IX

LENA vivió algunos días bajo el temor de que iban a internarla en un Reformatorio. Aunque, a decir verdad, aquella amenaza no la inquietaba demasiado. Había tomado la determinación de huir de él cuantas veces la internasen, hasta que lograse encontrar a Heidi. Entonces huirían lejos de aquella gente odiosa, que habían sembrado la discordia entre la familia, y vivirían felices.

Pero los días pasaban, nadie volvió a acordarse de internar a Lena en «San Claudio» y ésta fue recobrando la tranquilidad y hasta llegó a olvidar sus proyectos. Ya no pensaba en huir ni en buscar a Heidi para compartir su vida y sus andanzas por el mundo. Sin embargo, seguía admirándola, y la influencia que su recuerdo ejercía sobre ella era notable.

Un hecho, al parecer insignificante, como el de haber heredado su habitación, imprimió en la vida de la pequeña Rivero un sello de frivolidad y de coquetería que persistió en tanto ocupó su cuarto en la vieja casona de la Universidad. Pensaba que esto debía ocurrir en mayor o menor grado a todas las personas. Aceptaba, como algo comprobado, que el ambiente que rodea al individuo influye en la formación de su personalidad, y que, recíprocamente, el ambiente refleja el carácter y las costumbres de la persona que lo ha creado. A pesar de su corta edad, ya se había hecho esta reflexión aquellos tres días pasados, algunos años antes, en la casa de los Quintana. Todo era uniforme allí. Individuos y habitaciones se fundían en una masa gris, carente de personalidad. «Tal para cual», pensaba Lena, sacando uno de los refranes del costal bien provisto de tía Mag. En el hogar de los Quintana no existía rebeldía, ni iniciativa alguna. La habitación de Elisa podía ser la habitación de Blanca. La habitación de Fernando era igual a la habitación de Pedro y a la de Alfonso. Sólo cambiaban de estilo cuando cambiaba la moda. Por aquel tiempo empezaban todas a disfrutar del adorno de las colchas vascas y de las mesillas de noche con espejo. Todo gris. Todo uniforme. Todo… ¡a la moda!

En la casa de los Rivero, en la «república federal», como la llamaba Ger, cada habitación, cada individuo, era un estado autónomo que gozaba de absoluta independencia y poseía una personalidad bien acusada. Haciendo, desde luego, una salvedad. Una triste salvedad: el «Aguilucho», el ejemplar más curioso e interesante de la familia, no poseía dominios. Su habitación había sido para todos «la habitación de mamá». La habitación de la señora Rivero, que con más propiedad debiera haberse llamado la «habitación de la señora Quintana». En ella todo era anónimo, impersonal, sin estilo ni vida propia. Y se comprende. En la casa de la calle de la Universidad, la señora Rivero era la que llevaba la voz cantante. El «Aguilucho» hubiera fracasado en un intento de colgar en su habitación una fotografía de su caballo «Maceo» o aquel cuadro tan hermoso del «Morro Castle» (made in USA) al que él seguía llamando, con naturalidad, «nuestro Castillo del Morro». Inútil sería que hubiese tratado de convertir en un museo de recuerdos aquella cómoda llena de cajas de cintas, de encajes, de flores… ¡No! La alcoba matrimonial era, sencillamente, «la habitación de mamá». El señor Rivero tuvo que conformarse con aquel precioso islote que era su pupitre negro, colocado en el escritorio, detrás del escaparate. En él se había refugiado todo el pasado de aquel hombre que vivió desterrado dentro de su propio hogar.

La habitación de tía Mag corría pareja con su vivir. Era una habitación estrecha y larga, como un pasillo, y por añadidura estaba amueblada con trastos viejos. Lena no podía explicarse cómo tía Mag soportaba la presencia de aquel lavabo con una pata coja, el mármol resquebrajado y la palangana taponada con un corcho. La habitación estaba siempre limpia y lucía por todas partes tapetes almidonados con puntillas de crochet. Sin embargo, era deprimente, triste, el cuarto de la tía soltera.

Para la señorita Mag y para la señora Rivero, la que resultaba horrible y poco hospitalaria era la habitación de Ger. Aun para Heidi y María, aquella habitación era desagradable. Pero Lena la encontraba deliciosa. Su encanto radicaba, en gran parte, en el hecho de estarle prohibida su entrada a ella.

La habitación del muchacho estaba en el piso alto. En realidad toda la buhardilla era feudo suyo. Desde la galería, desmantelada y húmeda, cuyas puertas sin cristales se abrían sobre el jardín del palacio del Presidente de la Audiencia, hasta el desván, lleno de telarañas y goteras, sin otra luz que la que recibía de un ventanuco practicado sobre el tejado. El desván estaba materialmente abarrotado de libros y periódicos, y la amplia sala que comunicaba con la galería, atestada de trastos viejos. En ella se guardaban estanterías y cajas de madera que estorbaban en el almacén; una cómoda carcomida; la cuna de mimbres, vestida con deslucidos tules, que los pequeños Rivero habían ocupado al llegar al mundo; sillas desparejadas; un sofá despanzurrado que enseñaba sus intestinos de crin; la caja de muñecas de las niñas; el enorme «Belén»; maletas, jaulas, sombrereras, baúles…

Milagrosamente salvada de la invasión de trastos inservibles, la habitación, a la que se llegaba salvando aquella barricada, era un oasis de limpieza y de comodidad. Pero, entendámonos: limpieza no quiere decir orden. El cuarto del muchacho presentaba a todas horas el aspecto de un campo de batalla. De una batalla que hubiese abandonado sobre el campo numerosos despojos…

La casa de los Rivero no fue nunca un modelo de orden. Sin embargo, alguna vez se encontraban las cosas en su sitio. En la habitación del muchacho, ¡jamás! Sobre la cama —una cómoda chaise-longue improvisada con un jergón de muelles— había un montón de libros y otros objetos no fabricados, precisamente, para ocupar aquel sitio. Libros sobre la mesa, sobre la estufa, sobre el butacón de cuero… En cualquier parte menos en la estantería que para ellos había encargado al carpintero la señora Rivero. ¡Ah!, pero la estantería no permanecía inactiva: compartía con la cama el alto honor de soportar las raquetas de tenis, el equipo de futbolista, la cafetera eléctrica que tío Henri les había enviado desde Chicago, la máquina de afeitar… Las paredes del cuarto desaparecían bajo el variado tapiz de cuadros y fotografías. Por igual disfrutaban su atención Carlos Marx, Gloria Swanson, Rabindranath Tagore… Y gozaba de un favor especial «la Charito», una de las bailarinas del Café Suizo, que había hecho una larga temporada en la ciudad. Su silueta, en verdad no muy velada por la ligera túnica, había sido recortada de una postal y colocada junto al retrato de Ger, de modo que la mano extendida de la danzarina parecía acariciarle mimosamente la boca.

Heidi contó un día a Lena, en tono confidencial, que «la Charito» había sido «amiga» de Ger. Cosa que a la pequeña le enorgullecía tanto como el «sentido pésame» del marqués. A Heidi no le hacía tanta gracia. Pero a Lena le emocionaba. «La Charito» —como Rabindranath Tagore, Miguel Ángel, Gloria Swanson— era un ser casi mitológico, que sólo contemplaba furtivamente cuando podía asaltar, sin que nadie la viese, el cuarto de su hermano.

Ger se había instalado en él, pretextando necesidad de aislamiento para estudiar. Y lo había conseguido. La habitación del último piso poseía sobre las otras piezas de la casa la ventaja de gozar de absoluta independencia. «De absoluta impunidad», decía Heidi, sonriendo con malicia. La señora Rivero no subía nunca a la buhardilla. Tía Mag, tampoco. La Petrona, a limpiar la alcoba y a tender en la galería las menudas piezas de ropa que se lavaban en casa. Heidi la visitaba sólo por dos motivos: durante los veranos, con el pretexto de secar en el tejado los zapatos blancos de lona, y cuando necesitaba buscar en el desván alguna colección encuadernada de La Ilustración Católica, que publicaba hermosas novelas. Por eso conocía ciertos detalles de la vida de Ger, que los demás ignoraban, y obligaba a éste, en justa complicidad, a silenciar aquello que la señora Rivero no debía saber de Heidi.

En notable contraste con la habitación de Ger, presentaba la de María el aspecto de un atardecer sereno. La rebeldía de las paredes y los muebles de aquélla se aquietaban en la de María como un remanso de paz. Una cama de hierro esmaltada en azul, como las sillas y la mesa, y un pequeño altar, hecho, como el tocador de Heidi, con una tabla cubierta con unas faldas, constituía el moblaje. Pero el damasco del tocador de Heidi se convertía en el altar de María en una cándida colcha de piqué azul. Sobre el paño, blanquísimo y almidonado, que lo cubría, el Crucifijo y los candelabros de plata, procedentes de la herencia de Juan Rivero, y un cuadro que el Pontífice había dado a éste con su bendición.

Lena anduvo algún tiempo consternada a causa de la bendición aquella, que sólo alcanzaba a los consanguíneos, hasta cierto grado de parentesco. Tía Mag quedaba excluida de ella y Lena temía por su salvación. La tranquilizó María asegurándole que sólo las obras buenas abrían las puertas del Cielo y no había motivo para temer por la salvación de los Quintana, si en la balanza del Señor el platillo de las buenas obras estaba bien cargado.

Lena quedó satisfecha con la explicación. Del mismo modo que Ger era a sus ojos el dios de la sabiduría y Heidi el árbitro de la elegancia, María era la Profetisa, el Ángel del Señor… Y creía en sus palabras como en el dogma. Era tan suave, tan silenciosa, tan dulce… Y sus «dominios» reflejaban su paz.

A Lena le agradaba asaltarlos en las calientes siestas del verano, porque tenían la honda frescura de un valle y la paz de una capilla aldeana. La ventana enrejada que se abría sobre el jardín del Presidente, colgando sobre las paredes blancas un cuadro de verdura, contribuía a causar esta sensación. Todas las casas de la calle de la Universidad tenían rejas en las ventanas de la fachada posterior. La violenta inclinación de las calles de Porlier y Altamirano, colocaba a los pisos principales a ras del suelo, y los segundos, a tan escasa altura, que podían ser escalados fácilmente. Por eso todas las ventanas que se abrían sobre el jardín del antiguo Palacio del Conde de Toreno tenían rejas. Pero ninguna la poesía casi mística de la ventana de María. Crecía ante ella un magnolio que metía descaradamente sus hojas por la ventana, como curiosas lenguas verdes que preguntasen: ¿Qué hace nuestra amiga hoy?

Y María, envuelta en su perfume, cosía o meditaba, sentada sobre el alféizar, soñando ya con la santa aventura de la Misión.

Por la ventana se colaba también el posar lento de las campanas de la Catedral. —¡Dan!… ¡dan!… ¡dan!… ¡dan!…— llamando a los canónigos a Coro.

Lena, de carácter variable y tornadizo, se entregaba a la paz suave de aquel ambiente cuando entraba en el cuarto de María. Pero sólo como cosa pasajera. Cuando volvía al de Heidi, su influencia la aprisionaba de nuevo como una dorada red. De la paz de aquella ventana abierta sobre un jardín privado saltaba a la habitación de Heidi, con sus balcones ávidos de sonrisas y de sol, sobre la puerta misma de la Universidad. Y para Lena, todo cambiaba en el acto.

La habitación de Heidi denunciaba a la muchacha coqueta que vive para agradar y para ser admirada. Hasta se podría afirmar que la habitación de Heidi tenía algo de habitación de una mujer galante. Borraban la ingenuidad de su cama dorada, de colegiala, los frascos de perfume, cajas de polvos, pastas para las uñas… En fin, el servicio de plata repujada del tocador; la profusión de flores naturales o artificiales, según la época, colocadas sobre bonitos búcaros; el brillante damasco de la tapicería; los visillos de encaje… Las litografías colgadas de las paredes, representando todas ellas escenas de amor, eran copias de cuadros inmortales, tomadas de Blanco y Negro y colocadas en pequeños marcos dorados. Hasta el menor detalle denunciaba la presencia de una señorita frívola, de clase media (año mil novecientos veintitantos…), que llena el casillero consignado en la cédula para la profesión, con el consabido «labores propias de su sexo».

Cuando Heidi se fue de casa, dejando a Lena dueña absoluta de la habitación, no la dejó de su voluntad. Su ausencia la dominaba como antes la había sugestionado su presencia y sus sueños. Allí estaban sus muebles. Su perfume. Sus ropas… ¡olían a Heidi! Y Lena las acariciaba con manos temblorosas, deseando íntimamente posesionarse de ellas, llegar a ser como Heidi…

Tratando de convertir en realidad su ardiente anhelo, se las vestía con frecuencia, calzaba sus zapatos de tacón alto y hasta prendía, sobre su pecho plano de niña, el ramo de violetas de terciopelo que tanto favorecían a su hermana. Pero sus trenzas, aquellas odiosas trenzas que la señora Rivero no le permitía cortar, frustraban el efecto. Lena tenía un aspecto tan infantil, que acababa por despojarse, con rabia, de aquellas ropas que aún no le pertenecían. «Todavía no, Lena Rivero, todavía no», murmuraba desolada, al ver surgir de entre las ropas arrebujadas a sus pies su liso cuerpo de adolescente. Sus piernas largas y flacas, llenas de cicatrices, no eran un pedestal adecuado para levantar sobre él un desnudo de diosa. Ni su cara menuda, de ojos excesivamente grandes y salientes pómulos, era un digno remate de él. El espejo devolvía a Lena Rivero una imagen poco grata a sus ansias de mujer.

No obstante, sospechaba tía Mag que iban a ocurrir pronto grandes acontecimientos. Tía Mag decía sospecharlo, porque desde que Heidi se había ido, Lena había cambiado mucho. Se acabaron los descensos por el pasamanos, rematados por una salva de azotes, tras el violento aterrizaje en la tienda. Se acabaron también las escapadas por el balcón, usando como funiculares el letrero que anuncia la casa y hasta el farol. La estatua del Fundador se vio libre, por algún tiempo, de las efusiones de la pequeña. Y en el claustro de la Universidad, en los jardines de Porlier y en la plazuela de Riego, no se escuchaban ya sus gritos, capitaneando a los muchachos del barrio. La señora Rivero llegó a creer que el temor a verse encerrada en un Reformatorio había obrado el milagro de convertir a Lena en una señorita.

Durante todo el invierno, cuando llegaba del colegio o de sus clases de piano de la Academia provincial, se encerraba en su habitación y allí se pasaba horas y horas entretenida en sus tres importantes actividades: llenar las páginas de un diario en el que se mencionaba con demasiada insistencia a «Kedi-Bey» y al capitán Jáuregui; improvisar sobre el piano tristes sonatas. Y soñar.

Cuando cerraba los ojos para aprisionar mejor las imágenes de sus sueños, se aislaba de tal modo, que no sentía a tía Mag entrar en la habitación y contemplarla con sonrisa maliciosa.

—¿Ya estamos en marcha, Nita? —le preguntaba con ironía.

La voz de tía Mag la sobresaltaba, obligándola a volver a la realidad, en un cómico aterrizaje.

—Pues yo… Sí, estoy aquí. Es que tenía cerrados los ojos.

—¿Que estás ahí?… ¡Jum! Eso parece. Pero tiene razón Ger: donde estás es en las nubes. No sé… no sé… Ya le digo yo a tu madre que esa quietud algo espera…

Y tía Mag sonreía maliciosa. Levantando un visillo y contemplando la calle, canturreaba entre dientes:

—«… si vendrá por la Pascua, o por la Trinidad… Do re mi, do re fa, ¡o por la Trinidad!»

Después, plumero en mano, recorría la habitación, cantando siempre entre dientes con un aire de misterio y de malicia que desesperaba a Lena:

—«El santo de las niñas es San Gre… gorio, es San Gregorio… Y ya podéis pedirle que os dé novio, sí, sí, que os dé novio.»

Sin duda a la señorita Quintana, en su simplicidad, le parecía aquél el modo más conveniente de preparar a una muchacha para el gran acontecimiento. Es posible que también ella hubiese tenido una tía soltera o una criada vieja que hablaba siempre con reticencias, ruborizándose y haciéndola ruborizar a ella.

Lena, que era una niña despierta, comprendía bien aquellas indirectas de tía Mag, pero haciéndose la desentendida se inclinaba sobre el piano, sobre el cuaderno o sobre aquella dichosa tira de encaje que, como la Sinfonía de Schubert, quedó inconclusa…

Con sincera admiración se extasiaba Lena ante las hábiles manos de María, que tejían siempre primores. Cualquier labor salida de sus manos tenía la cándida belleza y nitidez del paño de un altar. En cambio, sus labores… Aquella tira de encaje de bolillos, destinada, al parecer, a adornar la rica sábana de hilo de su tálamo nupcial, no alcanzó nunca un metro de longitud y estaba llena de fallos y equivocaciones.

No obstante, parecía que por aquellos días le había cobrado Lena gran cariño. Con frecuencia se la veía sentada en una silla baja, junto al balcón, con la almohadilla sobre las piernas y los dedos enredados entre la maraña de hilos. La labor era un pretexto para entretener sus manos en un teje y desteje que envidiaría Penélope, mientras su imaginación volaba alto. Es decir, si bien se mira, esto de volar alto sólo puede considerarse como una metáfora. La habitación de Lena estaba en el segundo piso de la casa, luego su imaginación no se elevaba, sino que descendía, porque, como sus ojos, se posaba sobre el patio de la Universidad, entre la alegre estudiantina. El visillo de encaje se levantaba y una sonrisa florecía en sus labios, en un esbozo de coquetería, cuando alguno de las antiguos pretendientes de Heidi miraba hacia los balcones. Lena ignoraba que aquella mirada iba dedicada aún a la amada ausente, a la novia de todos, que un día cualquiera podía reaparecer en el balcón. Lena era demasiado niña para interesarles. Sus doce años, repletos de impaciencias, estaban vacíos de gracia, y no constituían para los estudiantes un codiciado tesoro. Aún tenía que transcurrir todo un invierno antes de que la primavera hiciera florecer, bajo su ventana, las simbólicas flores del granado.