VI

GER irrumpió en el patio de la Universidad, llamando a grandes voces:

—¡«Ranita»! ¡Eh, «Ranita»!… ¿Dónde estás?

Desde el último peldaño de la escalera que conduce a las aulas del piso alto, contestó Lena:

—¡Ya voy!

Y un minuto más tarde estaba en el patio.

La niña se había refugiado en la Universidad, desde que ella y sus huestes habían sido desalojadas de las ruinas de la antigua Fortaleza. En ella tenía instalado Lena Rivero su cuartel general y, en verdad, no era fácil encontrar en todo Oviedo un lugar más apropiado para sus correrías.

¡La vieja Fortaleza!… Los jardines de Porlier tenían entonces, para Lena Rivero, un especial encanto que la gente no sabía reconocerles. No. Nada de fuentes luminosas ni adornos de pasteles de Pascua. Los jardines de Porlier eran sencillos, salvajes, aviniéndose por ello con el temperamento de la pequeña Rivero. Un marco de castaños sombreaba cuatro alfombras de hierba, en las que se revolcaban a placer todos los chicos del barrio. Y en el centro algo así como una farola, siempre apagada, porque las piedras de sus arcos la habían tomado como excelente blanco. La plazuela, llena de gritos infantiles, estaba descuidada. Deliciosamente salvaje y abandonada.

En el corazón mismo de la ciudad, enmarcada por los palacios de Camposagrado, del Conde de Toreno y del Banco Asturiano, no tenía ese empaque señorial que por su alta vecindad le correspondía, debido a que uno de sus costados se incrustaba en las mismas ruinas de la vieja Fortaleza: cascotes, tierra, basura, murallas que se derrumban…

Lo que para Oviedo constituía el borrón de la ciudad, era para la pequeña su mayor encanto. Le agradaba gatear por sus piedras cubiertas de verdín por la humedad, como las piedras de un estanque seco, y asustar con sus gritos a las alimañas que moraban entre ellas. Y recorrer todas las ruinas, tejiendo cien historias y leyendas.

Tía Mag había alimentado su fantasía, contándole que ella recordaba aún cuando la Fortaleza se levantaba en el Porlier. Desde la cama escuchaba, durante las silenciosas y largas noches del invierno, el grito de los soldados que montaban la guardia: «¡Centinela alerta!»… Los alertas rodaban como un eco por las esquinas, hasta morir en un «¡Alerta está!», repetido por el último soldado…

La fantasía de Lena se exaltaba escuchando los relatos de tía Mag. Ante sus ojos, la vieja Fortaleza cobraba vida y volvía a levantarse sobre sus ruinas. Ella era la castellana, la princesa cautiva que aguardaba a su valiente libertador.

La princesa lo era en sus sueños. Pero cuando jugaba con los muchachos entre las ruinas, prefería ser capitán y «batir el cobre», según la expresión de Ger. Las ruinas y los jardines eran para la chiquillería «la manigua» y a todo el que se atreviera a aventurarse por ella se le trataba sin grandes consideraciones.

Un alerta desagradable para aquellas correrías fue el cartelón que alguien plantó una mañana entre las ruinas, cercadas desde aquel día por una valla de madera. En el ángulo superior tenía un mapa de la península ibérica y debajo un letrero incomprensible para los muchachos, pero con la terrible fuerza de una sentencia:

«Solar adquirido por la Compañía Telefónica Nacional, para la Central Automática y Oficinas.»

Nada más y nada menos. Era la civilización desbancando la belleza salvaje y sucia de las ruinas…

Lena anduvo algunos días desorientada y triste, hasta que dio con sus huesos en el claustro de la Universidad. Sin embargo, no resultaba tan sencillo jugar en el patio. Por allí andaba el conserje. Y los bedeles. Era preciso burlarles antes de aventurarse a escalar el pedestal del Fundador, o ganar, sin ser vistos, la amplia escalera de mármol que conducía a la planta superior. A ella sólo tenían acceso Lena y su lugarteniente Cheni, y algunos de sus amigos privilegiados. Ni era cosa fácil subir, ni todos debían entrar en aquellos lugares de excepción.

Allí estaba el Museo de Historia Natural, lleno de interrogantes para los muchachos: animales extraños, fetos monstruosos, inquietantes momias… Lena sentíase valiente cuando entraba en compañía de otros muchachos. Cuando subía ella sola, procedía cautamente, sin arriesgarse demasiado en sus exploraciones. Desde la puerta saludaba a «Ursus», el enorme oso gris, que parecía sonreírle amistosamente. Lena y «Ursus» eran buenos amigos, a pesar de que la historia del rey Favila la ponía en guardia contra aquella amistad. En guardia solía ponerse también cuando jugaba con «Lupus», que le enseñaba los colmillos descaradamente, y bastante menos respeto le inspiraba el ballenato, pese a su gran tamaño, porque estaba muy alto, sobre una larga vitrina. En general (dejando a un lado a los pequeños animales, con los que se recreaba, sin el menor temor) «Ursus», «Lupus» y el ballenato eran sus mejores amigos. Su gran inquietud partía de otros seres terribles que, encerrados en sus sarcófagos de cristal, la miraban desde el fondo del salón con sus órbitas vacías. Ger le había dicho que aquellas momias habían sido encontradas entre las ruinas de las antiguas ciudades de Pompeya y Herculano, sepultadas por la lava y las cenizas del Vesubio, durante su erupción del 73. El abolengo histórico de las momias tenía sin cuidado a Lena. Para ella sólo eran tres inquietantes trozos de tierra que habían sido seres vivos y entonces eran algo como fantasmas…

Aquella tarde se había burlado de ellas y, asustada de su audacia, salió corriendo del Museo. Palpitándole aún el corazón, bajaba la escalera de cuatro en cuatro, sin montarse, como solía hacerlo, en el ancho pasamanos de mármol.

Cuando se vio al lado de su hermano, le preguntó, más tranquila:

—¿Qué ocurre, Ger?

—¿Qué pasa? —le contestó él riendo y arrastrándola por un brazo—. Algo muy divertido. ¡Ven, por favor! No quiero que te pierdas esta escena. «Santa María» ha regalado sus joyas a una mendiga. Se las ha regalado con la admirable humildad de una reina cristiana. Todo se ha descubierto, como en las novelas rosa, y el pueblo la está aclamando…

Atravesaron la calle y entraron en la tienda. En ella estaban reunidos los amigos que formaban habitualmente la tertulia de «La Uva de Oro». Y en medio de ellos, María, confusa y avergonzada, trataba de explicarles su conducta. Con las mejillas encendidas y los ojos arrasados en lágrimas, hablaba muy despacio, sin levantar la vista del suelo, a punto de estallar en sollozos.

La señora Rivero le dirigía suaves reproches, pero se notaba que se sentía orgullosa de la hazaña de su hija. Tía Mag suspiraba de cuando en cuando y se limpiaba ruidosamente las narices. La Montoya ocultaba tras su abanico una sonrisa burlona. Jáuregui reía descaradamente y comentaba con el «Gemelo Blanco» y el «Comendador» la educación absurda que se daba a las jóvenes en aquella época. Pero el comandante Data había tomado el asunto en serio y acariciaba el puño de su bastón mientras interrogaba a una pobre mujer que también lloraba, nadie sabía si de emoción, como tía Mag, o de temor de verse complicada en un asunto feo. Dos pequeños, pobremente vestidos, se agarraban a sus faldas y miraban con terror al señor Faquín, el viejo joyero de la calle de la Platería, que los había llevado a aquella casa.

—Tranquilícese, mujer, tranquilícese… —decía el comandante Data—. Puesto que esta señorita ha confesado que le entregó voluntariamente la pulsera, nada tiene que temer.

Pero la mujer seguía llorando y tratando de justificar algo que, al parecer, le importaba justificar a los ojos de todos, tanto como su honradez; su pobreza vergonzante.

—La señorita María sabe que yo no miento. Ella nos conoce bien. Nos conoce a todos, ¿sabe?… Es la madrina de mi pequeño José… Nosotros, señor, nunca hemos mendigado. Éramos una familia de clase media, que vivía honradamente de su trabajo. Mis padres nos ayudaban. Pero los hombres… ¡Ya se sabe cómo son los hombres! La maldita política los emborracha más que el vino. Mi marido estaba empleado en la Telefónica, y cuando la huelga del 17… pues… ya se sabe cómo son los hombres… Yo le decía que no se metiera en nada, pero a los hombres no hay quién les quite esas ideas de la cabeza…

La mujer se atragantó en un sollozo. El recuerdo del trabajo perdido la obligaba a revivir unos momentos penosos.

—Ya ven ustedes, un hogar en la miseria. Desde entonces nos valemos como Dios nos da a entender… Yo frecuenté desde niña la iglesia de San Tirso, nuestra parroquia (he sido siempre muy religiosa), y en San Tirso conocí a este ángel del Señor. Créame; yo no he mendigado, pero la señorita María, que es madrina de mi pequeño, nos ayudaba como podía… El sábado no tenía nada que darnos y le regaló a mi niño esta pulsera. Lo demás ya lo saben ustedes.

—Señora, todo está justificado —dijo el comandante Data, acariciando con deleite el puño de su bastón—. Puede marcharse tranquila.

—Y llévese la pulsera, ¡por favor! —intervino la señora Rivero—. Se la ha dejado olvidada sobre la mesa. Es un regalo que hace mi hija a su pequeño José. Llévesela sin escrúpulos, querida.

Después se volvió hacia Lena, que permanecía atónita junto a la puerta, indicándole con la mirada los repletos tarros de caramelos que había sobre el mostrador. La niña se apresuró a llenar de caramelos los bolsillos de los muchachos, que se fueron con su madre.

En cuanto al señor Paquín, fue obsequiado con una copa de jerez, que saboreó despacio, elogiando, a cada sorbo, la pureza de los vinos de la casa. Los demás apuraron sus copas sin sentirse obligados a cantar su pureza. Era vieja costumbre de «La Uva de Oro» obsequiar a los amigos con su néctar. Las señoras, sin hacer ya remilgos, aceptaban también unas galletas, que tomaban, distraídas, mientras hablaban mal de Heidi.

Un poco extraña resultaba, a primera vista, esta prodigalidad de la señora Rivero, perfecta administradora de sus escasos bienes. Pese a ello, nunca faltó a su costumbre de obsequiar a los amigos, ni a la hora de regalar unos caramelos a las personas que compraban en «La Uva de Oro». Sin exageración podía afirmarse que se llevaban la ganancia. Y no porque a la señorita Quintana se le hubiera contagiado la prodigalidad de los Rivero al entrar a formar parte de la familia. El origen de esta prodigalidad estaba claro. La señora Rivero sentía necesidad de demostrar a sus parientes y amigos que ella no era una simple tendera, como las otras, atenta sólo a las pequeñas ganancias. Necesitaba hacerlo porque sentíase descontenta de su oficio, sentíase rebajada. En verdad, al casarse no había pensado que debería pasar la vida detrás de un mostrador. Y aquella incómoda postura la obligaba a mostrarse generosa, a abrir aquella válvula de escape al sentimiento de inferioridad que la atormentaba. Cuando entregó a la pobre vergonzante la valiosa pulsera de oro lo hizo con tal naturalidad, que se diría que no le daba importancia alguna.

Aquella tarde el punto de referencia de la conversación en la tertulia de «La Uva de Oro» fue el suceso del día. Y unos sinceramente y otros un poco forzados por las circunstancias, todos elogiaron el bello gesto de la muchacha que así, calladamente, como hacía siempre las cosas, acababa de desprenderse de una alhaja de bastante valor para que unos pequeñuelos tuviesen pan. Pero el hecho carecía de picardía, de jugosidad. No se podían hacer en torno suyo sabrosos comentarios. No podía ser exprimido para obtener el licor fuerte de una conversación divertida. Contadas, pues, algunas anécdotas, falsas o verdaderas, en las que todos demostraban su buen corazón, la conversación acabó por agonizar y sólo volvió a animarse cuando se puso sobre el tapete la frivolidad de Heidi. El tema parecía divertir tanto a los amigos de los Rivero, que era rara la tarde en que no se hiciera algún comentario en torno a ella.

—¡Qué bonita está Heidi! —comenzó el «Gemelo Blanco»—. Desde que empezó a aliviar el luto ha ganado mucho. Lástima que el Paseo de los Curas no sea un marco adecuado para su belleza. Yo creo que ahora, pasado ya el período de riguroso luto, podría frecuentar otros paseos más… no sé cómo decir. Donde hubiese más luz, donde se la pudiese admirar mejor.

—Mis hijas —añadió el «Comendador»— dicen que se la encuentra siempre por los lugares más obscuros y apartados del parque.

Sara Montoya echó más leña a la hoguera, fingiendo disculpar a Heidi:

—¡La pobrecilla!… Hasta ahora el luto la obligaba a ello. De otro modo, ya se sabe que su madre no iba a dejarla pasear por ciertos sitios, puesto que no desconoce su responsabilidad.

—Por su bien se lo advertimos una vez más, querida amiga —añadió Girald—. Mis hijas dicen que Heidi busca siempre los lugares más apartados…

—Y dígame, señor Girald —preguntó Ger, candorosamente—, ¿qué hacen sus hijas por los rincones del parque?

Carraspeó Girald:

—Mis hijas, caballerito, van siempre acompañadas por su madre y pueden cruzar el parque a cualquier hora del día o de la noche, sin que la gente tenga el menor motivo de murmuración.

—Heidi no sale sola. Tía Mag la acompaña siempre.

—Pero a mis hijas no se las ha visto nunca con un hombre.

—Desde luego, mi querido señor Girald. En eso estamos de acuerdo —afirmó Ger muy serio—. Nunca se ha visto a las Girald con un hombre. Y casi diría que, aunque su madre no las guardase, la virtud de las muchachas no padecería desdoro. Lo que siempre es una tranquilidad para sus padres.

El señor Girald recogió el guante. Y murmuró, dando con su bastón en el suelo nerviosos golpecitos:

—Cuestión de temperamento, mozalbete. Cuestión de temperamento… y acaso de principios…

Antes de que Ger volviese, lanza en ristre, a atacar al «Comendador», intervino Sara Montoya:

—Me parece vergonzoso que un parque como el de San Francisco esté tan mal alumbrado. Exceptuando el Bombé y el Boulevard, el resto permanece en una penumbra cómplice de las parejas…

—… jóvenes —concluyó Ger.

Resultaba curioso: Ger y Heidi se odiaban cordialmente, con un odio cuyos motivos sólo ellos conocían. Pero es lo cierto que se odiaban. Sin embargo, cuando alguien los atacaba, se defendían mutuamente como cachorros de una misma camada. Los dos eran Rivero y no lo olvidaban. Por una especie de acuerdo tácito habían constituido un frente común contra los parientes Quintana y, en general, contra todas las amistades de la familia, exceptuando, desde luego, al viejo comandante Data, que gozaba de las simpatías de los cuatro hermanos.

Ger poseía un humor picante. Casi agresivo. Había heredado el ingenio de los Rivero, pero no su diplomacia. El humor fino del «Aguilucho», lleno de gracia y galantería, ese humor que, en el peor de los casos, arañaba ligeramente la piel, era en Ger el agudo estilete envenenado que desgarra los tejidos en heridas difíciles de cicatrizar.

Aunque no solía asistir a las tertulias y sólo, como aquel día, permanecía casualmente en la tienda, se había ido estrellando ya contra todos los amigos de la señora Rivero. El pretexto era Heidi; sus amores traídos y llevados de boca en boca por toda la ciudad y la discordia que entre la señora Rivero y su hija sembraba el sanedrín. En el fondo había también otra causa por la que Ger depreciaba a los amigos de la familia: todos eran conservadores.

Sara Montoya le era especialmente odiosa por su chismorreo.

—De las parejas jóvenes, debe usted decir, querida Sara. ¡Jum! Parece que las autoridades de nuestra generación no velan con más celo que las de la vuestra por la moral pública —le replicó el muchacho con ironía—. Siempre ha sido el campo de San Francisco, como todos los parques del mundo, la garçonnière de las parejas jóvenes. Los chicos, generalmente, no disponen del dinero que permite a los galanes maduros —solteros o casados— llevar a sus amigas a… al «Palacio del Hielo», por ejemplo.

Hubo toses, carraspeos, hasta sonrisas entre los hombres. Sara Montoya ocultó su enojo con el abanico, y sin saber cómo devolver la alusión incisiva del muchacho, encogióse de hombros y continuó protestando:

—¡Digo que es vergonzoso, vergonzoso, vamos! No sé qué hacen los guardas.

—Los guardas, señorita Montoya —continuó Ger—, se guardan mucho de molestar a las parejas de enamorados desde que uno llevó ante el gobernador ¡a su propia hija! Y salió despedido, naturalmente. ¡La juventud tiene sus derechos! Desde entonces, como el loco del cuento, todos temen que el perro sea podenco.

Luis Jáuregui y el comandante Data sonreían complacidos ante el pícaro duelo, pero el señor Quintana reprochó a su sobrino aquella mordacidad:

—¡Acabarás en la cárcel si no mides tus palabras!

—¿Mis palabras?… Tío Pedro, si el caso es del dominio popular… Todo Oviedo comenta escandalizado las… genialidades de la pequeña gobernadora. Se dice que bailando con el Príncipe de Asturias, en ciertos respetables salones de esta ciudad, se le enredó entre la hojarasca de una columna el leve mantoncillo de Manila que velaba discretamente su desnudo busto, y Su Alteza tuvo ocasión de comprobar que la pequeña no usaba…

—¡Ger! —gritó tío Pedro, enfurecido—. Habla con más respeto de nuestro Príncipe Heredero.

Ger se encogió de hombros:

—Nada he dicho contra Su Alteza. El Príncipe de Asturias tiene todas mis simpatías. ¡Pobre muchacho!… Seguramente estaría a punto de desmayarse en los brazos de la chiquilla. Créeme que lo compadezco sinceramente. Por su bien hago votos para que Alfonso XIII sea el último de los Borbones en España.

El señor Quintana estaba furioso. Era viejo carlista y los descendientes de Isabel II no habían sido nunca santos de su devoción. Pero la Dictadura del general Primo de Rivera le había reconciliado con el Rey y se agarraba a su Monarquía como náufrago a una tabla de salvación surgida providencialmente entre las aguas del revuelto río, que podía desembocar en una odiosa República. Desde el año 1923 las paredes de su hogar estaban tapizadas de fotografías de Sus Majestades, del Príncipe de Asturias y del Marqués de Estella. Sus hijas Elisa y Blanca traían el pelo cortado «a lo Infanta Cristina» y los muchachos eran exploradores encuadrados en las juventudes de la Unión Patriótica. La irrespetuosidad del sobrino al hablar de Su Alteza indignaba justamente al viejo carlista.

—Observo —dijo a su hermana— que ejerces ya poca influencia sobre tu hijo. Ese libre lenguaje que Ger emplea demuestra que se está emancipando de tu sensata tutela.

En efecto. Ger había cambiado mucho en los tres últimos años. Ya no era el chico mimado, sometido constantemente a la vigilancia que la señora Rivero ejercía sobre él, para librarle de la influencia de su padre. Pero entonces su personalidad se desenvolvía bajo otras influencias extrañas, que tampoco eran gratas a los Quintana.

Ger se encogió de hombros al escuchar a tío Pedro, y afirmó cínicamente:

—Bien. Es posible… El caso es buscar ahora el medio de emancipar a mamá. Yo creo que una madre de familia debe permitirse el lujo de tener ideas propias y educar a sus hijos sin dejarse influir…

El señor Quintana se levantó indignado:

—¡Eres un insolente, muchacho! Yo no he pretendido nunca inmiscuirme en vuestros asuntos, pero no puedo menos que lamentar que tu madre tenga tan poca energía y no sepa conducir a sus hijos por el camino que deben recorrer los jóvenes de una familia cristiana.

Hubo un murmullo de aprobación. El señor Quintana, ofendido, pretendía abandonar la casa. La señora Rivero sacó el pañuelo para secarse las lágrimas que corrían abundantes por sus mejillas. Sara Montoya le ofreció su frasco de sales. Tía Elisa intentaba calmar a su marido, obligándole a ocupar de nuevo su silla. Tía Mag, desde la puerta, sollozaba también para ponerse a tono, murmurando entre dientes al mismo tiempo:

—¡Jesús, Señor, y cómo enreda el diablo las cosas…!

Estas escenas sucedíanse con frecuencia, aunque Ger no tomara parte en la discusión. Todos los pasos que Heidi daba y los que no daba, las salidas y entradas del muchacho, las travesuras de la pequeña, eran comentados, traídos, llevados, desmenuzados, por los ociosos contertulios de «La Uva de Oro». El señor de Girald, Sara Montoya y el «Gemelo Blanco» eran los portadores de las noticias y los que disfrutaban con un placer sádico atizando el fuego de la discordia entre la señora Rivero y Heidi. Por diferentes motivos, ninguno de los tres le perdonaba su belleza exótica y el poderoso atractivo que ejercía sobre los hombres.

En consecuencia, la hora de la comida y las veladas de la familia Rivero transcurrían en un clima de malestar. Las discusiones, las protestas, los reproches más o menos velados, las quejas, se sucedían sin interrupción.

Ger opinaba que nadie tenía derecho a intervenir en los asuntos internos de la casa y que de buena gana barrería de consejeros su hogar. Heidi callaba; no protestaba más que cuando se le atacaba directamente, y aun así, acabó por aguantar en silencio reproches y advertencias, segura de que acabaría haciendo su voluntad, lo cual, a fin de cuentas, era lo que le importaba.

Lena también optó por callar. Sus turbulentas «mariposas negras» replegaban sus alas al primer choque de sus antenas con la realidad. Cuando su madre censuraba sus correrías, su vagabundeo, callaba. Callaba siempre pensando que si la castigaba encerrándola en casa, volvería a descolgarse por el canalón y volvería a visitar a sus amigos, «Ursus» y «Lupus», y al Inquisidor, y a Riego…

Quien solía agriar las discusiones, sin proponérselo, era la cándida señorita Quintana, que defendía a los muchachos. La señora Rivero le reprochaba su alcahuetería. Tía Mag lloraba…

—Sé que sobro en esta casa. Lo sé bien. Ésta es una manera muy política de decirme que debo preparar la maleta y largarme… No importa. Los niños son ya mayores, no me necesitan… No quiero ser un trasto inútil. Me iré a servir a otra casa. Sé trabajar.

Esta salida de su hermana ponía furiosa a la señora Rivero. ¿Por qué amenazaba siempre con el cuento de irse a servir? ¿Para poner en evidencia a la familia?…

Aquello traía nuevas discusiones, nuevos reproches… Decididamente, la discordia había prendido en el hogar de los Rivero como la mecha de una traca.

Lena permaneció durante toda la velada sin despegar los labios. Su silencio no respondía aquella noche a ninguna táctica premeditada, sino a su abatimiento. Lena Rivero estaba celosa.

Y celosa, nada menos, que de la hija del gobernador, que había bailado —según había afirmado Ger— con el Príncipe de Asturias.

Para justificar sus celos, no le quedaba a la pequeña Rivero más remedio que confesar que se había enamorado de Su Alteza. Lena se ruborizó al llegar a esta conclusión. Pero la sostuvo con valentía. Entre «Ursus» y «Lupus», entre Cheni y el Inquisidor Valdés, surgía, obscureciéndoles totalmente, la radiante figura del Heredero de la Corona de España.

Hasta el verano anterior, Lena conocía al Príncipe y a los Infantes sólo a través de las fotografías que Blanco y Negro y La Esfera publicaban de Sus Altezas Reales. Y eso eran para la niña: fotografías. Y les admiraba como admiraba a Rodolfo Valentino, el galán de moda de la pantalla. Por aquella época recorría Lena las carteleras del Teatro Campoamor, del Jovellanos, del Toreno arrancándoles (valiéndose de una gillette) las fotografías del ídolo para su álbum de artistas. También coleccionaba, en otro álbum, fotografías de la familia Real y de reyes y príncipes extranjeros. Todo sin el calor de una verdadera coleccionista, sino porque lo hacían sus compañeras de colegio. En realidad, le resultaban más divertidas y más interesantes sus correrías por el patio de la Universidad, capitaneando a los muchachos del barrio. Sin embargo, un suceso extraordinario en la ciudad la desvió, momentáneamente, de sus travesuras: una mañana la Cámara de Comercio empezó a repartir centenares de banderitas entre los comerciantes de las calles de la Universidad, San Francisco y Porlier, que se enfrentaban con el Hotel Covadonga. En él se iba a hospedar Su Alteza Real el Príncipe de Asturias, que llegaba al día siguiente a la ciudad.

Lena acogió la noticia con emoción: al fin iba a ver a un príncipe de verdad. Y no sólo a verlo de lejos, sino a tenerle por vecino. La regia habitación de la rotonda, que iba a ocupar Su Alteza, quedaba, precisamente, frente a sus balcones. No permitió que sus hermanos ni los criados tocasen las banderas que la Cámara de Comercio había repartido. Ella misma las colocó en la fachada de la manera más vistosa y artística que se le alcanzaba. Puso también las colgaduras y limpió los cristales, sin dejar intervenir a nadie en aquel trabajo. Pero no esperó en su casa la llegada de la comitiva real. Se adelantó a recibirla, confundida entre la gente que se aglomeraba en la plaza de Porlier.

Anhelante, nerviosa, suspensa la respiración por la curiosidad, escuchó Lena el himno nacional cuando el coche de Su Alteza entraba por la calle de San Francisco. Los guardias apartaban a la gente que se volcaba materialmente sobre el coche para contemplar de cerca al heredero de la Corona. Lena estaba en primera fila, casi debajo de las patas de los caballos que acordonaban la acera, y enronqueció vitoreando a aquel muchacho rubio, de ojos claros, que sonreía saludando a su pueblo. Desde el balcón del hotel, al que hubo de asomarse obligado por las aclamaciones, volvió a saludar el Príncipe y a recoger las oleadas de simpatía que la población de Oviedo le tributaba.

Durante la corta estancia de Su Alteza en la capital de su Principado, Lena Rivero hizo cuestión de honor el saludar a su augusto vecino cada vez que éste entraba o salía del hotel. Un deber elemental de cortesía la obligaba a montar su guardia en la plazuela a las horas en que los diarios locales anunciaban la asistencia de Su Alteza a alguna recepción o su desplazamiento a los pueblos de la cuenca minera.

Los sentimientos de la pequeña Rivero hacia el heredero de la Corona de España se mantuvieron en los límites de una pura admiración y simpatía, hasta que un acontecimiento, al parecer insignificante, convirtió aquella simpatía en otro sentimiento que ella no acertaba a definir.

Su Alteza había salido aquella mañana vistiendo el uniforme de marino, que a los ojos de todas las muchachas le hacía más seductor aún. Iba a Avilés, donde se le había preparado un emocionante recibimiento. Pero a media tarde, inesperadamente, llegó el coche de Su Alteza al «Covadonga». Le seguían otros coches de la escolta, que se fueron parando ante el hotel sin ostentación ni ruido.

Lena, que jugaba en los jardines, se dio cuenta de aquel regreso precipitado, atravesó la calle en dos zancadas y sin vacilación ni protocolo penetró en el portal, tropezando con las palmeras que lo adornaban, y se acercó al caballero que acompañaba al Príncipe de Asturias.

—¿Qué le ocurre a Su Alteza? —le preguntó angustiada.

Todo había sido tan rápido, que nadie pudo impedirlo. Ni se ocuparon en hacerlo. El Príncipe se había sentido indispuesto cuando danzaba, con un gesto democrático encantador, con las pescadoras del barrio de Sabugo. Su indisposición precipitó su regreso a Oviedo. Su Alteza necesitaba descansar. Pero aquella indisposición del futuro Rey no importaba a nadie y mucho menos a aquella mocosa que, habiendo sorteado con una extraña agilidad los coches de la escolta, interrogaba, descaradamente, al preceptor del Príncipe.

El caballero apartó a la chiquilla con un gesto de impaciencia que no pasó inadvertido al Príncipe. Volvióse éste lentamente, girando sobre una pierna que parecía tener anquilosada, y acarició la mejilla de aquella niña que le miraba en angustiosa interrogación.

—Tranquilízate, pequeña. No ocurre nada —dijo Su Alteza, componiendo una sonrisa protocolaria. Una sonrisa de Príncipe que se vuelve hacia su pueblo—. Nada… No tiene importancia.

Eso fue todo.

Inmediatamente, Lena se vio rodeada por la escolta de Su Alteza. Sonó la «Marcha Real», se iluminó el vestíbulo del hotel y el Príncipe desapareció de su vista envuelto en un torbellino de uniformes, palmeras y reverencias.

Lena Rivero se acarició la mejilla, que aún conservaba la huella caliente y húmeda de la mano del Príncipe de Asturias. Y salió a la calle.

No se quedó a jugar en la plazuela. Subió a su cuarto y, sentada en el suelo junto al balcón, se puso a contemplar la iluminada rotonda del Gran Hotel Covadonga, sintiendo que el corazón se le oprimía de angustia… En las pupilas y en el corazón se le había quedado clavada aquella sonrisa triste, arrancada como dolorosa mueca al desencajado rostro del hermoso Príncipe de España, que no llegó a ser Rey.