran más suaves, más espaciados. Otras, más precipitados, como llamada de alarma. Por su llamar juzgaban los vecinos si la pequeña Rivero estaba de buen humor, si traía buenas noticias, o si, por el contrario, temía una escena borrascosa con su madre.

Aquella mañana parecía Lena muy satisfecha. Repitió su impaciente llamada cuatro veces antes de que en el pasillo se sintieran los pasos reposados de tía Mag, que se movía arrastrando sus gastadas zapatillas.

—¡Jesús, niña, parece que estás loca! —dijo al abrirle la puerta—. Has asustado a tu madre. ¿Es que hay fuego en la casa?

—¡Algo mejor que fuego! —gritó Lena, corriendo por el pasillo y tropezando contra las paredes en cada esquina.

Entró en la galería y dejó sobre el regazo de su madre el sobre blanco.

La señora Rivero se quejó de los dolores de su pierna, que siempre la molestaban cuando iba a cambiar el tiempo. Ya decía ella que el sol no podía durar mucho. La pierna le dolía aquella mañana más que otros días. No llegaría la tarde sin llover.

Lena, impaciente, señaló el sobre a su madre, enrojeciéndosele las mejillas por la emoción:

—¡Anda, ábrelo, mamá!… ¡Es el dinero! Me han pagado los recibos.

La señora Rivero tenía motivos para suponer que aquel sobre contenía unos billetes, puesto que su hija había ido a la Delegación de Hacienda a cobrarlos. Pero cierto pudor le había velado abalanzarse sobre él y vaciarlo sobre sus rodillas, como hubiese hecho Lena de no temer sus reproches. A la señora le parecía de mal tono demostrar avidez ante el dinero, aunque, como en aquella ocasión, representase un alivio para la familia. Antes de tomar el sobre volvió a quejarse de su pierna enferma. Después extrajo lentamente los billetes, como si aquel dinero fuese un ingreso normal que estuvieran acostumbradas a percibir. Y los contó con desgana:

—Uno, dos, tres…

Eran siete. Siete billetes de cincuenta pesetas. En total, trescientas cincuenta. Es decir, setenta duros. El precio del trabajo que habían efectuado cubriendo setenta mil recibos…

A Lena le palpitaba el corazón de tal manera, que temía que la señora Rivero pudiese oír sus latidos y la llamase plebeya. Pero nada le importaba en aquel momento. Aunque su madre la llamase plebeya, aunque dijese que era una criatura impaciente y ávida, se lo perdonaría sin enfadarse, por la alegría que en aquellos momentos experimentaba. Aquel dinero era el primer dinero que ganaba con su trabajo. ¿Cuántas cosas podía comprar con setenta duros?… Desde luego, unas bonitas zapatillas de pompón, azules, forradas de gamuza blanca. Cuando su madre la obligaba a estarse quieta en casa se le helaban los pies en las zapatillas viejas, tan agujereadas. Y después de las zapatillas, podría comprar…

Lena detuvo sus cálculos egoístas al acordarse de María. Aún no le había enseñado aquel capital que también le pertenecía. Ni había explicado a tía Mag el motivo de su euforia, aunque ella debía suponerlo.

Cuando se disponía a buscarlas por la casa para darles la grata nueva, su madre la detuvo con un gesto:

—¡Eh! No te vayas todavía, hija. Abre la cómoda de mi gabinete y dame un fajo de papeles que hay en el cajón pequeño.

La muchacha la obedeció sin protestar —cosa extraordinaria en ella— y después se fue en busca de María, que andaba por la cocina ayudando a tía Mag en la limpieza general de la semana. Tía Mag se puso a llorar de gozo. Y en seguida, como Lena, empezó a echar las cuentas de lo que podía comprar con aquel dinero. Pero María frenó sus entusiasmos, hablando en nombre de la razón:

—El invierno ha terminado. No pensemos en zapatillas y en jerseys de lana. De eso podemos prescindir. Ese dinero no debe emplearse en lujos teniendo tantas necesidades descubiertas. Mamá sabrá administrarlo del modo más conveniente.

En efecto, la señora Rivero lo había destinado ya, sin consultar con sus hijas. Volvió a llamar a Lena, que siempre estaba dispuesta para salir de casa, y le preguntó:

—¿Sabes si han cerrado ya los comercios?

—¡No, no, claro que no! —se apresuró a asegurarle la muchacha, contenta de poder salir a la calle y más aun de salir de compras, una de sus debilidades—. ¡Dame el dinero, mamá! Yo compraré todo lo que necesitamos.

La señora Rivero metió en el sobre seis billetes, de los siete que habían cobrado, una moneda de plata de cinco pesetas, que sacó de su bolso, y un papel blanco doblado. Y entregó el sobre a su hija, recomendándole que no perdiese nada.

—No se trata de comprar, sino de pagar una deuda, Lena. Llégate a «El Molinón», sube al despacho del señor Areval y entrégale ese dinero. Son trescientas tres pesetas las que tiene que cobrar. ¡Ah!, no olvides el recibo. Basta que firme esa nota, si está conforme.

Lena miró a su madre, desolada. Así, pues, aquel dinero ganado con tanto esfuerzo, ¿iba a ser destinado a pagar una vieja deuda, teniendo descubiertas tantas necesidades?

El mismo doloroso asombro expresaba la cara ingenua de la señorita Quintana. Esperando que su hermana le entregase algún dinero extraordinario para los gastos de la casa, al verla desprenderse de aquella cantidad considerable, se quedó junto al marco de la puerta sin saber qué decir. Esperaba que la niña protestase. Pero antes de que ésta reaccionase de su desilusión, aclaró su madre:

—Es una antigua deuda que debemos pagar, hija mía. El señor Areval es un caballero. Se ha fiado de nuestra palabra y debemos cumplirla. No podemos defraudarle. Nobleza obliga.

Lena bajó la cabeza. Tomó el sobre del dinero y salió sin decir una palabra.

En realidad, nada tenía que alegar contra aquella decisión de la señora Rivero. Su madre tenía razón. El señor Areval era un caballero. Cuando otros acreedores se lanzaron como buitres sobre los despojos de «La Uva de Oro» él no quiso apremiarles.

Apenas acababan de instalarse el otoño anterior en la casa de la calle de San José, empezaron a llover sobre ellos cuentas que habían quedado pendientes de pago al hacer el precipitado traslado. Los muchachos Rivero aprendieron entonces, por experiencia, lo que era una letra a noventa días, a treinta días… Lo que significaba cancelar un pedido, rechazar una nota enviada para su conformidad. Las facturas de paquetería, quincalla, juguetería, mercería, en fin, todas aquellas que podían pagarse en un plazo relativamente largo, fueron saldadas sin gran esfuerzo. Hubo tiempo suficiente para colocar la mercancía en otros comercios, vendiéndola, desde luego, a precio de fábrica, e incluso más barata, ya que los comerciantes sabían aprovecharse de la ocasión. Pero allí estaban aquellas otras letras, ya aceptadas y algunas vencidas, de otros artículos que ya se habían agotado y era preciso pagar o quedar al descubierto ante la gente… La señora Rivero vendió discretamente todas sus joyas, también a bajo precio, y las letras fueron pagadas. Asimismo se pagó a los almacenistas de la ciudad, que habían aprovisionado a «La Uva de Oro» durante su última etapa. Desde que la Dictadura había aumentado los impuestos y la experta competencia había disminuido los ingresos, «La Uva de Oro» se surtía de cereales, conservas, grasas, en ciertos almacenes de la ciudad, cosa que le permitía hacer pequeños pedidos para un mes, para una semana, sin realizar de una vez grandes desembolsos. En general, «La Uva de Oro», en sus últimos años, vivía al día y las cuentas pendientes se referían sólo al último mes vencido. Tan pronto cerró sus puertas, todos los almacenistas presentaron sus cuentas a los herederos del señor Rivero, que podían responder con la mercancía, con los enseres, con los muebles de la casa, ¡y con la pequeña cuenta corriente del Banco Asturiano, a la que cada uno se creía con derecho!…

Las razones de la señora Rivero no convencieron más que al señor Areval, que sin escucharla, le dijo a Lena:

—Dile a tu señora madre que yo no tengo prisa, que ya me pagará cuando pueda hacerlo… ¡Ah! Y tú, muñeca, toma este chocolate. Para ti sola, ¿sabes?… Para que te lo comas en la merienda.

La niña le dio las gracias y salió muy contenta de «El Molinón».

La visita a «El Molinón» era siempre para Lena Rivero un grato acontecimiento. Su amistad con el señor Areval era ya vieja. Databa de unos cuatro años antes, pues se conocieron a raíz de la muerte del «Aguilucho». Ocurrió una mañana, durante las vacaciones de Navidad. Estaba lloviendo, Lena no tenía que ir al colegio y estaba poniéndose tan antipática en su aburrimiento, que su madre, para quitársela de encima, la envió con Petrona a pagar una cuenta a «El Molinón». Subieron al despacho del señor Areval. Cobró éste la cuenta, y al entregar el recibo y el dinero que debía devolverles, se fijó en la pequeña. Como no tenía allí ningún caramelo, extrajo de la caja una moneda de plata de cincuenta céntimos y se la entregó a Lena:

—Toma. Para que te compres una figura de barro. Porque supongo que tendrás un Belén…

Asintió ella con la cabeza, le dio las gracias y se fue muy contenta. Al mes siguiente volvió a pagar la cuenta, esperando una nueva monedita. Como Areval no había reparado en ella, se levantó sobre las puntas de los pies, hasta alcanzar la alta ventanilla del escritorio y le dijo:

—¡Buenos días, señor Areval! Soy Lena.

—¡Hola! —contestó él sonriendo—. ¿Estás ahí? Entonces no tendré más remedio que darte otra moneda. ¿Has comprado tu figurita de barro?

La chica negó con la cabeza. Y con esa sinceridad propia de los niños, le confesó:

—La he guardado para hacer una pulserita cuando tenga siete iguales.

Petrona riñó a la niña por su descaro:

—¡Habráse visto, la mona!… Eso es pedirle al señor otra moneda. Se lo diré a tu madre para que te castigue. ¡Ahora me explico el interés que tenías en acompañarme!

Pero el señor Areval, lejos de molestarse, se rió de buena gana y le dijo a Lena:

—Está bien. Si no quiero ganarme tu antipatía, tendré que pagar esta contribución hasta que tengas tu pulsera.

Petrona le contó a la señora Rivero lo sucedido y al mes siguiente ésta no dejó ir a su hija a «El Molinón». Pero Areval le envió la monedita, con unas líneas: «El tercer eslabón para tu pulsera.»

Sin duda, el señor Areval era un hombre sencillo, que sentía gran simpatía hacia los pequeños.

Lena volvió en lo sucesivo a pagar las cuentas y a los siete meses tenía ya las monedas que necesitaba para su pulsera. Entonces se negó, honradamente, a aceptar la moneda correspondiente.

—¿Cómo?… —le dijo Areval—. ¿No quieres hoy tu moneda?

—Es que ya tengo siete —aseguró muy seria— y no la necesito.

—Entonces, ¿por qué has venido?

Con la misma sinceridad con que siete meses antes le había dicho que deseaba coleccionar sus monedas, le confesó:

—¡Para verte! O… ¿no quieres que vuelva?

—¡Claro que sí! Desde luego. ¡Pues no faltaría más!… Me darías un disgusto si no volvieses. Pero tienes que aceptar tu monedita. Ahora tendremos que reunir otras trece, para las arras. Eres una muchacha, tendrás que casarte un día…

Y fue así como la amistad de Lena y el señor Areval vino a sellarse con un lazo de eterna simpatía. El señor Areval ocupaba en el corazón de Lena un lugar muy próximo al que ocupaban «Kedi-Bey» y el comandante Data.

Por otra parte, sus visitas a «El Molinón» tenían otros atractivos. No entraba en el comercio, sino que subía al despacho situado en el piso alto, al que daba acceso un estrecho portal y una escalera más estrecha todavía. En el portal había siempre sacos, cajones, carretillas, sobre los que Lena podía saltar sin que nadie se lo impidiese. En cuanto al pasamanos de la escalera, era lo más parecido a un tobogán, pues estaba empinado y recto y el descenso por él resultaba un emocionante raid.

Cuando cerró sus puertas «La Uva de Oro», aquellas deliciosas visitas se terminaron. Ni Lena era ya una niña, ni las visitas tenían justificación.

Pero aquella mañana, aún sintiendo desprenderse de un dinero que con tanto trabajo había ganado, iba contenta a visitar a su viejo amigo y a saldar la antigua deuda.

Su itinerario no era ya el mismo. «El Molinón» estaba situado frente a la Estación del ferrocarril Vasco-Asturiano, y Lena, para llegar hasta él desde «La Uva de Oro», pasaba por las ruinas de la Fortaleza y por el antiguo Campo de la Lana. Ahora, desde la calle de San José, tenía que ir por el mismo camino que había seguido para cobrar los recibos de la Contribución: Corrada del Obispo, calle de San Vicente…

Dobló la esquina de Jovellanos y ¡allí estaba «El Molinón» con su alta chimenea de ladrillos rojos! Allí estaba el almacén con su pequeño patio, con su portal estrecho, su escalera empinada…

Lena pasó entre los carros y carretillas, entre los sacos de harina y de cebada y los bidones de aceite, y subió al escritorio de su amigo. Se inclinó ante la ventanilla de cristales y tosió despacio, para que Areval la viese. Él levantó la cabeza, pero no la reconoció. Entonces ella le dijo casi gritando:

—¡Buenos días, señor Areval! ¿Ya no se acuerda de Lena?

—¡Diablo! —exclamó Areval, levantándose y abriendo la ventanilla—. ¡Lena Rivero! ¿Cómo iba a reconocerte?

Habían pasado sólo siete meses desde la última vez que la había visto, pero éstos habían sido suficientes para transformar a la niña en una mujercita. Había crecido bastante, ya no llevaba luto, sino un abrigo azul, de Heidi, reformado y ajustado a su tipo, y sus trenzas habían desaparecido. La desaparición de sus trenzas le había costado a Lena una dura reprimenda de su madre y el castigo de un mes de encierro. Sin consultar con ella —pues sabía que la señora Rivero no la autorizaría para hacerlo—, una mañana entró en una peluquería de caballeros y se dejó en ella las trenzas. Nada le dieron por ellas, ni se le ocurrió recogerlas. La moda del pelo corto había sido acogida con tanto entusiasmo, que nadie pensaba entonces que las trenzas pudieran tener algún valor el día que París decretase otra vez la moda del pelo largo. Cuando la señora Rivero vio a su hija con la nuca rapada a lo garçon, estuvo a punto de desmayarse. Lena no volvió a salir de casa hasta que el pelo le creció lo suficiente para borrar su aspecto de efebo. Meses más tarde, al presentarse en el despacho del señor Areval, había recobrado Lena su feminidad, ahora un poco picaresca, como corresponde al rostro de una muchacha enmarcado en una melena corta y alborotada.

—¿Cómo iba a reconocerte, si te has convertido en una señorita? —dijo Areval, contemplándola—. Déjame verte bien… Estás guapa. Muy guapa, sí, señorita…

El rostro del comerciante expresaba una admiración sincera. Pero sus ojos, acostumbrados a valorar los géneros a la primera ojeada, se posaron sobre el viejo abrigo azul, desgastado por el cuello y por los codos, y bastante descolorido.

—Y, ¿qué te trae por aquí, pequeña?

Lena dejó sobre la ventanilla el papel que estrujaba entre sus dedos…

—¡Esto!… Vengo a pagarle nuestra deuda. Tía Mag dice que «quien paga, descansa»…

—¿Se ha colocado tu hermano?

—¡No! Ger está estudiando.

—Entonces, ¿es que habéis heredado, o ha descubierto tu madre la piedra filosofal?

Se quedó un momento desconcertada. Tras alguna vacilación se decidió a explicar cómo habían obtenido aquel dinero, para que no le supusiera un extraño origen.

El señor Areval carraspeó, se sonó ruidosamente las narices y se volvió de espaldas a la muchacha. Lena le vio estar largo rato ojeando sus libros. Al fin pareció encontrar lo que buscaba y, limpiándose otra vez las gafas, que parecían empañadas, volvió a la ventanilla y puso ante los ojos de la muchacha un folio encabezado a nombre de «La Uva de Oro» y le indicó una nota escrita al pie de la cuenta. La nota decía en letras de estampilla: «Pagado». Y, en efecto, el folio estaba cruzado por dos rayas rojas, en forma de aspa, con las que Areval tachaba las cuentas que habían sido liquidadas.

Lena lo miró al principio, sin comprender. Después recordó las cuentas de «La Uva de Oro»… La señora Rivero también había borrado algunas veces ciertas cuentas que no esperaba cobrar… Miró al señor Areval con gratitud. El viejo se inclinaba sobre la nota que la muchacha le había entregado y ponía su firma.

—Toma. Devuelve esto a tu señora madre y dile que al hacer el balance estas Navidades, había liquidado ya la cuenta. No es cosa de hacer nuevas anotaciones… Su cuenta ha quedado fuera de plazo y ya no puede pagarla… Y tú, Lena Rivero, a ver cuándo me anuncias que tienes novio. Las arras, ya las tenemos. Ahora nos falta sólo el caballero.

Lena, con las mejillas encendidas por la emoción, se despidió de su amigo. Sentía deseos de abrazarle. Pero su madre decía que a los hombres sólo debía tendérseles la mano, sin permitirles otras efusiones. Y Lena se portó en aquella ocasión como una señorita.

Sólo, naturalmente, mientras estuvo en presencia del señor Areval. Porque al salir del despacho y enfrentarse con el recto y empinado pasamanos no pudo resistir a la tentación de deslizarse por él, como cordial despedida. Sí. El pasamanos la tentaba y aquella tentación era más fuerte que cualquier consideración que pudiera hacerse. Dio un salto, se encaramó sobre él, y a los cuatro segundos aterrizaba sobre un saco de cebada. Al levantarse, vio en lo alto de la escalera al señor Areval, que la despedía con la mano. Areval reía como un chiquillo…

Azorada, tropezando con las carretillas, salió a la calle y emprendió una veloz carrera a lo largo de la muralla, hasta que dobló la esquina de San Vicente. Entonces, todavía encendido el rostro, jadeante, cansada, fue a sentarse sobre las escaleras del convento de San Pelayo y estuvo largo rato sin moverse acariciando entre sus dedos doloridos el sobre blanco que contenía seis billetes de cincuenta pesetas, una moneda de plata… ¡y el recibo de una cuenta liquidada!