V

NITA!… ¡Nita!… ¡Pequeña!… Vamos, levántate en seguida, que van a dar las ocho y tienes que ir al colegio.

—¡Es temprano! —protestó Lena, al sentirse zarandeada por Heidi.

Después estiró los brazos, bostezó, pero no abrió los ojos. Buscó a tientas el cuerpo de su hermana y volvió a hacerse un ovillo contra su pecho. Sus manos se deslizaron sobre el cuello de Heidi, sobre sus hombros, sobre sus brazos… y acabaron por anudarse alrededor de su cintura. Le agradaba acariciarla despacio y sentir el calor suave de su cuerpo, a través de la fina camisa de batista.

Aquel dulce desvelarse en la tibieza del lecho, aquellos largos minutos transcurridos desde que regresaba del reino de la inconsciencia hasta que se veía obligada a levantarse, resultábanle a Lena deliciosos. Tan deliciosos, que con frecuencia pensaba en ellos durante el día y deseaba que llegase la noche para volver a disfrutar del amanecer.

Hacía poco más de un año que compartía con Heidi la habitación. Hasta entonces había dormido en la alcoba de sus padres. Una noche en la que Lena no acababa de dormirse, éstos se dieron cuenta —tal vez un poco tarde— de que la niña no era ya ningún bebé y estaba mal que aún durmiese en la alcoba matrimonial. Entonces subieron su cama-cuna a la habitación de Heidi. Por cierto que Heidi protestó en principio de aquella intrusión. Pero no tuvo más remedio que aceptarla. El cuarto de María era muy pequeño, y el de tía Mag, más que cuarto, parecía un pasillo corto. No era cosa de instalar a la pequeña en la habitación de Ger, tan amplia como la de Heidi, pues ocupaba, sobre ésta, la parte delantera de la buhardilla. La casa de los Rivero, como la mayor parte de las antiguas casas de vecindad, tenía distribuidos de una manera arbitraria sus departamentos. Unos excesivamente grandes y ventilados, verdaderos salones, los otros; tan mezquinos y obscuros como celdas penitenciarias. En los dos casos opuestos estaban las habitaciones de Heidi y de María. Y a Heidi le quedaba la alternativa de ceder su habitación a las dos niñas, o aceptar a la pequeña en su compañía. Y se quedó con ésta. La cama-cuna de Lena fue colocada en un ángulo de la habitación, con la promesa de comprarle una cama de metal, como la de Heidi, cuando se presentara la ocasión. Sin embargo, la ocasión no se presentaba y la niña seguía durmiendo en aquella ridícula camita, que la obligaba a pasar toda la noche con las piernas encogidas… Una noche en que protestaba de la incomodidad de la postura, la invitó Heidi a compartir su cama. Desde entonces dormían juntas. Y aunque Lena no había logrado resolver el problema de las piernas encogidas, porque Heidi solía plegar las suyas en forma de cuatro y la niña tenía que acomodarse en aquel hueco, quedando como sentada —esto era lo que Heidi llamaba «poner la silla»—, si no había conseguido estirar las piernas y dormir cómodamente, en cambio empezó a vivir, desde aquella noche, ratos deliciosos.

Heidi era encantadora. Era una muchacha alegre. Cantaba bien. Tocaba en el piano dulces sonatas. Reía con facilidad. Y sobre todo —¡ah, esto era muy importante para Lena!—, Heidi sabía muchos cuentos. Los sabía o los inventaba… Eran cuentos de amor. Todas las noches, para que Lena se durmiera y le dejase leer en paz, le contaba algún cuento. A veces no eran cuentos, sino historias. O proyectos que pensaba realizar. «Un día cualquiera —le contaba Heidi— llegará un distinguido caballero y pedirá mi mano. La boda será en Oviedo un acontecimiento…»

Gustosamente se imaginaban las dos hermanas la ceremonia. Mientras Heidi contaba, la niña, ya adormilada, veía en sueños la pequeña iglesia de San Tirso, su parroquia, reluciente como brillante ascua de oro, recibir a la comitiva. Escuchaba la marcha nupcial de Mendelssohn y percibía, con absoluta realidad, el olor del incienso y de las flores colocadas en el Altar Mayor. Le parecía que la pequeña iglesia de San Tirso crecía, crecía… y se convertía de pronto en una catedral… Pero lo que causaba más regocijo a la pequeña Rivero era pensar que, al siguiente día, todos los diarios de la ciudad reseñarían la ceremonia y, después de elogiar la belleza de Heidi y sus ricas galas, tendrían que consignar: «Llevaba el manto de la novia su preciosa hermana Lenita…». Y hasta puede que publicasen alguna fotografía, como las que aparecían en Blanco y Negro

Al llegar a este punto de sus divagaciones, Lena empezaba a chuparse el dedo pulgar y se quedaba dormida.

Heidi era para su hermana un ser maravilloso, entre mujer y hada, hacia la que sentía esa admiración, mezcla de adoración y envidia, que las hermanas menores suelen sentir por las afortunadas que ya han entrado en la adolescencia. Le agradaba escucharla, cuando Heidi hablaba de sus amores, mientras le iba deshaciendo sus largas trenzas y enredaba sus morenos dedos entre sus cabellos foscos. Los dedos suaves de Heidi tenían el mismo mágico poder de los dedos del «Aguilucho» cuando acariciaban lenta, despaciosamente, los revueltos cabellos de la chiquilla… Lena sentía en aquel momento una sensación tan honda de placer, que sospechaba que en el mundo no podía existir nada parecido.

Aquella mañana, como de costumbre, Lena permanecía sin moverse, al lado de Heidi, sintiendo el contacto cálido de su piel. Tres días de separación la permitían apreciar aquellos deliciosos minutos.

En las rendijas de las contraventanas empezaban a marcarse, descaradamente, anchas rayas de luz. La claridad se iba filtrando por todas partes, posesionándose de la habitación. Molestó a «Kedi-Bey», que dormía en su cojín sobre la alfombra, y se desperezó lanzando un prolongado y ronco maullido. Lena fingió no oírle. Entonces «Kedi» se puso a recorrer la habitación, mientras su ama se despertaba. Lena le vio saltar sobre el tocador, oliendo los objetos y tocándolos con sus patas, y temió que el gato rompiese algo. Pero «Kedi» se movía con elegancia, haciendo unos esguinces tan delicados, que pasaba entre los frascos y porcelanas sin tocarlos siquiera con su cuerpo. Sin embargo, cuando «Kedi» saltó al suelo, Lena respiró tranquila. Y pensó: «Tendremos que ponerle un lazo negro. No está bien que “Kedi” salga al balcón con un lazo rojo, estando la familia de luto».

El recuerdo de la muerte de su padre le trajo a la memoria las escenas de la tarde anterior y la sangre empezó a latirle en las sienes. Bien, pensaba, dolorida, Heidi no era hija de la señora Rivero, pero seguía siendo su hermana aunque les pesara a todos. En cuanto a la leyenda de los pájaros negros, tendría que averiguar lo que significaba. Sentía gran curiosidad por descubrir por qué el «Comendador» se había reído cuando habló de las mujeres de los Rivero. ¿Por qué no se reía de sus hijas, que no encontraban marido?… Pero no podría preguntarle nada a Heidi, sin confesarle que conocía su secreto. Mejor sería que Heidi creyese que lo ignoraba. ¿Y si Heidi lo ignoraba también?… Tal vez ésta creyese que la señora Rivero era su madre… Sí, sería mejor, por el momento, no decirle nada…

El pregón de la churrera cortó sus meditaciones. Otras veces la odiaba porque era el despertador que la obligaba a levantarse de la cama. Pero aquella mañana la escuchó con alegría, como algo familiar que temía haber perdido. No, exceptuando sus correrías, a las que su madre parecía dispuesta a poner coto, todo continuaba igual, aunque su padre se hubiese ido.

Allí estaba la churrera de la calle del Sol, que recorría las calles de la ciudad, despertando a los vecinos con su pintoresca diana. Su pregón se dividía en tres tiempos musicales, conocidos los tres y populares en toda la ciudad. La churrera había substituido al pastelero que, en los amaneceres, desvelaba en otro tiempo a la ciudad cantando «el bollo, la magdalena…».

Los vecinos de la calle de la Universidad, sentíanla bajar desde la plaza del Ayuntamiento, por la calle del Peso, cantando suavemente el primer trozo de su sabroso pregón:

—¡La churrera!

Caminaba algunos metros y se metía con el segundo tiempo que no era ya un aviso, sino una carta de presentación:

—¡La churrera!

Y un minuto después, un grito desgarrador rasgaba el aire, como el agudo timbre de un despertador, sacudiendo a toda la vecindad, desde la plaza de Riego a la de Porlier:

—¡La churreraaaaaaa!

El señor Rivero había afirmado un día, en la tertulia, que la churrera tenía un amante que la torturaba. De otro modo, no se explicaba aquel grito desgarrador del tercer tiempo, que aguardaban con sobresalto todos los ovetenses.

Al escucharlo aquella mañana Heidi, volvió a zarandear a Lena suavemente:

—¡Vamos, niña, que ya viene la churrera!

Se fingió dormida para seguir disfrutando unos instantes más el blando calor del lecho. Aunque sabía que aquello ya no podía durar mucho. En efecto, cinco minutos más tarde se abrió la puerta sin ruido y entró tía Mag, llevando envueltos en un grueso papel de estraza los churros calientes y, en un plato, dos copas de anís dulce de «La Asturiana».

—¡Chist!… Vamos, niñas, tomadlo pronto, que dejé la tienda sola y ya estará para volver de misa vuestra madre.

Lena se restregó los ojos con los puños, después tomó la copa en una mano y con la otra fue apoderándose de los churros y devorándolos con glotonería.

Tía Mag sostenía el plato ante Heidi y la contemplaba arrobada:

—Cúbrete los hombros, Heidi. Vas a resfriarte.

Lena se chupó los dedos, uno a uno, al terminar de comerse su ración de churros y se puso a lamer el papel, que aún conservaba el azúcar con que tía Mag los había espolvoreado en abundancia. Cumplido aquel requisito indispensable, se retiró de la cama y salió al pasillo.

—¡Eh, niña, cálzate los zapatos, que vas a coger frío! —le gritó tía Mag, saliendo tras ella hasta la escalera.

Pero la pequeña se deslizaba ya por el pasamanos, riendo y haciéndole burla.

Cuando Petrona la vio entrar en la cocina, vertió en la tina un caldero de agua caliente y con un jarro fue añadiéndole agua fría hasta mediarla.

—¡Vamos —le dijo—, si vas al retrete no te entretengas contemplando las musarañas, que se enfría el agua!

Lena se encogió de hombros. Le fastidiaba bastante tener que bañarse todas las mañanas en la cocina, como si fuera una criatura. Heidi se bañaba sólo los sábados y le subían la tina a su habitación. Y lo mismo Ger y María. Pero a ella la obligaban a bañarse todos los días, generalmente por la mañana, ya que a la noche había demasiado jaleo en la cocina y Petrona no podía entretenerse.

—Hace tres días que no te bañas —le dijo ésta enjabonándola con la esponja—. Me parece que hoy tendré que restregarte con un estropajo.

—¡Pues te equivocas! —le gritó Lena, triunfalmente—. En casa de tío Pedro hay cuarto de baño y nos bañábamos todos los días. Además… —añadió, entregando una pierna a la criada—, aquella casa es muy elegante, ¡y no hay cucarachas!

—¡Jesús, niña! ¿Quieres decir que aquí no limpiamos bien?… Esos malditos bichos vienen en el carbón y los hay en todas las casas…

Lena movió la cabeza negativamente, mientras metía un pie en el agua y entregaba el otro a Petrona, agarrándose a la tina para no perder el equilibrio. Petrona debía haber añadido «en todas las casas viejas», porque en casa de tío Pedro no había visto ninguna.

Sonaron tres golpes de gongo en el comedor, y Petrona soltó la pierna de la niña, que al zambullirse en el agua bruscamente salpicó toda la cocina.

—¡Es el señorito Ger! —dijo, azorada—. ¡Vamos, termina tú de bañarte, Nita, que a tu hermano no le gusta esperar por el desayuno!

Con una diligencia que sólo usaba para servir al muchacho, secó sus manos, se puso un delantal limpio y, colocando en una bandeja el servicio, salió para el comedor antes de que Ger hiciese una segunda llamada.

Lena acabó de bañarse y, mientras se vestía, fue devorando las rebanadas de pan tostado con mantequilla que Petrona le había dejado sobre la mesa. Después se sirvió el café, y con la taza en la mano recorrió toda la casa hasta encontrar a tía Mag, que era la encargada de peinarla; «Kedi-Bey» la seguía como un perro fiel. Había presenciado el baño de la niña y compartido su desayuno. Era casi una obligación acompañarla al cuarto de tía Mag, aunque sabía que la escena que allí iba a desarrollarse no era muy divertida. Lena protestaba continuamente mientras tía Mag le cepillaba el cabello y le hacía las trenzas. Por fin terminaban todas las ceremonias de la mañana y «Kedi» se despedía de la niña en la escalera. Ya sabía que hasta la tienda no podía acompañarla. La señora Rivero le inspiraba el mismo respeto que a sus hijos y a los criados. Por otra parte, Cheni era un diablo envidioso que le tiraba de las orejas y de la cola sin consideración. «Kedi-Bey» despidió a Lena en la escalera y corrió al balcón del comedor para verla salir de casa.

Bien. Así. Como todos los días… Si no llevase en las trenzas dos lazos negros en vez de los morados que correspondían al uniforme, Lena marcharía al colegio sin acordarse de que, a su vuelta, no la recibiría la sonrisa acogedora del «Aguilucho». Por lo demás, en nada habían cambiado las costumbres de «La Uva de Oro».

Ni siquiera se había quedado vacío el sillón del escritorio. Ante el pupitre estaba ahora sentada la señora Rivero. ¿Se había apresurado a ocuparlo para no verlo vacío, o tal vez en un deseo inconsciente de demostrar a todos que, en adelante, el jefe de la familia era ella?… En realidad, lo había sido siempre. Y si ya sucedía así cuando vivía su marido, ¿quién se lo iba a disputar entonces?… Un puesto de mando no era cosa codiciable para cuatro muchachos que soñaban con desgajarse del tronco familiar para vivir su propia vida. En cuanto a la señorita Quintana, se daba por satisfecha gobernando y desgobernando la casa, en sentido puramente económico y administrativo, se entiende. Porque pensar que tía Mag se apoderase de las riendas del hogar en el sentido moral sería pensar lo imposible. Sus actividades se limitaban a comprar, distribuir, guisar los alimentos, dar órdenes a Petrona respecto a la limpieza de la casa, y a mimar a los sobrinos.

La señorita Quintana era el clásico tipo de solterona de clase media del primer cuarto del siglo: parásito de la hermana casada, alcahueta de los sobrinos, sentimental, inocente, un poco cursi… Así como recordaba siempre a Heidi sentada ante el tocador, cuando Lena cerraba los ojos para evocar a tía Mag ésta se le venía a la mente limpiándose ante el espejo el exceso de sus polvos de arroz, o bien calzándose los guantes parsimoniosamente para salir al mercado. Porque tía Mag iba al mercado con guantes y mantilla. Tras ella iba Petrona portando la enorme cesta de dos tapas, que volvía a casa repleta.

Hacer la compra jueves y domingo era entonces en Oviedo algo solemne. Se recorrían como cosa obligada los tres o cuatro mercados de la ciudad: los de El Fontán, de carnes, huevos y hortalizas; el de los Trascorrales, de pescado y verduras; y el de la fruta, situado junto al teatro Campoamor, en las inmediaciones de La Escandalera. Se andaba, se volvía, se entraba, se salía, se regateaba…

Tía Mag llegaba a casa sofocada y rendida. Consecuencia: los jueves y domingos en casa de los Rivero se comía de las tres en adelante… Bien es verdad que, en compensación, tía Mag presentaba en la mesa dos o tres platos variados que obligaban a los muchachos a chuparse los dedos. Los viernes, el principio era uno sólo… Los miércoles y los sábados tenían que recurrir al bacalao, a las conservas…, en fin, a lo que hubiese en la tienda. Al cabo de los años nadie protestaba ya de aquella arbitraria distribución de los alimentos.

Hubiera sido injusto protestar. Porque si administrando la señorita Quintana era una verdadera calamidad, resultaba, en cambio, una excelente cocinera y con cualquier despojo preparaba un plato exquisito.

Por otra parte, tía Mag prestaba también a la familia Rivero grandes servicios. ¿Quién traía y llevaba a Heidi las cartas y recados de sus pretendientes y admiradores? ¡Tía Mag! ¿Quién repartía las limosnas de María y la ayudaba a rezar el Rosario de los quince misterios? ¡Tía Mag! ¿Quién limpiaba la ropa y el calzado del muchacho «antes de que la señora Rivero lo viese»? ¡Tía Mag!

Parece que formaba también parte de sus atribuciones gritarle a Lena desde el balcón cada vez que se escapaba a jugar a la calle. Toda la vecindad, desde el Porlier a la plazuela de Riego, sabía que la pequeña de «La Uva de Oro» era una niñita traviesa y mal educada. Y todos conocían su costumbre de ausentarse del domicilio descolgándose por el canalón, como un pilluelo.

¿Localizar a Lena? No resultaba difícil: montada en la trasera del coche del Hotel Covadonga, camino de la Estación del Norte… Columpiándose en las cadenas de la Universidad, después de haber desalojado de ellas, a patadas y mordiscos, a otros muchachos… Jugando entre las ruinas de la Fortaleza, convertida en traidora manigua, merced a relatos del señor Rivero, que su hija menor trataba de revivir… Los vecinos de aquellos contornos procuraban no pasar cerca de las ruinas, para no ser sorprendidos desagradablemente por la banda de mambises que capitaneaba la pequeña Rivero.

No. Las cosas no cambiaron para la familia cuando se fue el «Aguilucho». Lena continuó haciendo sus travesuras y escapándose por el balcón cuando su madre la castigaba en casa. Los demás, sin tanto ruido, también seguían haciendo su voluntad. Tía Mag continuaba gozando de amplios poderes en el gobierno y desgobierno de la casa, especialmente en lo que al ramo de la alimentación se refería… Y la señora Rivero siguió al frente del comercio, al que acudían la misma clientela y las mismas visitas. En apariencia, nada había cambiado.

Sin embargo, algo interno había variado en aquella aparente normalidad. La muerte del «Aguilucho» había roto la cadena que engarzaba el collar familiar. Porque los Rivero eran como un collar de cuentas de colores, engarzados por el débil hilo rojo de la sangre. Iguales y diferentes. Imposible que se sostuvieran unidos una vez rota la rama. No importa que el collar se hubiese partido por esta cuenta o por aquélla. Todas las cuentas se dispersan cuando una de ellas, cualquiera, inicia la desbandada. Un Rivero la había iniciado ya con su desaparición, y aunque tía Mag asegurase que «no se había llevado la llave de la despensa», el pan material representaba muy poco para aquellos cuatro muchachos ávidos de aventuras.

Se había ido el «Aguilucho» y su ausencia era el toque de rebato, la bandera de rebelión que ponía a los demás en pie de guerra y les obligaba a preparar la mochila. ¿Porque el señor Rivero representase en el hogar la piedra fundamental, la cabeza visible del gobierno y la disciplina?… No. Sencillamente, porque alguien tenía que demostrarles, con su ausencia, que es posible apartarse de los seres queridos, prescindir de ellos… ¡y hasta olvidarlos!

Claro que esto no hubiera sucedido así en el hogar de los Quintana, por ejemplo. La ausencia de un Quintana no significaba para el resto de la familia más que eso: una dolorosa separación, considerada siempre como temporal. Los demás seguían unidos, aguardando… Cualquiera de los parientes de la señora Rivero que se alejase de Oviedo temporalmente, encontraría a su vuelta el lecho intacto y el plato sobre la mesa. Y si su ausencia era la larga ausencia de la que no se regresa, el culto a su memoria mantenía unidos —y acaso por esa unión se le recordaba— al resto de la familia. Pero en la vieja casona de la calle de la Universidad, Quintana, netamente Quintana, sólo había dos: la madre y la tía de los muchachos. Éstos, en cambio, llevaban en la sangre la herencia de los Rivero, con su caudal de inquietudes, de ansia de vuelo, imposible de frenar.

Sí, por el momento, todo continuaba igual en «La Uva de Oro». Pero aquella pausa era sólo un compás de espera de los acontecimientos, que las circunstancias podían adelantar o retrasar, pero no impedir. Cuatro «aguiluchos», cuatro pequeños Rivero se incubaban y fortalecían sus alas preparándose para el vuelo…