CUANDO Heidi huyó de casa, la señora Rivero se preguntó si la joven se habría marchado de haber sucedido las cosas de otra manera. La respuesta fue afirmativa. Heidi era un Rivero, llevaba en sus venas la sangre loca de una familia marcada con un estigma hereditario. Y esa respuesta, si bien tranquilizaba un tanto su conciencia de madre y de tutora, como madre también le desgarraba las entrañas; allí estaban sus tres hijos: el muchacho y las dos niñas. También Rivero. También ansiosos de desgajarse del tronco familiar para vivir su propia vida. ¿Qué suerte les reservaría el destino? ¿Debía admitir aquella fuerza ciega como único determinante de su conducta?… ¿No influirían también en sus acciones el ambiente, la educación, en fin, cuantos factores les rodeaban?… ¿No podría neutralizarse de algún modo aquella obscura fuerza?
Quería admitirlo así. Pero, al admitirlo, tenía que reconocer que Heidi no había obrado, simplemente, por un impulso irresistible, sino empujada por las circunstancias, obligada por el ambiente hostil, que empezaba a ahogarla… Y en ese caso, su conciencia no se mostraba tan satisfecha. Tal vez se había dejado influir demasiado por sus amigos, por aquel «todo Oviedo» cuyas murmuraciones la asustaban como un azote de la Providencia…
Heidi se había ido de casa a raíz de una escena particularmente violenta. No era la primera vez que escenas parecidas se desarrollaban en el hogar de los Rivero. Aquélla fue una de tantas. Pero como la gota de agua que hace derramarse el vaso, aquella escena desagradable había colmado la paciencia de Heidi, que no estaba dispuesta a reformar su vivir, ni a seguir aguantando.
El sanedrín había atizado el fuego de la discordia con uno de tantos comentarios ociosos como se permitía hacer en torno a la preciosa Heidi. Cuando la señora Rivero se presentó aquella noche en el comedor, en seguida observaron todos que la atmósfera estaba cargada de electricidad y no tardaría mucho en estallar la tormenta.
Y la tormenta estalló sin necesidad de buscar pretexto. La señora Rivero se encaró con la muchacha, ordenándole con severidad:
—Acepta inmediatamente a uno de tus pretendientes. Ya es hora de que dejes de coquetear con todos. Tu conducta desaprensiva anda de boca en boca por la ciudad. ¡Tres hombres paseándote tu calle al mismo tiempo!…
Ger, actuando de pararrayos, trató de desviar el tono trágico de su madre, con una alegre pirueta:
—¿Tres hombres?… ¡Ahí es nada, Heidi!… Confiesa que eres una acaparadora. Uno de ellos pertenece, por derecho propio, a una de las cinco pavas del «Comendador». El otro, debieras, en buena ley, cedérselo a las niñas de «El Gran Bazar», también cinco, también solteras, también sin esperanzas… O a las nueve doncellas del «Caballero de la mano en el pecho». O a cualquiera de esas pobres chiquillas que te deshacen entre sus menudos dientes, porque se cansan de pasear inútilmente por la calle de Uría sin que nadie les diga ni un piropo… No, hermanita, no debes acaparar así a los hombres. Has hecho polvo a toda la juventud masculina del Rectorado y, no contenta con eso, te llevas por delante a los funcionarios públicos, a los horteras, a…
—¡Ger! —gritó la señora Rivero, ya destemplada—. No se trata de una broma.
Pero Ger, sitiándose paladín de Heidi, estaba dispuesto a romper en favor de ella sus lanzas.
—Tampoco yo bromeo, mamá. Si lo prefieres, vamos a hablar en serio. Heidi no comete ningún delito con ser bonita, con ser alegre, con ser coqueta. En fin, mamá, con ser tan exquisitamente femenina… Heidi agrada a los hombres porque sabe sonreír. Una ciencia que no conocen todas las mujeres. No es engreída, como las chicas de Girald, que se creen descendientes del rey Favila. Y aunque presume un poquito, ¡reconozcámoslo!, tan amable se muestra con un obrero, como con un marqués. Ahí reside su encanto, su simpatía… Ya sabes que el Spleen ha tratado con ironía, con desgarradora sátira, a la mayor parte de las niñas casaderas de la ciudad. Pues bien, a Heidi la ha tratado siempre con el mayor respeto, casi con admiración. Esto es lo que no le perdonan tus amistades.
La señora Rivero se puso en pie, arrojando la servilleta sobre la mesa, en un gesto irritado que en los últimos tiempos se repetía con frecuencia:
—¡Hijo, basta ya de tonterías!… Todo Oviedo tiene razón. No es propio de una muchacha honesta consentir que la paseen la calle varios hombres, esperando por turno que la muchacha les dirija una sonrisa o una palabra de aliento. ¡Tres eran los que anoche le paseaban la calle! Sara Montoya los vio, los vio todo el vecindario. ¡Como si Heidi no tuviera quien velase por su honra! ¡Como si Heidi fuese… una golfa!
Ger se levantó también, irritado por aquella acusación. Heidi lo hizo al mismo tiempo, apartando la silla con estrépito. No había despegado los labios durante toda la escena. Su táctica era siempre la del silencio. Nunca respondía nada. Nunca se exaltaba. Pero aquella noche, al recoger de labios de su madre la acusación del sanedrín, sintió algo que se parecía mucho a las «mariposas negras» de la pequeña, y estrelló contra el suelo la taza de café que sostenía entre sus manos. Después salió del comedor, dando un portazo.
Tía Mag se puso a sollozar violentamente:
—¡Jesús, dulce Jesús! Decir eso de la niña… Cuando la niña va conmigo a todas partes… ¿Qué mal hace en agradar a los hombres?… ¡Envidiosas! ¡Malas lenguas!… Si no les hicieras caso…
La señora Rivero volvió a sentarse, agitadísima. Y fue tía Mag la que recogió, entonces, la rociada de sus reproches:
—Tú alcahueteas a la muchacha, ¡tú!… Tú le consientes ir por la calle provocando a los hombres con su sonrisa. Es bonita y no tiene recato. Y la gente comenta… Y la gente dice…
—¿Tengo yo la culpa?… ¿Yo?
—¡No saldréis más de casa!… Heidi no volverá a salir de casa, si no es conmigo, ¡qué responsabilidad, Señor!
Tía Mag se limpió dos lágrimas que rodaban por sus mejillas y se agarró a su estribillo.
—Por ahí debías haber empezado. Ya sé que en esta casa sobro yo. Yo soy la que alcahueteo a los muchachos, la que tiene la culpa de que la gente diga… Será mejor que me vaya de esta casa, para que todos os quedéis en gracia de Dios. Iré a servir a un amo…
La paciencia de la señora Rivero reventaba aquella noche con la vulgar salida de su hermana. Hubo lágrimas, gritos, protestas… En realidad, nada nuevo. Pero aquel día, alguien más que la señora Rivero se había cansado de la incómoda situación.
Heidi salió a la mañana siguiente para ir a Misa, y no regresó.
Todo Oviedo encontró muy natural que Heidi, la muchacha de «La Uva de Oro», desapareciera un día de su hogar sin dejar el menor rastro. Su fuga fue comentada sin extrañeza. Se diría que la esperaban. Que la estaban deseando. Que la empujaban a ella… El voluminoso vientre de Girald, moviéndose en oleadas de risa, la sonrisa mordaz de Sara Montoya, los comentarios desfavorables de los Gemelos, los elogios del capitán Jáuregui, todos, todos la empujaban a huir… ¿Con quién?… ¿Adónde?… Eso era lo de menos. La realidad era que Heidi tenía que huir. Debía huir… Y una mañana salió de su casa y no regresó.
Desde que el luto la impedía frecuentar paseos y espectáculos —pues el luto se guardaba por aquellos años rigurosamente—, la piedad de Heidi se había acrecentado de una manera ostensible. Sentía necesidad de ir a Misa todas las mañanas, pero no a la Catedral o a San Tirso, como su madre y hermana. Heidi tenía gran devoción a la Virgen del Carmen y sus pasos se encaminaban a los Carmelitas, situados al otro lado del parque. Tía Mag decía sonriendo:
—Es natural… «Santa María Más Lejos» causa más devoción.
Y el refrán de la sencilla señorita Quintana, como todos sus refranes, encerraba la filosofía del pueblo, casi siempre certera.
Para ir a los Carmelitas, era preciso atravesar el parque de San Francisco, y era el caso que, en el Paseo de la Herradura, o en el Bombé, había siempre apostado algún pretendiente, algún admirador de la preciosa Heidi, y el trayecto no resultaba aburrido. Por la tarde, buscando los lugares más retirados para atravesar el parque, volvía Heidi a los Carmelitas, pero ahora la acompañaba tía Mag. No estaba entonces bien visto que una señorita saliera sola de casa, si no era en las horas de la mañana, para ir al templo. Pero aunque Heidi no salía sola de casa, tía Mag sabía ser una señora de compañía muy aceptable y con su discreción se ganaba las simpatías de la muchacha y los bombones de los admiradores de ésta. En el Paseo de los Curas, o en la Fuente del Tritón, o en los alrededores de la Fuente de la Salud, junto al estanque de los cisnes, entre bombón y bombón, dentro del corazón virgen de tía Mag repicaba la campanilla de plata del corazón de Heidi. Tía Mag, la beatífica tía Mag, vivía, como todas las vidas pobres e impersonales, parásito de las emociones ajenas.
Heidi logró, gracias a su tolerancia, que los dos años de riguroso luto le resultasen leves. Pero allí estaban las hijas del «Comendador» y Sara Montoya, y el «Gemelo Blanco», para seguir sus pasos y hacer saber a la señora Rivero que la vida de Heidi no transcurría tan monótona como ella creía.
El día que Heidi se fue de casa, en la tertulia se celebró su huida como un acontecimiento esperado. El señor de Girald se frotaba las manos, satisfecho de ver cumplidos sus augurios:
—Se esperaba, amiga mía, se esperaba… ¡Estas muchachas tropicales!… Siempre he dicho que esta chiquita acabaría por darle un disgusto serio.
Sara Montoya apuntó la posibilidad de que Heidi hubiera ido a casarse en Trubia, puesto que en Trubia se casaban las señoritas a quienes sus padres o tutores negaban el permiso para hacerlo. Todos sabían que en cierta parroquia de aquel concejo había un cura que casaba sin documentación.
El «Gemelo Negro» opinaba que debía buscarse a Heidi y obligarla a regresar a casa. Aún era menor de edad, la señora Rivero era su tutora y estaba obligada a hacerlo.
Pero la señora Rivero se negó a buscarla. Sabía que Heidi no regresaría a casa después de haber dado un paso definitivo, que todo Oviedo estaría ya comentando. Por otra parte, Heidi llegaría en seguida a la mayoría de edad. Sería inútil tratar de retenerla a viva fuerza.
Y Heidi no regresó.
La señora Rivero prohibió a todos que volviesen a nombrarla. Para todos, Heidi había muerto.
Pero Lena sabía que Heidi estaba viva en alguna parte y aquella tarde, cuando comprendió que ya no volvería a verla, lloró, tanto por sentimiento como por despecho. Heidi la había engañado. Heidi se había marchado de casa sin despedirse de ella, sin decirle siquiera adonde se iba…
Cansada de llorar, se arrojó de la cama y con la violencia que la dominaba en sus arrebatos, que nadie sabría calmar desde aquel día, comenzó a revolverlo todo y a romper cuanto representaba un recuerdo de aquella dulce intimidad que disfrutaban. Como un marido burlado, revolvía todos los muebles, buscando pruebas de una huida premeditada. Pero todo estaba en orden. Allí, sobre el tocador, sus frascos de perfume. Y el polissoir. Y el cepillo de plata, con el que todas las noches se deleitaba Heidi peinando suavemente, perezosamente, sus hermosos cabellos. Y el infiernillo de alcohol en el que calentaba las tenacillas para rizarse el pelo… En el armario estaba toda su ropa. Y en el viejo secrétaire de palosanto, que había pertenecido a la abuela Marta, había cartas, retratos, libros, tarjetas… En todo, ¡ni una huella! Nada que denunciase propósitos de boda, de viaje o, sencillamente, de huida.
Se tranquilizó Lena pensando que la traición de Heidi era relativa. Si no había dicho nada, era, sin duda, porque nada tenía premeditado. Tal vez se hubiera ido como consecuencia de la escena de la noche anterior.
Convencida de ello, y en uno de esos cambios bruscos, tan propios de su temperamento, Lena recogió cuanto había pertenecido a Heidi y, besándolo con amor, volvió a guardarlo como una reliquia. Y sonrió con tristeza. Allí quedaban sepultados también sus sueños y sus proyectos… «Un día cualquiera —le contaba Heidi— llegará un caballero a pedir mi mano…» Pero los sueños de Heidi no se detenían allí. El velo blanco que debe ser el the end de las novelas de las vírgenes prudentes, era el telón que se alzaba ante una vida que empieza: «Entonces tendré joyas y pieles y automóviles. Pisaré sobre alfombras que amortigüen el ruido de mis pasos. Viajaré por el extranjero…»
Sin embargo, Heidi no había salido de casa envuelta en el casto velo de las desposadas, ni el coche del primo Carlos —esta vez sin crespones— se había adornado, en honor de la muchacha, con las simbólicas flores de azahar.