IV

EN efecto, el «Aguilucho» era un hombre encantador, cuya vida romántica y aventurera iba y venía entre los comentarios de la ciudad, en la que acabó teniendo muchas simpatías, pese a la prevención con que se le había acogido a su llegada a Oviedo.

Oviedo era una ciudad cargada de prejuicios y de intereses creados que, como la mayor parte de las viejas capitales provincianas, amaba el orden sobre todas las cosas y tenía muy arraigado el concepto del honor al antiguo estilo. Todo lo que representase una innovación o un desquiciamiento de su vida apacible era acogido con recelo, cuando no rechazado sin miramientos de ninguna clase. Y algo por el estilo le sucedía con las personas, máxime si, como el «Aguilucho», llegaban precedidas de una fama escandalosa de aventurero y rodeadas de una leyenda inquietante.

La sociedad ovetense se hallaba, en los comienzos de siglo, dividida en cuatro castas. La aristocracia, muy numerosa en esta tierra de hidalgos, en la que difícilmente puede hallarse un caserón o un palacio que no estén amparados por un escudo, era coto cerrado para los advenedizos. Los matrimonios se efectuaban entre personas de la nobleza, y para ser recibido en sus salones era preciso pertenecer a una familia distinguida. Se contaba como una rara excepción el caso del marqués de Miravalles, enriquecido con la trata de negros, pero esto pertenecía ya a un pasado algo remoto, y como el rey le había ennoblecido con el marquesado y su fortuna era considerable, sin dejar de mirarle con recelo, acabó por aceptársele entre la nobleza.

Otro sector muy respetable de la sociedad ovetense estaba constituido por la colonia americana, tan numerosa como la aristocracia. Porque Asturias, que es país de hidalgos, lo es también de emigrantes. La emigración en Asturias es una cosa tan natural y tan corriente, que resulta difícil encontrar una familia que no haya enviado a América a alguno de sus hijos. Y no por imperativo del hambre. Asturias es tierra rica, donde la miseria es casi desconocida. Un pequeño caserío, un pedazo de tierra bien cultivado, bastan para cubrir las necesidades de una familia humilde. No, no es la miseria la que lanza a sus hijos a la conquista del mundo, sino la sed de aventuras, el ansia de vuelo. Los asturianos son una raza inquieta que necesita moverse, sacudir la espesa niebla del país y buscarse la vida en otros climas y latitudes. Sin embargo, el recuerdo de esta tierra fértil y dulce no se borra fácilmente de su pensamiento y la mayor parte de los emigrantes vuelven a morir en ella. Los emigrantes afortunados que regresaban a Asturias y se quedaban a vivir en la capital formaban, con la Banca y la Industria (una y otra casi en su totalidad en manos de familias catalanas), la alta burguesía de Oviedo.

La burguesía estaba constituida por los militares, los funcionarios distinguidos del Estado, los intelectuales que desempeñaban profesiones libres y los comerciantes.

El origen humilde de estos comerciantes, que formaban en aquella época en las filas de la pequeña burguesía ovetense, era bien conocido en la ciudad. Todo Oviedo había seguido la evolución de los negocios de estos hombres, desde que llegaban a la capital, voceando por las calles su mercancía, hasta que hacían su entrada, como socios, en el Círculo Mercantil. Se les llamaba «los cazurros», aunque no todos fuesen de origen castellano. Cuando llegaban a Oviedo, vistiendo el traje de pana y el sombrero ancho, típico de los pueblos castigados por el sol, empezaban su negocio recorriendo las calles con sus géneros. Sus pregones eran como una alegre diana que rasgaba, con el acento fuerte del castellano de la meseta, el dulce desvelarse de la ciudad dormida entre la niebla:

—¡El pañero!… ¡Telas, cintas, puntillas…, tres perras chicas la vara!…

Los futuros confiteros, llevando su mercancía en la cabeza, sobre una enorme bandeja de madera, cantaban melosamente su pregón, que se aprendían de memoria todos los niños de la ciudad:

—¡El boollo, la magdalena! ¡Llorad, niñitos, llorad, que vuestras mamás os lo comprarán; si no tienen dinero, ya lo buscarán!…

Los plateros agitaban a su paso una campanilla, que en muchas casas servía de despertador. Y repetían su monótona cantinela:

—¡Compro oro, plata, platino… dentaduras postizas viejas…!

Los jueves y los domingos, estos humildes vendedores callejeros instalaban sus puestos en El Fontán y vendían a los aldeanos que bajaban al mercado desde los pueblos del contorno. Al poco tiempo poseían una tiendecita en la calle de la Rúa, en la Platería, en el Campo de la Lana, en Cimadevilla… Y por fin, en un salto espectacular, abrían su establecimiento en la calle de Uría, «la gran arteria de la ciudad», como la llamaban los periódicos de la época.

La gran arteria de la ciudad era una calle joven, casi recién nacida. Sin personalidad. Una calle que nada tenía que ver con las viejas calles de la dormida Vetusta, tristes, oscuras y oprimidas entre los caserones blasonados y las casucas de paredes desconchadas por la humedad, que apoyaban su vejez en las columnas carcomidas de sus soportes. La calle Uría era joven, ancha, alegre… Arrancaba del antiguo emplazamiento de «El Carbayón», el árbol secular de los ovetenses, derribado en el año 1879, y llegaba hasta la Estación del Norte, limitando el Oviedo antiguo y abriendo nuevas perspectivas a la población. Sobre la acera izquierda, iban surgiendo, como por arte de encantamiento, pequeñas construcciones, tipo chalet, algunos de los cuales —como el que se enfrentaba con el parque, al doblar la esquina de la calle del Conde de Toreno— eran verdaderos palacetes. En la acera derecha se levantaban casas de vecindad, de tres y ¡hasta de cuatro pisos!, lo que entonces era un alarde de modernidad, un descaro, casi un insulto dirigido a los chatos y sólidos edificios del Oviedo antiguo.

En los bajos de estas modernas construcciones se instalaban con lujo, y generalmente con buen gusto, aquellos hombres que algunos años antes —tal vez muchos en una vida de trabajo, pero muy pocos en la historia de una ciudad— pregonaban por la calle su mercancía. Hasta después de la primera Guerra Mundial, nadie se atrevía a llamar a estas tiendas «Galerías», ni presentaban los géneros en exposiciones, pero estos comerciantes audaces que se instalaban en los nuevos edificios rasgaban de una manera provocativa sus escaparates y los iluminaban de tal modo, que el Ayuntamiento no tenía que excederse en el alumbrado para que Uría resultase, en los atardeceres, la calle más brillante de la ciudad.

Decididamente, la nueva y moderna rúa había arrebatado el cetro de la supremacía y la elegancia a la vieja y cansada Cimadevilla, que extendía sus tentáculos —Nueva, Rúa, San Antonio, Trascorrales, Plaza de la Constitución, Sol, Magdalena, Fierros, Jesús, El Peso— sobre la parte antigua de la ciudad. Algo quedaba, sin embargo, en Cimadevilla, sosteniéndola a flote: la Casa Masaveu y Compañía, el mejor comercio de Oviedo y el Principado y uno de los mejores de España. No lo llamaban «Galerías Masaveu», ni «Grandes Almacenes Masaveu», sino sencillamente «Casa Masaveu». Pero respondía al tipo de los modernos almacenes internacionales, en los que podían encontrarse las cosas más heterogéneas. Debido a su emplazamiento (abría sus puertas principales a Cimadevilla, y por detrás sobre la calle del Peso, en notable desnivel respecto a la anterior) constaba de dos espaciosas plantas, divididas en diferentes secciones. En la alta y principal, abierta a Cimadevilla, estaban las secciones de juguetería, bisutería, perfumería, cuadros, tapices, porcelanas finas…, en general, objetos para regalo. En la planta baja podía encontrarse cuanto se necesitaba para instalar un hogar confortable. Durante las fiestas de Pascua, especialmente el día de los Reyes Magos, se organizaba en sus salones un animado paseo, que ninguna persona distinguida, ni humilde, quería perder. En realidad, «Casa Masaveu» tenía todo el año abiertas sus puertas a los ovetenses y la gente entraba y salía sin comprar nada cuando necesitaba entretenerse un rato y no tenía otra diversión.

Frente a los Almacenes de juguetería, poseía Masaveu otra casa, instalada por el estilo de la anterior, también con dos amplias plantas, la principal dedicada a equipar de ropa a las señoras y a los niños, y la baja, que abría sus amplios ventanales sobre la plaza de los Trascorrales, a los caballeros. Los escaparates de Masaveu iluminaban Cimadevilla y trataban de sostener en ella la vida, que se le iba arrebatada por la moderna y estandarizada calle de Uría. Los ovetenses viejos, amantes del tipismo y de la tradición, veían con pena aquel desplazamiento. «Cuando Masaveu cierre sus puertas», decían, «Cimadevilla morirá también. Morirá satisfecha, como una vieja cansada que ha parido muchos hijos y los ve sanos y fuertes vivir su vida independiente de ella». Y aunque no sucedió exactamente así, cuando «Casa Masaveu» cerró sus puertas y, algunos años más tarde, desapareció también el típico Café Español, situado en Cimadevilla, ésta siguió su ritmo comercial en tono menor, pero la vida sufrió en ella un colapso y la dejó definitivamente despojada de su supremacía.

Desde entonces, Cimadevilla comenzó a sumirse en el dulce sopor de las calles viejas, que añoran el fru-fru de las enaguas almidonadas y el señoril empaque de las crinolinas. Cimadevilla es en la actualidad una calle del Oviedo antiguo, demasiado alta, demasiado vieja, demasiado aburrida. Y las señoras elegantes de la ciudad se olvidan con frecuencia de incluirla en su recorrido cuando salen de compras.

«¿Dónde se instalará el “Aguilucho”?» se preguntaban los ovetenses cuando Germán Rivero llegó a la capital. «¿Se dedicará al comercio? ¿Vivirá de sus rentas? ¿En qué sector social querrá encajarse?»

Las madres de las muchachas casaderas le miraban con recelo y esperaban que la bruma que le envolvía se aclarase un poco, para adoptar frente a él una postura bien definida. En una población como Oviedo, la llegada de un forastero, y más aún si el forastero era un indiano rico, no podía pasar inadvertida, pero los prejuicios de principio de siglo eran tantos y estaban tan arraigados, que la actitud de la población frente al «Aguilucho» era expectativa.

No lo ignoraba el señor Rivero y sonreía recordando una curiosa observación que había hecho durante sus largos viajes por todos los países del Antiguo y del Nuevo Continente. El tren era para él una imagen de la sociedad, en cualquier parte del mundo: los viajeros que van sentados cómodamente desde el principio del trayecto, miran con malos ojos a los que van subiendo en cada estación, les ceden su sitio a regañadientes, y en general, los consideran como intrusos, aunque, como ellos, han pagado su billete. Cosa humana y natural, dado el fondo egoísta de los hombres. Lo que resulta curioso y poco lógico es que los que van subiendo y consiguen instalarse con mayor o menor comodidad —siempre según su esfuerzo y contra la resistencia de los viajeros ya acomodados— hagan causa común con éstos, tan pronto logran encontrar asiento, y son los que más protestan cuando un nuevo viajero entra en el coche. Entonces, ya instalados, sospechan que la nueva intrusión puede remover rencillas y poner de manifiesto lo que ya se iba olvidando.

Sí. El tren era para Germán Rivero como una caricatura de la sociedad. En ella iban cómodamente instalados, desde que les habían puesto los primeros pañales, algunos privilegiados, otros tenían que asaltarla con su propia habilidad, con su propio esfuerzo y contando, en ocasiones, con las circunstancias. Si en una estación del trayecto se arma un revuelo y la gente abandona sus asientos abalanzándose a la ventanilla para ver lo que pasa, los que sólo buscan en las refriegas un modo de acomodarse, ocupan sin miramiento y sin escrúpulos los mejores asientos, de los que después nadie puede desalojarles. Vienen a continuación las reclamaciones, la llamada a la justicia, encarnada, en este caso, en la persona del revisor. Pero éste, que acude siempre puntualmente cuando se trata de cobrar un billete, no suele presentarse en esos casos, y el viajero, desposeído de su puesto, esperando resignado el fallo de la justicia humana, llega al final del trayecto sin haberlo recuperado…

En la sociedad ovetense, a la que acababa de llegar Germán Rivero, quienes más protestaron de una posible intrusión fueron, precisamente, los indianos menos afortunados que el «Aguilucho». La aristocracia procuraba ignorarlo y podía hacerlo porque, contra la costumbre de los indianos ricos, Germán Rivero no llegó derrochando su dinero, ni tratando de llamar la atención sobre su persona. No lo necesitaba para desarrollar sus planes.

La historia aventurera del «Aguilucho» llegó a Oviedo contada por el antiguo capataz del «San Antonio», la extensa plantación de tabaco y azúcar que Rivero poseía en Matanzas antes de la guerra de Cuba. Cómo llegó el «Aguilucho» a poseer el ingenio y cómo lo había perdido durante la insurrección, era la historia que el antiguo capataz del «San Antonio» había lanzado a los vientos, falseando los hechos, presentándose como un héroe y presentando a su amo como un aventurero de la peor calaña. Sin embargo, en la vida del «Aguilucho», ciertamente aventurera y desquiciada hasta entonces, nada había que pudiera avergonzarle como español. Y es que los Rivero, aunque entre ellos hubo aventureros, agitadores de masas, cortesanas, políticos, artistas, lo cierto es que siempre fueron muy españoles, con un sano concepto del patriotismo, desconocido, con frecuencia, por quienes los acusaban.

Los Rivero eran una familia arraigada en las inmediaciones de Villaviciosa de Asturias, cuando ésta no era ni siquiera una pequeña población, sino un caserío. Hacían arrancar su origen de una historia o leyenda relacionada con el desembarco del emperador Carlos I en tierras de su propiedad, pues, en realidad, la familia existía ya, fundada por un refugiado de las últimas luchas entre los güelfos y los gibelinos. Fuera cual fuera el origen de la familia, el solar de los Rivero era un viejo caserón sin estilo arquitectónico determinado, que ostentaba, sobre la ancha puerta claveteada, un escudo casi borrado por el tiempo y un mascarón de proa. El mascarón de proa fue el coco que hizo dormirse a muchas generaciones de niños Rivero. En cuanto a la puerta… De ella podría decirse que había visto salir a muchos mozos sanos y robustos, que no regresaron nunca. Unas veces llamados por el clarín de guerra. Empujados otras por el propio clarín de su inquietud, transmitida de generación en generación, como un legado de familia.

Las gentes sencillas de Villaviciosa achacaban esta inquietud al cumplimiento de aquella maldición que alguien había lanzado sobre la familia, porque un Rivero se atrevió a comprar las fincas que el Estado había arrebatado a la Iglesia, cuando la expropiación de sus bienes.

Pese a las habladurías populares y a la leyenda pueril que les rodeaba, los Rivero eran una familia religiosa que asistía a los cultos, pagaba puntualmente los diezmos y primicias, y acostumbraba a entregar a la Iglesia uno de sus hijos.

Germán Rivero, segundo de los hermanos, fue internado en el Seminario de Valdediós cuando contaba nueve años. La elección la hizo la madre suponiendo que el niño llegaría a ser un santo o por lo menos un místico aceptable, en vista de su condición soñadora. El pequeño andaba siempre por los rincones leyendo libros piadosos e historias de mártires y de santos, únicas obras que la madre ponía en sus manos, y con harta frecuencia le sorprendían contemplando arrobado las estrellas, o la inmensidad del mar.

Pero la madre se equivocó: no era el segundo de sus hijos el destinado a servir a Dios en el templo. Una mañana, el muchacho se escapó de Valdediós y llegó a El Musel, después de una jornada de camino por las suaves y verdes colinas de Villaviciosa. Tenía doce años y acababa de convertirse en un emigrante.

Sin embargo, no hay en la vida del «Aguilucho» ni un solo punto de contacto con las vidas pequeñas y monótonas de otros emigrantes. Ni siquiera en su punto de arranque. Su padre no se vio precisado a vender un prado para poder costearle el pasaje, ni la madre le colgó al cuello una medalla en el abrazo de despedida. El muchacho hizo la travesía del Atlántico como grumete de un barco de la Marina mercante.

América era entonces la rica vaca de repletas ubres, que se dejaba ordeñar fácilmente por cualquier mano extranjera. Pero un Rivero, en plena mocedad, no iba a América a hacer fortuna para asegurar una vejez tranquila. Entonces sólo pensaba Germán en gastar su juventud, siempre sedienta de emociones nuevas. Su natural inquietud le llevó a ser propietario de un ingenio en la Isla; estanciero en las orillas del Plata; explotador de caucho en las apenas explotadas selvas del Amazonas; plantador en La Florida; banquero en Nueva York… Fue voluntario bajo la hermosa bandera roja y gualda, en la guerra de Cuba; pero en las batallas amorosas… ¡Ah! En las batallas amorosas, Germán Rivero fue siempre un perfecto soldado internacional. Y, desde luego, un magnífico ejemplar de aventurero, con todas las características de los hombres de este tipo: valiente, soñador, arrogante… Buscaba afanosamente el oro y lo despilfarraba cuando lo poseía. Amaba con pasión la vida y se la jugaba a cara o cruz, con la alegre inconsciencia del que tuviese muchas vidas que perder…

Pero pasaron los años, se fue la juventud y el mozo aventurero empezó a sentir nostalgia de su tierra y acabó, siguiendo la trayectoria de la vida, por hacerse conservador. Sólo anhelaba una cosa: volver a sus verdes pastos, a su cielo gris, a su tierra montañosa y tranquila… ¡y tener un hogar!

En su viaje de regreso trajo a España una pequeña criolla, una niñita morena de ojos negros y vivos, que hablaba más inglés que castellano, y éste con el suave ceceo de las cubanas, aprendido en los maternales labios de Ama Pancha. En tanto que el «Aguilucho» tomaba un rumbo, Heidi quedó depositada en las manos de las Madres Salesas, rectoras del colegio más distinguido de Oviedo. Para ello no hubo dificultades. Juan Rivero, hermano del «Aguilucho», era párroco de San Isidoro, capellán de las monjas y director espiritual de muchas familias bien. Era un cura de sotana de seda, culto, ingenioso, comprensivo, elegante. Fina estampa de un aristócrata ensotanado. Él presentó a las monjas a su sobrina, que era también una encantadora niña. Aunque nacida y criada en una plantación de Florida, Heidi descendía por su madre de una familia de la nobleza centroeuropea y de ella había heredado los exquisitos modales de una aristócrata de cuna, aunque más tarde acabara por revelarse como una auténtica Rivero. La sangre de los Rivero no se desmentía jamás.

Germán Rivero resolvió su problema de una manera sencilla, pues se instaló en Oviedo prescindiendo de los juicios ajenos y permitiéndose el lujo de ignorar cuantas cábalas sobre su vida pasada, presente y futura se hacían los ovetenses. Ninguna puerta se le cerró, porque tuvo el buen acierto de no llamar a ninguna. Nadie pudo negarle una amistad que él no había solicitado. Ni se le ocurrió siquiera tratar de situarse dentro de una esfera determinada, porque los convencionalismos sociales fueron siempre letra muerta para el «Aguilucho».

Cuando llegó a la ciudad, sólo pensó en instalarse cómodamente y en buscar una esposa honesta que supiese gobernar un hogar y le diera algunos hijos. Y después, ¡a descansar de los azares de la vida aventurera! Ni el Casino, ni el Círculo Mercantil, ni los salones de la aristocracia eran lugares codiciados para un hombre que ya lo había conocido todo, que estaba ya de regreso de todas las vanidades y tornaba a la vida sencilla, consumiendo sus ocios en dar largos paseos por los alrededores de la ciudad.

Si pensaba colocar su dinero en algún negocio o iba a vivir de las rentas, es cosa que los ovetenses no llegaron a saber jamás, porque a los pocos meses de instalarse en Oviedo, quebró la Banca Bonet, en la que el señor Rivero había colocado íntegro su capital. La quiebra de aquella Banca, sostenida casi exclusivamente con los fondos de los indianos, la recuerdan los ovetenses al cabo de los años, pues constituyó un verdadero escándalo y hasta trajo como consecuencia algunos suicidios. Germán Rivero no se inmutó. Se limitó a encogerse de hombros y a sonreír, con la sonrisa hermética del jugador acostumbrado a arriesgarlo todo a una carta. Para los otros, aquello era la catástrofe, la ruina, el hundimiento de toda una vida de trabajo. Para el «Aguilucho», era sólo una de tantas fallas de la vida, una quiebra más…

Dijo, sencillamente:

—Bien. Un poco tarde para empezar de nuevo.

Un poco tarde, en efecto. Acababa de casarse y esperaba el nacimiento del primogénito de este matrimonio.

Su boda había sido también una cosa sencilla y rápida, como él había deseado. Acudió durante algunas tardes al paseo de los Álamos y en él eligió esposa. En apariencia, con la misma ligereza con que elegía un buen tiro de caballos o una pareja de bueyes para su hacienda, en sus tiempos de luchador. Pero Germán Rivero tenía buen ojo, era buen catador de féminas y sabía que no tendría que rectificar su primer juicio.

Una tarde vio dos muchachas que le agradaron por su sencillez. Una vestía de blanco. Otra de rosa. La del vestido blanco tenía el pelo castaño y las facciones blandas, propias de una persona sin voluntad. La otra era rubia y, a pesar de su delicada tez de porcelana y de sus manos maravillosamente blancas y bonitas, el señor Rivero descubrió en ella a la mujer fuerte de las Sagradas Escrituras y hacia ella se inclinó su corazón.

Las siguió discretamente. Al terminarse el paseo, cuando la Banda del Regimiento de guarnición en la plaza atacaba la última pieza del concierto, las muchachas se reunieron con su madre, una señora anciana, vestida con hábito carmelita, que había permanecido sentada con otras damas respetables, sin perder de vista a sus hijas.

Ninguna de las dos era una niña. La rubia era, indudablemente, la más pequeña, pero las dos bordeaban ya esa edad ingrata en que las mujeres empezaban a temer, por aquella época, quedarse para vestir santos. Aquel detalle no le desagradó al «Aguilucho», al que asustaba una esposa excesivamente joven.

Supo más tarde que las muchachas pertenecían a la familia Quintana, que eran huérfanas de un militar y vivían de una pequeña pensión y de la ayuda que los hermanos casados les prestaban. A Mag no se le había conocido nunca un amor. De María se sabía que había sostenido, durante varios años, un idilio platónico con un joven abogado que entonces empezaba a destacarse en la política como un terrible liberal. De un lado, la oposición de los Quintana, conservadores de pura cepa, de otro la ambición del mozo y su ausencia… En fin, el idilio había sido segado en flor. El «Aguilucho» llegaba, pues, en un momento tan oportuno, que el matrimonio sólo tardó en efectuarse el tiempo que tardaron en llevarse a cabo los trámites de rigor.

Súbitamente Germán Rivero dejó de interesar a todas las mujeres y se le retiró de la actualidad. Su vida, sus aventuras, su pasado y su porvenir, dejaron de intrigar a las familias que tenían alguna hija casadera, desde el momento en que dejaba de ser «un buen partido» y se convertía en el prometido de la señorita Quintana.

La quiebra de la Banca Bonet, que arruinó tantos hogares asturianos, sorprendió a Germán Rivero al regreso de su viaje de novios. ¡Buena oportunidad!… La señora Rivero se desmayó. Los Quintana estaban consternados; la ciudad entera volvió a fijar sus ojos en el «Aguilucho» y a preguntarse si se llevaría la pistola a la sien o se arrojaría al tren, como habían hecho, en su desesperación, otros hombres sumidos en la miseria después de una larga vida de trabajo y privaciones.

Pero Germán Rivero no se mató. Germán Rivero se encogió de hombros y dijo sencillamente:

—Un poco tarde para empezar de nuevo.

Sin embargo, no podía quedarse cruzado de brazos, y con la pericia del patrón de un barco que empieza a hacer agua, tomó rápidamente las medidas para evitar el naufragio. Levantó el piso de la calle de Uría, que había instalado con toda clase de comodidades, y se acopló al pisito que la señora Quintana habitaba en la calle de San Francisco. Retiró a Heidi del colegio, lo que constituía un ahorro considerable. Y tomó el traspaso de «La Uva de Oro», un almacén de vinos al por mayor, que abría sus puertas en los bajos del palacio del Banco Asturiano, Lo primero que en aquel momento se le venía a las manos.

A la señora Rivero le aterraba verse convertida en una simple tendera. Su marido, por el contrario, sonreía complacido ante la nueva situación. Nunca había sido comerciante. Entonces se le presentaba la ocasión de ejercer una profesión en la que nunca había pensado.

Antes de un par de años, «La Uva de Oro» era la bodega más acreditada del Principado, tenía la representación de los mejores vinos de España y del extranjero, y en ella se surtían la mayor parte de los establecimientos de la provincia.

Pero entonces sucedió algo curioso, que hizo pensar a los ovetenses que la leyenda de los Rivero era algo más que un mito… La prosperidad del «Aguilucho» duró lo que había durado siempre una fortuna: dos, tres años… Una tarde se produjo un incendio en el edificio que ocupaba «La Uva de Oro». El incendio, en verdad, fue grandioso, difícil de describir en toda su belleza y magnitud. Al desprenderse la cúpula del palacio envuelta en llamas, como un pastel ardiendo, y estrellarse contra el suelo, de la garganta del «Aguilucho» se escapó un grito de admiración. ¡Nunca había presenciado nada tan bello!

Pero después recordó que «La Uva de Oro» aún no había sido asegurada contra incendios, y al siguiente amanecer, cuando el fuego y la rapiña habían dejado limpias las paredes, Germán Rivero comprendió que una vez más se encontraba arruinado.

La segunda «Uva de Oro» se abrió y empezó a vivir del crédito de la primera. Ya no era la gran bodega de la calle de San Francisco, pero tenía buena clientela y estaba más surtida que la anterior: paquetería, ultramarinos, juguetes, bisutería… De la antigua «Uva de Oro» sólo conservaba el nombre, aunque mejor le vendría en esta segunda etapa el de Almacén General. Sin embargo, su aspecto externo era tan modesto, de tan pocas pretensiones, que la señora Rivero sentíase mortificada en su amor propio cuando pensaba que sus amigos podían considerarla como una humilde tendera. Más humilde aun que cuando «La Uva de Oro» ocupaba los bajos del palacio del Banco. En cuanto a su marido… El comandante Data le había dicho a éste en una ocasión, dándole unas palmaditas cariñosas en la espalda: «¡Hum! ¡Has caído en el lazo, viejo zorro! ¡Ya tenemos al último Rivero despachando paquetes de azafrán y pimientos en conserva!…». Ah, y tener que escuchar los menudos problemas de la vida doméstica del señor de Girald y los chismes de Sara Montoya…

La vida en «La Uva de Oro» empezaba a pesarle al señor Rivero como una losa de plomo. Todas sus ansias de reposo, de paz, volvían a convertirse en ansias de vuelo, en odio sordo y terrible contra aquella monotonía de la vida, contra aquella hipocresía refinada de sus contertulios. Pero allí estaban ya sus intereses: su mujer, sus negocios, los hijos que iban llegando…

Algunas veces, cogía a la niña pequeña y salía con ella al campo. Los pastos verdes, los picachos agudos de las cercanas sierras, el sedante rumor de los arroyos, limpiaban de telarañas sus ojos y su espíritu y le reconciliaban con la vida. El cielo, generalmente gris, amenazando lluvia, impedía la frecuencia de estas excursiones. Entonces, la única distracción de Germán Rivero consistía en enfrentarse con su pasado, encerrado en su pupitre de hule negro. Muchas horas permanecía en su escritorio leyendo o escribiendo sobre el pupitre. De vez en cuando —siempre temiendo ser sorprendido por su mujer en su inocente recreo— levantaba la tapa del pupitre y se hundía en el pasado.

Lena solía acompañarle también en estos viajes de añoranzas, con el mismo espíritu deportista que en sus excursiones. Era una niña inquieta y de gran fantasía, a la que divertía el pasado aventurero de su padre. Siempre andaba rondando en torno suyo, esperando hallarle solo. Cuando esto sucedía, se le acercaba y acababa por encaramarse sobre sus rodillas. El «Aguilucho» sabía lo que aquella muda súplica demandaba y sonreía complaciente. Se quitaba sus «espejuelos» de oro, apartaba de sus labios su vieja pipa, y le decía:

—Está bien, capitana. Tú dirás hacia dónde ponemos la proa…

¿Hacia dónde?… Hacia todos los puntos cardinales. Lena no tenía paciencia para seguir la ruta que el orden de sus recuerdos señalaba a su padre. Hundía sus manos entre aquellos tesoros y las preguntas se enredaban en sus labios como cerezas en un cesto. Había allí cartas, recortes de periódicos y revistas, fotografías borradas por el tiempo, exóticos objetos cuyo uso desconocía Lena, algunos sin más valor que el del recuerdo… Estaba la hermosa talla de madera de «Maceo», el caballo favorito del «Aguilucho», una bombilla matera, la cabeza de un indio reproducida en marfil, unos trozos de caucho y de resina, sus pistolas, su colección de pipas, de monedas, de mapas… Cada uno de los objetos tenía una historia, más o menos fantástica, que Germán Rivero se complacía en relatar a la niña. Algunas veces esquivaba sus preguntas:

—Todavía no, pequeña. No podrías comprenderlo. Más adelante, cuando seas una mujer y conozcas la vida…

Así le contestaba siempre que Lena le preguntaba por la historia de cierta tarjeta blanca, que guardaba en un sobre de un azul desvaído, casi gris. Era una cartulina rectangular a la que faltaba un trozo, cortado de una manera caprichosa. Lena Rivero no llegó a saber nunca lo que aquella tarjeta significaba en la vida del «Aguilucho».

Aquellos viajes al pasado quedaban con frecuencia interrumpidos por la presencia de algún objeto extraño. El objeto solía ser Sara Montoya. El señor Rivero la veía acercarse a través del escaparate y cerrando resignado el pupitre, suspiraba:

—Vamos, Nita, llama a tu madre. Dile que viene su amiga Sara. Camina hoy muy despacio. Parece que el saco de chismes le pesa mucho.

Y la señora Rivero, la llamaban así incluso en familia, sin el «de», a la manera anglosajona traída por el padre, bajaba arrastrando su bata de terciopelo azul, adornada con esterillas negras. Demasiado elegante para despachar patatas y jabón detrás del mostrador de «La Uva de Oro». Pero hasta despachando comestibles conservaba su empaque de gran señora.

Tía Mag lo justificaba diciendo:

—«Como te veo trapo, así te trato». Bien está que vuestra madre demuestre a las amigas y a las vecinas que no es una tendera como X… o como J… Ya veis, todas las vecinas la tratan con un gran respeto.

Con respeto la trataba también el «Aguilucho». ¿Influiría en ello su bata de terciopelo azul, con esterillas negras?

Si la mustia señorita Quintana hubiera usado bata de terciopelo y tuviese el gesto altivo de su hermana, es posible que todos la respetasen. Pero la señorita Quintana era para todos «tía Mag», la dulce y suave tía Mag que usaba en la cocina un horrible delantal color chocolate, aunque para acompañar a Heidi se pusiera los guantes y aquel ridículo sombrerito de fieltro negro que parecía un bonete.

Cómo y cuándo empezó el «Aguilucho» a salir de noche y a frecuentar cierto garito de Cimadevilla, donde se jugaba fuerte, es cosa que ignoraron siempre los amigos de los Rivero. El porqué se les hubiera alcanzado en seguida. El «Aguilucho», abrumado por la monotonía de aquella vida, necesitaba alguna emoción fuerte, y la encontró en el juego, una de las pasiones de su juventud. Mientras jugaba, le ocurría como cuando salía al campo o se hundía en los recuerdos de su pasado: se emancipaba de la vida real, de aquella vida que llegó a hacérsele insoportable.

La señora Rivero fingía ignorar su estado de ánimo y el verdadero motivo de sus paseos nocturnos. Conocía a su marido y creía que era mejor fingir que lo ignoraba todo, puesto que nada podía hacer para impedirle aquella liberación, y la paz conyugal dependía, en gran parte, de su discreción. Pero temía lo que al fin sucedió: una noche Germán Rivero no regresó a su domicilio.

La noticia de su muerte descubrió a la ciudad aquello que la señora Rivero había tratado de ocultar pudorosamente.

El comentario que el comandante Data —otra vida enmohecida como las armas que guardaba en su caserón de Cimadevilla— hizo a la muerte de su amigo fue natural y sincero. El comentario de una cosa esperada. Sonóse las narices, se atusó los bigotes y dijo acariciando el puño de su bastón:

—¡La última singladura, Germán Rivero!… Al fin te has liberado de esa vida, insoportable para un hombre como tú.