LENA Rivero sabía ya por experiencia que en la vida hay unas fechas que se destacan de otras como la noche del día. Las jornadas van deslizándose tristes o venturosas, en una suave monotonía, como el latido de un corazón normal: Tac, tac, tac… De pronto, parece que el corazón da un salto. Que se detiene… Y al fin recobra su ritmo: tac, tac… El calendario, corazón del tiempo, como una vieja beata las cuentas de su rosario, hace discurrir los días entre sus ancianos dedos. De pronto llega «un gloria». Sus dedos se detienen. Y un día, que asomó tímidamente entre los días, empieza a destacarse, a crecer, a teñirse de rojo, como las cifras que señalan los días festivos. Al fin se queda anclado en el calendario. Son esas fechas que se recuerdan siempre, aunque el tiempo y la ausencia pretendan sepultarlas en el olvido.
En el corto rosario de sus días ya se habían deslizado varias fechas de relativa importancia —la muerte del «Aguilucho», la huida de Heidi, el día que los granados florecieron debajo de su ventana—, cuando llegó otra fecha decisiva. Una fecha que cayó sobre «La Uva de Oro» como un mazazo.
Sin embargo, aquel día se había presentado ante los Rivero disfrazado de día ordinario. Lena asistió, como todas las mañanas, a sus clases de piano en la Academia Provincial de Bellas Artes, que aún no tenía categoría de Conservatorio. Y al mediodía regresó a su casa, canturreando. Las horas que pasaba en la Academia le resultaban muy gratas.
Al llegar a la plazuela de Riego, se detuvo a saludar al viejo amigo. La estatua del revolucionario le era tan familiar y tan querida como la del Inquisidor, aunque su pedestal no resultase tan fácilmente accesible… Siempre llegaba algún guardia a tiempo para impedir el asalto a la verja y jardines que la rodeaban. Por cierto que los jardines de Riego traían intrigada a Lena. No se explicaba el motivo de que aquellos minúsculos jardines se encogiesen o estirasen cada vez que cambiaba el Ayuntamiento. Si los jardines ocupaban todo el centro de la plazuela, el alcalde que entraba pensaba en la conveniencia de reducirlos, para dejar más franco el paso a los coches. Ahora bien, si la estatua de Riego se aburría encerrada entre las verjas, como en una jaula, el nuevo alcalde, pensando en el ornato de la ciudad, le devolvía sus jardines. Lena ignoraba entonces que todo alcalde que se precie de serlo debe demostrar su celo por las obras públicas, aunque sea desempedrando una calle, para volver a empedrarla bajo su mandato. Tal vez el encogerse y estirarse de los jardines de Riego tuviese otro motivo. Fuese éste cual fuese, Lena lo ignoraba, y para ella el pedestal de Riego estaba sólo más o menos accesible… Aquella mañana, además de un jardín, lo rodeaba un guardia y Lena tuvo que limitarse a saludar a su amigo con la mano y a continuar su camino.
Al entrar en «La Uva de Oro» observó, inmediatamente, que sucedía algo raro. Su madre estaba sentada ante el escritorio, con las manos caídas sobre el regazo. Tenía un gesto de cansancio, de aplanamiento, desconocido en ella. A través de la vidriera del escaparate, contemplaba la calle. Tía Mag, también fuera de su costumbre, estaba en pie detrás del mostrador y suspiraba de vez en cuando profundamente. Cuando Lena entró en la tienda y saludó a su madre, ésta se sobresaltó, como si estuviera ausente. Sin contestar a su hija, dijo a tía Mag en voz alta, como siguiendo el curso de su pensamiento:
—Sí. Iré a ver un abogado esta misma tarde. No pueden arrojarnos a la calle de esta manera. Tres meses… ¡Criminales!… Y siendo ellos los causantes de nuestra ruina. ¡Señor, Señor… si parece que la gente no tiene entrañas!
Lena se acercó a tía Mag, interrogando:
—¿Qué le sucede a mamá?
La señorita Quintana, a punto de estallar en un sollozo, le contestó en voz baja, como se habla en la alcoba de un enfermo desahuciado por los médicos:
—Tenemos que irnos, Lenita. Tenemos que irnos… Van a derribar la casa.
—¡Nuestra casa! —añadió la señora Rivero con orgullo—. Nos quitan algo tan nuestro como el dinero que nos robaron del Banco.
Lena se encogió de hombros. La noticia no le causó sensación. «Los Rivero se trasladan de casa»… Bueno, ¿y qué?… ¡Cuánta gente se traslada de domicilio! Heidi se habría ocupado, inmediatamente, de redactar los tarjetones —cartulinas color hueso, ribeteadas en oro— participando a amigos y clientes aquel traslado. En todo caso, hubiese lamentado que los balcones del nuevo piso no se abriesen, como los que dejaba, sobre la misma puerta de la Universidad…
Sin concederle gran importancia al hecho, subió al cuarto de Ger a comunicárselo. El muchacho se encogió también de hombros al saberlo.
—Bien. ¿Qué importancia tiene?… La señora Rivero de todo acostumbra a hacer una tragedia. ¿Disgustarse por ello? ¡Qué tontería!… Las mudanzas son convenientes en la vida de una familia. Lo ha dicho no sé quién. Tal vez porque al trasladarse de domicilio aparecen los objetos perdidos, los muebles se limpian y se reparan y los espíritus se rejuvenecen. La sensación de emprender una nueva vida compensa de los gastos y las molestias que la mudanza ocasiona.
A Lena le agradaba la opinión de Ger. Desde luego, estaban de acuerdo. ¿Y María? ¿Qué opinaría María?
Corrió a darle la noticia. María estaba ya enterada y mostraba su habitual resignación:
—Dios está en todas partes y en todas partes vela por nosotros. ¿Por qué hemos de lamentar una cosa que no tiene importancia?… Este apego a las cosas terrenales demuestra que no sabemos levantar los ojos al Cielo y pensar que nuestra vida es tránsito y no morada.
Lena pensó que María tenía también razón. Tenían razón Ger y María, cada uno desde su punto de vista. «La Uva de Oro» era sólo una estación. Una estación del camino. Y había que tomar el tren a toda prisa, para no quedarse en tierra.
Poseída de fiebre de movimiento, de cambio de postura, de novedad, Lena Rivero subió a la habitación de Heidi, que entonces era la suya, dispuesta a empaquetar todas sus cosas, a desarmar los muebles, a embalar cuadros y espejos…
La fiebre de actividad que se había despertado en ella con la noticia sólo se vio calmada cuando gastó gran parte de sus energías. Ya había descolgado de las paredes cuadros y adornos, ya había sacado del armario sus vestidos, ya había desarmado el tocador de Heidi, cuando vino a darse cuenta de que aún tenía tres meses por delante. Tres meses, es decir, todo el verano, para embalar los muebles y preparar la mudanza.
Anonadada, sentóse sobre el suelo y, después de un breve descanso, volvió a colocar las cosas en su sitio: los visillos en los balcones, los cuadros en las paredes, la ropa en el armario… ¡Qué grande le parecía el armario sin la ropa de Heidi!… Mientras la guardaba, a Lena le parecía que Heidi no se había ido. Que estaba paseando por el Bombé y podía regresar a casa en cualquier momento. Algunas veces, era tan real esta sensación, que se asomaba al balcón esperando verla doblar la esquina de San Francisco, o aparecer a lo lejos, por la calle de los Pozos. Pero era el caso que Heidi ya no volvería más.
Una mañana, dos meses antes, al regresar de sus clases en la Academia, la había sorprendido una pequeña revolución en su cuarto. En el centro de la estancia estaba el baúl de Heidi, hasta entonces arrinconado en la bohardilla. El baúl estaba limpio y en su interior iba depositando tía Mag las cosas que habían pertenecido a Heidi. La ayudaba María, doblando con cuidado su fina ropa y empaquetando minuciosamente los objetos que pudieran deteriorarse.
—¿Dónde está Heidi? —había preguntado Lena emocionada.
Tía Mag le contestó, limpiándose las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
—Se nos va, Nita. Se va muy lejos. No volveremos a verla.
—¡Pues yo quiero ver a Heidi! ¡Quiero verla! ¡Quiero despedirme de ella! —gritó Lena, descompuesta, sintiendo que sus mariposas negras iban a proporcionarle un mal rato.
—Heidi hace ya muchos meses que ha muerto para nosotros —dijo María, suavemente—. ¿Por qué llorarla de nuevo?… No pensemos más en ella.
Y después, dirigiéndose a tía Mag:
—Toma. Guarda esta pila de agua bendita, que también es suya. Su pila de colegio. Para que la acompañe. ¡Ella sí debe acordarse de nosotros! Quiera Dios que no se haya perdido todo.
Petrona ayudó al nuevo criado de la tienda a bajar el baúl, y Lena bajó tras ellos, deseosa de saber otras noticias de Heidi:
—¿Es cierto que se va Heidi, mamá? —preguntó sollozando.
La señora Rivero eludió la respuesta:
—Límpiate las narices, hija mía. No sé cómo te arreglas para tener siempre la cara churretona… Y ahora sube a tu cuarto y ponte a trabajar. Ya te he dicho muchas veces que no me gustan las chiquillas ociosas.
Nadie volvió a hablar de Heidi desde aquel día. En realidad no se la había vuelto a nombrar desde que se había ido. Sin embargo, tía Mag y los muchachos pensaban que un día cualquiera Heidi podía aparecer, ocupar su habitación, como si no hubiese pasado nada y contarles una historia más o menos bonita, a propósito de su desaparición. Entonces volverían las aguas a su cauce y, como antaño, resonaría por toda la casa la alegre risa de Heidi.
A partir de aquel día, Lena tuvo la certeza de que Heidi no volvería jamás. Las primas le dijeron una tarde que tío Pedro la despidió en El Musel, cuando Heidi se embarcó rumbo a América. Y Lena comprendió. Debió de haberlo pensado así, desde el primer momento: A Heidi se la había llevado el mar…
Colocando sus ropas en el armario, iba recordando Lena la escena del baúl y la desagradable impresión que le había causado. Heidi se había ido aquel día definitivamente.
Al llevarse cuanto le pertenecía, su presencia había ido convirtiéndose en ausencia. Sin embargo, la pequeña no logró sacudir su influencia por completo hasta tres meses más tarde, cuando dejó la habitación que habían compartido.
Tres meses que transcurrieron para ella muy lentamente. Tres meses, en verdad, eran muchos meses para medir la impaciencia de una muchacha irreflexiva, que halla gusto en la novedad, en el cambio de postura. Pero resultaban breves para tratar de apuntalar la ruina de una familia que se derrumbaba como una vieja pared.
—Señora, créame que lo lamento mucho… Sinceramente lo siento, pero ya no es posible aplazar las obras ni una semana más. La casa ha sido declarada en ruinas, amenaza derrumbarse cualquier día y… y puede usted suponer la enorme responsabilidad que me cabría, como arquitecto municipal, si ocurriese una desgracia… Por usted, por sus hijos… Por su bien y por sus intereses le aconsejo…
—¿Por nuestros intereses dice, señor Merelo?… Nos echan a la calle, sabiendo que no tenemos otro medio de vida que el comercio, y ¿habla de nuestros intereses?
—¡Señora!…
—No por nuestros intereses, sino por los intereses del propietario, que desea explotar las ventajas de un sitio céntrico, declaran la casa en ruinas y arrojan a la calle a una familia… Está bien. Yo no vengo a pedirles que nos permitan continuar habitando el inmueble. Lo que hago es suplicarles nos concedan un nuevo plazo que me permita instalarme en otro local.
—Se le han dado tres meses.
—Insuficientes, señor Merelo. Insuficientes. Usted lo sabe bien… No resulta muy fácil encontrar un local con vivienda y al precio que hoy alcanzan los alquileres. Dos rentas… ya ve usted.
—Repito que lo lamento mucho, mi querida señora. Me unió una buena amistad al señor Rivero y quisiera poder servirla, pero… ¡no puedo! No puedo, créame usted. No puedo y lo lamento sinceramente.
—¿Que no puede?… Ya le he dicho que sólo solicito un nuevo plazo. Hace tres meses han declarado la casa en ruinas y aún no se ha derrumbado. Yo creo que en un mes…
—Señora, le repito que no puedo complacerla. El asunto no depende ya de mí. Dentro de un par de días pondrán la valla y comenzará el derribo. Esta es mi última advertencia.
—Así, pues, ¿nada queda ya que hacer?
—Nada, señora Rivero. Se le ha dado ya un plazo prudencial, y el plazo se ha agotado. Lo sensato ahora es que saque usted sus muebles, antes de que se los pongan en la calle.
—Tal vez teniendo en cuenta que mi marido se ha arruinado en la quiebra de la «Banca Bonet» y que los herederos del señor Bonet son los actuales propietarios de la finca…
—Legalmente, no podemos alegar eso.
—Pero una indemnización…
—No pensemos en ella. He estudiado su caso con detenimiento y nada encuentro legislado en ese sentido. Cabe sólo apelar al buen corazón del casero. Si él quiere voluntariamente costearle los gastos de la mudanza…
La señora Rivero se irguió orgullosa.
—¡Caballero!… Gracias por el consejo. Pero aún no hemos llegado al extremo de tener que mendigar una limosna. ¡Buenas noches!
—¡Señora!… Por favor, perdone… Mis honorarios… Cien pesetas…
—¿Cómo dice?… ¿Cien pesetas?… Pero…
—He estudiado su caso… La consulta… Es la costumbre.
—¡Oh!, perdone, por favor… Estaba tan aturdida… Pero me parece que no llevo esa cantidad ahora. Si en casa, desde luego… Envíeme el recibo. Le daré un cheque. Tenemos cuenta corriente en el Banco Asturiano. ¡Qué imprevisión la mía! Estaba tan aturdida…
—No es posible en tan corto plazo. ¡Cuarenta y ocho horas!… En fin, puesto que ya no queda otro resorte que tocar, apelando a sus buenos sentimientos, a su buen corazón, le agradecería…
—¡Señora!… Si los caseros tuviésemos el corazón de manteca, dejaríamos de serlo en seguida. Y tendríamos que andar de casa en casa, suplicando, como una viuda menesterosa…
Por fortuna, el accidente no tuvo mucha importancia. La señora Rivero llegó a su casa en un coche, pero pudo apearse sin ayuda de nadie y entró en la tienda haciendo esfuerzos para mantenerse erguida.
Sólo cuando se desplomó sobre la butaca del escritorio, se dieron cuenta los muchachos de que su madre no se encontraba bien. Estaba más pálida que de costumbre y trataba de sacar el zapato de un pie monstruosamente hinchado. Ger se precipitó a ayudarla.
—¿Te has caído, mamá? ¿Qué te ha pasado?
—Pues… sí. Sí. No ha sido nada importante —dijo reprimiendo un grito de dolor—. Creo que me he torcido un pie… Tal vez roto… Será mejor que llamemos a un médico. No es cosa de perder tiempo, ahora que tanto lo necesitamos.
Tía Mag acudió en seguida, avisada por Lena, y comenzó a lamentarse y a sollozar, mientras buscaba en su costal de refranes algo que aplicar al caso:
—¡Era lo que nos faltaba, Jesús, Señor!… «Al perro flaco todo se le vuelven pulgas».
La señora Rivero la contuvo con un gesto de fastidio:
—¡Por favor, no empecemos con lamentaciones!… No podemos perder tiempo. Tenemos cuarenta y ocho horas para abandonar la casa.
—¡Cuarenta y ocho horas! —sollozó tía Mag, sin darse perfecta cuenta de los días que aquellas horas entrañaban—. Tendremos que leer los periódicos todas las mañanas, a ver dónde se anuncia algún local que pueda convenirnos.
—¡Mag, por favor, no te pongas a decir necedades! —gritó impaciente la señora Rivero—. Ve arriba y dile a Petrona que te ayude a empaquetar las cosas. Será mejor que tú, María, hija mía… ¿estás ahí?
—Sí, mamá.
—¡Pues anda, échales una mano! Es mucho lo que tenemos que recoger y no quisiera que se extraviase nada.
—Tu pie, mamá…
—Eso no tiene importancia por el momento. El chico…
—Pedro fue a la estación a recoger mercancía —disculpó Ger.
—Bien, pues entonces Lena se llegará a buscar al médico. Tú, hijo mío, tendrás que ir a buscar al señor… al señor… ¡Oh, qué cabeza la mía! No recuerdo cómo se llama. Pero tú sabes a quién me refiero… Sí, le encontrarás en el café de «La Paz». Dile que te dé el contrato para firmarlo. No me agrada mucho la calle, pero ya no nos queda otra alternativa. Lo principal, hijos míos, es tener donde refugiarnos. Después, el Señor dirá.
La señora Rivero acababa de recobrar toda su energía. Comprendió que la necesitaba. Entonces no estaba allí el «Aguilucho» para salvar la nave que se hundía. Como diría tío Pedro, el timón estaba en sus manos y ella tenía que conducir la nave al puerto.
Sin preocuparse mucho de su pierna, que seguía hinchándose de una manera alarmante, empezó a dar órdenes para liquidar la tienda, que hasta aquel mismo día había sido el sostén de la familia. Los Rivero vivían del crédito, como la mayor parte de los comerciantes. Las ganancias no les habían permitido vivir con la holgura con que hasta entonces habían vivido. Pero el dinero del comprador pasaba en abundancia por sus manos, camino de las manos del cosechero, del fabricante, del almacenista… Y «La Uva de Oro» podía seguir poniendo en el membrete de sus facturas «Cuenta corriente en el Banco Asturiano». Sin embargo, los fondos que la justificaban eran tan exiguos, que apenas alcanzarían para pagar los gastos de la mudanza, la renta adelantada y el depósito que la Cámara de la Propiedad les exigía. Por otra parte, estaban las facturas pendientes de pago, las letras vencidas, el trimestre de la contribución…
Era preciso deshacerse de todo en un par de días, vendiendo a bajo precio las existencias, la instalación del comercio, la bodega… Venderlo todo por lo que quisieran darles los que saben aprovechar las oportunidades. Después, pagar las cuentas, recoger los muebles, hacer la mudanza… ¡Todo en un par de días!
La señora Rivero, con su pierna escayolada, colocada sobre la silla baja, dirigía las operaciones de salvamento, mientras los muchachos iban y venían cumpliendo sus órdenes.
Al día siguiente, todo había terminado. «La Uva de Oro» presentaba el aspecto de una barcaza vieja, desmantelada. Grietas sobre el tillado carcomido. Polvo. Agujeros. Sacos vacíos. Cristales rotos. Puertas que no se cierran… Por las paredes, desnudas, subían cachazudamente gordas arañas, bien criadas en la humedad y el calor de la trastienda, que más parecían tarántulas por su tamaño y por el descaro con que se habían apropiado de aquel vacío. «La Uva de Oro», sin el vestido brillante de sus estanterías, mostraba la osamenta podrida de su ancianidad caduca…
Arriba, aún estaba todo sin recoger. Lena fue la primera en lanzarse a desarmar los muebles de su cuarto, empezando por aquel tocador que conservaba tantos recuerdos de Heidi… Al deshacerlo, se le apagó la alegría ficticia que sostenía su actividad. Era como si se deshiciera de una víscera de su propio organismo. Algo se le arrancaba de su vida al desarmar el pequeño tinglado de damasco rojo en el que Heidi había oficiado como ante un altar y al que ella misma había confiado sus primeras inquietudes de mujer. El tocador, situado entre los dos balcones, había permitido a Lena, como a Heidi en otro tiempo, observar las ventanas de la Universidad, la calle desde una plazuela a otra. Los visillos de encaje no le impedían, mientras se cepillaba los cabellos, otear el horizonte, esperando que algún día apareciese por una esquina un pretendiente.
La muchacha dejó caer al suelo el damasco rojo que sostenía entre sus manos y, sin ganas de seguir recogiendo cosas, subió a la habitación de la bohardilla, a ver qué hacía su hermano.
La habitación de Ger estaba revuelta. Esto no era ninguna novedad: libros por todas partes, sobre la cama turca, sobre la estufa, sobre el suelo… La cafetera eléctrica en el estante de los libros. El balón junto a la cafetera. La ropa sobre las sillas… Como siempre. Pero junto a la puerta, había dos grandes cajas de cartón, esperando, con las fauces abiertas, tragarse aquellos libros que Ger no le dejaba tocar a Lena. Era ésta la única señal de que su hermano se preparaba para el traslado.
Ger estaba de pie, sobre el butacón de cuero, contemplando, por la ventana que se abría sobre el tejado, el girar lento de la veleta de la torre de la Universidad. Parecía triste. Y pensó Lena: «¿Era Ger quien decía que las mudanzas eran convenientes en la vida de la familia, para evitar que los muebles y los espíritus se anquilosaran?… ¿Es que también sentía abandonar la casona?»
Sin mirarla, dijo Ger, como hablando consigo mismo:
—Desde la cama la veía todas las mañanas marcar el rumbo del viento. La veleta era una buena amiga.
Hablaba lentamente. Con grandes pausas…
—¿Te has fijado, «Ranita»?… La torre parece de oro cuando la acaricia el sol… Y los cristales de todas las galerías de la calle de Fruela reverberan como millares de espejos deslumbrados.
Se volvió hacia el interior, llamando a su hermana.
—¡Mira, mira, «Ranita»!… ¡Ven aquí!… ¡Súbete sobre la butaca!… Desde aquí se ve también la torre de San Isidoro. También cuadrada, y dorada también bajo la luz del sol. Y la cónica de nuestro Banco Asturiano… Y si te inclinas un poco hacia la derecha, ese conato de cúpula bizantina de San Juan. Es curioso, parece que todas las torres de la ciudad se han dado cita delante de mi ventana… Las torres y los gatos. ¡Ah!, porque también los gatos se daban cita sobre nuestro tejado y me obsequiaban con sus conciertos. En realidad, no era a mí, sino a «Kedi-Bey», a quien buscaban. «Kedi-Bey» es un alto personaje al que visitaban de incógnito todas las zapaquildas de la vecindad. Y, naturalmente, cuando sus celosos maridos las sorprendían, se armaba una zapatiesta… No sé qué va a ser ahora del pobre «Kedi», privado de su puerta de servicio y de su harén flotante.
Sonrió. Trataba de bromear. Pero Lena adivinó, en su acento, que también a él le pesaba abandonar su «torre de marfil».
—¡Vamos, «Ranita»! —dijo saltando del sillón al suelo, y colocando a su hermana sobre la alfombra—. Ayúdame a preparar el equipaje, que se va el tren…
Pero al mirarla a los ojos, quedó asombrado:
—¿Cómo?… ¡Si estás llorando!… ¿Y eso…? ¿Qué diablos puede importarte abandonar «La Uva de Oro» si ya no te deslizas por el pasamanos, ni vas a contarle cuentos al Fundador?… ¡Vamos, «Ranita», sécate pronto esas lágrimas y ayúdame a empaquetar los libros! El tren se va. El Jefe de Estación ha dado ya el aviso de partida y temo que nos quedemos en tierra. Mañana, cuando amanezca…
Pero Lena ya no le oía. Había salido corriendo y se encaramaba sobre el pasamanos para desmentir a Ger. Sentía la necesidad de moverse, de recorrer toda la casa, de despedirse de cada uno de los rincones que encerraban los recuerdos de su infancia.
Tía Mag también andaba desorientada. Nada había hecho desde el día anterior, sino bajar a la tienda, a ver cómo se llevaban las cosas, recorrer todas las habitaciones, tropezando con los muebles amontonados por todas partes, y suspirar profundamente mientras volvía a colocar en el mismo sitio lo que unos minutos antes había quitado. Petrona tenía bastante trabajo con bostezar todo el día, pues la despedida de la casa le había quitado el sueño aquella noche: la señora Rivero le había anunciado que tenían que prescindir de sus servicios.
Lena se acercó silenciosamente al cuarto de María, en el que todo permanecía aún intacto, reflejando el espíritu de su dueña, que nunca obraba, como ella, de una manera precipitada. María rezaba ante su altar, sobre el que brillaba la plata del Crucifijo y los candelabros, heredados de tío Juan. Por la ventana abierta entraba la luz, ya débil, del atardecer. El magnolio metía sus hojas por la ventana, enredándolas entre las rejas. Un pájaro cantaba en el jardín del Palacio del Presidente un canto de despedida al estío. Todo era paz allí.
Lena salió de puntillas, como había entrado, sin atreverse a interrumpir aquella paz. Cerró los ojos, tratando de conservar la última visión que en adelante iba a guardar de aquel humilde cuarto, dulce y tranquilo, como una pequeña celda conventual.
Y la pequeña celda fue derribada. «La Uva de Oro» fue derribada. La calle se embelleció con un edificio nuevo, levantado sobre el solar de la casa vieja.
Cuando empezaron a colocar la valla, Lena sintió la misma sensación de intemperie, de abandono, que cuando desalojaron a la chiquillería de las ruinas de la antigua Fortaleza… Porque Lena, como Ger y como María, había heredado de los Rivero su espíritu innovador y aventurero pero… no cabe duda que actuaba también sobre ellos la sangre conservadora de los Quintana.
En la valla, pintada de un blanco reverberante, clavaron un letrero en el que figuraban los nombres del arquitecto, del contratista, del aparejador que iban a levantar el nuevo edificio. Los nombres, escritos en letras negras, parecían la inscripción funeraria de un panteón. Y Ger lo llamó así desde aquel día: «el panteón de los Rivero».
Ger no se equivocaba. En «La Uva de Oro» se habían quedado enterrados los devaneos de Heidi, la amargura del «Aguilucho», los proyectos de Ger, las travesuras de la pequeña Lena, los sueños de María… Se quedaban también las humillaciones que la señora Rivero había sufrido al convertirse en tendera. Y las pequeñas trampas y fullerías de la vieja señorita Quintana. Quince años de la familia Rivero se derrumbaban al compás de la piqueta demoledora que, el mismo día que la abandonaron, empezó a convertir en un solar la casa de los Rivero.