«KEDI-BEY» —aseguró Lena llorando, la mañana en que el gato se murió— no ha sabido encajar el golpe que sufrimos cuando nos desahuciaron de «La Uva de Oro». El traslado de la calle de la Universidad a este caserón odioso le ha costado la vida. «Kedi-Bey» es la primera víctima del derrumbamiento de «nuestra» casa. La piqueta que demolió el edificio apuntaba también, certeramente, a su pequeño corazón… «Kedi-Bey» era un sentimental.
—«Kedi-Bey» —asintió Ger, muy seriamente— era un inadaptado. Uno de esos pobres diablos que se rinden sin luchar, sin presentar resistencia. «Kedi-Bey» no fue un gato digno de figurar en la dinastía de los Rivero.
Después de estas sencillas afirmaciones, hechas con naturalidad, y a la vista de las escenas que siguieron a la muerte del gato, un psiquiatra seguidor de la escuela conductista se atrevería a diagnosticar que los Rivero no habían logrado superar totalmente la etapa del animismo. Y, en realidad, las ingenuas reacciones de los muchachos parecían confirmarlo. Heidi hablaba con los cuadros y los espejos cuando la castigaban encerrándola en su habitación. María tenía coloquios con el hermano árbol y con la hermana arcilla. Ger concedía alma a ciertas cosas faltas de toda vida espiritual. En cuanto a Lena…
Desde luego, Lena Rivero era el caso más típico de infantilismo detenido en los umbrales de la realidad. Nunca pudo delimitar exactamente la línea que separaba la vida material o espiritual, real y efectiva, de la imaginaria. Y dentro de una y otra no había personas, animales y cosas sino seres amigos o enemigos. Seres que la comprendían y otros que la odiaban. Figuraban en la lista de sus amigos, «Kedi-Bey», el comandante Data, «Ursus», el señor Areval, las cadenas de la Universidad, el inquisidor Valdés, las ruinas de la antigua Fortaleza, el pedestal de Riego, las heroínas de los cuentos de Heidi y algunos protagonistas de los relatos de tía Mag, los objetos que guardaba el pupitre del «Aguilucho», todos los pasamanos de la ciudad… Se alineaban al otro lado de la trinchera de la incomprensión la señora Rivero y sus amistades, el canalón de la casa de la Universidad, el cielo gris, las cucarachas, el encaje de bolillos, el enorme sofá de gutapercha, que siempre se le había antojado un catafalco…
«Kedi» era para Lena un miembro de la familia y su muerte la afectaba como podía afectarla la muerte de una persona querida.
Cuando el capitán Jáuregui le regaló el gato, «Kedi» era sólo una bola de seda gris, con dos chispas verdes por ojos. Maullaba tan dulcemente, que la niña no pudo resistir a la tentación de envolverle en el echarpe azul de Heidi y darle un plato de leche. Lena Rivero no acostumbraba a jugar a las muñecas como otras niñas. Su dinamismo le impedía estarse quieta cinco minutos y prefería los juegos de los muchachos, que requerían agilidad y destreza. Sin embargo, con «Kedi» hizo una excepción. Mientras fue un cachorrillo, le atendió como una madrecita. Y cuando «Kedi-Bey», haciendo honor a su nombre, se convirtió en un señor gato, aquella firme amistad no se interrumpió. La niña le buscaba al llegar a casa, llamándole suavemente:
—¡«Kedi»!
Y el gato salía a su encuentro maullando, alegre y restregándose contra sus piernas. Si ella salía a jugar a la calle, «Kedi» corría al balcón a contemplarla. Sin duda Lena y «Kedi» conocieron en sus relaciones el valor de la amistad verdadera. «Kedi» sabía que Lena era su única amiga dentro de la casa. Heidi le odiaba. Disculpemos su odio: «Kedi-Bey» dejaba sus largos pelos por todas partes, especialmente sobre el sofá de damasco rojo de su habitación. También solía prendérselos en la falda cuando Heidi iba a salir de paseo. Ger martirizaba al gato en su alegre inconsciencia de muchacho. Cuando jugaban juntos, «Kedi» llevaba siempre las de perder, según la ley del más fuerte, que Ger había hecho suya. María no le hacía daño, pero tampoco le mimaba gran cosa. La señora Rivero le ignoraba. Y tía Mag, la dulce y suave tía Mag, representaba para «Kedi-Bey» la Justicia. Porque tía Mag se pasaba la vida persiguiéndole por ladrón. Tenía que mantener la leche y el pescado fuera de su alcance. En cuanto a las golosinas que tía Mag preparaba con maestría, habría mucho que decir antes de culpar al gato. Eran siete —incluyendo, naturalmente, a Cheni y a Petrona— los merodeadores de la despensa…
En resumen, todos odiaban o despreciaban a «Kedi», con más o menos razón, excepto Lena, que lo adoraba. Acaso porque entre el gato y la niña existiesen muchos puntos de contacto. Tendida sobre la alfombra, compartía sus juegos y volteretas y se ganaba también sus arañazos. Pese a ello —tal vez por ello mismo— Lena adoraba a «Kedi».
Lena y «Kedi» fueron amigos mientras vivieron en la calle de la Universidad. Cuando los Rivero abandonaron «La Uva de Oro», encerrándose en el viejo caserón de la calle de San José, la amistad quedó interrumpida por la actitud inexplicable de «Kedi-Bey». Empezó huyendo de todos, incluso de su amiga predilecta. Y se negó a comer. Lena pensó en un principio que, como todos los gatos, al desconocer la casa, se mostraba receloso, aunque personas y muebles eran los mismos. Pero más tarde, reconoció con Ger que la actitud de «Kedi» no era de miedo, ni de desconfianza. Era la postura amarga de un inadaptado. Se refugiaba en un rincón de la galería y en él permanecía horas y horas, sin atender al reclamo de Lena, que afilaba el cuchillo de cocina contra la pila, como tía Mag hacía cuando traía pescado. Todo en vano. «Kedi-Bey» sabía ya por experiencia que aquel cuchillo no cortaría su pescado, y lo demás no le importaba nada. Lena le reservaba parte de su desayuno, pensando que, si al gato no le agradaban las patatas viudas ni la sopa de arroz, no haría ascos a un platillo de malta con pan migado. Pero «Kedi» lo olía y volvía a quedarse quieto como una esfinge. Su único gesto de comprensión y amistad hacia la niña consistía en mover la cola con desgana. Hasta que una mañana no despertó.
La muerte de «Kedi-Bey» alivió a todos de una pequeña carga. A Lena, sin embargo, le creó un grave problema: el de su entierro. Opinaba tía Mag que debían esconderlo entre la basura, para que lo recogiese por la mañana el servicio de limpieza.
—¿Mi «Kedi» en el carro de la basura? —sollozó la muchacha, indignada—. ¡De ningún modo! Tenemos que enterrarlo decentemente.
La señora Rivero se llevó las manos a la cabeza, desolada ante aquella insensatez:
—¿Enterrar a «Kedi-Bey»?… Hablas de enterrar a un gato como si fuese un miembro de la familia… Hija mía, cada vez me confirmo más en la idea de que no eres una muchacha normal. No demuestras la menor inquietud ante la situación desesperada de nuestra casa, y sollozas amargamente por la muerte de un gato, al que pretendes enterrar como a un personaje.
Ger tuvo una ocasión de divertirse a costa de su hermana. Pero ante su desconsuelo, acabó por ayudarla en aquel trance:
—Está bien, no te preocupes, «Ranita». Tu «Kedi» será enterrado con los honores de un rey. Tendrá una hermosa corona y le iremos cantando el «gori-gori» hasta su última morada.
Lena se secó las lágrimas y se limpió las narices ruidosamente, sonriendo en medio de su dolor. Después preguntó a Ger:
—¿Y dónde lo enterramos?
Ger se quedó pensativo. El decidirse a complacer a su hermana había resultado fácil, pero no era tan fácil llevarlo a cabo.
—¡Hum!… Pues… verás… no lo he pensado todavía. Es una pena que tu «manigua» haya venido a parar en una vulgar plazuela con una fuente luminosa en medio. Era un sitio respetable y digno de «Kedi-Bey».
Lena recordó con pena el escenario de sus juegos infantiles. ¡Su «manigua»!… Delante de las ruinas de la antigua Fortaleza, en los viejos jardines de Porlier, estaban enterrados sus muñecos, los gatos que antecedieron a «Kedi-Bey» en la dinastía de gatos de «La Uva de Oro» y el jilguero de María. Tal vez debajo de la misma fuente seca, que por ello tenía para los Rivero categoría de monumento funerario. «Kedi» no podía ya ser enterrado en el panteón de familia, pero Ger encontró, al fin, un lugar, no despreciable, para ocultar sus restos.
—Hermana, ¿qué te parece el Monte Santo Domingo?
—¡Magnífico! —aplaudió Lena contenta—. Está próximo y al mismo tiempo aislado de la ciudad, de modo que nadie puede molestarnos. ¿Cuándo le enterraremos?
—Pues… esta misma tarde, si te parece bien, después de ponerse el sol. No es cosa de pasarnos toda la noche velando los restos mortales de «Kedi», exponiéndonos a morirnos de asco. Tenemos que enterrarle esta misma tarde. Procuraré venir temprano a casa. ¿De acuerdo, hermana?
—¡De acuerdo!
Ger marchó a la Universidad y Lena se quedó tranquila en medio de su dolor. Sabía que Ger cumplía siempre lo que prometía.
Y, en efecto, aquella tarde enterraron a «Kedi-Bey».
Se verificó el entierro, como Ger había propuesto, después de ponerse el sol. Era un atardecer del mes de octubre, que arrastraba en polvorientos remolinos las hojas secas. Lena llevaba a «Kedi» en una cesta, envuelto en una funda de almohadón, que, aunque deteriorada, resultaba un sudario muy aceptable. En la cesta iban también algunas flores que la muchacha había cogido aquella tarde en Buenavista. Ger caminaba despreocupado, llevando al hombro una azada de mucho peso, que había pedido prestada al vecino del sótano, propietario de una pequeña huerta.
Cuando salieron de casa, la señora Rivero volvió a santiguarse escandalizada y se quedó murmurando:
—¡Jesús, Señor!… ¡Qué lástima de hijos!… Bueno, diría mejor, de hija, porque es Lena la que trama estas cosas. El muchacho no hace más que complacerla.
Pero «Kedi-Bey» fue enterrado con todos los honores que se debían a un gato de la dinastía Rivero, hasta entonces usufructuaria, por derecho de conquista, de las ruinas de la antigua Fortaleza y de los jardines de la plaza de Porlier.
Sobre su tumba colocaron una alfombra de piedras para que los gitanos, a quienes habían visto acampados por aquellos contornos, no observasen la tierra removida y exhumasen a «Kedi-Bey».
Una de aquellas gitanas, desgreñada y astrosa como una bruja, salió al paso de los muchachos cuando, ya anochecido, regresaban a casa. Lena retrocedió asustada, abrazándose a Ger. La gitana insistía en echarles la buenaventura y extendía su mano pidiendo, casi exigiendo, unas monedas. Ger aceptó divertido:
—¡Está bien! Vamos a ver lo que nos dice esta faraona. No, primero a la chiquilla —le dijo, depositando en la descarnada mano de la vieja unas monedas de cobre—. ¡Pero cuidado con engañarnos, Pitonisa! Nosotros sabemos también algo de tus malas artes…
La vieja le llamó desconfiado y, tomando la mano de Lena entre las suyas, la retuvo largamente, sin decidirse a hablar. Bajo la luz mortecina del farol que alumbraba aquel trozo de la carretera, la gitana observaba la mano de la muchacha con excesiva atención. Al fin levantó los ojos hasta su cara y volvió a mirar con fijeza la palma abierta. Después habló despacio, con algún recelo:
—¡Sangre!… Veo sangre sobre tus manos, niña. Nadie diría, contemplando esa carita ingenua, que fueras capaz de teñir tus manos con la sangre de un hombre… Y, sin embargo, ¡hay sangre sobre tus manos! Y las manos no pueden mentir. ¡Tú matarás!
Lena miró a su hermano aterrorizada. Ya la expresión que en él sorprendió no era como para tranquilizarla. Ger se había quedado serio. Y estaba palidísimo. A la luz del farol su rostro parecía descompuesto, dibujándose sobre la frente, más profunda que nunca, la arruga circunfleja que Lena ya conocía.
La gitana observaba a los dos con curiosidad. Vacilaba antes de seguir hablando, pero se decidió, al fin, sin dejar de mirar la mano de la muchacha:
—… Como un torrente que se despeña ciego, formando cataratas de espuma, así correrá tu río por los caminos del mundo. Remolinos de blanca espuma ocultando el sucio légamo del río…
Ger, ya impaciente por aquella disparatada profecía, sacudió a la gitana por un brazo, gritándole con rabia:
—¡Vete al infierno, vieja asquerosa! ¡Vieja bruja! ¡Vete al diablo con tu légamo y tu sangre! Vaya unas cosas bonitas que le dices a esta niña… ¿No podías vaticinarle un buen marido?
La gitana, también encolerizada, empezó a insultar a Ger en su pintoresca jerga. Ger levantó la azada, que tuvo, en el aire revuelto de la destemplada noche, un destello criminal. Y la gitana retrocedió de un salto, quedándose agazapada en la cuneta. En la penumbra, sus ojos brillaban como los de una pantera al acecho…
Lena cogió a su hermano por un brazo, arrastrándole hacia la carretera. Y el odio de la gitana se deshizo en gritos, en maldiciones, que aún llovían sobre los muchachos cuando se alejaban del campamento.
—¡Mal ángel! ¡Esaborío! ¡Queré asesiná a una pobre vieja!… ¡Así te coman lo cuervo la s’entraña y se pudran tu hueso sin que nadie puea darle sepurtura!
La imagen de los odiosos cuervos que, según la leyenda familiar, olfateaban la muerte de un Rivero y aquella maldición de que su cuerpo no pudiese reposar en la tierra, volvieron a enloquecer al muchacho, subiéndole la sangre a la cabeza. Tiró la azada y, con las manos crispadas, intentó arrojarse sobre la gitana. A Lena le resultó difícil contener a su hermano, abrazándole por la espalda. Al apretarle los brazos contra el pecho, sintió latir su corazón con una fuerza tal que parecía como si fuera a romperle el pecho.
—¡Oh, Ger, Ger mío! ¿Qué vas a hacer?
—¡Nada!… Nada de importancia. Sólo retorcerle el cuello a esa gallina vieja, para que no vuelva a cantar. ¡Qué los cuervos me coman las entrañas!… ¡Grandísima… asquerosa!
Lena rompió a reír para tranquilizarle. Aunque su risa sonaba forzada, como una moneda falsa cuando salta sobre el mármol, logró calmar a Ger, que no quería aparecer ante los ojos de su hermana como un cobarde.
—¡Ger, querido! ¿Es posible que te asusten esas maldiciones?… ¿Acaso tienes miedo?…
—¿Miedo?… ¡Qué estupidez! ¿Asustarme las maldiciones de una bruja del asfalto? ¡Tendría gracia!… No, no me asustan, pero me molesta…
—¡Vámonos, Ger! No merece la pena que le estemos dedicando tanta atención. Todas las gitanas dicen tonterías y se presentan como hadas espléndidas o miserables brujas, según lo que les paguen. Por treinta céntimos no vamos a pedirle un novio rico y una corona de rey… ¡Anda, vámonos! Esto no tiene importancia…
Ger fingió serenarse. Su hermana tenía razón. Y se dejó conducir por ella, que, al mismo tiempo que hablaba, tiraba de su brazo con fuerza. Tomó otra vez la azada, cogió Lena la cesta y siguieron carretera abajo, camino de la ciudad. No obstante la aparente tranquilidad de Ger, Lena sentía contra su brazo el violento latir de su corazón.
Caminaban despacio, tropezando contra todas las piedras de la carretera. La chica hablaba de cualquier cosa, sin lograr arrancar a su hermano de su abstracción. Cuando entraban en Oviedo la noche había cerrado por completo.
Al atravesar la plaza de Santo Domingo, Ger se detuvo bajo la farola y obligó a Lena a dejar la cesta sobre el pilar. Entonces cogió sus manos y volviendo las palmas arriba las observó despacio. Después las cubrió de besos, riendo ruidosamente.
La risa del muchacho era tan falsa como la risa de Lena cuando ésta intentó romper el sortilegio de odio que en el corazón de Ger habían vertido las palabras de la gitana. En la serenidad augusta de la plazuela, al pie de la austera mole del templo y del convento de los Dominicos, aquella risa forzada, envuelta en supersticiones y temores, sonaba a ligera, ridícula… Al mismo Ger le hizo daño.
—¡Ger! ¿Por qué te ríes? ¿Por qué me besas las manos? —le preguntó la niña, desconcertada.
—Porque me ha hecho mucha gracia esa zorra vieja. ¡Sangre sobre las manos de mi niña! ¡Sangre sobre las manos de «Ranita», que reparte con el gato su desayuno, le envuelve en trapos y flores y le entierra con ternura!… ¿No es una cosa chusca?
Lena guardó silencio preocupada. No era en aquel momento la atolondrada niña que impacientaba a la señora Rivero. Sus facciones parecían habérsele alargado y se contraían en un rictus doloroso. Sentía la piel tirante como si acabara de lavársela con agua fría. Su rostro, ante la evocación de la gitana, cobró la expresión cansada de una mujer madura, para la que la vida no tiene ya secretos. Ger la observaba con curiosidad y acabó por tomar entre sus manos la cara desencajada de la muchacha.
—¿Qué dices, Lena?
—Digo que eso no significa nada, querido. También tú has enterrado con ternura a nuestro «Kedi-Bey» y unos minutos más tarde estuviste a punto de golpear mortalmente a una pobre vieja.
—¡A una víbora!
—¡A una vieja! —insistió ella—. La gitana no ha dicho si ese hombre que manchará mis manos será también una víbora.
Ger la cogió por un brazo y la miró a la cara, sorprendido por lo acertado de la observación.
—Tienes razón, «Ranita». Tienes razón ¡Qué cosa tan curiosa es el alma humana!… ¡Qué extrañas reacciones y qué sorpresas nos proporciona a veces! Es terrible y magnífico a la vez no saber nunca a qué extremos puede llevarnos…
Puesto que Ger se había calmado y el campamento de los gitanos estaba lejos, podía quitarse la careta de su despreocupación y hablarle francamente de sus temores:
—Escucha, Ger querido, ¿puedes imaginarte a cualquiera de los chicos de tío Pedro caminando por las calles de Oviedo con una azada sucia al hombro y un gato muerto metido en una cesta?
Esta vez Ger rió francamente.
—¡Vaya una ocurrencia!… Eso es una cosa absurda.
—¿Absurda?… Tú y yo acabamos de hacerla. Los chicos de tío Pedro no la harían. Ni los de tío Fernando. Ni los de tía Teresa. Ningún Quintana lo haría. Tampoco serían capaces de…
Ger le tapó la boca con las dos manos.
—¡Cállate! ¡Te lo suplico!… En fin… tienes razón. Lo que me extraña es lo acertado de ese razonamiento, a tus doce años.
—¡Pronto cumpliré los trece!
—Es igual. Según eso, nuestros distinguidos primos no serían capaces nunca de…
—No. ¡Claro que no! Son demasiado sensatos, demasiado equilibrados para dejarse arrastrar… A ellos no les cegará nunca la pasión.
—A veces, Lena, no es la pasión o el temperamento lo único que determina nuestros actos. Están también las circunstancias… —trató de explicar Ger.
Pero se detuvo. Comprendió que iba a razonar en falso. Cierto que las circunstancias determinan con frecuencia nuestras acciones —pensó—, pero también es verdad que, en las mismas circunstancias, ante los mismos estímulos exteriores, dos personas reaccionarán de modo diferente, según su temperamento, su carácter, su educación… Allí estaban ellos mismos como ejemplo.
Lena tomó su cesta y cogiendo a Ger del brazo le obligó a seguirla.
—Vamos, Ger. La señora Rivero va a enfadarse si llegamos tarde a casa.
Reanudaron el camino y la conversación, tratando de apartar de sus mentes el pensamiento que seguía martilleándoles. Pero ya en el Postigo, cerca de casa, exteriorizó Lena de nuevo su obsesión, y comentó en voz alta siguiendo el curso de su pensamiento:
—No, Ger… No han sido las palabras de la gitana. Desde que papá… en fin, desde que papá se fue, desde que se fue Heidi, he pensado mucho sobre esto. Nosotros, los Rivero…
Ger se encogió de hombros y trató de bromear, para alejar la preocupación de su hermana, que era, en parte, su propia preocupación:
—¡Nosotros, los Rivero!… ¡Nosotros, los Rivero!… Estoy seguro de que tú también has desempolvado nuestra vieja leyenda y vas a dejarte influir por ella de una manera tonta. Esta noche soñarás que eres la protagonista de una película de amores y traiciones… Y lo terrible es que vas a meterme a mí en el lío, obligándome a luchar con tus fantasmas y a caer en el campo del honor con el corazón partido por un balazo.
Lena, lejos de reír, meneó la cabeza con tristeza.
—Sin embargo, querido, durante varias generaciones se ha venido cumpliendo la maldición…
—¿La maldición?… ¿Qué maldición ni qué centellas? —protestó Ger, entre irritado y divertido—. ¡Cuidado, mucho cuidado, señorita, con dejar desbocarse la fantasía!… Los Rivero somos así… porque… somos así. Sin arreglo posible. Aceptemos que somos una familia un poco… extraordinaria. Un poco pintoresca, si tú quieres. Y admitamos que nuestra inquietad se ha transmitido de generación en generación, como se transmite una enfermedad hereditaria…
—Entonces, esa leyenda…
Ger apretó los labios, y al hacerlo, el circunflejo se marcó sobre su frente en un profundo surco.
—¡Bah! En eso no hay más que una cosa cierta. Una verdad que no ha fallado nunca: que los Rivero somos muy machos. ¡Muy machos!, ¿sabes, nena?… Y nos gusta morir con las botas puestas.