LA nueva aventura tentaba a Lena con una fuerza tal, que se olvidó de su propósito de portarse en adelante como una señorita.
Durante el largo invierno lo había sido. Parecía que su vagabundeo por las calles se había acabado, como un remate lógico de su infancia. Pero en el fondo de aquella aparente serenidad seguía latiendo un poso de inquietud que volvió a despertársele con la primavera, ante la divertida proposición de Cheni.
Cheni había sido, durante cinco o seis años, un excelente compañero de juegos. Lena no le consideraba como un criado, ni en realidad había sido un simple criado en casa de los Rivero. Mariona, su abuela, había servido a los abuelos Quintana, hasta que se casó con un empleado del Matadero Municipal. Un hombre pendenciero y borracho, al que encontraron muerto, un amanecer, en los alrededores de Villafría. Del matrimonio le quedó a Mariona una pequeña que fue criando a costa de sacrificios. Como vivían en San Lázaro, cuando la niña contaba dieciséis años empezó a trabajar como cerillera en la Fábrica que existía por aquel tiempo en el barrio.
Pero San Lázaro tenía también una vecindad poco edificante, que le arrebató la hija a Mariona: la Puerta Nueva.
La Puerta Nueva fue durante muchos años, hasta que la guerra civil la dejó reducida a escombros, el barrio de la prostitución ovetense. Y no de una prostitución vergonzante, disimulada bajo la apariencia de una vecindad pacífica, como algunas casucas miserables de la calle de Covadonga o de la Vega. La Puerta Nueva exhibía sus desgarraduras morales descaradamente, con un impudor absoluto. Estaba situada la Puerta Nueva sobre la carretera de Castilla, que es también la del Cementerio del Salvador, y aunque entonces no era la hermosa avenida en que hoy se ha convertido, estaba tan frecuentada como cualquier calle céntrica de la ciudad. Hasta la Puerta Nueva llegaba la comitiva que acompañaba a los entierros y el duelo se despedía en San Roque, allí mismo, bajo los balcones y ventanas de persianas verdes, como un sensato aviso que la muerte daba a aquellas mujeres de mala vida. No obstante, el gesto macabro parecía no preocupar mucho a las desgraciadas que salían a presenciar los entierros, esperando encontrar entre los asistentes algún posible cliente.
Difícilmente se explica la ostentación pública de aquella lepra en una ciudad tan finamente aristocrática como fue siempre Oviedo. Oviedo no tiene puerto. Oviedo no tiene minas. Apenas tiene fábricas. Es una población intelectual, culta, severa… El pecado capital de la ciudad no era, precisamente, el de la impudicia. La discreción, que algunos forasteros califican de gazmoñería, fue siempre la nota característica de esta ciudad dormida bajo las nieblas. Cuando los ovetenses sienten necesidad de divertirse, cuando quieren «echar una cana al aire», suelen ir a Gijón, a Madrid, al extranjero… Dentro de la ciudad se guarda cierto decoro muy a tono con la sombra proyectada por los venerables muros de la Catedral. Hasta las dos o tres garzoneras de la gente de rango que existían en aquella época en la ciudad, se ocultaban pudorosamente en la poco transitada carretera del «Monte Cerrao». Eran pequeñas construcciones que tenían todas las apariencias de chalets familiares. De ellos, llegó a adquirir algún renombre en la vida galante Villa X…, más conocida por El Palacio de Hielo. Pero siempre en ese tono de discreción que exige una ciudad que odia el escándalo. Por ello, resultaba incomprensible la desfachatez con que se presentaba aquella viva llaga de los lupanares de la Puerta Nueva.
Al derribar algunas casas de San Roque, que se caían de viejas, quedaron al descubierto las de la Puerta Alta. El desnivel del terreno, que en Oviedo juega constantemente a la montaña rusa, las colocaba a cierta altura sobre la carretera, haciéndolas más visibles todavía. Unas viejas, otras nuevas, unas pobres, otras mejor alhajadas. Pero todas con sus cortinas verdes y su sello pecaminoso. Con frecuencia colgaban de sus balcones mantones de Manila o colchas de seda, y delante de ellas charlaban, tomando el sol, o reían bajo la lluvia, mujeres vestidas con trajes provocativos, cargadas de bisutería barata y pintadas con exceso. De vez en cuando corrían a ocultarse porque veían aparecer por la esquina al representante de la autoridad. Para los chicos del barrio, el espectáculo no era nuevo. Estaban familiarizados con él.
Una de aquellas mujeres —Cheni no sabía cuál de ellas— era su madre, la antigua cerillera. El muchacho sabía sólo que le había echado al Hospicio, llevándolo ella misma al torno, porque le estorbaba. Mariona había rescatado al nieto, y aunque la madre no tardó en abandonarles, quedándose a vivir en la Puerta Nueva, ella empezó a criarle, como a su hija, a costa de sacrificios. Unas veces vendía fruta en el mercado de los Trascorrales, buscando los rincones donde no tuviera que pagar el impuesto al Ayuntamiento. Otras mendigaba… Estaba ya muy vieja y agotada para trabajar. Los Rivero, que la habían socorrido muchas veces, acabaron por quedarse con el chiquillo, en calidad de «botones» del comercio. Comía como los niños, jugaba con ellos cuando no tenía que hacer algún recado y regresaba a su casa por la noche llevando a Mariona ropa y comida y a veces algún dinero en metálico.
Arsenio, o Cheni, como le llamaba Lena, tendría la edad de Ger aproximadamente. Sin embargo, podía tomársele por un niño de doce o trece años, pues era más pequeño que la muchacha, flaco y encanijado. Siempre tenía el cabello revuelto y sucio y en su cara de mono, casi cubierta de menudas pecas, brillábanle los ojos con malicia. Era, además de sucio, holgazán y ratero. Compraba, vendía, cambiaba, como un gitano, siempre ganando en el trato. Maltrataba a los animales. Bebía, jugaba…
Lena no desconocía sus malas cualidades ni sus defectos, que no eran obstáculo para que Cheni gozase de su predilección entre todos los chicos de la calle. Pero esto no impedía que se peleara con él a todas horas y lo castigara negándole su amistad. Cuando le reñía, Cheni llamaba a Lena «hija de la señora Oppley». Lena sabía que la señora Oppley era la protagonista de una película americana, pero ignoraba por qué se lo llamaba Cheni, como insulto, cuando se enfadaban. La chica fingía ofenderse, y Cheni, para reconciliarse con ella, le regalaba una jaula para grillos, una flauta de caña, o un tirador de goma para lanzar las piedras a los faroles, cosas que el muchacho fabricaba con habilidad. Otras veces, le traía fruta verde, robada en las fincas de Villafría y de Las Cruces.
Todo esto ocurría, naturalmente, cuando Lena era una niña y jugaba con los chicos en la calle. Cuando ella dejó de ir a la plazuela y al claustro de la Universidad, a raíz de haberse escapado de casa, Cheni abandonó también sus juegos y empezó a dejar pasar las horas muertas sentado sobre los sacos de la trastienda. A veces leía novelas que le prestaba Ger, pero le agradaba más permanecer ocioso, espiando las salidas y entradas de su antigua amiga. La transformación de Lena le cohibía y no se atrevía a abordarla.
¡Ah!, pero Cheni no estaba dispuesto a renunciar a la amistad de Lena. Entonces, precisamente entonces, era cuando su amistad le interesaba más. No era una niña muy atractiva. Más que una niña parecía un muchacho, pero era la hija de la señora y la perspectiva de seguir viviendo a costa de «La Uva de Oro» no le resultaba a Cheni desagradable… Ger volaba muy alto. Cualquier día abandonaría la casa para no volver, como había hecho Heidi. María acabaría ingresando en un convento. Aunque Lena era todavía una niña, «La Uva de Oro» vendría a parar a sus manos tarde o temprano y él tenía que asegurarse su amistad, tenía que ejercer sobre ella alguna influencia, tenía que sujetarla a su voluntad. Y todo ello, naturalmente, antes de que la señora Rivero descubriese sus raterías y lo plantase en la calle.
Pero, ¿cómo abordar a Lena? ¿Cómo arrastrarla de nuevo a sus correrías si parecía que, al fin, se había convertido en una señorita? Y el caso era que si ésta volvía a su vida de vagabundeo, se establecería otra vez entre ellos el ambiente de camaradería, de confianza, de complicidad, que Cheni necesitaba para realizar sus fines… No tenía, pues, más remedio que volver a granjearse las simpatías de la chiquilla y conducirla a un callejón sin salida. Mejor dicho, el callejón tenía una salida, una sola salida airosa. Y sería la señora Rivero quien le suplicase que abriera aquella puerta para que el honor de la familia saliera por ella intacto. La señora Rivero temía la murmuración, tenía miedo al «todo Oviedo». Para soslayarlo, cualquier solución le parecería buena.
Cheni rió frotándose las manos de contento cuando acabó de madurar su plan. Recobraría la amistad de la señorita, y esta vez, no para ser su lugarteniente en estúpidas batallas infantiles, sino ¡para ser el amo de «La Uva de Oro»!
Lena sentíase tan feliz aquella tarde como un pájaro escapado de la jaula. Después de un largo invierno de quietud, casi de encierro, puesto que sus salidas a las clases no contaban para nada, aquella escapada al campo, a escondidas de la señora Rivero, le resultaba muy atractiva.
Cheni era siempre un diablo encantador. Sabía planear las cosas y sortear todas las dificultades a maravilla. No comprendía cómo le había tenido tanto tiempo alejado de su amistad, mientras coleccionaba sonrisas incoloras de estudiantes que, en realidad, no la divertían tanto como las travesuras de Cheni. Reconocía que Cheni era un muchacho sucio, mal educado, hasta grosero… Pero ¡tan divertido!…
Un muchacho que sabe planear una excursión a un lugar maravilloso donde hay cachorros de perro, nidos de pájaros y cerezas maduras, a los ojos de una niña de trece años es casi un héroe. Desde luego, Lena Rivero prefería en aquel momento la amistad de Cheni a la de los presumidos estudiantes de la Universidad, que no sabían siquiera quemar sus libros en un rito pagano de adoración, como habían hecho los antiguos admiradores de Heidi.
Caminando a cierta distancia uno de otro y buscando las calles menos transitadas de la ciudad, llegaron los muchachos a San Roque, el barrio bajo de la Puerta Nueva. Cheni se acercó a Lena, y, dando una patada a un trozo de teja que había al borde de la acera, le dijo, sin darle gran importancia:
—En una de esas casas vive mi madre.
Lena miró las casas con curiosidad. Ya se había fijado en ellas cuando subía al cementerio con su familia. Petrona hablaba algunas veces de la Puerta Nueva y las niñas del colegio habían comentado que en ella vivían mujeres de vida alegre.
La pequeña Rivero se encogió de hombros, pero Cheni, a quien aquella conversación interesaba, continuó:
—Parece que se divierten mucho esas mujeres. No trabajan, comen bien y los hombres les dan dinero y les regalan alhajas. Algunas hasta tienen un automóvil de esos que arrancan sin hacer ruido… Claro que eso depende de la suerte y del talento de las mujeres, pero todas viven sin trabajar.
Lena volvió a encogerse de hombros con desprecio. La vida de aquella gente no le importaba tanto como la de los cachorros que iban a visitar.
—¿Cuándo dices que han nacido los cachorros? ¿No nos morderá la perra si nos acercamos?
—¿Mordernos «Tula»? ¡Qué va!… Los cachorros han nacido anteayer. Hay uno todo blanco, con las orejas negras, como un perro de trapo. Te gustará.
Alargaron el paso, porque a Lena la impaciencia le ponía alas en los pies. Caminando al lado de Cheni, el camino recorrido tantas veces, con su madre y hermanas, le parecía distinto. Como en la época ya un tanto lejana de sus paseos con el «Aguilucho», iba saltando al borde de la acera, se encaramaba sobre los montones de grava que había en la carretera, saltaba los poyos que le salían al paso. En fin, volvía a dar rienda suelta a su ansia de moverse, que era la principal característica de su temperamento.
Al llegar a San Lázaro, al final del trayecto que hacía el tranvía del barrio, se metieron por una callejuela que pasaba por delante del edificio de la nueva Casa de Caridad, y salieron al campo. No necesitaron alejarse mucho para encontrar la vivienda de Cheni, que surgía en medio de un prado, como un hongo gigantesco. Era una casa pobre, casi una choza, pero Lena la encontró deliciosa. Una casa de cuento, con las paredes medio ocultas bajo la piedra y las tejas cubiertas de verdín y sujetas con piedras, como las casitas de los Belenes. Junto a la casa había un cerezo cargado de maduros frutos, como Cheni había dicho. Y detrás de la casa, en otros prados que lindaban con ella, castaños, manzanos, fresnos…
—Allí, en aquel árbol alto —le indicó Cheni—, está el nido. Si te atreves a subir…
Lena vaciló un momento. Calculó sus posibilidades y, al fin, contestó orgullosa:
—Desde luego. Pero antes atacaré las cerezas. Me apetecen.
Y se encaramó al árbol, cortando con cuidado los pequeños frutos, rojos como labios encendidos. Tía Mag tenía razón cuando decía: «El día de la Ascensión, cerezas en Oviedo y trigo en León». Apenas se había asomado la Ascensión al calendario, ya estaban rojos los frutos. Rojos y apetitosos. A Lena no le gustaban mucho las cerezas. Apenas las probaba cuando tía Mag las traía del mercado. Pero así, recién cortadas del árbol, comidas en el mismo árbol, sintiendo la frescura del campo sobre la piel, le resultaban deliciosas. Comía, se adornaba con ellas las orejas, y se las iba arrojando a Cheni que, al pie del árbol, aguardaba, como un perro junto a la mesa del amo, las sobras de su banquete.
Cheni miraba hacia arriba, siguiendo, con los expresivos gestos de su cara de mono, todos los movimientos de la muchacha. Al pasar ésta de una rama a otra, sonrió maliciosamente y la cogió por una pierna.
—¡Vaya! Ya veo que tía Mag sigue poniéndote puntillas de crochet en los pantalones.
Lena soltó la pierna de la mano que la oprimía y le arreó en la boca un puntapié tan fuerte, que le obligó a tragarse entera una cereza. Pero Cheni no se enfadó. Ya estaba acostumbrado a las caricias de Lena, casi siempre merecidas por su impertinencia. Por otra parte, no quería disgustarla. Se trataba, nada menos, que de volver a ganarse su confianza, a hacérsele imprescindible en sus correrías; en fin, a dominarla como mujer, para que le sirviera de instrumento en sus ambiciosos planes. Sin protestar se mordió los labios y se alejó del árbol, dirigiéndose a su casa.
La casa, que por fuera presentaba el encantador aspecto de la casita de un cuento de hadas, estaba sucia y abandonada desde que Mariona había muerto. Ropa vieja, sin lavar, residuos de comida en estado de descomposición, excrementos de animales… Todo producía un olor fuerte y nauseabundo. Lena tuvo que taparse la nariz cuando llegó a la puerta. Una perra flaca y sucia, aunque de fina estampa, salió gruñendo a recibir a su amo. Cheni trató de explicarle a la muchacha que había comprado la perra, el año anterior, a una señora de un chalet vecino, que se dedicaba a la cría de perros de caza, pero Lena reconoció en ella a «Briska», la perra del zapatero de la calle de la Universidad, que un año antes, precisamente, había desaparecido. Era de color canela, como la perra de Cheni, y tenía una oreja cortada. Acarició a la perra y se quedó mirando a Cheni fijamente. El mozo bajó los ojos y dijo rascándose la cabeza:
—Bueno… Una casualidad…
—¿Qué es una casualidad, Cheni? —le preguntó Lena mirándole con dureza—. No te he reprochado nada todavía.
Cheni creyó que sería mejor no tratar de disculparse. De todos modos, ella conocía ya sus trapicheos, sus fullerías y hasta sus raterías, y por eso no se enfadaba demasiado. En cambio, si además le sorprendía mintiendo se irritaba bastante.
—¿Cómo huele tan mal toda la casa?
Cheni se encogió de hombros:
—La perra…
Lena acarició a la perra, jugó un rato con los cachorros y después le dijo a Cheni:
—Vamos a limpiar la casa. Si tu abuela viviese, no le gustaría verla tan asquerosa. ¡Saca fuera esas cazuelas y lávalas en el río! ¿No me has dicho que hay un río cerca de aquí?… Entretanto, yo barreré la casa y quitaré esta basura. Si a ti no te importa esta suciedad, estoy segura de que a «Briska» y a sus chicos les agradaría encontrarse mejor hospedados. ¡Vamos, muévete, Cheni, no te quedes mirándome como un tonto!
Cheni se resignó a obedecerla. Estaba en su propia casa, pero Lena seguía asumiendo el papel de mandona y no había más remedio que obedecer.
Para ella era una novedad limpiar una casa. Se remangó el uniforme, se puso un delantal viejo de Mariona y, abriendo las ventanas, empezó la limpieza general de aquella choza, que iba a ser, en adelante, un buen refugio para sus correrías. Tenía que ayudar a Cheni a criar aquellos cachorros. Después devolverían la perra a su dueño, y con el dinero que sacaran de la venta de los cachorros… Se detuvo en sus pensamientos, al encontrar en una chocolatera vieja el camafeo de marfil y oro que su madre llevaba siempre al cuello, antes del luto. La muchacha ahogó un grito. ¡Hasta allí había llegado la desfachatez de Cheni!… Sabía que éste metía la mano en la caja cuando podía, sabía que los caramelos y las confituras no estaban muy seguros en sus tarros si andaba por allí Cheni, sabía que se apoderaba de todo cuanto decían que no servía, para venderlo, pero ¡robar el camafeo de su madre, aquella joya que apreciaba tanto la señora Rivero!…
Rápidamente, antes de que Cheni volviese a casa, vació todos los cacharros en la cocina, sin encontrar nada más. Es decir, nada que perteneciese a los Rivero, pues, en realidad, había por todas partes tantos objetos de más o menos valor, que aquello parecía el nido de una urraca. Y todo, desde luego, lo habría robado Cheni desde el año anterior. Mariona era una mujer muy buena y hubiese delatado aquella rapiña.
Estaba disgustada con su amigo. Su comportamiento resultaba ya intolerable. Y aún no había descubierto algo que iba a acabar de colmar su indignación. Lo encontró en una caja de zapatos, colocada en el último estante del viejo armario. Era la cabeza de marfil del indio y la talla de madera de «Maceo», el caballo predilecto del «Aguilucho». Nadie después de la muerte de éste había vuelto a abrir el pupitre de hule negro que para Lena, más que para los otros, era un lugar sagrado. ¡Y Cheni se había atrevido a descerrajarlo y a robar aquellos tesoros!…
La indignación de la muchacha estalló en una sarta de insultos y de golpes, que acompañaron la búsqueda por todos los rincones de la casa.
La perra ladraba lastimosamente y miraba a la visitante con la triste mirada de un ser humano.
Lena tuvo una idea. Guardó en el delantal de Mariona los objetos recobrados, colocó en él también a los cachorros y le dijo rápidamente a la perra:
—¡Vamos! ¡Sígueme, «Briska»!… Te llevaré con tu amo.
Cuando Lena había salido ya al camino, encontró a Cheni. Volvía éste del río, satisfecho, con las cazuelas limpias. La sonrisa se borró de sus labios al ver a Lena.
—Bueno, ¿qué significa esto? ¿Te has vuelto loca?… ¿Adónde vas con la perra? —le preguntó, tratando de cerrarle el paso.
Cheni no sospechaba la verdad. Hacía tiempo que había escondido aquello que no se atrevió a vender, por temor a ser descubierto, y, habiéndolo olvidado, le sorprendía la actitud de su amiga.
—Si no te apartas inmediatamente —le contestó Lena, conteniendo su cólera a duras penas—, gritaré y todos sabrán que eres un ladrón, que has robado a tus amos abusando de su confianza.
Cheni apretó los labios, esta vez no para mostrarse sumiso con la muchacha, de la que ya no podía esperar nada. Todo lo comprendía al verla apretar contra su pecho aquella pequeña talla de madera, que para ella era una reliquia. Nada podía esperar ya de ella. Pero Lena podía gritar. Sabía que sería capaz de hacerlo. Y allí, a dos pasos de ellos, mirándoles con cierta curiosidad, estaban los obreros que levantaban la Casa de Caridad, el capellán y algunas personas más. Llevaría las de perder si empleaba la violencia.
Mordiéndose los labios para contener su rabia, se apartó a un lado y la dejó pasar.
Con ella se le iban todas las esperanzas de llegar a ser el dueño de «La Uva de Oro». Sus audaces proyectos se le desbarataban por una cosa, al parecer tan insignificante, como haberse apoderado de un caballo de madera que, en realidad, no podía valer gran cosa.