XII

OVIEDO crecía en aquella época lentamente.

Quien se ausentase de Oviedo un par de años, apenas advertía a su regreso ligeras transformaciones: el antiguo Paseo de los Álamos, convertido en un pequeño bulevar; el edificio de la Central Telefónica Automática, levantado sobre las ruinas de la antigua Fortaleza; la Casa de Caridad; el ensanche de la Plaza de la Catedral, que había derribado las pintorescas calles de soportales y se había tragado la típica calle de la Platería… En general, su transformación era lenta y la principal, la única arteria llena de vida, continuaba siendo Uría, con su aspecto de calle moderna. Las demás parecían dormitar en un letargo de siglos, sin atreverse a rebasar mucho el antiguo espacio de sus murallas. La ciudad bienamada de los Reyes Caudillos, que seguía apretándose en torno a la Catedral, como en sus tiempos primitivos.

La leyenda y el milagro, rodando desde las altas cumbres de Covadonga, se enseñorean de la ciudad dormida entre las brumas y asaltan sus palacios y caserones. No hay en Vetusta una calle, un palacio, o un rincón, que no estén amparados por un escudo, que no tenga una leyenda… Las cuentan desde las torres de los campanarios, con sus lenguas de bronce; las fuentes las comentan en voz baja, con suave chichisbeo; las beatas las traen y las llevan por las iglesias y los hogares; constituyen el comentario de las tertulias…

Pañales de leyendas, gestas heroicas, pequeños chismorreos. Oviedo tiene la infancia triste de las viejas ciudades medievales, cargadas de tradición y de señorío. La fundación de la Universidad le proporciona una adolescencia culta. Cabeza de distrito universitario, recoge a la juventud del Principado y del antiguo reino de León, y la ciencia y el amor empiezan a pasear del brazo por las estrechas y húmedas callejuelas, bajo los soportales del Fontán y de la Plaza de la Catedral, por el Paseo de los Álamos, que bordea al recién nacido parque de San Francisco.

Tertulias literarias. Librerías. Nuevos centros de Enseñanza. Prensa local. Teatros… El movimiento cultural se extiende, pero no rompe el compás de una ciudad que crece lentamente, bajo la niebla espesa de su cielo plomizo.

Todavía durante los primeros veinticinco años del siglo actual, conservaba Oviedo la vieja estampa de una histórica ciudad dormida, que no acababa de incorporarse al ritmo acelerado de la vida moderna. Lentitud, sueño, desgana, parecían ser el lema de la ciudad. Se planeaban mejoras; se hablaba de la construcción de grandes barriadas obreras; se tenían en cartera proyectos de ampliación y embellecimiento, siendo el más importante el de la autopista Oviedo-Gijón, pero la ciudad aún no se había decidido a sacudir su modorra y trepar, en simpática rebeldía, por la falda del Naranco, ni a asomarse descaradamente a la carretera de Castilla. Pasear por la hoy hermosa avenida de Galicia era ya «salir al campo». El parque de San Francisco y la calle de Uría condensaban la vida y el movimiento del Oviedo moderno. Las demás calles parecían dormitar en suave somnolencia, recostadas en el Oviedo antiguo, dejando al tiempo ennegrecer las fachadas de piedra de sus palacios y cubrir piadosamente, con su pátina, las desconchadas paredes de sus casucas centenarias… Viejas calles, que como todas las calles viejas de ciudades centenarias, tienen nombre de santos, de gremios o de elementos: calle de la Platería, de Santa Ana, de la Herrería, Rúa, Cuatro Cantones, San Antonio, Trascorrales, Ecce-Homo, Salsipuedes, Corradas del Obispo, San Vicente, Magdalena, calle del Sol, de la Luna, del Águila… Calles comunicadas entre sí por estrechos pasadizos, travesías, escaleras… La niebla envuelve con demasiada frecuencia estas calles, apenas visitadas por el sol, y la humedad desconcha la pintura apagada de sus fachadas, sobre las que campean grandes letreros: «Cerería de Fortunato. Votos de cera, velas, estampas…» «Funeraria de Manolo. Gran surtido de ataúdes. Pompas fúnebres. Iguala». «La Victoria. Objetos religiosos. Ornamentos de Iglesia. Trajes talares…» A la sombra de la Basílica y de las antiguas parroquias de San Isidro, San Tirso y La Corte, florece el lucrativo comercio de objetos religiosos y las estrechas rúas tienen olor a cera, a incienso, a santidad.

Junto a las tiendas de objetos religiosos, abren también sus puertas las de semillas y hierbas medicinales, queserías, tahonas, colchonerías… En medio de las calles juegan los niños, sin temor a verse arrollados por los escasos vehículos que por ellas transitan. En algunas, como la calle de San José, era tan raro que pasase un coche, que los vecinos se asomaban a los balcones con curiosidad cuando sentían, sobre los cantos rodados del pavimento, el ronquido intermitente de un motor.

A la calle de San José, precisamente, se trasladaron los Rivero cuando tuvieron que abandonar la casa de la calle de la Universidad.

El que dijo que el hombre era el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, sin duda se refería también a la mujer. Porque la señorita Quintana, no dos veces, sino cuantas veces salía de casa, tropezaba con todas las piedras de la calle de San José y enganchaba los tacones en las anillas de las escaleras de la casa que los Rivero ocupaban.

Era ésta un edificio antiguo, sin estilo arquitectónico definido, pero con ínfulas de casa solariega. Un caserón convertido en casa de vecindad, que aún conservaba sobre las escaleras —para orgullo y tormento de los vecinos— ciertas anillas doradas y algún que otro barrote de los que en otro tiempo, ya lejano, sujetaban sobre ellas la gruesa alfombra. Anillas y barrotes que parecían tener imán o alguna poderosa fuerza atractiva respecto a los tacones de la pobre señorita Quintana. Siempre subía quejándose de aquel impedimento que le salía al paso cuando llegaba del mercado o de la iglesia, únicas salidas que tía Mag hacia desde que Heidi se había ausentado. Los cantos de la calle y las losas rotas de las aceras torturaban a sus pies tanto como a su espíritu la ausencia de la calle de la Universidad, con su alegre vecindario de estudiantes y modistillas, comercios, hoteles… En una palabra: vida. La calle de San José era una calle dormida. Lena la había llamado, desde el primer momento, «la calle Muerta». Una calle sin tránsito, sin comercios, casi sin edificios. Rejas, tapias… La casa de los Rivero estaba situada entre el convento de «los Verdes» y el de las Madres Agustinas. La campana de las monjas metía constantemente, por los balcones de la casa, su monótono tañido: ¡dan, dan, dan!… Y la calle de San José, sin sol, sin movimiento, acunada por el posar de las campanas, permanecía aletargada sobre un regazo de redondos cantos y losas desgastadas.

La casa era también triste. Demasiado grande para la familia. Sus salones parecían empapados de humedad y el papel de las paredes tenía el tono descolorido de las cosas muertas. Un amplio patio de luces evitaba los interiores oscuros y restaba también oscuridad al largo pasillo doblado en Z, y poblado para Lena de invisibles fantasmas. La única pieza alegre de la casa era la galería. La calle del Paraíso, a un nivel muy inferior a la de San José y casi desprovista de viviendas, permitía a los escasos vecinos de la acera izquierda contemplar el extenso valle de Oviedo, como si viviesen en pleno campo. Cuando la niebla o la lluvia no lo impedían, la señora Rivero, instalada en su butacón de cuero, con su pierna descansando sobre una tarima, se entretenía en acechar el paso de los trenes que, de cerca o de lejos, cruzaban ante el marco de las ventanas. El del Norte, cuando venía de la costa. El de Santander, que aparecía a lo lejos, de Este a Oeste, siguiendo la trayectoria del sol. Y el pequeño ferrocarril Vasco-Asturiano, moviéndose gracioso como un tren de juguete, debajo, casi, de sus ventanas…

Aquel fue, durante largo tiempo, su único entretenimiento. En la casa de la calle de San José no había visitas. No había tertulias. Los amigos de los Rivero habían desertado en masa cuando «La Uva de Oro» dejó de ser un lugar de grato y económico entretenimiento. La redonda barriga del señor de Girald no volvió a dilatarse en oleadas de risa en sus tertulias, porque a su propietario le pareció conveniente dejar de frecuentarlas.

—Ya ve usted, querida amiga, que las cosas han cambiado. «La Uva de Oro» era un establecimiento donde entraba y salía gente constantemente. No había lugar a murmuración. Pero en adelante… ya me comprende… Una viudita relativamente joven y bonita… Un caballero casado, en buena posición… La casa no es muy céntrica… En fin, en fin, querida, usted ya me comprende. Hay que evitar a toda costa que la murmuración empañe su honra. Más que nunca debe velar por ella la madre que tiene hijas casaderas. Sara Montoya comentaría, la primera…

Sara Montoya buscó también una disculpa para dejar de frecuentar la casa:

—Hija mía, está tan lejos… Habéis venido a vivir a la Patagonia. ¡Qué horror!… Creí que no acababa nunca de llegar. Antes, cuando vivíais en la calle de la Universidad, os encontraba al paso, pero ahora… ¿Y este horrible empedrado?

Los mellizos «Blanco y Negro» alegaron una disculpa mixta: evitaban también toda murmuración y encontraban alejado del centro el nuevo domicilio. Ítem más: el «Gemelo Blanco» confesó ingenuamente que desde que Heidi había desaparecido del horizonte «La Uva de Oro» había perdido su principal atractivo.

En cuanto a la familia… ¡Pchs!… Siempre resulta molesto tener que arrimar un hombro a una pared que se derrumba y «La Uva de Oro» se había derrumbado estrepitosamente. ¿Pretexto para alejarse del hundimiento antes de verse sepultados entre los escombros?… ¡Ger! Allí estaba Ger, con su estúpida rebeldía y sus ideas revolucionarias. Si la señora Rivero no podía dominarle, bien harían los demás apartándose a un lado y dejándolo hundirse definitivamente.

Y en verdad que no resultaba grato frecuentar una casa donde las cosas marchaban mal, tal vez porque el orden no había reinado nunca en ella y la fatalidad había marcado a la familia con su dedo.

La señora Rivero sufrió aquella decepción en silencio, y aún disculpaba a sus amigos, negándose a encajar el golpe:

—Las cosas han cambiado. Ahora vivimos tan lejos… Además, la murmuración…

—¿La murmuración? —gritaba Ger irónico—. ¡Qué más quisiera ese botarate de Girald que la gente comentase y le tomase por el protagonista de una intriga amorosa!… Si en verdad le importase tu buena fama, no habría echado a rodar la bola. Todos sabemos lo que ocurre con la bola de nieve… Aunque también sabemos todos que la honra de una Quintana no se empaña aunque aliente sobre ella la ciudad entera.

Tía Mag se santiguaba sin comprender exactamente el significado de aquellas palabras.

—Nuestro Ger tiene razón —decía—. La bola de nieve crece cuando va rodando. ¡Jesús, dulce Jesús!… No sé por qué se ha de echar a rodar la bola.

—Y a tu querida Sara —preguntaba Ger, implacable— ¿también la asustan las murmuraciones?… ¿Y a la familia X, o a la familia J?… Mi querida señora Rivero, no nos engañemos. Esta sucia desbandada de tus amigos tiene otro motivo. Otro motivo que conocemos todos: nos saben pobres. Completamente arruinados. Y temen que de una manera u otra solicitemos su ayuda.

Y Ger tenía razón. Lo temían porque desconocían la psicología de las señoras pobres de la clase media. El aristócrata arruinado da sablazos a sus amistades, consciente de que su aristocracia no va, por ello, a regateársele. Las damas de la alta esfera deben a sus joyeros, a sus modistas, a sus peleteros, con la alegre despreocupación de su aristocracia. El obrero tiende su mano sin pudor, porque pedir es habitual en él. Pide desde la tribuna, desde el mitin de propaganda electoral, desde la Prensa… Reclama con sus huelgas lo que, justamente, llama sus derechos. Pedir, pedir, pedir siempre… Las mujeres del pueblo piden prestado a sus vecinas y proclaman sin recato a los cuatro vientos sus necesidades. La clase media, no. En todo caso, pide de una manera vergonzante: una recomendación… una credencial… En contados casos se atreve a solicitar un crédito. Teme perder su señoría en precario, que a veces la coloca en situaciones harto delicadas. «Que no sepan»… «Que no digan»… «No vayan a creer»…

El pudor de la pobreza, que tanto se ha dado en ridiculizar como orgullo infundado —y a veces suele serlo—, hubiese impedido siempre a la señora Rivero descubrirles a sus amigos la verdadera situación de la familia. De haber continuado visitando la casa, la señora Rivero les habría obsequiado con su copa de jerez y sus galletas, con la misma sonrisa amable, con la misma cariñosa insistencia, con la misma prodigalidad tan criticada con que regalaba a sus clientes un puñado de caramelos —la ganancia, decía la gente—, porque con ello demostraría, como hacía tras el mostrador, que seguía siendo una señora.

Pero los buenos amigos de los Rivero iniciaron la huida antes de que el árbol cortado cayese al suelo y pudiese alcanzarles.

Todos, no. Los Jáuregui los visitaban de cuando en cuando, aunque sus visitas eran más espaciadas cada día, debido a las ocupaciones del capitán. También el comandante Data permaneció leal a los Rivero. Él, como el «Aguilucho», había volado muy alto, y a pesar de ello —tal vez por ello— conocía el valor de la amistad sincera y no desdeñaba el acudir puntualmente todas las tardes al hogar del amigo desaparecido.

Llegaba, como siempre, a la hora de encenderse los faroles, más tarde o más temprano, según la estación, dando por terminado su paseo por los alrededores de la ciudad. Redondo, cachazudo, golpeando rítmicamente el suelo con su bastón, se acercaba al hogar de los Rivero. Lena le aguardaba en el balcón, como una novia impaciente. Cuando le veía asomar por lo alto de la calle, corría a la galería a dar la noticia y preparaba la mesa en el saloncito de la señora Rivero. Después volvía al balcón y, si el comandante había entrado ya en el portal, salía a abrirle la puerta antes de que llamase y le precedía a lo largo de aquella absurda Z que era el pasillo, conduciéndole a la presencia de su madre.

—¿Jugamos, mi comandante? —le preguntaba Lena, sentándose a la mesa la primera.

Data asentía, sonriente:

—Está bien, niña. Jugaremos un rato, si tu madre quiere. Pero conste que le tengo un miedo horrible a este diablo de muchacha. Me gana siempre. Juega como un profesional. Hasta en eso ha salido a los Rivero. ¡Condenada criatura!…

Lena jugaba bien, aunque no tanto como Data pretendía. Cuando la puesta ascendía a una cantidad digna de tenerse en cuenta, Data fingía ponerse nervioso y perdía la partida. Esto solía suceder cuando jugaban solos. Porque cuando se jugaba por parejas, el comandante y la señora Rivero ganaban alguna vez frente a María y Lena, ya que todo quedaba en casa y no había que hacer concesiones disimuladas en jugadas torpes. ¿Quién iba a sospechar el gesto caballeresco del viejo militar?

Sí, el comandante Data supo llevar más allá de los límites de la muerte la sincera amistad que le había unido en vida al «Aguilucho».

Los demás… Muchas eran las personas que, al cabo de cierto tiempo de abandonar los Rivero «La Uva de Oro», se preguntaban indiferentes: «¿Cómo? ¿Pero es que existe aún esa familia? Parecía que la tierra la había tragado…»

—Santo Tomás, ver y creer —suspiraba tía Mag, acongojada, mientras revolvía su saco de refranes—. Al árbol caído todos le dan con el pie… Fíate de los amigos, que ya te darán el pago.

En efecto, parecía que la tierra había tragado a los Rivero desde que se confinaron en el viejo caserón de la calle de San José. Esta vez el naufragio había sido más completo. Un naufragio total, sin posibilidades de recuperación. Y puesto que los amigos se habían alejado voluntariamente de ellos, no había motivo para exhibir en público su posición difícil.

La señora Rivero, después de haberse deshecho, precipitadamente, de cuanto había en el comercio, para liquidar las cuentas y poder instalarse en un modesto piso, no pensaba en volver a establecerse, cosa, por otra parte, que nunca le había agradado. Pero sin más ingresos que la beca que Ger disfrutaba como estudiante y la pequeñísima pensión de la señorita Quintana, las restricciones que tenían que imponerse hasta que el muchacho terminase la carrera eran grandes. Empezaron por despedir a Petrona. La criada era un lujo que no podían pagarse. Y después de la criada, prescindieron también de la lavandera. Y de la costurera. Y de la planchadora… Tía Mag iba asumiendo aquellos cargos, ayudada por las niñas en la limpieza, en el planchado y en el cosido de la ropa. En las faenas más rudas no las dejaba nunca intervenir, para que no se estropeasen sus finas manos.

Las restricciones alcanzaron también a la comida. Se había acabado el bajar a la tienda y hablar directamente con los sacos de azúcar, de arroz, de garbanzos o de café, con los que la señorita Quintana se tuteaba. Y se acabó también la caja abierta, la caja inagotable. Y, los jueves y domingos, el mercado, con las repletas cestas que Petrona llevaba a casa con dificultad.

Los muchachos aprendieron por aquel tiempo muchas cosas útiles que hasta entonces habían ignorado: a apagar las luces cada vez que iban de un lado a otro de la casa; a utilizar, para lavarse, el agua que un gran balde recogía en la pila, hilo a hilo, para que no corriese mucho el contador; a reparar cualquier pequeña avería que se produjera en las cañerías, en las fallebas de las ventanas, en los muebles, en la loza… Y aprendieron, sobre todo, algo muy importante: a no quejarse de todo. A no protestar por nada. Por lo menos en presencia de su madre, que continuaba enferma y agotada, más por el sufrimiento moral, que por el físico que la pierna le proporcionaba.

Tía Mag, sin tratar nunca de desentrañar la esencia íntima de las cosas, procediendo generalmente de una manera automática y un poco rutinaria, fue aprendiendo el camino del Monte de Piedad y de las casas de compraventa, que, poco a poco, se iban a tragar las joyas de la señora Rivero, la hermosa vajilla inglesa, la plata, los cuadros, las porcelanas, en fin, cuanto de algún valor había en la casa.

Todo para conservar aquella apariencia de señoría, para que Ger acabara de hacerse un hombre, para que las muchachas no tuvieran que salir a la calle a ganarse el pan como las chicas de la portera.