EL grito de la churrera, lanzado debajo de sus balcones, despertó a Lena. Era el grito del tercer tiempo, prolongado al final como un quejido arrancado en tortura. En aquellos tres años, ninguna innovación había introducido en su pregón matinal. El tercer grito seguía metiéndose por balcones y ventanas, como el agudo timbre de un despertador.
Lena se tiró de la cama, sin esperar a que Heidi la zarandease. Su sitio estaba vacío. No volvería a ocuparlo. Y ella estaba decidida a dejar también el suyo y salir por el mundo a buscar a Heidi. Había pasado toda la noche meditando su plan. Se había dormido cerca del amanecer y aquel sueño insuficiente le producía cansancio. Estaba destemplada. Pero se vistió más diligente que otras mañanas, y cuando tía Mag le subió los churros, ya estaba casi arreglada.
—Mucho has madrugado, niña… Vamos, déjame peinarte. Debes soltarte las trenzas, para cepillar el pelo, y, después, peinarlo bien. No basta pasar el peine de esa manera… Te lavas a lo gato. Tiene razón tu madre. Lo hace mejor «Kedi-Bey».
«Kedi» saltó del sofá y, agradecido de que se le nombrase, fue a restregarse contra las piernas de Lena. Desde la tarde anterior, nadie se había ocupado en mimarlo, cosa bastante extraña. Lena repartió con «Kedi» su desayuno y los dos lo devoraron golosamente, mientras la señorita Quintana hacía las trenzas a su sobrina.
Lo demás sucedió como todos los días. La niña no se bañaba ya en la cocina, pero tomaba allí su taza de café, antes de irse al colegio.
Al pasar por la tienda saludó a su madre, que acababa de regresar de la iglesia. Y salió a la calle, seguida de Cheni. Esto estaba previsto. Cheni la acompañaba todos los días hasta el colegio, llevándole la cartera de los libros. En el portal se la entregaba y se volvía corriendo detrás de un coche, o de una bicicleta, o persiguiendo a cualquier chiquillo. Todo sucedía aquella mañana como de costumbre, excepto que era un poco más temprano y no andaban por los alrededores del colegio sus compañeras.
Cuando Cheni dobló la esquina, comprendió Lena que era el momento de huir. Pero entonces empezó su perplejidad. ¿Hacia dónde? ¿Qué camino debía tomar para buscar a Heidi?… Aunque Heidi no se hubiera alejado mucho, de la ciudad partían varios caminos y por cualquiera de ellos podía haberse marchado… Total, había pasado toda la noche meditando sobre su huida y lo más importante estaba sin decidir: hacia dónde debía encaminar sus pasos. ¿Y si Heidi se había marchado en el tren?… Era lo más probable. Y era, precisamente, lo que ella no podía hacer. No tenía dinero. Todo su capital ascendía a cuarenta céntimos, que su madre le había dado para comprar un cuaderno y una pluma. Con aquello no podía ir muy lejos…
Tras alguna vacilación, impulsada tal vez por un atavismo que había empujado hacia el mar a varias generaciones de Riveros, Lena tomó el camino de la costa.
No lo conocía muy bien. Cuando salía con su padre por los alrededores de la ciudad, casi siempre lo hacían por Buenavista, siguiendo la carretera de Galicia, en dirección a la Plaza de Toros. Desde allí, atravesando los verdes pastos, enlazaban con la de Castilla, y regresaban a la ciudad por San Lázaro. Aquella era la parte más hermosa de Oviedo y el panorama que desde ella se contemplaba era encantador. Algunas veces, si el tiempo lo permitía, continuaban paseando hasta Las Caldas, el balneario situado a pocos kilómetros de Oviedo. Pero en ese caso, como el paseo había resultado demasiado largo para las cansadas piernas del «Aguilucho» y para las cortas de la pequeña, regresaban en el tren, después de haber merendado en una taberna, comiendo con las manos el embutido y la tortilla, y riendo, como traviesos chiquillos que no temen ser sorprendidos en esa infracción de las reglas de la etiqueta…
Lena recordó con pena aquellos largos paseos en compañía de su padre, aquella fruta comida en el mismo árbol, con el sabor del campo sobre la húmeda piel… Pero todo había pasado. Y ahora caminaba sola, por un camino desconocido que la llevaba hacia una meta borrosa: el mar.
Tal vez no encontrase a Heidi. Al mar sí lo encontraría. El mar había esperado siempre a los Rivero, para llevarles a una tierra de promisión. Y la chiquilla no se preguntaba cómo y cuándo podría dar ella el gran salto, siendo una chica. De haber sido un muchacho, la cosa se hubiese simplificado mucho. Casi todos los Rivero se habían ido por el camino del mar. A ella no le resultaría tan fácil, pero las dificultades no la desanimaban. Trabajaría en Gijón, o en cualquier parte, hasta reunir dinero para el pasaje. Y después…
El después que Lena Rivero veía en su imaginación no era sino un reflejo de los sueños de Heidi: una vida maravillosa, vivida plenamente, día a día, hora a hora, lejos de aquella niebla que envolvía la ciudad, lejos de los odiosos amigos de la tertulia de «La Uva de Oro», que sembraban la discordia entre la familia.
Llegó caminando hasta Lugones. No se atrevió a tomar el tranvía, porque los veinticinco céntimos que costaba el billete desde la Fábrica de Armas hasta el final del trayecto representaban para ella algo más de la mitad de su fortuna. Por otra parte, confiaba en sus largas y ágiles piernas, ya acostumbradas a las carreras, a los saltos, a las acrobacias. Los veinticinco kilómetros que separaban la costa de la capital no la asustaban.
No la asustaron hasta Lugones. Pero empezaron a rendirla antes de llegar a Llanera. Más que el cansancio, empezaba a acuciarla el hambre. Al principio no dio mucha importancia a aquella sensación, pero, insensiblemente, los sueños de color de rosa que la ayudaban a caminar se iban volviendo prosaicos. Empezó a recordar con harto deleite las sabrosas paellas que preparaba tía Mag, las ricas fuentes de frito variado, las natillas adornadas con bizcochos, y hasta el cocido, que siempre la había cansado. No se explicaba, entonces, por qué se había obstinado en rechazar aquella sopa caliente y amarilla, que sabía a gallina y a jamón y tenía un olor tan grato. En realidad, tampoco olían mal las lentejas que tía Mag preparaba algunas noches como primer plato de la cena. Tenían jamón y chorizo. Y el puré que, según decía Ger, además de agradable era nutritivo. ¿Y las patatas rellenas? ¿Y aquel flan que temblaba sobre el plato cuando Petrona lo servía? ¿Y el arroz con leche, cubierto de canela y azúcar y quemado con un hierro candente, para hacerle dibujos de caramelo?… Sin embargo, los platos que más la deleitaban en el recuerdo no eran las golosinas ni aquellos que en su casa prefería, sino los otros, los que siempre había rechazado lloriqueando: la sopa, las lentejas, las patatas… Entonces empezaban a agradarle, empezaba a desearlos, y su ansia era tan viva que el estómago le dolía, y también el vientre, al sentir el vacío.
Al llegar a un lugar denominado «La Venta del Jamón», rendida de cansancio y de hambre, se sentó en la cuneta de la carretera.
No sabía dónde se hallaba. Ni quería preguntar a nadie, porque estaba segura de que siguiendo, sin desviarse, la carretera, llegaría hasta la costa. Y éste era, por el momento, su objetivo. Por lo demás, había perdido toda noción del tiempo y del espacio. Lo mismo podía estar a dos pasos de Gijón que todavía a pocos kilómetros de Oviedo. En cuanto a la hora, por el sol y por su estómago calculaba que hacía tiempo que había pasado el mediodía.
Sentada sobre una piedra, se quitó los zapatos, que empezaban a molestarla. Y comprendió el motivo. Tenía en los dedos y en los talones pequeñas vejigas de agua, algunas de las cuales habían reventado y ya empezaban a producirle, con el roce, molestas heridas. Sacó el pañuelo para limpiarse la sangre y, al sacarlo, se le cayeron al suelo cuatro monedas de cobre. Aquello le recordó que podía satisfacer su hambre si encontraba una taberna por el camino, como tantas ante las que había pasado sin reparar en ellas. Pero tendría que caminar descalza. Después de haber aliviado los pies de la opresión de los zapatos, le parecía imposible volver a someterlos a aquella tortura. En fin, caminaría descalza, ¿y qué?… También el «Aguilucho» había hecho sin zapatos el camino desde Villaviciosa hasta Gijón, cuando huyó del Seminario de Valdediós. Lena rió contenta al recordarlo. Estaba claro que aquello de escaparse de casa era una necesidad de los Rivero. ¿Por qué Ger no se habría ido ya a cualquier parte?…
Su fantasía se habría disparado hacia las nubes, acariciando proyectos, de no sentir como un imperativo el hambre que hacía más grande su cansancio. Pensó que debía tomar algo si quería llegar a Gijón aquella misma tarde. Y reanudó la marcha, llevando en una mano los zapatos y en la otra la cartera del colegio.
La marcha no era fácil. Cuando salía con su padre a pasear por los alrededores de la ciudad, se descalzaba para sentir bajo las plantas de los pies el suave y húmedo cosquilleo de la hierba. Pero la carretera de Gijón distaba mucho de ser aquella época una buena pista y mucho menos un mullido prado. La muchacha caminaba con dificultad, sin quejarse, sin embargo, porque el camino de la libertad que había escogido voluntariamente tendría más adelante otras compensaciones.
Detúvose ante una taberna que mostraba en el escaparate una cazuela de callos y una exquisita fabada. Tal vez allí pudiese comer algo cuyo importe no excediese de los cuarenta céntimos que poseía. La verdad es que no había entrado nunca en una taberna si no era con su padre y le causaba un poco de sobresalto. Pero aquella nueva dificultad no podría detenerla a ella, que había salido de casa a conquistar el mundo. Esta consideración le dio fuerzas y entró.
No había nadie en la taberna. Sobre el alto mostrador, vasos vacíos y botellas. Más vasos y botellas sobre las cuatro mesas, lo cual indicaba que los obreros que las habían ocupado habían vuelto a incorporarse a su trabajo.
Con un poco de asco, sintiendo bajo sus pies descalzos la humedad del suelo encharcado en sidra, avanzó hacia el mostrador y llamó, haciendo sonar en el mármol una moneda. Un minuto más tarde se presentó ante ella una moza colorada y gorda, tipo clásico de la campesina astur. Lena fue preguntándole el precio de cada cosa que podía adquirir y al fin pidió un panecillo de diez céntimos, un trozo de escabeche y un vaso de vino. Y dejó sobre la mesa el importe de su comida, que era todo su capital.
La moza sirvió a la niña, sin dejar de observarla de reojo, y salió después a la carretera, en tanto que ésta comía con gran apetito aquel humilde bocadillo y se bebía de un trago el vaso de vino. El buen humor y el optimismo volvían a invadir a la muchacha, a medida que dejaba satisfecha su necesidad. Se encontraba con fuerzas para seguir caminando y hasta pensó vendarse los pies con el pañuelo y volver a colocarse los zapatos, para no entrar en Gijón descalza.
Pero todo su optimismo se vino abajo, como un castillo de naipes, al ver aparecer a la tabernera con una pareja de la Guardia Civil. Dijo aquélla, señalando a la niña:
—Ésta es. Ya les dije que era una colegiala.
La pequeña inició un movimiento de sorpresa y trató de huir. Pero uno de los guardias la detuvo, tomándola por un brazo:
—¡Eh! No tengas miedo, niña. No vamos a hacerte daño. ¿De dónde vienes?
Lena guardó silencio. No se le ocurrió nada de momento, porque no había aprendido todavía a mentir. Decía su madre que su sinceridad era cinismo. Lena ignoraba la diferencia que entre las dos palabras pudiera existir. Sólo sabía que resultaba más cómodo decir la verdad y hasta entonces la había dicho, excepto en lo que a Heidi se refería, cuando tenía que defenderla. Por otra parte, aunque hubiese querido mentir, no se le habría ocurrido inventar nada, porque no esperaba aquello. En sus proyectos no entraba una pareja de la Guardia Civil pidiéndole cuentas por hallarla sola en una carretera.
Ante el silencio de Lena, insistió la tabernera:
—¿No se lo he dicho a ustedes? Se ha escapado de algún colegio. Lleva uniforme y cartera y no trae dinero.
Lena comprendió entonces su torpeza. Y empezó a explicarse por qué la miraban tanto las lecheras, los obreros y cuanta gente había encontrado en su camino. El uniforme del colegio la delataba, como el traje de presidario a un penado fugado de la cárcel. Y ya era tarde para rectificar. Nada de lo que dijera iban a creerle, pues tenía aún en la mano los zapatos y mostraba descalzos sus pies sangrantes. Todo delataba en ella una huida impremeditada.
—Bien, ¿no quieres decirnos de dónde vienes?… Es igual. De todos modos te llevaremos al Puesto, hasta que te reclamen. No tardaremos en descubrir de qué nido se ha escapado esta palomita.
Creyó entonces más conveniente confesar la verdad. Si iban a reintegrarla a su domicilio, mejor sería que lo hiciesen en seguida, antes de que el enojo de la señora Rivero se convirtiera en ansiedad o en ira y el castigo aumentase en razón directa al tiempo que tardara en descargarse. Otra vez, como Heidi, prepararía mejor las cosas.
—Vengo de Oviedo —dijo sencillamente—. Voy a Gijón a buscar a mi hermana.
—¿Dónde vive tu hermana?
Lena guardó silencio, desconcertada. Realmente, escapar de casa no era una cosa tan fácil como siempre había creído.
—Todo es un cuento —dijo la moza de la taberna—. Esta niña se ha escapado de algún colegio o de su domicilio y será mejor que la lleven a Oviedo, donde podrán decirles quién es y por qué se ha marchado.
Creyó Lena que iba a sentir deseos de arrojarse sobre la moza y estrangularla. Aquella gorda aldeana había cortado su libertad, entregándola a la pareja de la Guardia Civil, y debía odiarla. Pero, cosa curiosa, no sintió hacia ella ninguna animosidad. Sus mariposas negras tenían, sin duda, un espíritu de justicia bastante ponderado y no encontraban motivo para rebelarse contra la decisión de la tabernera. Encogióse de hombros y se dejó conducir por la pareja al Puesto de guardia. Allí dieron cuenta de lo ocurrido al sargento y, con permiso de éste, se instalaron en un camión que tomaba gasolina en el surtidor de la «Campsa» y salieron para Oviedo.
Todo había sucedido de una manera rápida y natural, como si aquello fuese una cosa corriente. Para ellos sí lo era. Para Lena representaba el fin de una aventura y el principio de una posible penitencia.
Antes de que pudiera darse cuenta clara de su situación se encontró otra vez en Oviedo. Quince minutos bastaron para salvar, en sentido inverso, un camino que la niña había tardado muchas horas en recorrer.
Entraron en la ciudad bajo un «orbayu» que ponía una cortina gris ante sus ojos. Entre la fina lluvia, pasaban reluciendo los faroles que empezaban a encenderse por todas partes, como pequeñas luciérnagas entre la hierba. Las luces de los escaparates desfilaban también ante sus ojos, amortiguadas por la cortina de agua…
El camión se detuvo en la esquina de la calle de la Independencia —«la calle de los almacenes» la llamaba Lena— y ésta tuvo que atravesar la calle de Uría entre la pareja, con los pies descalzos y su cartera de colegiala bajo el brazo. Los guardias no concedían gran importancia al hecho, pero Lena sintió que sus piernas flaqueaban y creyó que iba a desmayarse. No obstante, a medida que avanzaba sin que la gente se fijase en ellos, lejos de complacerse en las circunstancias que le permitían pasar inadvertida, empezó a lamentarlo. Su afán de notoriedad, de escándalo, que más adelante iba a caracterizarla, tuvo principio, precisamente, en aquel hecho sencillo, que consistió en haber pasado entre dos guardias por la calle principal de la ciudad, sin que nadie hubiese reparado en ella.
Al llegar a «La Uva de Oro», la cosa cambió de aspecto. Un grito indefinido se escapó de la garganta de la señora Rivero cuando su hija abrió la puerta y entró en la tienda seguida de su escolta.
Sara Montoya se apresuró a acercarle el frasco de las sales, pero la señora Rivero, de un manotazo, lo hizo rodar por el suelo.
—No seas estúpida, Sara. No puedo desmayarme en este momento.
El señor de Girald se encogió de hombros, pensando que se le daba poca solemnidad al acto. Por su parte, se creía en la obligación de poner otra vez sobre el tapete el tema del Reformatorio de Pequeñas Delincuentes, que había estado desarrollando toda la tarde.
—Te llevaremos a «San Claudio», señorita. ¡Al Reformatorio de San Claudio! Para que no vuelvas a proporcionarle a tu madre disgustos como éste. Si tu madre llega a morirse…
La señora Rivero cortó el discurso del señor Girald dirigiéndose a su hija:
—Sube a tu habitación. Di a tía Mag que te bañe, que te cure esas heridas de los pies y que te ayude a acostarte. Ya hablaremos mañana.
Cuando Lena cerró tras sí la puerta de la escalera, la señora Rivero, con la exquisita cortesía con que trataba siempre a los amigos, ofreció asiento a los guardias y, después de servirles unas copas de coñac, les pidió que le contasen lo ocurrido. Ellos, por su parte, tomaron nota de los informes que la señora Rivero les proporcionó y se fueron satisfechos de la investigación.
Todo ocurrió sencillamente. Con naturalidad. Los Quintana y el comandante Data celebraban que así hubiera sucedido. Había que tomar medidas radicales con la chiquilla, pero sin hacer ruido, sin asustarla. Y, sobre todo, sin dar publicidad en todo Oviedo. Era lo más sensato. Los demás se sintieron defraudados.
La señora Rivero hizo un comentario que resultaba un poco extraño en sus labios:
—Mi hija Magdalena no saldrá de esta casa, como Heidi, para no regresar… Tal vez no se equivocase mucho mi marido cuando hablaba de sus mariposas negras…